Kate Chopin
Lilas
Madame Adrienne Farival no anunciaba nunca su llegada, pero las buenas monjitas sabían muy bien cuándo esperarla. Cuando la fragancia de las lilas en flor empezaba a impregnar el aire. Sor Agathe se acercaba muchas veces a la ventana a lo largo del día, con la expresión feliz y beatífica en la cara con que las almas puras y simples esperan la llegada de aquellos a los que aman.
Mas no fue Sor Agathe, sino Sor Marceline la que primero la descubrió cruzando el hermoso césped que ascendía hasta el convento. Llevaba los brazos llenos de grandes ramos de lilas que había ido recogiendo durante su paseo. Iba ataviada toda de marrón, como uno de esos pájaros que llegan con la primavera, solían decir las monjas. Era rellenita y grácil y caminaba con paso alegre y optimista. El cabriolé que la había llevado hasta el convento ascendía lentamente por el camino de gravilla que llegaba hasta la imponente entrada. Junto al conductor estaba su modesto baulito negro, en el cual aparecían su nombre y su dirección impresos en letras blancas: “Mme. A. Farival, París.” El crujir de la gravilla fue lo que llamó la atención de Sor Marceline. Y a renglón seguido empezó la conmoción.
Unas cabezas de cofias blancas aparecieron de repente en las ventanas; ella les hizo un saludo con el quitasol y el ramo de lilas. Sor Marceline y Sor Marie Anne aparecieron, revueltas y expectantes en la entrada. Pero Sor Agathe, más atrevida e impulsiva que las demás, bajó las escaleras y salió volando por el campo de hierba para recibirla. ¡Qué abrazos, donde las lilas quedaron estrujadas! ¡Qué besos tan ardientes! ¡Qué rubores de felicidad invadieron las mejillas de las dos mujeres!
Una vez dentro del convento, los dulces ojos marrones de Adrienne se humedecieron de ternura conforme se detenían cariñosamente en los objetos familiares a su alrededor y advertían los más nimios detalles. El entarimado blanco y desnudo no había perdido nada de lustre. Las rígidas sillas de madera, colocadas en fila contra las paredes del vestíbulo y del locutorio, parecían brillar ahora más que la última vez que las había visto durante la última temporada de lilas. Y había un cuadro nuevo del Sacre-Coeur colgado encima de la mesa del vestíbulo. ¿Qué habrían hecho con Sta. Catherine de Sienne, que había ocupado esa posición de honor durante tantos años? En la capilla (era inútil intentar engañarla) comprobó a primera vista que habían embellecido el manto de San José con una nueva capa de color azul y le habían dorado recientemente la aureola de la cabeza. ¡Y la Virgen allí olvidada! Todavía llevaba el atuendo de la primavera pasada, que parecía desaliñado por contraste. ¡No era justa tanta parcialidad! La Santa Madre tenía motivos para estar celosa y para quejarse.
Mas Adrienne no demoró el presentarse ante la Madre Superiora, cuya dignidad no le permitía ni salir a la puerta de su aposento privado a recibir a esta antigua pupila. La verdad es que era la dignidad personificada: grande, intransigente, férrea. Besó a Adrienne sin afecto y habló de temas convencionales en tono docto y prosaico durante el cuarto de hora que la joven pasó en su compañía.
Fue entonces cuando trajeron el último regalo de Adrienne para examinarlo, pues Adrienne siempre traía un hermoso presente para la capilla en su baúl negro. El año anterior había sido un collar de gemas para la Virgen, que a la Santa Madre sólo le permitían llevar en ocasiones especiales tales como las grandes fiestas de precepto. El penúltimo año había sido un crucifijo precioso, una talla de marfil de Cristo en una cruz de ébano cuyas extremidades estaban rematadas con plata forjada. Esta vez era un mantel de lino bordado para el altar de una factura tan delicada y singular que la Madre Superiora, que conocía el valor de cosas tales, reprendió a Adrienne por la extravagancia.
—Pero, querida Madre, usted sabe que es el mayor placer que tengo en esta vida, estar con todas ustedes una vez al año y traer alguna insignificante muestra de mi aprecio.
