«Se parece a Marcela», piensa Sergio deteniéndose, y se da vuelta para observar mejor a la mujer que sólo ha visto de reojo al pasar por la Librería Francesa… «¡Pero si es Marcela misma!», y no sale del asombro al comprobar que esa desalmada y ensombrecida mujer que mira con desgano el escaparate es su amiga Marcela. Tiene urgencia de llegar a la oficina antes de las seis de la tarde pero se queda unos minutos platicando con ella. No puede impedir preguntarle antes de despedirse:
—Te noto desmejorada, ¿has estado enferma?
—No precisamente —dice Marcela con desaliento—, tal vez se debe a que duermo mal.
—Por qué no tomamos un café, cuando tú quieras, y platicamos un buen rato. Hoy me encantaría, pero tengo que revisar algunas cosas antes de que salga mi secretaria.
«¿Qué le pasará a Marcela?», se pregunta de nuevo Sergio mientras se rasura. Piensa que tal vez ese cambio se debe al tiempo, que ya no tienen veinte años y sí están cerca de los cuarenta. Se quita la jabonadura y se contempla en el espejo con detenimiento. «No es eso, debe tener alguna cosa, algo le debe ocurrir», y le duele pensar que sea algo serio, tanto que ha ocasionado un cambio tan desastroso, y él sin saber nada. Bajo la ducha vuelve a la época de la preparatoria, cuando Marcela y él andaban siempre juntos: iban a las mismas fiestas, les encantaba caminar sin rumbo por la ciudad o mataban las horas sentados en el café, «estaba muy espigada y tal vez un poco pálida pero eso le daba un aire interesante, apenas se pintaba y recogía sus largos cabellos castaños hacia atrás como cola de caballo, era una linda muchachita», se dice Sergio. Habían estado todo ese tiempo tan cerca uno del otro que nunca se le ocurrió preguntarse qué clase de afecto los unía. Marcela era como una parte de él mismo. Alguna vez se había puesto romántico pero no habían pasado de unos cuantos besos inocentes. Tal vez Marcela estuvo esperando a que él se decidiera, tal vez se cansó de esperar y un día se hizo novia de Luis, quién sabe… «A lo mejor ayer estaba desvelada o un poco triste sin ganas de arreglarse y no pasa nada; ella está igual que siempre y yo soy el que está haciendo una montaña, ¡qué bueno sería que sólo fuera mi imaginación!» Y comienza a leer el periódico mientras desayuna hasta que deja de pensar en su amiga. Llega a su departamento, cansado después de un día de trabajo, y como aún es buena hora llama a Marcela para concertar una cita. Una, dos, tres llamadas, quiere oír su voz alegre como siempre: «¡Ah, eres tú, Sergio, qué gusto!» Una llamada más y contesta la propia Marcela, pero no con la voz que él conoce y espera, que tiene necesidad de escuchar. Claro que sí le ha dado gusto que sea él quien la llama, lo siente, lo sabe bien, pero es indudable que algo anda mal en ella. Quedan en verse al día siguiente. Desalentado, camina por la estancia. Le molesta que Velia esté fuera de la ciudad. Por lo menos hablaría con ella de su preocupación por Marcela, pero la pobre es tan poco atinada. Ya podría haber regresado, quince días son más que suficientes para tostarse y lucirse en la playa… Decide leer un rato y busca el libro de Miller. Se tumba en un sillón; le duele ligeramente la pierna izquierda, se la frota con la mano; es un fastidio que aún le duela con el frío después de tanto tiempo, Miguel no le cree cuando se lo dice y nunca le receta nada, «estos médicos son una lata…» Se acuerda de cuando se rompió la pierna. Marcela fue realmente la única persona que lo acompañó con constancia aquellas largas tardes en el hospital; los otros se cansaron pronto; la tal Irene se fue a visitar a su madre a San Francisco. Marcela llegaba siempre muy fatigada: «Luis vendrá por la noche. Te compramos este libro. Luis dice que es muy bueno y te gustará…» Se sentaba con dificultad (esperaba entonces su segundo hijo) y le contaba todas las novedades, los chismes de los amigos, le acomodaba las almohadas o le leía, sin cansarse, hasta que la tarde se iba y llegaba la enfermera con la charola de la merienda. Luis iba siempre a buscarla, conversaban un rato más, y después se marchaban cogidos de la mano con aquel aire de novios tímidos que le hacía tanta gracia. El día que se casaron él estaba tan nervioso como el propio novio; tal vez un poco más, ya que Luis era más calmado para todo. Le parecía que Luis nunca terminaría de vestirse, que llegarían tarde; después perdieron los anillos y ya cerca de la iglesia él se pasó un «alto» y por poco se los llevan a la comisaría. Habían llegado cuando ya todo mundo estaba inquieto…
Después de las siete y media de la noche, entra Sergio en el café del Ángel y encuentra a Marcela sentada a una mesa del fondo.
