miércoles, 17 de noviembre de 2021

Linn Ullmann / El camino 1

 


Linn Ullmann
EL CAMINO

1


    En el invierno de 2005 Erika fue a visitar a su padre, Isak Lövenstad. El viaje requería tiempo, y se hizo más largo de lo que pensaba, y aunque sintió la tentación de dar media vuelta y regresar a Oslo, prosiguió su camino, tal y como había planeado. El teléfono móvil estaba a su lado en el asiento, podía llamar a su padre en cualquier momento y decirle que suspendía el viaje. Que no iba. Que tendrían que dejarlo para otra ocasión. Le diría que era a causa del tiempo, de la nieve que no dejaba de caer. Los dos experimentarían un gran alivio.



    Isak tenía ochenta y cuatro años y vivía solo en una casa blanca de caliza en Hammarsö, una isla en la costa oriental de Suecia. Era especialista en enfermedades de la mujer y uno de los pioneros en la investigación de la que resultó la ecografía. Ya estaba jubilado, gozaba de buena salud y sus días eran agradables. Todo lo que le hacía falta para la vida cotidiana estaba en manos de Simona, que siempre había residido en Hammarsö. Simona le preparaba la comida y la cena todos los días, se ocupaba de la limpieza semanal de la casa y de la compra diaria, quitaba el polvo y hacía la colada; también se encargaba de la declaración anual de la renta y del pago a hacienda. Isak conservaba todos los dientes intactos, pero el último año se le había desarrollado una catarata en el ojo derecho.
    Decía que veía el mundo como a través del agua.
    Isak y Simona hablaban muy rara vez. Lo preferían así.
    Tras una larga vida en Estocolmo y Lund, Isak se había trasladado a Hammarsö para siempre. La casa llevaba doce años vacía e Isak había pensado en venderla. Cuando al final se deshizo de los pisos de Estocolmo y Lund y se convirtió en un isleño, Simona insistió en cuidarle y cortarle el cabello con regularidad, ya que se había quedado viudo. Él quería dejarlo crecer. No había nadie para quien cortárselo, decía, pero para que ese silencio elegido por ambos pudiera restablecerse, se pusieron de acuerdo en un término medio. En verano la coronilla de Isak estaba lisa, resplandeciente y azul, como el globo terráqueo que había regalado a sus tres hijas Erika, Laura y Molly cuando cada una de ellas cumplió cinco años; en invierno se dejaba crecer el cabello libremente, y el resultado era una rala melena entre blanca y gris, que combinada con su hermoso rostro de anciano recordaba a una piña.

    Erika veía muy poco a su padre, pero Simona le había enviado dos fotografías. Una de Isak con el cabello largo y otra de Isak casi calvo. A Erika le gustaba más la del pelo largo.
    Pasó un dedo por la foto y la besó. Se lo imaginó en la playa de piedras de Hammarsö, con los brazos tendidos hacia el cielo, el cabello ondeando al viento y una larga barba postiza.
    «Papá», dijo para sí misma, antes de devolver la foto al antiguo álbum que guardaba en el fondo de un armario del dormitorio.

    Rosa, la segunda mujer de Isak y madre de Laura, había muerto de una insidiosa enfermedad muscular a principios de los años noventa. El hecho de que Isak se trasladara a Hammarsö fue consecuencia de la muerte de Rosa. Durante los casi doce años en que la casa había estado deshabitada, Simona fue la única que se pasaba por allí de vez en cuando para quitar el polvo, fregar y barrer los insectos que siempre se metían en la casa en verano y yacían muertos en los alféizares en invierno. Fue ella quien cambió la cerradura y puso orden tras un pequeño robo y lo secó todo cuando se reventaron las tuberías y el agua anegó el suelo. No podía hacer nada más para reparar los daños causados por el agua si Isak no quería gastar dinero en fontaneros.
    —Se va deteriorando poco a poco, haga lo que haga —le dijo a Isak en una de sus breves conversaciones telefónicas—. Tendrás que venderla, repararla o volver a habitarla.
    —Aún no. De momento no quiero tomar ninguna decisión —dijo Isak.

