Djuna Barnes.
ILUSTRACIÓN DE ANA REGINA GARCÍA
MUJERES ENCERRADAS
Djuna Barnes, la amiga de Joyce que vivió 41 años encerrada en un apartamento del Village
'Mujeres recluidas'- capítulo 8: Amiga de James Joyce y estrella de círculos bohemios y lésbicos. Susan Sontag y Anaïs Nin hacían guardia fuera de su casa para poder verla y hablar con ella.
En De Profundis, la epístola dirigida desde la prisión de Reading a Alfred Douglas, el que fuera su amante, Oscar Wilde se lamentaba de haber «escogido los árboles de lo que me parecía ser la franja soleada del jardín y esquivar los otros por su sombra y su oscuridad». En la zona luminosa, los frutos codiciados: los placeres carnales, el brillo social, el éxito literario, la riqueza; en la zona sombría, su envés: el sufrimiento, el escarnio público, el olvido, la pobreza. Esta dicotomía, prefigurada en muchos de los cuentos de Wilde, parece uncida a la vida y la obra de muchos escritores. Está el caso de los escritores que se retiran de la vida para poder escribirla. Un caso paradigmático es el de Proust, que después de derrochar su juventud en saraos con la ‘crema’ del quartier Saint-Germain, sin apenas obra publicada, abandona toda vida social y se encierra en casa para embarcarse hacia la que será una de las galaxias más fascinantes de la literatura universal, En busca del tiempo perdido. Nunca sabremos si a Proust lo recluyó en su habitación (y en la escritura) el asma o si, más bien, fue el cansancio por la vida lo que le condujo a encerrarse, so pretexto de estar enfermo, para recobrar el tiempo perdido (re)escribiéndolo. Ya lo dijo Semprún en uno de sus títulos: la escritura o la vida.
Existe otro tipo de escritores que, tras una vida profusa, obra considerable y gran reconocimiento por parte de sus cofrades, se sumergen en el silencio. Me viene a la cabeza Rimbaud. Y también la que, en sus propias palabras, fue la escritora desconocida más famosa del siglo XX: Djuna Barnes.
Barnes nació en Cornwall-on-Hudson (Estado de Nueva York) en 1892, año en el que un todavía exitoso Wilde estrenaba en Londres El abanico de Lady Windermere. A los 20 años se muda a la ciudad de Nueva York con su madre y tres de sus hermanos y asiste durante una breve temporada al prestigioso Instituto Pratt de Brooklyn, donde estudia arte y literatura. Como sustento económico de su familia pronto se ve obligada a buscarse la vida como periodista en el Brooklyn Daily Eagle, un periódico amarillista de la época. Su presentación ante la redacción fue: «Sé escribir y dibujar; si no me contratáis, seríais idiotas». Para esa gaceta escribe artículos llamativos como Qué se siente siendo alimentada a la fuerza, experiencia a la que se ofrece como cobaya, texto al que acompaña una fotografía de ella misma en una camilla rodeada de doctores que, mientras le sujetan las extremidades, le hacen ingerir alimento a través de un rudimentario sistema de tubos, una técnica a la que por entonces se sometía a las sufragistas en huelga de hambre. Otras veces escolta los artículos con sus propios dibujos, bajo la influencia del decadentista Aubrey Beardsley, ilustrador de la Salomé de Wilde. En muchos de estos escritos para la prensa, que tocan temas como el boxeo o las ball parties e incluyen una entrevista a James Joyce para Vanity Fair, Djuna descifra, de manera desenfadada y atrevida, algunos de los puntos clave de la represión femenina.
En poco tiempo, se hace un nombre entre la bohemia de Greenwich Village y publica ficción y poesía. Entre las obras de esta época está el poemario en forma de chapbook The Book of Repulsive Women, muy influido por el decadentismo fin de siècle, cuyas protagonistas son mujeres socialmente consideradas ‘repugnantes’, como una cabaretera o los cadáveres de dos suicidas en la morgue. Más tarde renegaría de esta obra, considerándola «estúpida», mera juvenalia.
En 1921 Barnes se traslada a París, capital mundial de la vanguardia artística y literaria y refugio de la ‘generación perdida’ estadounidense. Llega a la ciudad con una carta de recomendación de James Joyce, del que se ha hecho amiga, escritor cuya influencia será notable y del que llegó a decir, tras leer su Ulises, que nunca volvería a escribir una sola línea, porque «quién osaría». Por suerte no fue así, y en esos años redacta Ryder, novela de autoficción inspirada en la peculiar historia de su familia (con escabrosos episodios donde se cuenta lateralmente la posible violación de su padre y la relación incestuosa con su abuela), y El almanaque de las mujeres, pastiche inspirado en el círculo sáfico del célebre salón literario de Natalie Barney, abierta «lesbiana de letras» cuya obra es un referente temprano del feminismo, el pacifismo y la promiscuidad, tanto sexual como sentimental. Ambas obras, publicadas en 1928, son atrevidas en temática y en estilo, mezclando el modernismo de Virginia Woolf, Nathanael West o su admirado Joyce con formas arcaicas y paródicas de clásicos como Chaucer y Rabelais.
