Al poco tiempo de volver de Auschwitz, ya en marzo de 1946, Primo Levi escribió una carta a su antiguo compañero del campo de concentración Jean Samuel: “¿Sabes algo de Brakier, Kandel, Szanto, Arnold…?”, y enumeraba los nombres de otros que compartieron su suerte. El escritor italiano, autor de uno de los libros clave del siglo XX, de referencia sobre el Holocausto, Si esto es un hombre, sintió enseguida la necesidad de saber de los demás, si se habían salvado o no. Encontró a algunos, pero en muchos casos no logró averiguar nada. Nadie hasta ahora se había preocupado de saberlo, de indagar qué fue de las personas reales que estaban detrás de esos personajes del libro. Lo ha hecho el historiador Sergio Luzzatto, en un libro que se acaba de publicar en Italia: Primo Levi e i suoi compagni (Primo Levi y sus compañeros, editorial Donzelli).
En sus páginas se descubren historias increíbles, la mayoría hasta ahora desconocidas, de los compañeros de Primo Levi en el Kommando 98 de Auschwitz III-Monowitz, donde llegó con 25 años. Era el departamento químico, para producir goma sintética, de la compañía I. G. Farben, la empresa que colaboró con los nazis en el exterminio. Fue un lugar algo privilegiado en el horror del campo, porque allí al menos se podía trabajar a cubierto en invierno. Por esa razón se salvó un mayor número que en el resto. En el campo solo murió uno, los otros lo hicieron en realidad en la infernal evacuación a pie en medio de la nieve de enero de 1945 ante la llegada de los aliados. Levi escribió a su amigo Jean Samuel (que en el libro se llama Pikolo) una lista de 48 compañeros del campo, aunque de algunos apenas recordaba datos incompletos. Luzzatto ha logrado identificar a 29, el círculo más cercano de Levi. Sobrevivieron otros 15, además de él.
El libro de Levi y sus compañeros tiene un subtítulo, “Entre historia y literatura”, porque están entrelazadas en la obra del autor turinés. Por ejemplo, ocultó en la mayoría de los casos a las personas reales tras seudónimos y también admitió que había usado licencias literarias, alterando detalles. Luzzatto, que disecciona los hechos y el modo en que Levi escribió sobre ellos, observa que se han ocupado mucho más del escritor los críticos que los historiadores, y quizá por eso nadie había investigado antes sobre sus compañeros. “Solo se conocía algún caso, y la pregunta es por qué”, explica Luzzatto en conversación en vídeo desde Estados Unidos. “Yo creo que el resultado literario de Primo Levi ha sido tan magnífico que es como si los personajes hubieran tenido preferencia sobre las personas, como figuras, en el sentido dantesco del término, como encarnación de tipos, y se ha renunciado a dar el paso siguiente. Pero lo que me parece problemático de esta renuncia es que Levi, además de un gran escritor, es considerado antes incluso como el más fiable de los testimonios, y entonces hay una contradicción, algo que hay que comprender, sobre la distancia entre esos personajes y estas personas”.
Es un terreno delicado, y aunque Luzzatto no está cuestionando a Levi, y escribe desde la admiración y el conocimiento profundo de su obra, ha recibido algunas críticas en Italia. Ya le ocurrió en 2013 con su primer libro sobre el escritor, Partisanos (Debate), que indagaba en su paso por la Resistencia, una experiencia en la que arrastraba el peso de “un feo secreto”, el fusilamiento de dos chicos. Luzzatto apunta que la correspondencia privada de Levi nunca ha salido a la luz, por decisión de su familia, y que tal vez en esas cartas puede haber más información de sus dilemas y otros aspectos poco conocidos.
En este nuevo ensayo, Luzzatto explora otro espacio problemático y oscuro, lo que más obsesionó a Levi en sus últimos años. Lo abordó en esa misma carta de 1946 a Samuel. Tras su pregunta sobre los compañeros, Levi hizo otra: “¿Sabes qué ha sido de los prominentes?”. Así llamaban en el campo a los judíos que tenían pequeños cargos y colaboraban de alguna manera con los nazis a cambio de comida o alguna comodidad. Levi lo denominó más tarde la “zona gris”, una expresión luego usada para todo, pero que él creó para definir el punto de contacto entre el bien y el mal, entre víctimas y verdugos, donde se producía un contagio de los inocentes. Y lo que atormentaba a Levi es hasta qué punto él mismo se había contagiado, lo que le llevó con el tiempo también a ver de otra manera a los que peor había considerado. “Sobrevivieron los peores”, sentenció años más tarde en su última obra, Los hundidos y los salvados (1986).