—¿Hace tiempo que me esperas? —pregunta Sergio al darse cuenta de que el café que bebe Marcela está completamente frío—. No tengo remedio, siempre llego tarde —toma la mano de Marcela y la retiene entre las suyas.
—No te aflijas —dice ella—, no me acordaba si habíamos quedado de vernos a las seis y media, o a las siete y media, entonces…
—Que eso me pase a mí es casi natural —dice Sergio bromeando—, pero a ti, con esa increíble memoria que siempre has tenido y que yo tanto te envidio…
Marcela dice que su memoria ya no es la misma, que se olvida de todas las cosas o las confunde. Sergio la mira fijamente tratando de averiguar lo que le ocurre; como no tiene éxito le pregunta:
—¿Qué te pasa, Marcela, qué te ha sucedido?
Ella saca un cigarrillo y permanece callada. Sergio llama al mesero y pide dos cafés.
—No sé, todo ha sido tan confuso, tan inesperado, como un sueño desastroso, una pesadilla; a veces creo que voy a despertar y que todas las cosas están intactas.
Juega con su argolla de matrimonio, le da vueltas nerviosamente en el dedo, se la quita, se la pone, se la vuelve a quitar. Sergio intuye que debe ser algo de Luis, algo que le duele y le cuesta trabajo decir. Él también está incómodo, hay mucha gente en el café, mucho ruido, no están bien ahí.
—Voy a pagar la cuenta —le dice—, nos iremos a mi casa.
Marcela no responde pero acepta con la mirada. En el camino los dos hablan de cosas que no les interesan mayormente: si leiste tal libro, si viste tal película, que las noches empiezan a ser frías, que oscurece temprano, que los días no alcanzan para nada… Sergio conecta el radio del auto; la voz grave, cálida de Armstrong los envuelve. Marcela mira pasar los árboles de la avenida Tacubaya, « I’ll walk along, because to tell you the truth I’ll be lonely, I don’t mind being lonely when my hearth tells me you are lonely too », dice Armstrong.
—¿Te acuerdas —pregunta Sergio— cuando oíamos este disco hasta rayarlo?
Marcela asiente pero él sabe que no puede llevarla hacia atrás, que ella está estancada en otro momento del cual no quiere o no puede salir. Él vuelve a aquellos domingos en la tarde: Marcela, Luis y él en su pequeño cuarto de estudiante, bebiendo ron y escuchando a Armstrong. Marcela sentada en el piso con las piernas encogidas y cruzadas llevando el compás con un leve balanceo, Luis tumbado a su lado mirando el techo y él dirigiendo una orquesta invisible, poseído, arrastrado por Louis…
—Hace frío —dice Sergio y comienza a arreglar los leños para encender la chimenea.
Marcela se ha acomodado en una butaca hecha un ovillo. «Por lo menos ya no está tan tensa, pero ¿por qué no habla, por qué no cuenta lo que le pasa?» Él se dedica a preparar el café y a los pocos minutos el olor llena la estancia. Sirve las tazas y comienza a sentirse cercado por el silencio de Marcela. Es la primera vez, desde que la conoce, que no sabe de qué hablar con ella. Le pregunta si está bien de azúcar; ella dice que sí. Le ofrece un cigarrillo y él enciende otro. Marcela menea su café, Sergio se pone a hacer anillos con el humo.
—Luis me engaña y todo se ha roto entre nosotros.
Sergio la mira sin saber qué decir.
—Ha sido un golpe tremendo, como quedarse de pronto caminando sobre una cuerda hoja, sin tiempo ni espacio donde situarse.
—¿Estás segura, Marcela?
—Claro que estoy segura, yo misma lo comprobé. Al principio me desconcertaba su actitud de despego hacia mí, cada vez más marcado, sus ausencias. Me inventé muchas excusas, di muchas vueltas, no quería darme cuenta.
—Debe ser algo pasajero, algún capricho —dice Sergio y va a buscar una botella.
Marcela mueve la cabeza negativamente y le alarga su copa. Él le sirve mientras piensa que las mujeres agrandan siempre las cosas; siente frío y atiza la lumbre.
—Hace apenas unos meses que lo descubrí, después supe que todo viene de tiempo atrás, varios años.