    Pero entonces el cuerpo de Rosa cedió, y aunque su corazón era fuerte y se negaba a dejar de latir, Isak y un colega más joven, el doctor Jonas Larsson, estuvieron de acuerdo en que Rosa tuviera por fin paz. Tras el entierro, Isak dejó claro a sus hijas Erika, Laura y Molly que pensaba quitarse la vida. Había adquirido las pastillas, el método estaba minuciosamente planeado. Y a pesar de todo se trasladó a la casa de Hammarsö.

    Molly nació en contra de la voluntad de Isak en el verano de 1974. Cuando la madre de Molly, que se llamaba Ruth, estaba pariendo en un hospital de Oslo, Rosa amenazó a Isak con dejarlo. Llenó dos maletas, pidió un taxi a tierra firme, cogió a Laura de la mano y dijo: «Mientras te acuestes con todo lo que lleva faldas y el resultado sean niños, no tengo nada más que hacer en tu vida. Y tampoco en esta casa. Me voy y me llevo a nuestra hija».

    Esto sucedió en el mes de julio de 1974, solo dos semanas antes de la función de teatro anual de Hammarsö, una obra para amateurs escrita y dirigida por Palle Quist. Esa representación teatral era una tradición en la isla; tanto los turistas como los residentes colaboraban en lo que podían, y las funciones habían sido reseñadas varias veces en el periódico local, aunque no siempre en términos elogiosos.

    Cuando a Rosa le dio el ataque de ira, el único que Erika recordaba, Laura se echó a llorar y dijo que no quería irse. También Erika lloró, pues se imaginó el resto de las vacaciones de verano sola en la casa con un padre que era demasiado grande y demasiado fuerte para que ella pudiera hacerle la comida y consolarlo.

    Ruth llamó dos veces. Primero para decir que tenía contracciones cada cinco minutos, y treinta y dos horas después para decir que había dado a luz a una niña. Supo enseguida que la pequeña se llamaría Molly. Pensó que a Isak le gustaría saberlo. (¿Que no? Ah, de acuerdo. Al infierno con él.)
    Las dos veces llamó desde un teléfono público que había en el pasillo del hospital.
    Isak,por su parte, necesitó las mismas treinta y dos horas para tranquilizar a Rosa y convencerla de que no lo abandonara. El taxi que esperaba fuera fue despedido, para ser solicitado de nuevo unas horas más tarde y otra vez ser despedido.

    Isak dijo que no podía apañárselas sin Rosa. Lo de Ruth era un gran malentendido.
    Isak tuvo que echar a Erika y a Laura de la cocina varias veces. Las niñas no paraban de buscar pretextos para entrar y molestar. Tenían sed, tenían hambre, estaban buscando la pelota, y cuando al final Isak bramó que si no les dejaban, a él y a Rosa, hablar tranquilamente les cortaría las orejas con unas tijeras, las dos hermanas se escondieron detrás de la puerta a escuchar. Por la noche, cuando Isak y Rosa creían que las niñas se habían acostado, seguían escondidas detrás de la puerta, envueltas en sus edredones.
    En el transcurso de la noche, Isak estuvo a punto de convencer a Rosa para que aceptara la palabra «malentendido», sin tener que especificar quién había entendido mal —si Rosa, Ruth o el propio Isak— y de qué modo había surgido tal malentendido.
    Isak había estado en un congreso en Oslo nueve meses antes, sí.
    Sí, conocía a Ruth (que entonces no era la madre de Molly, sino solo una comadrona rubia y bonita que admiraba a Isak), sí.
    Había tenido contactos esporádicos con ella, tanto antes como después del congreso, sí.
    Pero Isak no fue capaz de explicar exactamente por qué y cómo en ese momento Ruth estaba en un hospital de Oslo dando a luz a su primera hija y haciendo constar que él era el padre.
    Tenía que tratarse de un malentendido, opinó Isak.

