miércoles, 17 de noviembre de 2021

Linn Ullmann / El camino 2


 


Linn Ullmann
EL CAMINO
 
2

    Todos los veranos entre 1972 y 1979 Erika viajaba sola en un avión desde Oslo a Estocolmo, y en otro más pequeño hasta ese puerto del mar Báltico que era la penúltima etapa del viaje. Llevaba una gran carpeta de plástico azul colgada del cuello que contenía los billetes de avión, el pasaporte y un formulario que había rellenado su madre: quién la acompañaba a Oslo, quién la recogía en el puerto, cómo se llamaba, qué edad tenía, etcétera.
    —En caso de que la azafata te pierda cuando hagáis escala en Estocolmo... —le dijo su madre, a la vez que le ponía debajo de la nariz un gran pañuelo floreado y le decía que se sonara fuerte—. Fuera todo antes de salir del avión. Isak no querrá una niña resfriada de visita.
    Elisabet tenía el cabello largo y rojizo, unas piernas graciosamente torneadas y llevaba unos zapatos de tacón alto de color verde moco. Erika era su única hija.
    —Y si la azafata tuviera la mala suerte de perderte, busca a otra y enséñale este papel —añadió—. ¿Oyes lo que te estoy diciendo, Erika? ¿Serás capaz? Solo tienes que enseñarle este papel.

    En el aeropuerto de la pequeña ciudad portuaria, Rosa y Laura la estaban esperando. El viaje en coche hasta Hammarsö duraba hora y media, pero a veces tenían que esperar en una larga cola de coches para embarcar en uno de los dos transbordadores que llevaban a turistas y residentes de tierra firme a la isla. En esos casos el viaje podía durar dos horas y media o tres, o incluso más. Para Erika era una pequeña eternidad. Viajaba a Hammarsö cada verano, así que veía a Isak de año en año. Iba sentada al lado de Laura en el asiento de atrás, siguiendo con la mirada las señales de la carretera que indicaban que ya solo faltaban cincuenta kilómetros, ahora cuarenta, ahora pasamos por el roble de mitad de camino y ya solo quedan veinte kilómetros.
    —¡Rosa! ¡Rosa! ¿Falta mucho? ¿Podemos ir más deprisa?
    —No —contestaba Rosa—, si no, chocaremos y la policía tendrá que venir a sacar nuestros cuerpos en trocitos del coche.
    Erika miraba a Laura, que sería su hermana durante un mes entero, y se reía.
    Un kilómetro equivale a un minuto.
    Diez kilómetros equivalen a diez minutos.
    Rosa les decía que podían seguir las señales de los kilómetros y calcular ellas mismas cuánto quedaba, y así dejarían de dar la lata.

    No era solo la expectación de volver a ver a Isak lo que hacía que el viaje en coche desde el aeropuerto le pareciera una eternidad. Era todo el conjunto. Era la casa blanca de caliza y su habitación con el papel pintado de flores. Era su media hermana Laura, y con el tiempo también la pequeña Molly. Y era Ragnar.
    Cuando Erika se hizo mayor, lo que más ilusión le hacía era volver a ver a sus amigas de verano, Frida, Emily y Marion. Es decir, por un lado le hacía mucha ilusión volver a ver a Frida, Emily y Marion, por otro le daba miedo.
    Era la isla de Hammarsö en sí misma lo que Erika consideraba su lugar en la tierra, con sus prados, sus árboles encorvados, sus ásperos fósiles, lagos oscuros y amapolas de color rojo fuego. Era el mar plateado y la roca en la que las chicas tomaban el sol y escuchaban Radio Luxemburgo o las cintas de casete de Marion. Era el olor a todo ello como una confirmación definitiva: «¡Ya! ¡Ya es verano!».

    Los veranos en Hammarsö eran la verdadera eternidad.
    El viaje en coche era una pequeña eternidad, preludio de la otra de verdad.

    Erika conducía despacio y hablaba consigo misma. Hablar en voz alta consigo misma era algo que había aprendido de su profesor de autoescuela, Leif.
    Erika sabía que debería haber suspendido cuando se había presentado al examen del carnet de conducir ocho años atrás (la víspera de cumplir los treinta) y, al no ser así, debería haberse negado a recibir el carnet o haberlo devuelto voluntariamente.

    —No sintonizas mucho con el tráfico —le dijo Leif.
    —No sintonizo con nadie —contestó Erika.
    —Yo tampoco —dijo Leif—. Pero para conducir tienes que sintonizar con el tráfico. Así son las cosas.