Los leños arden en grandes llamas anaranjadas cuyo resplandor le da un aspecto más desolado al rostro marchito de Marcela. Sergio se acomoda hasta el fondo de la butaca y enciende un cigarrillo.
—¿Quién es?
—Una costurera.
Él se dice que aunque las cosas estén agrandadas por Marcela existen y la han destruido, existen como esas llamas que bailan en la chimenea. No hay más que verla, que oírla, está tan sola y entristecida como una casa abandonada y en ruinas. Bebe un buen trago, la mira tan derrumbada, «¡mi pobre Marcela, la muchachita de cola de caballo!», tan de él, tan su hermana, como un brazo o algo de él mismo así le duele. Trata, lo mejor que puede, de levantarle el ánimo, de comunicarle esperanza… sólo la muerte es irremediable, todo tiene solución, las cosas pueden cambiar, será un mal momento, una experiencia dolorosa, pero siente dentro de él que sus palabras son huecas, que no sirven, que son sólo palabras, deseos que no hacen milagros.
Había concertado una cena de negocios pero a última hora le avisan que se pospondrá para otra fecha. Tiene la noche libre pero no siente ganas de hacer nada ni de ver a nadie. La situación de Marcela lo ha perseguido. Por más vueltas que le ha dado al problema no encuentra qué puede hacer para ayudarla. Varias veces se propuso hablar con Luis, pero desechó la idea. Todo le parece inútil, ineficaz. «Sólo ellos mismos pueden arreglar sus cosas.» Sabe que nadie cambia su vida o deja de hacer algo por consejo de un amigo. Decide irse para su casa y ahí comer algo. Cuando llega encuentra a Marcela sentada en el piso cerca de la chimenea.
—¡Tú aquí, nunca pensé…! —dice Sergio sorprendido y contento de encontrarla.
—Me dijeron que volverías tarde, pero tuve una corazonada y me esperé.
—¡Qué bueno que hayas venido! —dice Sergio inclinándose a besarla—, me tienes muy preocupado.
—Es el segundo coñac —dice ella señalando el vasito que está a su lado—. He sentido mucho frío.
—Sí, hace algo —dice Sergio y va a servirse una copa. Regresa y se sienta a su lado—. ¿Has hablado con Luis, te ha dado alguna explicación?
—Varias veces hemos hablado —dice Marcela con voz desalentada— pero es inútil, lo niega todo; dice que es invención mía y cada vez se abre entre nosotros una zanja más honda. Vivimos agazapados, desconocidos, ahogados por el silencio.
—Tal vez con el tiempo… —empieza a decir Sergio, pero Marcela no lo deja terminar.
—Hay algo más que no te conté el otro día, por eso vine hoy… también me persigue.
—¿Quién? —pregunta Sergio frunciendo la frente.
—Ella. Me persigue noche tras noche, sin descanso, durante largas horas, a veces toda la noche, sé que es ella, recuerdo los ojos, reconozco sus ojos saltones, inexpresivos, sé que quiere acabar conmigo y destruirme por completo, ya no duermo, hace tiempo que no me atrevo a dormir de noche, estaría a su merced, paso las horas en vela oyendo todos los ruidos del jardín, entre ellos reconozco el suyo, sé cuando llega, cuando se acerca hasta mi ventana, cuando espía todos mis movimientos; el menor descuido me perdería, cierro las ventanas, reviso las puertas, las vuelvo a revisar, no dejo que nadie las abra, por cualquiera puede entrar y llegar hasta mí, son noches interminables oyéndola tan cerca, una tortura que me va consumiendo poco a poco hasta que se agote mi última resistencia y me destruya…
—Toma, bebe un poco —dice Sergio alcanzándole la copa. Él siente que se ha quedado bloqueado, que no ha entendido bien y quisiera preguntar y aclarar pero ella no lo deja.
