Almudena Grandes
Mis padres me llevaban todos los veranos al pueblo, Becerril de la Sierra. Este año fui pregonera y me emocioné más de lo que habría podido calcular
ES UN PUEBLO de la sierra de Madrid. No puedo decir que uno de tantos porque para mí es único. Mis dos abuelos, los dos Manueles, coincidieron en elegirlo. Uno alquiló una casa en uno de los límites del casco urbano. El otro construyó la suya más lejos, pero los dos pasaban allí el verano. Así se conocieron mi padre y mi madre. Allí se hicieron novios y, después de casarse, tuvieron cuatro hijos a quienes llevaron siempre, desde siempre, a Becerril de la Sierra desde finales de julio hasta primeros de septiembre. Excepto en agosto, mi padre iba a trabajar a Madrid todos los días y volvía por la tarde, asfixiado de calor. Mientras tanto, nosotros disfrutábamos de un verano larguísimo de mañanas soleadas y noches frescas, días inagotables en los que el pueblo, el río, los prados que se extendían a la sombra de la Maliciosa conformaban mi versión personal del paraíso.
El Ayuntamiento celebraba unas fiestas postizas, para contentar a los veraneantes, por San Roque, a mediados de agosto. Pero las fiestas buenas, las auténticas, ponían el pueblo boca abajo el segundo fin de semana del mes siguiente. Todas mis ilusiones, las de mis hermanos, las de mi pandilla, se concentraban en esas fiestas, las fiestas. Cuando era pequeña, soñaba con ser mayor para poder ir al baile por la noche. Cuando era adolescente, regateaba con mi madre durante meses la hora de volver a casa. Cuando conseguí arrancarme las cadenas del regreso obligatorio, las noches fueron intensas, brillantes como oscuros mediodías, limpias como los amaneceres que a menudo me encontraban aún despierta. Porque había que ir al encierro, era forzoso aguantar de pie para ver, jalear, preocuparse por los amigos que corrían, casi siempre con demasiado alcohol en el cuerpo. Recuerdo aquellas noches, aquellas madrugadas, con el color dorado y las agudas burbujas del champán de la juventud, ese elixir que conquista en la memoria un sabor mucho más exquisito que el que llegamos a paladear cuando éramos jóvenes.
Luego la vida me alejó de Becerril. Soy la descastada de la familia, la que se marcha más lejos en verano, aunque vuelvo cada año varias veces para comer con mis hermanos, con mis primos o con todos a la vez. Mis veranos ahora son andaluces, ventosos y húmedos, pero la emoción de antaño nunca se ha disipado del todo. Ahora sé que permanecerá para siempre. Porque este año fui la pregonera de las fiestas de septiembre y me emocioné mucho más de lo que habría podido calcular.
Mi abuelo materno alquilaba un balcón para que sus hijos, sus nietos, viéramos los toros desde allí. Recuerdo un revuelo de telas brillantes, mi madre, sus hermanas, sus cuñadas, como una cuadrilla de hadas divertidas, risueñas, fumadoras y peinadas con mucha laca, que deslumbraban en sus vestidos de verano. A la misma altura pude evocarlas hace unos días, como evoqué a mi tío Javier Grandes, que todos los años estrenaba las fiestas gritando “¡Almudena, a casa!” en cuanto que me veía aparecer en la plaza con mi amiga Yolanda. Tenía que recordar a mucha gente, a mi tía Lola, a mi tío José Manuel, a mi tío Manolo Hernández, a la desconocida que se presentó voluntaria para torear conmigo al alimón la vaquilla de las chicas, y salió corriendo, llevándose el capote consigo, cuando la chota se arrancó, y me embistió, y me tiró al suelo. No me rompí nada, excepto una pulsera de madera que se partió en dos sobre el suelo de la plaza. Eso también tenía que contarlo, contar la bronca que me echó mi madre, y la risa de mi padre, que me absolvió sin dudar, porque estaba en la edad de hacer esas cosas, porque antes o después me tenía que revolcar una vaca, porque al fin y al cabo no me había pasado nada.
Supongo que me salió un pregón demasiado sentimental para el gusto de las peñas que armaban barullo a ras de suelo, de los jóvenes que sólo querían beber, o bailar, mientras me escuchaban, pero en aquel momento, en los folios que leía, fui yo como pocas veces lo he sido en mi vida.
Y en aquel momento descubrí que las trampas de la memoria no siempre son amargas. También pueden ser cálidas, explotar en colores, encender un resquicio de juventud en el corazón cansado de la madurez. Gracias siempre, por todo, Becerril.
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