    En realidad Erika no había pensado nunca que se sacaría el carnet, pero cuando Sundt y ella se divorciaron decidió conducir, y así fue como conoció a Leif. Era un hombre de cabello blanco, triste y callado, pero cuando abría la boca decía cosas obvias y sarcásticas relacionadas con el tráfico. Erika condujo por Oslo en compañía de Leif durante varios meses, pagó ciento treinta y cuatro clases de conducir.
    —Cuanto mayor es uno, más clases necesita —decía Leif.

    Los recién divorciados pueden apegarse a figuras extrañas, y Erika se apegó a Leif. Lo consideraba un hombre sabio. Un mentor, alguien que hablaba en clave. Cada vez que decía algo, una de esas cosas obvias y sarcásticas como que el cartel de stop significa stop, ella lo interpretaba a un nivel más profundo.
    Laura e Isak, e incluso Molly, dijeron entonces que Erika otorgaba a Leif un lugar demasiado importante en su vida. Pero al menos había aprendido a hablar en voz alta consigo misma cuando estaba al volante. Para no perder la concentración y mantener la atención en la conducción, decía:
    «Ahora entro en la rotonda».
    «Ahora me paro en el semáforo en rojo.»
    «Ahora me meto en la autopista.»
    «Ahora fijo la mirada en el centro de la carretera.»

    Era invierno y conducía camino de Hammarsö. Pasó por una especie de restaurante de carretera. No quería parar todavía. Tenía hambre, pero aún no quería parar.

    Cada vez que Erika hablaba con Isak por teléfono, y lo hacía a menudo, se lo imaginaba sentado en uno de los dos sillones del salón de la casa blanca de caliza, con las piernas sobre un puf y grandes gafas rectangulares encima de la nariz. Está escuchando algo de Schubert, tal vez el movimiento lento del Quinteto en do menor. En la mesa junto al sillón hay un radiocasete que lleva consigo cuando va de un lado a otro por la casa. Erika tiene doce años y Laura diez. Se tumban las dos en el suelo blanco de madera para leer y escuchar música con él. Se lo permite si están calladas. Las piernas sobre el puf son flacas como las de un saltamontes y vestidas con unos viejos pantalones de pana marrón. En una ocasión Isak se compró varios pantalones de la misma tela, la misma hechura y la misma marca. Desde entonces, Rosa se los había remendado, cosido y mantenido como era debido.
    Seguramente seguiría teniendo los mismos pantalones, pensó Erika, pero ahora era Simona quien los remendaba y cosía. En los pies, un par de cálidas zapatillas depiel de cordero. Isak tenía casi siempre los pies helados. En la mesa junto al sillón había tres periódicos, dos nacionales y uno local.

    Hacía varios años que Erika no veía a Isak. La última vez había sido en Estocolmo, en una de esas cenas a las que solía invitarlas a Laura y a ella. Al principio invitaba también a Molly, pero como casi nunca acudía, dejó de invitarla.

    Erika seguía las señales, como Laura le había indicado. Iba bien encaminada. Pensó que seguramente Isak no habría cambiado mucho desde la última vez que lo había visto. No esperaba llevarse ningún susto al verlos a él, la casa o Hammarsö, aunque hacía veinticinco años que no había vuelto. Él no había hecho reformas ni comprado muebles. No se había comprado ropa nueva. Desayunaba dos tostadas finas, a mediodía comía un cuenco de kéfir con plátano, y para cenar tomaba pequeñas albóndigas de carne, con patatas y salsa. Eso era los martes. Los lunes y miércoles comía pescado. Y los sábados pollo guisado. Las comidas se las preparaba Simona, igual que en otros tiempos lo había hecho Rosa. Cuando le había servido la comida, Simona volvía a su casa. Isak le había contado todo esto por teléfono a Erika, y de vez en cuando ella hablaba con Simona para enterarse de cómo estaba su padre. ¿Estaba, por ejemplo, a un paso de la muerte sin que sus hijas lo supieran?
    «Él no morirá nunca», decía Simona.

    La verdad era que su rostro tenía más hoyos, más pelillos y manchas oscuras. Pero era la misma cara. Los mismos ojos, pensó Erika, aunque era incapaz de imaginarse los ojos de su padre. Ni siquiera sabía de qué color eran. Nunca había pensado en los ojos de su padre como tales. Los ojos de Isak eran miradas, y Erika estaba o no estaba en ellas. Él era viejo desde hacía mucho tiempo. Ya era viejo veinticinco años atrás. Una vez le dijo por teléfono que había cambiado después de la muerte de Rosa. Los años formativos de Isak Lövenstad habían sido, según él mismo, entre los setenta y dos y los ochenta y cuatro.
    —¿Es verdad? —preguntó Erika—. ¿Cómo? Quiero decir, ¿en qué has cambiado?
    Erika clavó la mirada en los limpiaparabrisas, que se movían de un lado para otro sin que sirviera de mucho. La nieve caía copiosamente. Resultaba difícil conducir.