La Madre Superiora la dejó ir con la réplica:
—Siéntete como en casa, hija mía. Sor Thérése se encargará de lo que necesites. Ocuparás la cama de Sor Marceline en la última habitación, encima de la capilla. Compartirás habitación con Sor Agathe.
Siempre se le encargaba a una de las hermanas que le hiciera compañía a Adrienne durante sus dos semanas de estancia en el convento. Casi se había convertido en una regla fija. Sólo estaba con todas juntas durante las horas de recreo. Aquellas eran horas de mucho alborozo inocente bajo los árboles o en el refectorio de las monjas.
Esta vez era Sor Agathe la que la esperaba en la puerta de la Madre Superiora. Era más alta y delgada que Adrienne y quizás diez años mayor. Su hermosa cara blanca enrojecía y palidecía con cada emoción pasajera que le sobrecogía el alma. Las dos mujeres se cogieron del brazo y salieron al aire libre.
Sor Agathe sentía que había tanto que Adrienne debía ver. Para empezar, el corral ampliado con sus docenas y docenas de nuevos inquilinos. Ocuparse de ellos requería ahora todo el tiempo de una de las legas. No se habían hecho cambios en el huerto, pero... sí que se habían hecho. Los rápidos ojos de Adrienne lo detectaron enseguida. El año pasado el viejo Philippe había plantado coles en un gran cuadrado a la derecha. Este año estaban dispuestas en un arriate alargado a la izquierda. ¡Cómo se reía Sor Agathe al pensar que Adrienne se había dado cuenta de algo tan insignificante! Y llamaron al viejo Philippe, que se hallaba cerca clavando un enrejado roto, para contárselo.
Él no dejaba nunca de decirle a Adrienne que estaba muy guapa y que cada año parecía más joven. Y le encantaba recordar algunas de las travesuras que ella había protagonizado de niña. ¡Nunca olvidaría el día que desapareció y el convento entero se alborotó por ello, y cómo al final fue él quien la descubrió encaramada entre las ramas más altas del árbol más elevado del jardín, adonde se había subido por si podía llegar a vislumbrar un poquito de París! ¡Y su posterior castigo: aprenderse de memoria la mitad del evangelio del Domingo de Ramos!
—Podemos reírnos de eso, mi buen Philippe, mas debemos recordar que Madame ahora es mayor y más sensata.
—Bien sé, Sor Agathe, que uno deja de hacer locuras tras los primeros días de juventud —Adrienne se sintió muy impresionada por la sabiduría de Sor Agathe y del viejo Philippe, el jardinero del convento.
Un poco después, cuando se sentaron en un banco rústico que dominaba el sonriente paisaje en derredor, Adrienne le decía a Sor Agathe, que le tenía cogida la mano y se la acariciaba:
—¿Recuerda mi primera visita hace cuatro años. Sor Agathe, y la sorpresa que les causó a todas ustedes?
—¡Como si pudiera olvidarlo, querida hija!
—¡Ni yo! Recordaré siempre aquella mañana cuando caminaba por el bulevar con pesar... ¡ay! un pesar que me disgusta recordar. De repente me rozó el dulce aroma de las lilas en flor. Una niña había pasado a mi lado con un enorme ramo. ¿Sabía usted, Sor Agathe, que no hay nada que avive tan profundamente un recuerdo como un perfume, un aroma?
—Creo que estás en lo cierto, Adrienne, pues ya que lo mencionas, yo noto que el olor del pan fresco (cuando Sor Jeanne está horneando) siempre me hace pensar en la gran cocina de ma tante de Sierge y en Julie la tullida, que siempre se sentaba a tejer junto a la ventana soleada. Y no oleré nunca la dulce fragancia de la madreselva sin revivir de nuevo el bendito día de mi primera comunión.