—Empecé a dormir mal cuando lo descubrí todo y me pasaba las noches dando vueltas en la cama, oyendo los ruidos de la noche, ruidos lejanos, vagos, comencé a distinguir uno que sobresalía de entre los demás y que cada vez era más fuerte y más preciso, cada vez se acercaba más hasta llegar a mi ventana y ahí permanecía horas y horas, después se iba, se desvanecía a lo lejos y a la noche siguiente regresaba; así todas las noches, igual, sin descanso, una vez la descubrí, eran sus ojos, yo los conocía, muchas veces seguí a Luis con la esperanza de que fueran sólo sospechas infundadas de parte mía, pero él entraba siempre en el mismo edificio. Palenque 270, y pasaban horas antes de que volviera a salir; supe que ahí vivía ella pero nunca la había visto… Un día llegaron juntos en el auto de Luis, la alcancé a ver bien, los ojos saltones, inexpresivos, los mismos ojos que descubrí bajo mi ventana entre las hierbas…
Marcela se pasa la mano por la frente tratando de borrar una imagen; después enciende un cigarrillo. El reloj da las once de la noche, Sergio se sobresalta. Se da cuenta de que es el reloj, su reloj, el que está ahí sobre la chimenea desde hace tiempo, el que da las horas igual, de la misma manera, pero que ahora le parece distinto. Bebe un poco de coñac que también le sabe a otra cosa, con otro gusto, como si todo y él mismo hubiera cambiado. «Estoy embrutecido.» Todo ha sido tan inusitado, tan confuso, que no sabe qué pensar ni cómo entender. Mil pensamientos invaden su mente como fragmentos desarticulados, como las piezas en desorden de un motor, y él no encuentra la primera pieza, el punto de donde partir para después seguir acomodando las otras. Su mente es una maraña difícil de desenredar.
—¿Tú qué harías, Sergio? —pregunta de pronto Marcela—, dímelo.
Sergio la ve como una niña acorralada a punto de precipitarse que pide ayuda.
—Estás muy nerviosa, muy agobiada, y cuando uno se encuentra así todas las cosas se transforman y se agrandan…
—No, Sergio, no son mis nervios, es su presencia ahí bajo mi ventana todas las noches, ese croar y croar y croar toda la larga noche…
—¿De qué estamos hablando, Marcela? —pregunta Sergio angustiado—, o más bien, ¿de quién estamos hablando?
—De ella, Sergio, del sapo que me acecha noche tras noche, esperando sólo la oportunidad de entrar —y hacerme pedazos, quitarme de la vida de Luis para siempre.
—Marcela querida, ¿no te das cuenta de que todo eso es sólo una fantasía? Una fantasía a la que te ha llevado tanto tiempo sin dormir, tu ensimismamiento, el dolor mismo…
—No, Sergio, no.
—Sí, querida, el sapo no existe, es decir, los sapos sí existen pero no ese que tú crees, ella. Será un sapo cualquiera que ha tomado la costumbre de ir hasta tu ventana todas las noches…
—No me entiendes, Sergio, todo es tan difícil de explicar, por eso no te lo había contado. No sabía, no sé cómo decirlo…
—Yo te entiendo, Marcela.
—No me entiendes, no quieres entenderme. Piensas que son mis nervios o tal vez que estoy loca…
—No digas eso, yo sólo pienso que estás muy nerviosa y muy destrozada.
Marcela, que ha permanecido todo el tiempo en la misma postura con las piernas encogidas, apoya la cabeza sobre las rodillas y comienza a sollozar. «Tiene la misma actitud, el mismo dolor que aquella noche, cuando supo de la muerte de su abuela», piensa Sergio y le comienza a acariciar el cabello sin decir nada. No encuentra la palabra que la alivie; se siente tan torpe y mutilado como si de pronto se hubiera agotado interiormente y sólo quedara dentro de él un embotamiento, una pesadez agobiadora (oye el timbre de la puerta), lo único que sabe es que está sufriendo con Marcela, tanto como ella y por ella (vuelve a oír el timbre); él, que siempre se ha defendido del sufrimiento y huye por sistema de todo lo que pueda causarle dolor, aquí está ahora completamente destrozado, hecho una mierda (otra vez el timbre). «¿Quién podrá ser?», se pregunta con disgusto.
—Alguien toca —dice Marcela levantando la cabeza.
—Sí —contesta Sergio.
—No quiero ver a nadie, saldré por la cocina.
—Espera, no es necesario que abra.
Vuelve a sonar el timbre y una voz de mujer llama a Sergio.
—¡Tenía que ser Velia! —dice Sergio fastidiado—, sólo ella es capaz de armar tanto escándalo.
Deciden que lo mejor es abrirle antes de que despierte a todo el edificio con sus gritos. Sergio abre la puerta y Velia se precipita adentro. Besa a Sergio y después a Marcela que no se ha movido. Como espectadores mudos, la ven que empieza a quitarse el abrigo y los guantes mientras explica que no pudo avisar de su llegada. Al pasar para su casa había visto luz en el departamento y decidió darle una sorpresa y, como no le abría, comenzó a ponerse nerviosa temiendo que algo le hubiera ocurrido. «Qué podía haberme ocurrido, no teníamos ganas de ver a nadie», piensa Sergio con disgusto y está a punto de decírselo, pero sus ojos se encuentran con los ojos verdes de Velia y el mal humor y la tirantez ceden: le dice simplemente que no pensaban que fuera ella. Velia nota que Marcela ha llorado y trata de saber lo que le ocurre, pero Marcela ya no tiene alientos para hablar.