Tras la liberación, hubo en los campos de concentración numerosos casos de asesinatos y linchamientos de estos judíos, los kapo, a manos de otros judíos. Y también hubo juicios, en países del Este y sobre todo en Israel, unos 40. Al principio los trataban como a los nazis. Con el tiempo, ya a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, hubo más indulgencia. El fiscal general de Israel, Haim Cohn, ya se planteó en 1954 si existía realmente un tribunal humano que pudiera juzgarlos. Levi siguió una trayectoria parecida, de condenarlos severamente a mostrar mayor comprensión a partir de los setenta. Por eso se puede aventurar que, si hubiera vivido lo suficiente para conocer internet ―se suicidó en 1987―, quizá habría hecho lo mismo que este libro: buscarlos para saber más. Levi dijo, por ejemplo, que le gustaría volver a ver, otra vez, al doktor Pannwitz, el científico alemán que hizo a los prisioneros un examen de química para ver si entraban en el departamento. Se preguntó muchas veces por su “íntimo funcionamiento como hombre” y querría haberlo visto de nuevo: “No por venganza, sino solo por mi curiosidad sobre alma humana”.
Entre los “prominentes”, el libro descubre la historia de dos de los cuatro “monstruos” que cita Levi y para los que tiene palabras durísimas. Sobre uno de ellos, Elias Lindzin, el único que menciona con nombre y apellido reales, llega a decir que incluso fue “verosímilmente un individuo feliz” en el campo. Levi dijo en 1986 que no creía que hubiera sobrevivido. Pero estaba equivocado, Luzzatto ha reconstruido su historia. Lindzin, judío polaco que vivió en el gueto de Varsovia, perdió a toda su familia, a su mujer y su hijo, y llegó a Auschwitz en 1943. Tras el fin de la guerra, emigró a Estados Unidos, donde se cambió el nombre a Edward Lindson, y acabó trabajando de carpintero en Detroit.
Lindzin/Lindson apenas lograba dormir, perseguido por sus fantasmas, y se despertaba aterrorizado entre alaridos. Le trató otro judío polaco superviviente de Auschwitz, Henry Krystal, psiquiatra que se especializó en los problemas mentales y de psicosis de quien había sobrevivido al Holocausto. En 1981, Lindzin/Lindson grabó una entrevista con Sidney Bolkosky, uno de los pioneros en la recogida de testimonios de la Shoah. Había leído el libro de Levi, y obviamente se había reconocido, aunque nadie más que él lo sabía, porque se había cambiado el nombre. En la entrevista despotricó violentamente contra Levi, al que incluso llega a llamar “este hijo de puta”.
“¿Se es tan culpable de sobrevivir?”
Otro de esos cuatro monstruos es Paul Steinberg, Henri en el libro, un caso que ya había salido a la luz. Cuando llegó a Auschwitz tenía 17 años (Levi escribe que tenía 22, pensaba que era mayor). A su regreso, triunfó en París como empresario y fue campeón nacional de bridge. Pero nunca habló del pasado, hasta el final de su vida. En 1995 dio una entrevista en vídeo a la fundación de Steven Spielberg y en 1996 publicó un libro de memorias. Había leído Si esto es un hombre y también se vio retratado. Contó que al llegar al campo le salvó conocer a uno de esos judíos prominentes que le enseñó a sobrevivir: era Elias Lindzin. El propio Steinberg confesó que en seis meses se convirtió en “un tipo frío y calculador”. Añade que es eso lo que Levi le reprochaba, “pero no sabía lo que había pasado al principio”. Incluso daba razón a su retrato de alguien maligno: “Yo era seguramente así, ferozmente decidido a hacer de todo para vivir”. Steinberg tenía el remordimiento de haber leído el libro de Levi demasiado tarde, cuando el escritor ya había muerto, y de no haber podido encontrarlo, para explicarle, “hacer valer las circunstancias atenuantes”. Todo ello porque al final de su vida confesaba haber vivido siempre en “la indignidad”, con el peso terrible de la culpa. Concluía con una pregunta: “¿Se es tan culpable de sobrevivir?”.
Un caso muy particular es el de un tal Josef Lessing. Era jefe de la sección de Primo Levi y él llegó a acusarle en 1960 en una declaración ante el fiscal del proceso contra el jerarca nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. Es la única vez en su vida que acusó a una víctima, a otro judío, del que dijo que “se demostró no solo duro, sino malvado”. Luzzatto desentierra su anterior vida civil: era músico y tocaba el violonchelo en una orquesta de café en Amsterdam. En Auschwitz, acabó tocando la trompeta en la orquesta del campo que mañana y tarde acompañaba el desfile de los prisioneros a la ida y a la vuelta del trabajo. Levi nunca habló de él. Solo en uno de sus últimos cuentos, en 1986, apareció un retrato que parece corresponder a esta persona. Pero es que ninguna forma de “violencia inútil” era para Levi tan odiosa como la música de la banda del campo.
Josef Lessing se salvó y volvió a Holanda, donde siguió su carrera de músico. Encontró vivo a su único hijo, que fue uno de los 52 “niños desconocidos” enviados a la muerte desde este país, tan pequeños que no sabían quiénes eran ni recordaban nada de sus padres. Milagrosamente, sobrevivieron todos menos uno. Se casó dos veces, tuvo más hijos. Nunca contó nada a su familia.