—Bueno, eso es lo que me ocurrió a mí, Sor Agathe, cuando de repente la fragancia de las lilas cambió por completo el curso de mis pensamientos y mi pesar. El bulevar, los ruidos, la multitud en marcha, se desvanecieron por completo de mis sentidos como si los hubiesen hecho desaparecer por arte de magia. Allí estaba con los pies hundidos en la grama verde, igual que ahora. Veía la luz del sol desde aquel viejo muro blanco de piedra, oía las notas de los pájaros, igual que las oímos ahora, y el zumbido de los insectos en el aire. Y, por encima de todo, veía y olía las lilas en flor, que me saludaban incitantes desde las tupidas ramas. A mí me parece que este año son más abundantes que nunca, Sor Agathe. Y, sabe usted, me volví como enragée, nada podía detenerme. Ahora no recuerdo adonde iba, pero me di la vuelta y volví sobre mis pasos camino de casa en un estado de agitación total: “¡Sophie! ¡Mi baúl, deprisa, el negro! ¡Tan sólo unas cuantas prendas! Me voy. No me hagas ninguna pregunta. Volveré dentro de dos semanas.” Y cada año desde entonces es lo mismo. ¡Con el primer olorcillo de las lilas en flor, me voy! No hay forma de detenerme.
—¡Y cómo te espero yo, Adrienne, y observo esos arbustos de lilas! Si un año dejaras de venir, sería como la llegada de la primavera sin el sol o sin el canto de los pájaros.
—Pero sabes, querida hija, que a veces he temido que en momentos de pesar como el que acabas de describir... temo que no recurras como debieras a nuestra Santísima Madre celestial, que siempre está dispuesta a confortar y consolar a un corazón afligido con el precioso bálsamo de su amor y compasión.
—Puede que no, Sor Agathe. Pero no puede usted hacerse una idea de las molestias a las que constantemente he de enfrentarme. ¡Esa Sophie y sus detestables modales! Le aseguro que se basta y sobra para mandarme a St. Lazare.
—En efecto, comprendo que los padecimientos de alguien que vive en el mundo deben ser muy grandes, Adrienne, especialmente para ti, pobre hija mía, que has tenido que soportarlos sola, dado que el Señor Todopoderoso tuvo a bien llamar a su lado a tu querido esposo. Mas, por otro lado, vivir la vida propia acorde a los dictados que nuestro querido Señor nos impone a cada uno debe conllevar resignación e incluso un cierto consuelo. Tú tienes tus deberes domésticos, Adrienne, y tu música, a la cual, dices, sigues dedicándote. Además, siempre hay buenas acciones que hacer: ayudar a los pobres (que siempre nos acompañan) o confortar a los afligidos.
—¡Pero, Sor Agathe, escuche! ¿No es La Rose la que oigo segando allí al final del prado? Supongo que me reprocha el ser una ingrata al no haber plantado aún un beso en esa blanca frente suya. Venga, vayamos.
Las dos mujeres se levantaron y caminaron de nuevo, esta vez cogidas de la mano, por la hierba cortada, cuesta abajo hasta el vasto y llano prado y el límpido arroyo que fluía de los bosques fresco y sereno. Sor Agathe caminaba con el paso tranquilo propio de una monja, Adrienne con un cierto contoneo y paso saltarín, como si la tierra respondiera a sus ligeras pisadas con un sutil impulso propio.
Se entretuvieron largo rato en el puente peatonal sobre el estrecho arroyuelo que separaba los terrenos del convento del prado a lo lejos. A Adrienne le resultaba indescriptiblemente placentero estar allí conversando de forma tan delicada y entre susurros con esta monja de rostro dulce, contemplando el atardecer. El borboteo del agua que corría por debajo de ellas y el mugido del ganado que se aproximaba a lo lejos eran los únicos sonidos que desgajaban la calma, hasta que los tonos claros de la campana del ángelus repicaron en la torre del convento. Al oírlos, ambas instintivamente se pusieron de rodillas y se santiguaron. Sor Agathe repitió la invocación de costumbre y Adrienne respondía en tono musical:
El ángel del Señor anunció a María,
y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo,
y así hasta el final de la breve oración, tras la cual se levantaron y volvieron sobre sus pasos hacia el convento.
