Michel Houellebecq
El mapa y el territorio
Daniel Mansuy
12 de enero de 2015
“Yo quiero dar cuenta del mundo… Quiero simplemente dar cuenta del mundo ”. Esta es una de las últimas frases pronunciadas por Jed Martin, el extraño protagonista de El mapa y el territorio. Como suele ocurrir con los personajes de Michel Houellebecq, Martin no es sino una de las posibilidades existenciales del propio autor. Cada uno a su manera, los héroes houellebecquianos habitan una doble posición: la del observador lúcido de una modernidad agonizante y la del habitante (y actor) de ese mundo desolado. Esta perspectiva doble y ambigua permite que los personajes observen la decadencia al mismo tiempo que la encarnan. Si el arte, como sugiere una y otra vez el mismo Houellebecq, es sobre todo el sometimiento absoluto a una intuición primigenia, no le podemos reprochar la falta de fidelidad. El célebre escritor francés pertenece a la raza de los erizos, si siguiéramos la taxonomía de Isaiah Berlin, pues sus textos son continuas variaciones sobre un mismo tema: la exploración exhaustiva (y patética) de los límites últimos de la experiencia moderna.
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Jed Martin es un artista tan exitoso como millonario, pero sus conexiones con el mundo exterior tienden a ser inexistentes. Su madre se suicidó cuando era niño y las relaciones con su padre (que termina sus días en un centro suizo de eutanasia) son limitadas y esporádicas. En lo afectivo, Martin nunca llega a sentir el deseo de comprometerse y tampoco tiene amigos (cosa “de adolescentes”). Con todo, Martin no es un nihilista ni tampoco un tipo asumido como posmoderno: su experiencia está más allá de esas categorías, porque representa aquel momento en que el desencantamiento del mundo ha sido consumado por completo.
No es casual que Houellebecq, que se introduce como personaje de su propia novela, aparezca leyendo a Tocqueville. Después de todo, el autor de La democracia en América es quizás el más fino observador de los fenómenos que Houellebecq intenta aprehender, aunque haya escrito hace casi dos siglos. Si la modernidad es un progresivo abandono del espacio común que desemboca en un repliegue del individuo sobre sí mismo, ¿qué aspecto tendrá el mundo al final de ese recorrido? La sola formulación de esta pregunta le produce a Tocqueville un “temblor religioso”. Houellebecq utiliza todo su talento literario para intentar retratar del modo más preciso posible dicha posibilidad. Jed Martin es un hombre encerrado en sí mismo, sin ninguna motivación humana, cuya experiencia vital más significativa viene dada por el consumo y donde el trabajo ha perdido su carácter articulador de la vida social. Martin no tiene motivos de acción: la modernidad como el fin de la acción humana. Incluso el arte (y esta es una de las perspectivas más angustiantes) ha perdido su capacidad de ponernos en contacto con lo otro: si la obra del protagonista tiene tanto éxito es simplemente porque el delirante mercado del arte contemporáneo así lo decidió, es decir, porque en vez de explorar libremente nuevos valores se halla supeditado a la libertad del capital. El mapa y el territorio puede ser leída como un epílogo de Los sonámbulos, esa magnífica novela de Hermann Broch.
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Un mundo sin motivos es también un mundo sin energías. En el fondo, Houellebecq parece simplemente constatar (sin rabia ni nostalgia) el fin de la historia, o al menos de la historia de Occidente. ¿Tenemos nosotros, occidentales, deseos de proseguir de algún modo nuestra aventura? ¿O bien hemos abandonado toda forma de despliegue, toda forma de manifestación de algún tipo de identidad? ¿Cuál es la dirección del movimiento actual?
No hay ninguna necesidad de compartir el sombrío diagnóstico de Houellebecq para agradecerle la agudeza con la que enfrenta estas preguntas.
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