—Me puse triste —es lo único que dice. Se despide casi inmediatamente y Sergio la acompaña hasta su automóvil.
—Te llamaré pronto —y la besa en la mejilla.
Regresa al departamento sin darse ninguna prisa. Le molesta la presencia de Velia, es cierto que la extrañaba y quería que regresara, pero no en ese momento en que tiene necesidad de estar solo con su maraña de pensamientos.
—Qué bueno es volverte a ver —dice Velia abrazándolo. Sergio la besa levemente y se sientan muy juntos.
—Fueron muchos días —dice Sergio, por decir algo, y su mano acaricia con desgano el brazo tostado de Velia, mientras piensa: «Podías haber regresado la semana pasada pero tuviste que llegar en el momento en que yo no tengo ganas de nada, ni siquiera de ti y soy un embrollo».
—¿Qué le pasa a Marcela?
—Ella te lo dijo, estaba triste y lloró.
Él prepara unas copas y oye a Velia diciendo que encuentra a Marcela muy desmejorada y como ensombrecida. Tal parece que hubiera perdido, por completo, el interés en su persona y en todo lo que la rodea.
—Sí, es notable el cambio que ha sufrido —dice Sergio regresando con las copas.
—Y tú también tienes algo, algo que no me dices…
Sergio no contesta, bebe un poco. ¿Cómo decirle lo que él mismo no entiende, lo que le da vueltas por dentro y no logra atrapar ni parar? Velia insiste en saber lo que pasa y pregunta y vuelve a preguntar.
—Estoy preocupado por Marcela —comienza a decir Sergio y termina contándole todo el problema, es decir, lo que él ha logrado rescatar: que Luis la engaña y eso ha sido un golpe mortal para la pobre Marcela, que se ha hundido por completo; ha dejado de dormir y su sistema nervioso está sumamente alterado; sufre persecuciones de la amante de Luis, las cuales él está seguro de que sólo existen en su mente. Esto es todo lo que Sergio cuenta: una historia de triángulo bastante igual a millones de historias del mismo género, pero él sabe que hay algo más, algo que ni él mismo se cuenta y quiere quedarse solo y repasar el diálogo con Marcela, reconstruir todo lo que ella le ha contado. Pero Velia no se va y el resto de la noche tiene que transcurrir como si nada hubiera pasado. Beben otras copas, Velia comenta sus vacaciones: el tiempo era increíble, el agua deliciosamente tibia, todo mundo estaba en Acapulco, qué pena que Sergio no hubiera ido, se habría divertido mucho; aunque no le creyera, lo había extrañado una barbaridad… Preparan algo para comer, comen y hacen el amor. Después cuando Velia duerme a su lado, Sergio escucha los ruidos de la noche y vuelve a pensar en Marcela con angustia, «ahora ha de estar viviendo otra de sus noches desquiciantes».
Sergio y Velia se han encontrado en un bar de Reforma a donde van con frecuencia. Él mira con desgano la gente que entra y que sale. Las muchachas como patrón, con el peinado abultado «a la italiana», los ojos sumamente pintados y los labios pálidos; ellos con su corbata de moño y su saquito entallado.
—¿Y Marcela, has sabido algo?
Sergio dice que ha estado muy ocupado y no ha podido buscarla, ni siquiera llamarla por teléfono.
—Yo pienso que con un poco de tiempo se recuperará y se olvidará de todo —dice Velia—, hasta de Luis, ¿no te parece?
—Marcela tiene un mundo muy especial, lleno de fantasías, por eso me preocupa tanto.
—Pero ya no es una niña, Sergio. Las fantasías son propias de la niñez, es absurdo a su edad apartarse de la realidad.
Sergio la deja hablar, reconoce que es lo mismo que él se ha estado diciendo durante días y días. Él es el primero en admitir lo descabellado de la historia que se ha creado Marcela, pero también sabe que esa fantasía la está destruyendo por completo y es eso lo que lo desespera; de alguna manera él tiene que hacerla entender, despertarla de ese sueño absurdo y volverla a la realidad… Se da cuenta de que Velia ya no dice nada y lo mira atentamente.
—Me quedé pensando en Marcela —dice apenado y le acaricia la mejilla.
Ella sonríe indulgente.