    Tras muchas horas de discusiones, portazos y murmullos, Rosa hizo un té para ella y para Isak. Las dos maletas azules que había preparado para Laura y para ella seguían en el suelo. Lo último que Erika vio desde su escondite detrás de la puerta fue a su padre y a Rosa sentados cada cual a su lado de la mesa de la cocina bajo la lámpara grande —también azul— con sendas tazas de té entre las manos. Ambos miraban fijamente por la ventana. Todavía era de noche.

    Cuando Ruth llamó a la mañana siguiente para informar a Isak de que había tenido una hija, que había pesado tres kilos cuatrocientos y medía cuarenta y nueve centímetros, y que por lo demás el parto había ido bien, él tiró el teléfono al suelo gritando ¡Me cago en dios! Rosa, que estaba detrás de él, con un camisón de topos y su largo cabello despeinado, recogió el teléfono del suelo, se llevó el auricular al oído y oyó lo que decían al otro lado. Asintió con la cabeza, dijo algo y volvió a asentir.
    Erika y Laura, que se habían despertado con el teléfono y la maldición de su padre, salieron disparadas de sus camas y volvieron a su escondite detrás de la puerta. No pudieron oír qué decía Rosa. Hablaba en voz baja. El teléfono era rojo, tenía la forma de un pequeño periscopio con una esfera de cifras en la base y un cable muy largo para que quien hablaba pudiera llevárselo por la casa. Cuando Rosa acabó la conversación tiró del cable hacia ella y colocó el aparato en su sitio, en la mesa de la entrada. Volvió a la cocina y abrazó a Isak, que estaba en medio de la habitación junto a las maletas. Le susurró algo al oído. Él apoyó la cabeza en el hombro de ella. Así permanecieron un buen rato.
    Erika oyó decir a Isak: «Ella nunca debería haber tenido esa criatura».

    En los días siguientes, Erika discutió con Laura lo que podría significar ese «nunca debería haber tenido esa criatura». Comprendieron que el motivo de todo el lío de las últimas veinticuatro horas era que una mujer noruega llamada Ruth estaba dando a luz. Laura dijo que su padre, que sabía más que casi todo el mundo de partos, estaba enfadado porque la señora noruega no había esperado para que él fuese a ayudarla.
    —¿Ayudarla a qué? —preguntó Erika.
    —A hacer salir a la niña —contestó Laura.
    Erika dijo que no lo creía. El padre había dicho claramente que no quería tenerla, así que ¿para qué iba a ayudarla entonces?
    Laura dijo que tal vez pudiera haberla ayudado a empujar a la niña dentro de la madre otra vez.
    Erika dijo que eso era imposible.
    Laura dijo que ya lo sabía, que solo estaba bromeando.

    Ahora, al cabo de más de treinta años, Isak solía decir por teléfono que encendía todas las noches una vela por sus hijas. Una por Erika, otra por Laura y otra por Molly, decía. Procuraba decírselo a Erika muy a menudo. Ella creía que lo decía para que se lo transmitiera a Molly, quien, a pesar de haber perdido a su madre en un accidente de automóvil cuando tenía ocho años y haber tenido que vivir con su abuela materna y no con Isak, nunca había dejado de amarlo.

    Isak era un hombre delgado, con manos y pies pequeños y cabeza grande. Erika no pensaba que fuese su aspecto lo que había atraído a tantas mujeres, sino su cerebro. Isak tenía un cerebro «privilegiado». Eso fue lo que dijeron de él en la revista norteamericana
Life el 10 de septiembre de 1965. Al pie de una foto de Isak ponía textualmente que el profesor Lövenstad tenía un cerebro privilegiado. La fotografía se había hecho con un sol radiante, y él miraba a la cámara con los ojos entornados, de tal manera que no se podían ver con nitidez; ni siquiera su cara, solo esa gran cabeza redonda con su abundante cabello rubio y rizado. En el artículo, que era largo, decían que el catedrático e investigador sueco, en colaboración con catedráticos e investigadores de Dublín, Nueva York y Moscú, estaba a punto de resolver uno de los enigmas que los podría convertir en dueños de la vida y de la muerte. Decían que estaban jugando en el atrio de Dios.
    Cuando Erika pasó su primer verano en Hammarsö en 1972, Laura la cogió de la mano, la llevó al salón y señaló el artículo que colgaba enmarcado en la pared. Erika, que era buena estudiante, entendía bastante bien el inglés.Esa foto de su padre con la cabeza grande, los rizos rubios y el cerebro privilegiado, era algo que llevaba consigo desde entonces, durante sus estudios de medicina y luego en su profesión de ginecóloga.