Esa noche Adrienne se preparó para la cama con un placer cándido y delicado. El cuarto que compartía con Sor Agathe era inmaculadamente blanco: las paredes, de un blanco intenso, tan sólo aliviadas por una lámina recargada que mostraba el sueño de Jacob al pie de la escalera por la que los ángeles ascendían y descendían; y el suelo desnudo, de color blanquiamarillo suave, con dos pequeños parches de alfombra gris junto a cada una de las impecables camas. A la cabecera de las camas de colchas blancas había dos bénitiers que contenían esponjas empapadas de agua bendita.
Sor Agathe se desvistió sin hacer ruido tras las cortinas y se deslizó en la cama sin ni siquiera proyectar, a la tenue luz de la vela, la más mínima sombra. Adrienne iba y venía con pasos ligeros por el cuarto. Sacudió y dobló sus prendas con sumo cuidado, colocándolas en el respaldo de una silla como le habían enseñado en el convento cuando era niña, lo que agradó a Sor Agathe, al comprobar en secreto que su querida Adrienne se aferraba a los hábitos adquiridos en su juventud.
Pero Adrienne no podía dormir. No sentía gran deseo de hacerlo. Estas horas parecían demasiado valiosas para arrojarlas al olvido del sueño.
—¿No duermes, Adrienne?
—No, Sor Agathe. Usted sabe que siempre me pasa eso la primera noche. La emoción de mi llegada, no sé qué, me mantiene despierta.
—Di tus “Ave Marías” una y otra vez, querida hija.
—Es lo que he hecho. Sor Agathe, pero no sirve.
—Entonces ponte de lado muy quieta y no pienses mas que en tu propia respiración. He oído que tal inducción al sueño casi nunca falla.
—Lo intentaré; buenas noches. Sor Agathe.
—Buenas noches, querida hija. Que la Virgen te proteja.
Una hora después Adrienne seguía tumbada con los ojos bien abiertos, escuchando la respiración uniforme de Sor Agathe El paso del viento veloz por las copas de los árboles o el murmullo incesante del riachuelo eran los sonidos que tenuemente le llegaban en medio de la noche.
Los días posteriores de la quincena fueron en esencia tranquilos y sin sobresaltos como el primero de su llegada, exceptuando sólo que oía misa devotamente cada mañana a una hora temprana en la capilla del convento y que los domingos cantaba en el coro con su voz agradable y refinada, que se oía con gran deleite y se agradecía sobremanera.
Cuando llegó el día de su partida, a Sor Agathe no le bastó con decirle adiós en el portal como hicieron las otras. Fue camino abajo junto al viejo y lento cabriolé, emitiendo su última y agradable cháchara. Y luego se quedó allí, al borde del camino, que era lo más lejos que se le permitía ir, diciendo adiós con la mano en respuesta al revoloteo del pañuelo de Adrienne. Cuatro horas más tarde Sor Agathe, que estaba preparando a unas niñas para la primera comunión, alzó la vista al reloj del aula y murmuró: “Adrienne ya está en casa.”
Sí, Adrienne ya estaba en casa. París se la había tragado.
Justo a la misma hora en que Sor Agathe había mirado el reloj Adrienne, ataviada con un negligé encantador, descansaba indolentemente en las profundidades de un lujoso butacón. El luminoso cuarto estaba sumido en su habitual estado de pintoresco desorden. Había partituras musicales desperdigadas por el piano, que estaba abierto. Tiradas sobre los respaldos de varias sillas había un desorden de prendas que resultaban desconcertantes y asombrosas.
En una gran jaula dorada junto a la ventana había un torpe loro verde encaramado. Parpadeaba tontamente delante de una chica en traje de calle que se esforzaba en hacerle hablar.