Muy temprano, en la mañana, suena el teléfono. Sergio salta de la cama atarantado. Marcela se disculpa por haberlo despertado pero necesita verlo, es muy urgente. Él también así lo siente por el tono de la voz, entrecortada y jadeante.
—Ven en cuanto puedas, ahora mismo.
Se mete a la regadera para acabar de despertar. Pensaba dormir hasta tarde como todos los domingos, pero no le pesa, hablará con Marcela de una vez por todas y todo el tiempo que sea necesario. Mientras la espera prepara café y unas tostadas, y le telefonea a Velia para que no pase a buscarlo. Él irá por ella cuando termine de hablar con Marcela.
Cuando Marcela llega se sientan a tomar el café cerca de la ventana. «Tiene un aspecto deplorable», se dice Sergio.
—Anoche —comienza a contar Marcela— todo estuvo a punto de terminar, es decir, pudo haber sido mi última noche, alguien, yo creo que Lupe, dejó abierta la puerta de la estancia que comunica al jardín, por ahí entró, yo había escuchado durante varias horas su croar y croar junto a mi ventana, después se fue alejando el ruido hasta que se perdió, pensé que se había ido y no dejó de sorprenderme… Un poco tranquila comencé a dormitar, de pronto empecé a oír algo que caía pesadamente, de tiempo en tiempo, que se iba acercando cada vez más, cada vez más, me levanté y corrí hasta la puerta de mi cuarto, ahí estaba en el hall a unos cuantos pasos de mi puerta, un salto bastaba para que entrara, ahí estaba con sus enormes ojos que parecían estar ya fuera de las órbitas a punto de lanzarse sobre mí, lo sé por las patas replegadas en actitud de salto, porque se iba inflando enfurecida ante mi vista y por su deseo de destruirme… de un golpe cerré la puerta y di vuelta a la llave, en el mismo momento la oí estrellarse contra la puerta y croar, croar, quejarse de dolor y rabia, fue un instante el que me salvó, un solo instante, di otra vuelta a la llave y me quedé pegada a la puerta escuchando, gemía dolorosamente, después oí cómo se iba yendo con su sordo golpear, sus cortos saltos pesados… yo sudaba copiosamente, después me desvanecí, cuando volví en mí ya era de día. Me metí en la cama tratando de calentarme, tenía mucho frío y mucho miedo, no lo logré, seguía temblando de pies a cabeza, entonces te llamé…
De una manera automática Marcela se lleva a los labios la taza de café que no ha probado aún.
—Debe de estar helado —dice Sergio—, no lo tomes, voy a calentarlo —y se va a la cocina pensando: «¿Cómo empezar a decirle, qué decirle?»
Regresa con el café caliente, le sirve a Marcela, se sirve él también. El sol entra y baña la estancia, son las nueve y media de la mañana de un domingo del mes de octubre, todo es real, cotidiano, tan real como la mujer que menea el café sentada frente a él, como él mismo que saborea su descanso semanal. Lo que no encaja a esa hora, son las palabras, el mundo que ella expresa.
—Te vas dejando llevar muy de prisa por tu imaginación y tus nervios excitados; detente, querida, es un camino muy peligroso, y a veces es sólo un paso, un paso que se da fácilmente, después…
—Cómo es posible que me digas estas cosas —dice Marcela con gran desencanto—, que no comprendas; no es imaginación, ni sueño, ni son mis nervios como tú les llamas, es una realidad aterradora, desquiciante, es estar tan cerca de la muerte que uno empieza a sentir su frío sobre los huesos.
—A veces uno sin querer —dice Sergio—, sin darse cuenta, mezcla la realidad y la fantasía y las funde, se deja atrapar en su maraña y se abandona a lo absurdo, es como irse de viaje hacia una ciudad que nunca ha existido.
—Es difícil de explicar, de creer, pero existe y tú no quieres darte cuenta; yo reconocí los ojos desde la primera noche que la sorprendí entre las plantas bajo mi ventana, la vi bien el día que iba con Luis, los mismos ojos saltones, fríos, inexpresivos, la cara demasiado grande para su corta estatura, pegada sobre los hombros, sin cuello…
Sergio se levanta y camina por la estancia, después se recarga de espaldas a la ventana y le dice:
—Tienes que darte cuenta de lo ilógico de esta situación, no es posible que sea realidad esa loca fantasía que ha creado tu imaginación, estás cansada, debilitada por el sufrimiento.
—Y la desesperación de saber que cada noche puede ser la última, te he dicho que fue sólo un instante el que me salvó, un instante, cerrar la puerta antes de que saltara sobre mí.
