Almudena Grandes
Espero que este texto nos anime a pensar en qué decimos exactamente al pronunciar la palabra democracia
15 de febrero de 2020
EL MENSAJE me llegó justo después de Navidad, entre cena y cena. Mi hermano Manuel me lo contó por encima, una amiga de mi mujer, no sé qué de Almería, míratelo, a ver qué se te ocurre… Acabó un año, empezó otro, los Reyes vinieron, se marcharon y, a mediados de enero, un autobús se empotró contra un coche en la calle de Carlos VII de Estella.
Terminé mi último artículo con la desasosegante sensación de haber escrito de menos, pero los días pasaron a la frenética velocidad a la que se suceden cuando publico un libro nuevo y la fecha de entregar un nuevo artículo, el que ustedes están leyendo ahora mismo, me pilló por sorpresa. ¿Tan pronto?, me pregunté, ¿y qué escribo yo ahora? Entonces me acordé de mi hermano, de mi cuñada, de su amiga de Almería, y le eché un vistazo al tema. No les diré que se me heló la sangre porque sucedió más bien lo contrario. Lo que leí me calentó el corazón. El azar no suele aliarse con el amor, pero eso fue exactamente lo que me ocurrió al releer una historia conocida.
Galdós la cuenta en El terror de 1824, el séptimo volumen de la segunda serie de los Episodios nacionales, publicado en 1877. En 1823, la Corona francesa envió a España un ejército, conocido popularmente como los Cien Mil Hijos de San Luis, para derrocar al Gobierno liberal y apoyar la monarquía absoluta de Fernando VII. Así comenzó lo que se conoce como Década Ominosa, por más que a los carlistas les pareciera blandita, pero los liberales no se rindieron. A pesar del aviso para navegantes que supuso la ejecución del general Riego, primero ahorcado, después decapitado en la plaza de la Cebada de Madrid, sus correligionarios se organizaron, se conectaron, buscaron dinero, reclutaron voluntarios entre los liberales europeos para volver a luchar en España por la libertad y la Constitución de 1812. Y, nunca mejor ni más tristemente dicho, volvieron a navegar.
Partiendo de Gibraltar en tres faluchos, 65 liberales tomaron Tarifa por asalto el 2 de agosto de 1824. Cuatro días más tarde, 49 voluntarios, uniformados con las chaquetas rojas del Ejército británico, zarparon hacia Almería. No se lo van a creer, pero su jefe se llamaba… Pablo Iglesias. Tuvieron mala mar y no llegaron hasta el día 14. Perdido el factor sorpresa, conocida la situación de Tarifa, al acercarse a la ciudad se encontraron con un contingente de tropas absolutistas que los superaba en armamento y número. Muchos murieron allí mismo. El resto, 22 hombres, fueron capturados, puestos de rodillas y fusilados por la espalda, sin juicio ni sentencia, el 24 de agosto. A Pablo Iglesias, madrileño, le devolvieron a su ciudad, le juzgaron en abril de 1825 y le fusilaron un año y un día después que a sus hombres.
Los almerienses nunca los han olvidado. Los llaman de dos maneras, coloraos, por el color de sus casacas, y Mártires de la Libertad, tal como se bautizó el monolito que los recuerda en la plaza de la Constitución de su ciudad aunque, como son como son, el monumento es más conocido como Pingurucho. Lo que quería la amiga de mi cuñada era que yo les contara esta historia, porque el Ayuntamiento de la ciudad quiere quitarlo de allí. No sería la primera vez que ocurre. Construido entre 1868 y 1870, en 1943 fue demolido con ocasión de una visita de Franco y la excusa de que estaba muy deteriorado. Reconstruido en 1988 por petición popular, ahora vuelve a correr peligro. Las autoridades dicen que quieren trasladarlo a otro lugar, como si existiera alguno mejor que la plaza de la Constitución para recordar a quienes dieron la vida por ella. Los expertos afirman que no se podría trasladar sin destruirlo.
Y así estamos en este país nuestro de todos los demonios, donde los carlistas caen tan simpáticos y quienes se arrogan el título de constitucionalistas aspiran a borrar por cualquier medio la memoria de los constitucionalistas auténticos, los españoles que vivieron y murieron por la libertad de todos.
Ya sé que se dice que segundas partes nunca fueron buenas, pero espero que este texto, más aún que el anterior, nos anime a pensar en qué decimos exactamente, qué dicen los españoles que nos rodean, al pronunciar la palabra democracia.
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