Con otro personaje, esta vez positivo, de Si esto es un hombre, ocurre lo contrario: si Levi no hubiera muerto habría descubierto que tuvo un lado oscuro. Se trata de Mendi, que en realidad se llamaba Emil Davidovic, exrabino de Praga, a quien Levi admiraba y consideraba uno de sus mejores amigos en el campo. De él no supo nada tras la liberación y lo encontró porque él leyó su libro, en la traducción alemana de 1961 y lo buscó. Davidovic había vuelto a vivir a Alemania, a Dortmund. Había perdido a sus dos hijos de dos años y ocho meses, enviados a la cámara de gas nada más llegar al campo, y creía que también a su mujer. Pero ella también sobrevivió a Birkenau, y volvieron a tener otros dos hijos. Levi y el rabino se escribieron y visitaron varias veces, con sus familias. Sin embargo años después se desató una polémica porque se descubrió que Davidovic se había quedado en su biblioteca privada con cientos de libros antiguos y preciados de judíos alemanes y bohemios secuestrados por los nazis.
Hay otro compañero de Levi con el que también fue severo, y que da título a un capítulo de Si esto es un hombre, Kraus Páli. Lo describe como ejemplo del prisionero que se esfuerza demasiado, estúpidamente, y no sabe que no sirve para nada y que de ese modo fallecerá antes. Levi concluye que está destinado a morir. En cambio, Luzzatto ha comprobado que sobrevivió, y volvió a ser médico en Budapest en 1946, en la misma consulta del centro donde trabajaba. Hacia 1950 se le pierde la pista, porque emigró, probablemente a Israel, y allí se cambió el nombre. Levi lo supo a primeros de los sesenta, e intentó dar con él, sin éxito. Para entonces ya se expresaba sobre él en términos amistosos. Cosa de la que no era capaz cuando escribió su primer libro.
Luzzatto analiza la relación de Levi con las personas reales y con sus personajes: “Escribió este libro extraordinario cuando era un chico de 26-27 años, era muy joven y estaba tan cerca de su experiencia que era menos inclinado a la clemencia, menos de lo que sería en el futuro. Y además comprendía que para ser creíble, literariamente persuasivo, su libro necesitaba ir más allá de las personas, inventar personajes. Puede ser que con el tiempo este mecanismo haya mutado, él cambió. Y cuando forjó este concepto de la zona gris, tenía menos necesidad de razonar de forma binaria, entre blanco y negro”.
Levi, con los años, se atormentó cada vez más con los complejos pliegues de la zona gris. Luzzato señala que se fue dando cuenta de que sobrevivir a Auschwitz había exigido a todos los salvados, por fuerza, formas grandes o pequeñas de prevaricación. Sentía “la vergüenza de haber sobrevivido”. Por ejemplo, le perseguía un pequeño episodio, no haber compartido, él y su amigo Alberto, las gotas de agua que caían de un grifo con un tercero, Daniel. Incluso aunque luego ese Daniel también se salvó: era Luciano Mariani, judío veneciano, que perdió a toda su familia en Auschwitz.
Una red clandestina de resistencia en el campo
Levi también se torturaba con la muerte de René, narrada en el libro, elegido para morir en una macabra selección de prisioneros de octubre de 1944. Sospechaba que se equivocaron con las fichas y le tendría que haber tocado a él, porque René era más fuerte, más joven. En una entrevista en 1980 contó que había encontrado a su viuda y no tuvo el valor de decírselo. El libro aventura que el personaje de René puede ser Renato Ortona, turinés, como él.
Levi descubrió un detalle aún más complejo con otro compañero, Joseph Sivadjian, químico armenio, solo mencionado una vez de pasada como “hombre silencioso y tranquilo”, y del que sabía poco. En 1960, comiendo con un superviviente francés, Alfred Besserman, le reveló que en los campos había una estructura clandestina de resistencia comunista, que ayudaba a los prisioneros, y que Sivadjian formaba parte de ella, hasta robó dinamita y fabricó bombas para una posible insurrección. Pero le contó algo más: la red consiguió salvarlo una vez de la muerte, porque sobornaron a un soldado nazi para que lo sacara de la lista, por 25 dólares. Aquí se abre otro abismo de dilemas, porque obviamente fue sustituido por otro. Levi se impresionó al escuchar el relato y descubrir otro factor de riesgo más en el campo que desconocía, y le dijo que nunca había pensado que él mismo “habría podido servir a conservar una vida políticamente más útil” que la suya.
Sivadjian se salvó, fue el superviviente de mayor edad del grupo de Levi, 47 años, y a su regreso recuperó en París su puesto en el laboratorio de química farmacéutica del Instituto Pasteur. No obstante, figura como muerto en los registros de Mauthausen, aunque su nombre está seguido de un signo de interrogación. Quizá volvió a salvarse en el último momento. Siguió siendo, oficialmente, un muerto y un vivo.
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