Sergio se da cuenta de que ella ya no puede salir de esa obsesión que la aprisiona distorsionándolo todo y que será inútil lo que él le diga.
—¿Y ahora qué hacer?, ¿si esta noche o mañana, o la otra puede ser la última?, ¿qué puedo hacer, Sergio?, perseguida, acechada sin descanso, noche a noche, minuto a minuto, sin tener el alivio del sueño, siempre atenta, escuchando, siguiendo sus movimientos como el reo que espera en su calabozo la hora final, ¿por qué ese empeño, esa saña en terminar conmigo?, ya me destrozó al arrebatarme a Luis, ¿qué más quiere?, la noche entera croando, croando, croando horriblemente, sin parar, afuera y dentro de los oídos tengo su croar, su croar estúpido y siniestro…
Sergio la ve llevarse las manos a la cabeza tratando de taparse los oídos. Siente un gran dolor, una como desollada ternura que se le anuda en la garganta; sabe que está a punto de llorar y se da vuelta, de cara a la ventana, para que ella no lo vea. Ve afuera la soleada mañana de octubre, ve pasar los automóviles por la avenida de árboles dorados, algunas personas con canastas de comida para irse al campo, ve un vendedor de flores, un lechero, el cartero que pasa en bicicleta; pasan algunas muchachas casi niñas, recuerda a la niña de cola de caballo, quisiera, quisiera irse al campo, ayer, con aquella niña, su amiga, su hermana, la parte de él que está destrozada tapándose los oídos, quisiera…
—Me voy, Sergio —dice Marcela tocándole el hombro con la mano—, quiero comer con los niños.
Sergio se vuelve sorprendido y la mira irse, sin poder decirle nada. Se asoma de nuevo a la ventana: ve partir el automóvil de Marcela y después perderse por la avenida. Marca el número de Velia y le pide que pase a buscarlo; al colgar la bocina se arrepiente de haberla llamado, hubiera sido mejor estar solo, pero tampoco eso quiere, en realidad no quiere nada, tal vez con una copa se sienta mejor, tal vez, pero él ya no puede tener paz, sufre por Marcela como con una enfermedad que de pronto hubiera adquirido, un mal insufrible que no se puede hacer a un lado porque está ahí fijo, doliendo constantemente.
Velia lo encuentra cabizbajo. Pasean un rato por el bosque lleno de niños y de globos. Él apenas habla, se deja llevar. Después en el bar le cuenta a Velia sus temores, la inutilidad de su esfuerzo y el dolor que le produce no poder hacer nada por Marcela. Cuando terminan de comer Velia le pregunta qué quiere hacer, adónde quiere ir.
—Adonde tú quieras, me da lo mismo.
Pasean por la ciudad desierta como todas las tardes de domingo, bajo un cielo pesado, agobiante, incendiado por un crepúsculo prematuro. Pasean un buen rato en silencio, sin rumbo, hasta que el aire fresco de la tarde les azota el rostro como un látigo de hielo; Velia detiene el auto y sube el capacete. Siguen vagando hacia ninguna parte. «Sería bueno ver a la costurera», se le ocurre de pronto a Sergio, pero ¿para qué?, ¿qué decirle?… tal vez hablarle del estado en que se encuentra Marcela, explicarle lo grave de la situación, quizá insinuarle que se vaya un tiempo de la ciudad, a lo mejor con eso Marcela se tranquilice, el saberla lejos la mejore… le parece una idea descabellada, sería una comisión que él nunca hubiera aceptado… ¡pobre muchacha!, su único delito era haberse enamorado de un hombre ajeno. Después de todo, ese tipo de relaciones siempre le han despertado lástima, ¿por qué no decirlo?, también simpatía; siempre viviendo a la sombra sin poder dar la cara, abrazándose a oscuras, a hurtadillas, abortando al segundo mes llenas de dolor y miedo, botadas con los años como un costal de huesos inservibles. Realmente les tiene mucha lástima. Piensa que debe ser una buena muchacha, piensa que se conmoverá al saber cómo se encuentra Marcela, Palenque 270…
Le pide a Velia que lo lleve a la calle de Palenque donde vive la amante de Luis. Velia lo mira muy sorprendida:
—Pero tú ¿qué vas a hacer ahí?
—No lo sé muy bien, pero siento que hablar con ella es mi único recurso y lo voy a intentar.
Velia lo deja en la esquina del edificio y se queda esperándolo.