Durante sus años parisinos, Barnes, además de relacionarse con muchos de los grandes nombres, en su mayoría expatriados, que vivían en la ciudad y de escribir los dos libros anteriormente mencionados, se volvió una frecuentadora de los espacios noctámbulos y, tras ser presentadas por la fotógrafa Berenice Abbott, inició una relación con la escultora estadounidense Thelma Wood, el gran amor de su vida. La ruptura, acontecida a finales de los años veinte, sumió a Barnes en una profunda depresión, literariamente silente, e hizo arreciar su adicción a la bebida, compañía de la que no se separaría hasta mucho más tarde. Toda su historia con Thelma se cuenta à clef en la que es su novela más conocida e importante, El bosque de la noche, redactada durante los veranos de 1932 y 1933 bajo el auspicio de Peggy Guggenheim, amiga y mecenas, en su casa de campo de Inglaterra, Hayford Hall, conocida entre sus residentes, vividores y bebedores, como Hangover Hall. La novela fue publicada por Faber & Faber en 1936, con prólogo de T. S. Eliot, que calificó a su autora como «el genio más grande de nuestros días».
Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Barnes regresó a los Estados Unidos. Alquiló un pequeño apartamento en el número 5 de Patchin Place, en pleno Village neoyorquino, y allí permaneció 41 años, hasta su muerte en 1982 –gracias al estipendio de Peggy Guggenheim, de otros amigos y de una beca tardía de la National Endowment for the Arts–.
Durante este segundo período de descubrimiento de los secretos en la franja oscura del jardín, Barnes se convirtió en una ermitaña. En 1950, mientras escuchaba un programa de la radio, se dio cuenta de que su alcoholismo le imposibilitaba trabajar. Así logró abandonar su adicción y se puso a escribir, aunque su afán perfeccionista y el sol negro que teñía de sombra sus días hicieron que solo viesen la luz The Antiphon (1960), una obra de teatro escrita en verso de imbricado estilo neoisabelino, y una colección de poemas, Creatures in an Alphabet, publicada un par de años antes de su fallecimiento. A lo largo de sus años de confinamiento voluntario, el carácter de Barnes se agrió, volviéndose una misántropa que solo recibía, o atendía por correo, a sus muy conocidos.
Entre las nuevas generaciones de escritores, especialmente entre las lesbianas, «la Garbo de las letras», como era conocida, se convirtió en un mito, con todos los estímulos de los misterios velados. A la puerta de su edifico hizo guardia Carson McCullers, que fracasó varias veces en su intento por verla surgir de entre los muertos. Tampoco fueron fructuosos los intentos de Anaïs Nin –a uno de cuyos personajes llamó Djuna, algo que molestó profundamente a la homenajeada– por que participase en el debate de una revista a propósito de la escritura femenina. Bartha Harris le dejaba rosas acompañadas de notas en su buzón, pero jamás recibió respuesta. Susan Sontag, que tras leer El bosque de la noche escribió en sus diarios que no solo había sido una «lectura imprescindible, sino un hechizo», se desviaba de sus itinerarios habituales por el Village hasta llegar a Patchin Place, donde merodeaba con la única intención de cruzársela y ser testigo del milagro.
Si alguna vez Barnes asomaba la cabeza por su ventana era para gritar: «Quien sea que esté llamando al timbre, que se vaya al infierno». Otras veces, pocas, respondía a las cartas de sus admiradores en tono irritado, concluyéndolas con peticiones de dinero. Entre sus escritos no publicados, en su mayoría poemas, hay un sinfín de borradores, que desvelan una reescritura obsesiva, nunca satisfactoria.
En El pensamiento heterosexual y otros ensayos, obra referencial del lesbofeminismo, Monique Wittig, reflexionando sobre el canon literario, afirma que un texto escrito por un escritor minoritario solo es eficaz si consigue que el punto de vista minoritario se haga universal, es decir, si logra ser un texto literario importante. En busca del tiempo perdido es un monumento de la literatura francesa a pesar de que la homosexualidad es el tema del libro. La obra de Barnes es una obra literaria importante a pesar de que su tema central es el lesbianismo. Y continúa Wittig: «Por una parte, el trabajo de estos dos escritores ha transformado –como debe ser en todo trabajo importante– la realidad textual de nuestro tiempo. Pero como obras de miembros de una minoría, sus textos logran cambiar el criterio de categorización, afectando la realidad sociológica de su grupo, al menos afirmando su existencia. Antes de Barnes y Proust, ¿cuántas veces han sido elegidos personajes homosexuales o lesbianas como tema de la literatura en general? ¿Qué ha habido en literatura entre Safo y El almanaque de las mujeres y El bosque de la noche de Barnes? Nada».
Djuna Barnes murió en su casa de Nueva York seis días después de cumplir los 90 años. Parece ser que de inanición. Nadie pudo alimentarla forzosamente. El silencio de sus 40 años de clausura produce el abismo de los paréntesis abiertos en el tiempo, entre los que vienen a situarse tantos días, uno tras otro, sin apenas registro.
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