    Al hablar por teléfono, él le había dicho:
    —Estoy madurando.
    —¿Estás madurando?
    —Sí.
    —¿Qué significa que estás madurando?
    —Estoy leyendo a Swedenborg.
    —¿Sí?
    —Y Swedenborg escribió que si tienes la sensación de haber vivido demasiado tiempo, algo que se puede decir de mí sin exagerar, ¿verdad?, es porque se te ha impuesto madurar.
    —¿Así que es eso lo que estás haciendo?
    —Sí.
    —Pero papá, ¿qué significa eso? No sé a qué te refieres.
    —Entiendo mejor las cosas.
    —¿Por ejemplo?
    —Que nunca me he preocupado por los demás. He sido indiferente.
    —No te creo —dijo Erika.
    —¿Qué es lo que no crees?
    —Que fueras indiferente. No te creo. Resulta demasiado fácil decirlo así.

    Un niño con unas piernas flacas como canillas y las rodillas ensangrentadas le recorrió la mente y el cuerpo, entraba y salía de su cuerpo, entraba y salía de la luz. Solo de vez en cuando el pequeño se volvía. Recordó que el niño había dicho: tenemos que buscar el punto neurálgico de Isak, y será difícil. Erika se agarró con fuerza al volante, pero se salió de todos modos y chocó contra la nieve acumulada en los bordes antes de recuperar el control. Se paró en la primera gasolinera a tomar un café. Cerró los ojos durante unos instantes antes de proseguir el camino.

    —Así es como se muere la gente —dijo en voz alta hablando con el aire—. Conduciendo con un tiempo así.
    Ya te había dicho que no vinieras, habría dicho Isak.

    Elisabet decía que no es fácil para una mujer ser madre y padre a la vez, que se exigía más a una mujer que a un hombre. Decía que como mujer había tenido que arreglárselas ella sola. (Elisabet a menudo hablaba largo y tendido y enfatizando ciertas palabras.) Decía que a las mujeres no se las escucha como a los hombres, simplemente porque son mujeres. «Por eso hablo con tanta claridad», decía. Para ser escuchada. Para llamar la atención.

    En la primavera de 1980 Erika habló por teléfono con Isak. Él le dijo que tendría que olvidarse de Hammarsö ese verano. Era el año en que Erika cumplía quince. «¿Por qué? —preguntó Erika—. ¿Por qué tengo que olvidarme de Hammarsö este verano?» A su padre no le gustaban ni las preguntas, ni las exigencias, ni los reproches, ni el chantaje emocional, por eso chasqueó los dedos. Erika escuchó un pequeño chasquido desde muy lejos, Estocolmo, Lund o dondequiera que se encontrara su padre, y el hielo brotaba del auricular del teléfono. Pues sí, el auricular al que Erika se aferraba se le heló entre los dedos, y también las manos, que su padre solía besar, se convirtieron en hielo. Las rosetas de escayola del techo se transformaron en hielo, y el agua caía por las paredes hasta el suelo. El sol de junio desapareció detrás de una nube y la nieve caía en racimos del cielo, convirtiendo Oscarsgate en un reino de los cielos blanco y silencioso. Así es él, pensó Erika, y para no echarse a llorar se puso a pensar en cinco razones por las que lo amaba.
    Tendría que olvidarse de Hammarsö ese año. Ella no iría, nadie iría. Isak no quería.

    —Pero ¿por qué no quiere? —le preguntó Elisabet—. ¿Por qué no, Erika?
    Su madre se encontraba en el salón de Oscarsgate, de pie sobre sus largas piernas, pasándose la mano por el abundante cabello. Llevaba unos zapatos de tacón amarillos de Yves Saint Laurent. Elisabet continuó:
    —Bajo ninguna circunstancia pienso inventar cosas divertidas para el verano. Tendrás que entretenerte tú sola —dijo—. Yo voy a trabajar. Tengo la cabeza llena de cosas que voy a hacer. ¡Llena! Tu padre no puede cambiar por las buenas un acuerdo que funciona desde 1972. —Y añadió—: Para que lo entiendas, Erika, tengo la cabeza llena de cosas.