Sergio sube hasta el tercer piso y toca el timbre del departamento 15. Nadie responde. Teme que por ser domingo haya salido. Vuelve a tocar. Una muchacha sin edad abre la puerta, Sergio sabe que es ella y le dice que quiere hablarle. La muchacha se le queda viendo entre sorprendida y temerosa. Del departamento salen unos extraños y confusos ruidos.
—¿Me permite pasar?
Ella no responde y hace el intento de cerrar la puerta. Sergio la detiene, introduciéndose al departamento. Localiza los extraños sonidos que escuchó al abrirse la puerta saliendo de un radio: «Debe ser música concreta o algo por el estilo, tal vez el programa dominical de Radio Mil», piensa Sergio mientras da una rápida mirada al departamento: una larga mesa de cortar, una máquina eléctrica de coser, un maniquí negro, un espejo, otros muebles… La muchacha lo observa atentamente sin ofrecerle una silla pero él toma asiento. Entonces ella hace lo mismo colocándose frente a él y desde ahí lo mira; él también la mira con extrañeza mientras saca un cigarrillo y lo enciende. «Bastante rara la tipa»,piensa Sergio.
—He venido para hablarle de Marcela.
—¿De quién? —pregunta ella con una vocecita meliflua y gelatinosa que se le atraganta a Sergio.
—De mi amiga Marcela, la esposa de Luis —dice Sergio irritado por la necia pregunta.
En el rostro de ella se medio dibuja una sonrisa entre burlona y despectiva, dice algo que Sergio no alcanza a escuchar bien, algo que él interpreta como un «no sé de qué me habla». Él siente que no se le puede oír porque habla como para adentro de ella misma y porque los desagradables sonidos, como gritos inarticulados, han aumentado en intensidad. Sergio mira hacia el radio pero ella no hace nada por bajar el volumen, como si no le molestara el ruido o no se diera cuenta de él. Sergio empieza a hablarle de Marcela, a describir lo mejor que puede el dolor de su amiga, su desplome interior, sus nervios destrozados; le dice, le explica, vuelve a explicar, habla solo, ella no contesta, «no hay comunicación, no le interesa nada, no le conmueve nada», calla, pero él sabe que no es el silencio de los seres enigmáticos sino el de aquellos que no tienen nada que decir, y la música, es decir, esos como ruidos destemplados cada vez más fuertes, intolerablemente fuertes y violentos como una agresión, envolviéndolos, ahogándolos… él vuelve a hablar, a explicar; sugiere que se vaya un tiempo, sería lo más conveniente para todos. Ella sólo lo mira y lo mira fijamente; de vez en cuando él ve la misma sonrisa, su utilizada sonrisa de máscara que le adelgaza aún más los labios alargándolos. Sergio habla cada vez más alto para hacerse oír, ella lo mira como burlándose de su empeño; él tampoco puede dejar de mirarla, la cara es demasiado grande para su corta estatura, no tiene casi cuello, como si tuviera la cabeza pegada a los hombros… Ahora ya no sugiere, pide abiertamente; le exige que se vaya un tiempo lejos mientras Marcela se recupera, ella lo mira con sus ojos saltones, fríos, inexpresivos; Sergio casi grita para no dejarse opacar por esos ruidos que parecen salir de adentro de ella: un triste y monótono croar y croar y croar a través de toda la larga noche, «tiene razón Marcela, los ojos están fuera de las órbitas, los labios son una línea de lado a lado de la enorme cabeza, se está inflando de silencio, de las palabras que no ha dicho y se ha tragado, se ha inflado y me mira con odio frío, mortal, mientras me envuelve con su estúpido y siniestro croar y croar y croar, con ese olor a cieno que despide, ese olor a fango putrefacto que me va siendo insoportable aguantar, sus miembros se repliegan, yo sé que se prepara a saltar sobre mí, inflada, croando, moviéndose pesadamente, torpemente…» La mano de Sergio se apodera de unas tijeras y clava, hunde, despedaza… El croar desesperado empieza a ser cada vez más débil como si se fuera sumergiendo en un agua oscura y densa, mientras la sangre mancha el piso del cuarto.
Sergio arroja las tijeras y se limpia las manos con el pañuelo, se contempla todo descompuesto ante el espejo y trata de arreglarse un poco. Se enjuga el sudor y se peina.
Cuando sale a la calle ya ha oscurecido; dobla la esquina y ve el automóvil de Celia y a Velia que lo espera adentro. Antes de reunirse con ella se detiene en un estanquillo; compra cigarrillos y marca un número en el teléfono.
—Sí, soy yo. Ya puedes dormir tranquila, querida mía, esta noche y todas las demás noches, el sapo no volverá jamás a molestarte.
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