    Mucho antes de que Isak se mudara a Hammarsö para residir allí permanentemente, Erika e Isak caminaban un día cogidos del brazo por la Strandvägen de Estocolmo. Lo hacían de vez en cuando. Desde que Erika era una niña había intentado enseñar a Isak a decir en noruego: EnOle-Pette toOle-Pette enOle-Pette toOle-Pette enOle-Pette støvelOle-Pette ogOle-Pette enOle-Pette skoOle-Pette enOle-Pette toOle-Pette enOle-Pette toOle-Pette enOle-Pette støvelOle-Pette ogOle-Pette enOle-Pette sko, pero a pesar de haber estado casado con una mujer noruega (Elisabet, la madre de Erika) y de haber tenido al menos una amante noruega (Ruth, la madre de Molly), no conseguía repetir esa pequeña rima de un modo satisfactorio. Nevaba, pero no hacía frío. Iban camino de un restaurante en Birger Jarlsgatan donde habían quedado con Laura para cenar. En ese instante Erika vio a la luz de las farolas a una anciana menuda de cabello cano que cruzaba la calle dando saltos y avanzaba hacia ellos, una figura frágil rodeada de toda esa nieve blanca que bajaba del cielo. La mujer llevaba un abrigo marrón, zapatos marrones y un gorro de lana marrón, que dejaba escapar algún que otro rizo cano. Erika se fijó en ellos, se fijó en esos rizos que salían por debajo del gorro y que hacían que su cara fuera tan fascinante. Para ser tan vieja, seguro que tenía más de setenta y cinco años, era sorprendentemente ágil y rápida andando.
    —¡Isak! —gritó la mujer—. ¡Isak Lövenstad! ¡Eres tú!
    Isak se detuvo y se volvió. La mujer se acercó a Isak y Erika, se colocó delante de él y se estiró todo lo que pudo. Ella era minúscula; él era como una montaña delante de ella. Tuvo que inclinarse como el gigante del cuento para encontrarse con su mirada.
    —¡Sí! —dijo él—. ¿Y usted quién es? —Erika nunca le había oído tratar a nadie de usted, y no sabía si intentaba ser cortés con la mujer o si quería burlarse de ella.
    La anciana abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea, levantó la mano y le dio una bofetada en la mejilla. Isak retrocedió tocándose la cara.
    —¡Esto es algo que quería hacer desde hace mucho tiempo, Isak! ¡Maldito cabrón! —exclamó ella.
    —Ah, sí —dijo él. Tenía aún la mano en la mejilla. Erika vio por un instante la expresión de su mirada, su boca. Un niño agraviado, pensó. La anciana se puso de puntillas.
    —¡Y ahí va otra! —dijo, dándole en la otra mejilla.
    —¡Ya está bien! —gritó Isak.
    La agarró por la muñeca, pero ella se zafó y se alejó dando saltos.
    Erika e Isak se quedaron mirándola hasta que desapareció al doblar una esquina sin mirar atrás.
    Erika, que no sabía qué decir, preguntó:
    —¿Te duele?
    Isak no contestó. Erika lo intentó una vez más:
    —Papá, ¿te duele? ¿Quieres que...?
    —Sé quién era —la interrumpió su padre. Se frotó las mejillas con las manos mientras miraba fijamente la calle. Lo único que quedaba de ella eran las huellas de sus zapatos en la nieve.
    —¡Sé quién era! Sé quién era. ¡Solo teníamos veintidós años! Éramos novios. Se quedó embarazada y lo perdió.