    Erika entendía bien lo de la cabeza de Elisabet. Siempre había estado llena. Ahora Erika tenía quince años, pero cuando era pequeña su madre solía decir que se le rizaban los nervios. Entonces Erika sentía pena por su madre, obligada a arrastrar esa pesada cabeza cansada y sobrecargada de nervios que se rizaban. No sabía muy bien lo que eran los nervios, pero se los imaginaba parecidos a las larvas. Pensaba que la hermosa cabeza de Elisabet podría estallar en cualquier momento o abrirse y dar a luz alguna cosa grande y repugnante, sobre todo si ella, la pequeña y regordeta Erika, con su mera presencia, contribuía a llenarla aún más.
    Cuando Erika se hizo mayor, su madre dejó de decir que los nervios se le rizaban. Entonces se limitaba a decir: «Hoy no estoy especialmente contenta, Erika».

    Erika no iría a Hammarsö (¿Por qué? ¿Por qué? ¿Entonces la casa estará vacía, Isak?), pero tenía un plan.
    —Me mantendré alejada de ti, mamá. Te lo prometo. Ni siquiera notarás que estoy aquí.
    —Pero ¿por qué, Erika? ¿Por qué no vais a ir a Hammarsö? Aquello es tan hermoso. El mar verde y todo eso.
    —Gris —corrigió Erika.
    —¿Cómo? —preguntó Elisabet.
    —El mar es gris —contestó Erika—. No verde. Tiene distintos tonos de gris.
    —Pero ¿por qué? —repitió Elisabet—. ¿Por qué no vas? ¿Por qué no va a ir nadie a Hammarsö?
    —No lo sé, mamá.
    —Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Repartir periódicos?
    —Tal vez.

    Erika sabía, desde luego, que Isak seguramente diría algo así. Lo había sabido durante todo aquel largo invierno. ¿Cómo iban a volver a vivir allí como si nada hubiese ocurrido? ¿Cómo podría ella volver allí? ¿Cómo podría él mismo? ¿Cómo podrían Laura y Molly? ¿Cómo podría volver Rosa, que había estado sentada debajo de la lámpara azul de la cocina de la casa blanca de caliza? Volver a Hammarsö. A los prados abiertos, las playas, las amapolas y el mar azul grisáceo, al que un día oyó que un adulto llamaba Grodsjön, el lago de las Ranas. El hombre lo había dicho en un sentido peyorativo. Pero a Erika le gustaba la idea de que el mar de ella y de Ragnar fuera un mar de ranas, en calma, extraño y vivo, y con un extenso bajío antes de volverse de pronto muy profundo y peligroso.
    «Una rana —dijo Ragnar— puede dejarse caer al suelo y hacerse la muerta durante varios minutos cuando la atacan.»
    Las corrientes marinas traían objetos de Polonia y de los países bálticos, y los abandonaban en la playa de piedras debajo de la casa de Isak; empapados cartones de detergente y cigarrillos, envases de champú, madera flotando, restos de naufragios y botellas que a lo mejor contenían ácidos y eran peligrosísimos. («¡No toquéis nunca las cosas que el mar deja en la playa!») O podría ser un mensaje secreto del continente cerrado al otro lado del horizonte, del imperio comunista del Este, de esos países donde tiroteaban o metían en la cárcel a la gente si intentaba cruzar la frontera o escapar. En los cartones y en los envases de champú había palabras desconocidas escritas con letras desconocidas, prima y stolichnaya, y Erika y Ragnar intentaron interpretar esas palabras e incorporarlas a su propio lenguaje secreto. Metieron los objetos en bolsas de plástico de la tienda y los llevaron a su cabaña secreta en el bosque.

    Nunca más. Nunca más. Pasaron muchos años. Erika se hizo mayor, se casó con Sundt y trajo al mundo a una niña y a un niño. Los sacaron de su vientre a la fuerza, respiraron, se agarraron a su pecho y ahora, este invierno, su hijo tenía la misma edad que Ragnar en 1979.

    Erika y Ragnar cumplían años el mismo día. Tenían exactamente la misma edad y, además, habían nacido casi a la misma hora. Erika a las cinco de la madrugada y Ragnar a las tres y cuarto. Erika recordaba la alegría de Ragnar cuando descubrió lo del cumpleaños. «Somos gemelos», dijo. Unos años después, dijo: «Somos amigos del alma. Novios. Amigos del corazón y del alma, con la misma sangre circulando por nuestro cuerpo».

Linn Ullmann
"El camino"
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