En el centro de la habitación estaba Sophie, la espina que su señora tenía clavada en el corazón. Con las manos metidas en los bolsillos hondos de su delantal, la almidonada cofia blanca meneándose con cada movimiento enérgico de su entrecana cabeza, estaba soltando una perorata para evidente ennuí de las dos jóvenes. Decía:
—Dios sabe que he aguantado bastante los seis años que he estado con Mademoiselle, ¡pero nunca jamás había tenido que soportar humillaciones tales como las de las dos últimas semanas a manos de ese hombre que se hace llamar encargado! El primer día, y yo, que le había notificado debidamente de la partida de Mademoiselle, llega como una fiera, ya le digo, como una fiera. Insiste en saber el paradero de Mademoiselle. ¿Acaso puedo decirle yo algo más que la estatua que está ahí en la plaza? ¡Y me llama mentirosa! ¡Yo, mentirosa, yo! Me dice que esto es su ruina. Que el público no soportará a La Petite Gilberta en el papel que Mademoiselle ha hecho tan famoso, la Petite Gilberta, que baila como un títere y canta como la traínée de un café chantante ¡Si yo le contara eso a La Gilberta, como bien podría hacerlo, le garantizo que los pocos pelos desordenados que le quedan a ese miserable en la cabeza correrían un gran riesgo!
—¿Qué podía hacer él? ¡Tenía la obligación de informarle al público que Mademoiselle estaba enferma y entonces comenzó mi verdadero suplicio! ¡Contestar a las tarjetas de este y de aquel, a sus flores, a sus golosinas que llegaban en platos cubiertos (que, debo admitir, nos ahorraron cocinar mucho a Florine y a mí)! Y mientras tanto tenía que decirles que el médico le había aconsejado a Mademoiselle que descansara un par de semanas en algún balneario, ¡de cuyo nombre me había olvidado!
Adrienne había estado contemplando a la vieja Sophie con ojos burlones y medio cerrados y acribillándola con rosas de invernadero que tenía en el regazo y a las que les iba cortando los elegantes tallos para tal fin. Cada rosa le daba de lleno a Sophie en la cara, pero ni la desconcertarban ni le ponían freno a su torrente de voz.
—¡Ay, Adrienne! —suplicó la chica que estaba junto a la jaula del loro— haz que se calle; por favor, haz algo. ¿Cómo esperas que Zozo llegue a hablar? ¡Una docena de veces ha estado a punto de decir algo! Pero, te lo aseguro, lo deja anonadado con su parloteo.
—Mi buena Sophie —observó Adrienne, sin cambiar de postura—, verás que ya no quedan rosas, pero te aseguro que todo lo que esté a mano vale —mientras descuidadamente cogía un libro de una mesa cercana—. ¿Qué es esto? ¡MonsieurZola! Pues te aviso, Sophie, el peso, la gravedad de Monsieur Zola son tales que seguro que logran tumbarte; y tendrás que estar agradecida si te dejan fuerzas para volver a ponerte en pie.
—Las gracias de Mademoiselle están todas muy bien, pero si me van a echar por ello, si me van a lisiar por ello, he de afirmar que creo que Mademoiselle es una mujer sin conciencia y sin corazón. ¡Torturar a un hombre de esa manera! Qué digo ¿un hombre? ¡No! ¡Un ángel!
—Todos los días ha venido con el semblante triste y cabizbajo.
—¿No hay noticias, Sophie?
—Ninguna, Monsieur Henri.
—¿No tienes ni idea de adonde se ha ido?
—No más que la estatua de la plaza, Monsieur.
—¿Es posible quizás que no vuelva más? —con la cara tan pálida como esa cortina.
—Le aseguro que usted volvería al final de la quincena. Le suplico que tenga paciencia —él deambula por el cuarto, desolé, coge el abanico de Mademoiselle, sus guantes, su música y les da vueltas en las manos una y otra vez. La zapatilla de Mademoiselle, que usted se quitó para tirármela ante la impaciencia de su partida, y que yo dejé a posta en la cómoda donde cayó, él la besó, le vi hacerlo, y se la metió en el bolsillo pensando que nadie le veía.
—La misma cantinela cada día. Le ruego que coma un poco de esa sopa tan buena que he preparado. “No puedo comer, mi querida Sophie.” La otra noche vino y pasó un buen rato mirando a las estrellas por la ventana. Cuando se dio la vuelta se estaba secando los ojos; los tenía rojos. Dijo que había estado cabalgando y que se le habían irritado con el polvo. Pero yo sabía la verdad: había estado llorando.
—Ma foi!. De estar en su lugar yo respondería con un desprecio ante tanta crueldad. Me iría por ahí a divertirme. ¡De qué sirve ser joven!