    Había muchas cosas que Erika no sabía de Isak, pues él apenas contaba nada. A veces empezaba una historia, pero después se callaba. Hablaba en voz muy baja, Erika tenía que inclinarse hacia él para oír lo que decía. Cuando estaba furioso rugía: monosílabos breves, cortantes, palabras elegidas para la ocasión. Pero cuando iba a contar algo o a contestar a preguntas (que Erika había pensado de antemano) era como si su voz se desvaneciera, las pausas se hacían largas, y ella se quedaba esperando la continuación, que no llegaba. Y porque hablaba en voz tan baja y Erika se veía obligada a acercarse mucho a él (o pegarse al auricular del teléfono) y a concentrarse cada vez que él decía algo, como si lo que transmitiera fuera luz o agua, y porque ella nunca podía estar segura de llegar a oír toda la historia, conversar con Isak era como estar entre los iniciados.

    Sobre el papel Erika seguía casada con Tomas, pero él la había dejado. Tomas era su segundo marido. Erika pensaba que volvería. No sabía cuándo, pero estaba segura de que lo haría.
    Tomas era toda una historia en sí mismo. Del primer marido de Erika, Sundt, que era el padre de sus dos hijos, se podrían decir muchas cosas, pero ante todo se podría decir que era tacaño.
    En una ocasión Isak le hizo notar a Erika que cuando ella hablaba de Sundt lo hacía siempre en pasado, aunque él estaba vivito y coleando. Sundt no estaba muerto. Tenía un nombre de pila, pero ella siempre lo había llamado por su apellido, Sundt.
    Aunque habría sido mejor para Sundt estar muerto, pensaba Erika. Más barato. No costaba nada estar muerto. Después del reparto de bienes y una vez pagados el entierro, la lápida, las flores y los canapés de gambas, salmón y rosbif, estar muerto quedaba libre de costes, y para Sundt habría sido preferible de no ser porque tenía mucho miedo a la muerte. Sundt permanecía en vela por las noches pensando en lo que le podría ocurrir.
    —Los avaros tienen una relación muy particular con los números —le dijo Erika a Isak por teléfono—. Digamos, por ejemplo —prosiguió—, que Sundt tuviera que darme diez, entonces él inmediatamente transformaría esos diez en cuatro sin que yo me enterara de cómo; pero si Sundt fuera a recibir de mí diez, no tendría ningún problema en argumentar que los diez eran en realidad dieciséis, y no le causaría ningún problema quitármelos; de nada serviría que yo dijera: «Te estoy dando los últimos dieciséis que me quedan, habíamos quedado en diez, pero aquí los tienes», porque en ese caso, de pronto resultaría que la tacaña sería yo.
    —Sí—dijo Isak.
    —Los avaros siempre ganan —dijo Erika—. Los avaros tienen el poder. Los avaros no tienen amigos. Al principio tienen muchos, después menos y al final no les queda ninguno. No está muy claro si eso es algo que les preocupa o no. ¿Tú crees que les preocupa?
    —No lo sé —contestó Isak.
    —¿Crees que piensan en eso cuando están acostados en la cama por la noche, mientras se palpan las irregularidades del cuerpo temerosos de morir?
    —No lo sé —repitió Isak.
    —La mujer del avaro, en este caso yo, nunca puede ganarle —prosiguió Erika.
    —Eso es verdad —dijo Isak.
    —¡Pero...! —exclamó Erika.
    —¿Pero qué? —preguntó Isak.
    —Una noche decidí emprender la lucha —dijo—. Una noche di unos golpecitos en la copa. Apoyé la cabeza en el estrecho hombro de mi marido y exclamé: «¡Esta noche invita Sundt! ¡Bebed champán! ¡Comed ostras! ¡Esto representa una gran alegría para Sundt!». Nuestros amigos sabían exactamente qué estaba haciendo, eran cómplices, era un golpe de Estado contra Sundt, una intentona revolucionaria, una toma de poder provisional, y se atiborraron a champán y ostras por cuenta de Sundt, mientras disfrutaban con el sufrimiento que le estaban causando, veían cómo sudaba, cómo su boca se apretaba cada vez más, oían las desesperadas insinuaciones de que tal vez nos saltáramos el postre. Y eso no fue todo. Empecé a despilfarrar a diestro y siniestro, papá. Decía: «¡Mira, Sundt, lo que he comprado!». Me exhibía ante él con vestidos nuevos, desplegaba nuevas alfombras, desempaquetaba nuevos libros y un nuevo equipo de música, cubrí las ventanas con nuevas persianas para que no entrara la luz. No nos podíamos permitir nada de todo eso, ¿sabes? ¡Nada! Yo me arreglaba, me reía y volvía tarde a casa.

