El vizconde feroz
Álvaro Pombo traza con brillante prosa el retrato de una familia burguesa española y su patriarca, un intelectual de gran prestigio en la Transición que llega a su decadencia
Imagino que Álvaro Pombo sigue escribiendo, como ha hecho siempre, a partir de un texto oral, dictado a un aparato, y que luego corrige una vez transcrito. De ahí deriva el encanto de esta prosa fluyente, a veces caprichosa, que se toma tiempo para contar las cosas, que vuelve sobre sí misma para aderezarse de citas filosóficas o de exordios personales. Pombo disfruta igual con el hallazgo de una expresión castiza clásica o moderna (aquí se usa “postureo” y “viejuno”), o con un latinismo o una frase inglesa, y con tecnicismos de ahora mismo (“desambiguar” y “reconfigurarse”), o con la invención de un neologismo personal (como esas “sensaciones propioceptivas”). De la escritura de Pombo puede decirse lo que el protagonista de Retrato del vizconde en invierno, Horacio de la Granja, observa satisfecho, al releer sus “papeles de superficie” (otra expresión divertida…): “No halló ni una frase —ni una sola— que no resplandeciera brevemente al leerla de corrido”.
Pero el río brillante de la prosa jamás obstaculiza el paso, igualmente calculado, de una trama trabajada. Las novelas de Pombo siempre contienen dos elementos estructurales que parecen armónicos, pero que están en trance de conflicto: la estabilidad inicial y la sospecha de su fragilidad. El primer estadio lo representa aquí, como casi siempre, la placidez de un domicilio —un amplio piso de la calle madrileña de Espalter— y de quienes lo habitan, encarnaciones de la “elegante paz del dinero de la vieja burguesía” y también se supone que de los años de esperanza (y algún sobresalto) que siguieron a 1975. Ese marco lo fue del reconocimiento del vizconde de la Granja como hombre público, conferenciante y ensayista, y después lo ha sido de una decadencia que, ya en los 80 de su edad, sobrelleva mal. Tuvo una esposa, Elena, judía askenazí, y de ella dos hijos de onomástica delatora, Aarón y Miriam, que, el uno por cierta pereza innata, la otra por falta de iniciativa, siguen —cincuentón él y cuarentona ella— viviendo en la casa, atendidos todos por una fiel pareja de empleados domésticos y por la simpatía de la desenvuelta amante del vizconde, Lola Rivas, mujer de mundo, independiente y segura, en la que Pombo ha querido cifrar el despertar sociológico de la alta clase media de los setenta.
Pero sabemos que la inestabilidad anida en cualquier parte. ¿Está en el patente egoísmo de Horacio y su mala aceptación de la vejez? ¿En la incomodidad de tener testigos del inopinado y tardío asalto de la conciencia de su bisexualidad? Nadie es perfecto, escribieron en ocasión parecida Billy Wilder e I. A. L. Diamond… Horacio convierte a su hijo Aarón en su rival, a la vez que este alimenta una progresiva y ofendida intolerancia contra su padre: Horacio no le perdona que haya escrito una novela sobre su madre y sobre su propio domicilio sin citarle, y Aarón (que no soporta que no la haya leído) vive con un novio, Lucas, cuyo vasallaje busca el señor de la casa. Miriam, la más doméstica de los dos hermanos, importa poco, aunque caiga bajo la influencia de un cura, don Ildefonso, y de su hermana Isa, desvío del relato que da pábulo a páginas corrosivas y divertidísimas acerca de la nueva beatería católica, disfrazada de alegría pascual. La inolvidable comida en casa del cura, con tortilla de patatas y más patatas con kétchup, entre ruidosos catecúmenos multirraciales y una chillona teóloga del grupo de los kikos, es absolutamente impagable, aunque no sea novedad para quienes han leído a este creyente en otras páginas acerca de las torvas oficinas de las creencias constituidas. “Lo sacerdotal o el celibato”, escribe Pombo lapidariamente, “como el whisky de malta o los sesos rebozados, son gustos adquiridos”.
Pero Pombo siempre deja que se dibuje la inminencia del abismo por donde todo ha de despeñarse. Si hay un lado oscuro en la evolución del carácter de Horacio, lo hay también en la de Aarón e incluso en la posición de Lucas, su amante, que no es solo un invitado cordial, sino un hombre más inteligente y menos dócil de lo que parecía. Solamente Lola Rivas, la amante, sabe estar a la altura de las circunstancias y abandonar con elegancia la tormenta que amenaza.
Todas las novelas burguesas —es decir, todas las novelas— suponen un conflicto sobre los límites de la propiedad de las cosas y la no menos importante de los afectos. La transformación de Horacio en una suerte de patriarca omnímodo se convierte —quizá muy abruptamente— en el principal síntoma de la catástrofe y lo subraya el poema sobre sí mismo que ha escrito y que lee a su hijo. Pero no debe desvelarse el final, que nadie espera y que es —lo dice Pombo— “ferozmente inverosímil”… Aunque sí vale la pena mencionar el ambiguo sentido de “retrato“ en el título de la novela: se refiere al género del relato, pero también es una alusión anticipada a un retrato pictórico que todos ofrecen a Horacio y que acaba por convertirse en una pugna de principios de autoridad o quizá en el inicio del desentrañamiento de la superchería que todo poder conlleva.
Sobre ese retrato hay algunas disquisiciones pictóricas estupendas, pero sobre todo es la piedra angular donde descansa un final que apaga de un feroz soplo todas las luces de esperanza, transigencia y afecto que Pombo había encendido al inicio de esta novela diserta, subyugadora y desasosegante como pocas.
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