Adrienne se levantó riéndose. Se dirigió a Sophie y, cogiéndola por los hombros, la sacudió hasta que la cofia blanca le temblaba en la cabeza.
—¿De qué sirve toda esta letanía, mi buena Sophie? ¡Año tras año lo mismo! ¿Has olvidado que he hecho en tren un viaje largo y polvoriento y que me muero de hambre y de sed? Tráenos una botella de Chateau Yquem y un bizcocho y mi caja de cigarrillos —Sophie se había soltado y retrocedía hacia la puerta—. Y Sophie, si Monsieur Henri sigue esperando, dile que suba.
Era justo un año después. La primavera había llegado de nuevo y París estaba intoxicado de ella.
La vieja Sophie se hallaba sentada en la cocina disertando con una vecina que había venido a pedirle prestado a la vieja bonnen algún insignificante utensilio de cocina.
—Sabes, Rosalie, empiezo a creer que es un ataque de locura que le da una vez al año. Esto no se lo diría a cualquiera, pero sé que contigo no va a salir de tu boca. Deberían tratárselo, debería consultar a un médico, no es bueno descuidar cosas tales y dejar que sigan su curso.
—Le sobrevino esta mañana como un trueno. Como que estoy aquí sentada, no se había ni pensado ni mencionado ningún viaje. El panadero había entrado en la cocina (ya sabes lo galante que es, siempre con una chica en mente). Puso el pan en la mesa y, al lado, un ramo de lilas. Yo no sabía que ya habían florecido. “Para Mam'selle Florine, con mis saludos”, dijo con su absurda risa tonta.
—Ya te puedes imaginar que yo no iba a molestar a Florine en su trabajo para entregarle las flores del panadero. Pero, por otro lado, tampoco podía dejar que se marchitaran. Así que me las llevé al comedor para coger un jarro de cerámica mallorquina que yo había puesto allí en el armario, en el estante superior, porque se le había roto el asa. Mademoiselle, que se levanta temprano, acababa de darse su baño y estaba cruzando el vestíbulo que da al comedor. Tal como estaba, con su peignoirlat blanco, asomó la cabeza de súbito por la puerta del comedor, olisqueando el aire y exclamó: “¿A qué huele?”
—Descubrió las flores que tenía en la mano y se abalanzó sobre estas como un gato sobre un ratón. Las apretó contra sí, hundiendo la cara en ellas durante un buen rato y sólo pronunció un prolongado “¡ah!”.
—Sophie, me voy. Saca el baúl negro y algunas de las prendas más sencillas que tengo, el vestido marrón que aún no he estrenado.
—Pero, Mademoiselle —protesté yo—, olvida usted que ha encargado un desayuno de cien francos para mañana.
—¡Cállate! —gritó, dando un zapatazo en el suelo.
—Olvida usted que el encargado va a enojarse —insistí yo—, y a vilipendiarme a mí. Y usted va a irse así, sin más, sin una palabra de despedida para Monsieur Paúl, que es el ángel más bueno que jamás hubo sobre la tierra.
—Te lo aseguro, Rosalía, echaba fuego por los ojos.
—¡Haz lo que te digo al instante —exclamó—, o te estrangulo, con tu Monsieur Paúl, tu encargado y tus cien francos!
—Sí —dijo Rosalie—, eso es pura demencia. Tengo una prima que una mañana tuvo un ataque similar cuando olió el hígado de temerá frito con cebollas. Antes de que anocheciera hicieron falta dos hombres para sujetarla.
—Sabía bien que era pura demencia, querida Rosalie, y no dije otra palabra más porque temía por mi vida. Simplemente obedecí todas sus órdenes en silencio. ¡Y ahora, puff, se ha ido! Dios sabe a donde. Pero, entre nosotras, Rosalie, (no se lo diría a Florine), dudo que sea por algo bueno. Si yo estuviera en el lugar de Monsieur Paúl, haría que la vigilaran. Pondría un detective sobre su pista.
Ahora voy a cerrar y a ponerle barricadas a todo el establecimiento. Monsieur Paúl, el encargado, los visitantes, todos, todos, que toquen el timbre y llamen y griten hasta que se queden afónicos. Estoy cansada de todo esto. ¡Que me vilipendien y me llamen mentirosa a mi edad, Rosalie!