    Y por las noches, cuando Sundt estaba acostado en la cama al lado de Erika, palpando las irregularidades de su cuerpo (una hinchazón en la pierna derecha, un dolor punzante en el pecho, un cambio de textura en la encía, ¿acaso un síntoma de putrefacción?), ella no lo abrazaba para consolarlo como solía hacer de recién casados, ah no, le decía que pensaba que era un miedoso, un pusilánime, un ser ridículo; le decía que era un mal tipo, y luego se enrollaba en su edredón y dormía toda la noche sin dignarse pensar en él. Lo suyo con Sundt había terminado.

    Las carreteras estaban cubiertas de aguanieve y había peligro de que se helaran, pero para Erika lo más difícil eran siempre las rotondas y la señalización del tráfico a la salida de Oslo. Acababa siempre en un túnel que la llevaba a otro sitio, y no al que quería ir.
    —No es difícil —le dijo Laura por teléfono—. La carretera está señalizada hasta Estocolmo. Solo tienes que seguir las señales.
    Para Laura eso era fácil. Para Erika difícil. Por razones que ella misma desconocía, Erika hacía siempre lo contrario de lo que indicaban las señales. Si la flecha señalaba a la derecha, ella giraba a la izquierda. En el transcurso de sus nueve años al volante había ocasionado numerosos conatos de accidente y le habían puesto varias multas, igual que a su madre, que era, si cabe, peor conductora que ella.
    Alguna que otra vez le habían abierto violentamente la puerta en medio de un cruce para gritarle. La diferencia entre Erika y su madre era que Erika pedía perdón, mientras que su madre devolvía los gritos.

    Laura opinaba que la conducta de Erika al volante, que era radicalmente opuesta a la que mostraba en otros campos, se debía en realidad a una profunda división interna, a una rabia contenida. Erika no estaba de acuerdo. Pensaba que se trataba de una especie de dislexia, una falta de capacidad de leer y entender señales y códigos sencillos, y de calcular distancias.

    Antes de sentarse en el coche y arrancar, llamó a Laura y le dijo:
    —¿No podrías tomarte un par de días libres tú también? ¿Por qué no te vienes?
    —De hecho hoy no trabajo —contestó Laura.
    Erika la oyó sorber café y se imaginó a Laura en bata frente al ordenador, navegando en la red, aunque ya eran cerca de las once.
    —Quiero decir, por qué no te tomas libre toda la semana y te vienes conmigo a Hammarsö —le dijo—. Así puedes conducir tú —añadió.
    —¡No! —dijo Laura—. No es nada fácil encontrar un suplente. Y además, ningún suplente quiere dar mi clase.
    —¿Y por qué no te vienes el fin de semana? Estoy segura de que a Isak le gustaría vernos a las dos.
    —¡No! —exclamó Laura.
    —Podrías tomártelo como una aventura —dijo Erika.
    —No —repitió Laura—. Jesper está acatarrado. Todos estamos agotados de tanto trabajar. Nada funciona. Lo último que me apetece en este momento es ir a Hammarsö a ver a Isak.

    Erika intentaría convencerla de nuevo. Laura lo sabía; no se daba por vencida. No sería tan difícil encontrar un suplente. Laura se quejaba siempre de su clase, pero la verdad era que no le gustaba dejarla en manos de nadie, no le gustaba que otros hicieran su trabajo. En su opinión no había nadie que lo hiciera lo bastante bien. «Son mis chicos —solía decir de sus alumnos—. Son mi responsabilidad.»
    —¿Y si Isak se muere mientras yo estoy allí? —dijo Erika.
    Laura soltó una sonora carcajada y dijo:
    —¡No cuentes con eso, Erika! El viejo nos sobrevivirá a todos.


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