Adrienne dejó su baúl en la pequeña estación de tren, pues el viejo cabriolé no estaba disponible de momento y caminó con sumo gusto el par de millas de agradable camino hasta el convento. ¡Cuan infinitamente tranquilo, pacífico y penetrante era el encanto del ondulante y verdoso campo que se extendía por todos lados a su alrededor! Caminó por el sendero claro y liso, dándole vueltas al quitasol, tarareando una melodía alegre, cortando aquí y allá de los setos un capullo o una hoja cerosa, y todo ello mientras inhalaba grandes bocanadas de contento y autocomplacencia.
Se detuvo, como siempre había hecho, a coger lilas del camino.
Según se acercaba al convento le pareció ver que una cara con cofia blanca se había asomado furtivamente a una ventana, pero debía estar equivocada. Estaba claro que no la habían visto y esta vez les iba a dar una sorpresa. Sonrió al pensar cómo Sor Agathe daría un gritito de asombro, y en su imaginación ya sentía el calor y la ternura del abrazo de la monja. ¡Y cómo se reirían Sor Marceline y las demás, y cómo se divertirían con sus mangas abullonadas! Pues las mangas abullonadas se habían puesto de moda en el último año y los caprichos de la moda siempre le proporcionaban a las monjas un júbilo infinito. No, seguro que no la habían visto.
Subió con agilidad los escalones de piedra y tocó la campana. Oyó cómo el agudo sonido metálico reverberaba por los pasillos. Antes de que la última nota se hubiera extinguido, una lega con la mirada baja y las mejillas enrojecidas abrió la puerta muy levemente con gran precaución. Por la estrecha apertura le pasó a Adrienne un paquete y una carta y, en tono confuso, dijo: “De parte de la Madre Superiora.” Después cerró la puerta a toda prisa y giró la pesada llave en la gran cerradura.
Adrienne se quedó atónita. No lograba entender el significado de esta singular recepción. Las lilas se le cayeron de los brazos al suelo del pórtico de piedra donde estaba. Les dio la vuelta mecánicamente a la nota y al paquete, intuyendo y temiendo lo que sus contenidos pudieran revelar.
El contorno del crucifijo se podía sentir claramente a través del envoltorio del paquete y adivinó, aunque sin tener el valor de asegurarse, que el collar de piedras preciosas y el mantel del altar lo acompañaban.
Apoyándose en la pesada puerta de roble, Adrienne abrió la carta. No parecía que leyera palabra por palabra los escasos renglones llenos de reproches amargos, los renglones que la desterraban para siempre de este remanso de paz, donde su alma solía venir para sentirse como nueva. Se le grabaron en la mente de una vez en su totalidad con toda su aparente crueldad, ya que no se atrevía a decir injusticia.
No sentía enojo en su corazón; sin duda la embargaría más tarde, cuando su inteligencia ágil empezara a buscar el origen de este acto de traición. Ahora, sólo tenía espacio para las lágrimas. Apoyó la frente en el pesado panel de roble de la puerta y lloró con el desconsuelo de una niña pequeña.
Bajó las escaleras con paso vacilante y rezagado. Conforme se alejaba, se giró una vez a mirar la imponente fachada del convento, esperando ver una cara familiar o, incluso, una mano que diera débiles muestras de que un corazón fiel aún la apreciaba. Mas sólo vio que las ventanas impolutas la miraban como si fueran muchos ojos fríos, rutilantes y llenos de reproches.
En el pequeño cuarto blanco encima de la capilla, una mujer estaba arrodillada junto a la cama en la que Adrienne había dormido. Tenía la cara bien hundida en la almohada en su intento por ahogar los sollozos que sacudían su cuerpo. Era Sor Agathe.
Después de un rato, una lega salió a la puerta con una escoba y barrió las lilas en flor que Adrienne había dejado caer.
1986.
Originalmente publicado en New Orleans Times-Democrat (20 de diciembre de 1896)
The Complete Works of Kate Chopin
(Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1969.)
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