lunes, 4 de mayo de 2020

Mujeres encerradas / Zelda Fitzgerald / Vivir en llamas y morir calcinada

Ilustración de Ana Regina García


MUJERES ENCERRADAS

Zelda Fitzgerald, la primera ‘it girl’: vivir en llamas y morir calcinada

'Mujeres recluidas’- capítulo XII: pintora, bailarina y escritora, Zelda murió en el incendio del enésimo sanatorio mental en el que estuvo internada. Su trágico final fue la triste alegoría perfecta de la complicada existencia de la primera 'it girl' de la historia.

SILVIA LÓPEZ
27 ABR 2020 23:59
Tan talentosos como Rooney Mara y Joaquin Phoenix, tan indómitos como Kate Moss y Johnny Depp y tan atractivos como Angelina Jolie y Brad Pitt, así debían resultar para prensa y público Zelda Sayre y Francis Scott Fitzgerald, la pareja que tan (trágicamente) simboliza la juerga de la era del jazz y la resaca que vino después. El escritor murió prematuramente a causa de su mórbido alcoholismo. Y ella, calcinada en un incendio en un sanatorio mental. Más alegórico imposible. Hasta las fechas de sus biografías están llenas de significado: se conocieron el año en que acabó la Primera Guerra Mundial, se casaron cuando empezaron los locos 20 y se derrumbaron en 1929. Se ha dicho que Scott la saboteaba porque tenía celos de su talento (Hemingway inició el rumor y la genial primera biógrafa de Zelda, Nancy Mitford lo apuntaló), que ella era una flapper sin sustancia y que en realidad nunca se quisieron. La más completa recopilación de cartas entre ellos, Querido Scott, querida Zelda (Lumen), desmiente prácticamente todos esos mitos o, al menos, demuestra que la realidad era mucho compleja. Tanto como la personalidad de ambos.
La correspondencia (una delicia literaria) desvela que él era bastante inseguro (a pesar de su deslumbrante genialidad), que ella tenía un talento para la escritura inmenso (pero inclasificable y difícilmente canalizable), que hubo celos (pero también apoyo y admiración), y, sobre todo, que se quisieron (o al menos, se necesitaron y buscaron mutuamente) sin descanso. También revela que, pese a aparentemente vivir en una fiesta, no hubo demasiada dicha. “Me pregunto por qué no hemos sido nunca demasiado felices”, escribe en una de sus cartas Zelda.

Eternamente joven

Era la hija díscola de un severo juez en el Tribunal Supremo de Alabama. Nació y creció en Montgomery, donde fue una precoz celebridad por su belleza, rebeldía y su libre sentido del humor. A los 10 años hizo una llamada de broma que movilizó a los bomberos de la localidad inventándose que había un niño encerrado en una azotea. A los 17 años fumaba y bebía, coqueteaba (con maestría, como se ve en las cartas) con hombres y adolescentes, y se bañaba con trajes color carne para simular que estaba desnuda. Según recoge Sally Cline en Zelda Fitzgerald: her voice in paradise, en el anuario escolar escribió bajo su foto “¿Por qué toda la vida debe ser trabajo, cuando todos podemos pedir prestado? Pensemos únicamente en el hoy y no nos preocupemos por el mañana”. En 1918 recaló en una de las fiestas en las que se solapaba su existencia Francis Scott Fitzgerald (ella tenía 18 y él 23), que se preparaba para servir en la I Guerra Mundial (algo que impidió el armisticio meses después). Se obsesionaron el uno por el otro, una obsesión que perduraría hasta el final de ambos. Francis estaba convencido de que le aguardaba un destino excepcional, que necesitaba una “chica de oro” a su lado y que ella solo le correspondería si él tenía éxito (tres constantes en muchos de los protagonistas de sus novelas y relatos). “Me he enamorado de su valentía, de su sinceridad y de su apasionado autorespeto”, escribió acerca de la joven sureña a un amigo.
 Muchos creen que el rechazo de Daisy (la caprichosa protagonista de su novela más famosa, El gran Gatsby) a su pretendiente de clase social inferior está inspirado en ella (de hecho, se basa en Ginevra King, una joven de la alta sociedad de Chicago, que fue su primer amor y que, efectivamente, despreció a Scott, antes de conocer a Zelda). Ésta, en realidad, le insistía en decenas de cartas de juventud que a ella no le importaba el dinero y lo que éste pudiera obtener. La breve ruptura al principio de su idilio se debió a que Zelda se equivocó de sobre, y a él le llegó una respuesta destinada a otro de sus muchos pretendientes (pese a que Zelda nunca le había ocultado que seguía saliendo con otros). Scott, que había cortado movido por sus propios celos en verano de 1919, volvió a ella meses después cuando hubo vendido a una editorial el manuscrito de A este lado del paraíso, como si el motivo de la ruptura hubiera sido la falta de solvencia del novio. Las inseguridades de Scott y su capacidad de reinterpretar su propio pasado pasarían factura a la pareja en sus 20 años de matrimonio. En una carta desde un sanatorio suizo, ella le escribiría 12 años después: «Tu exposición de la situación resulta poética, por más que no guarde relación alguna con la verdad. (…) Envidio los procesos mentales que te permiten distorsionar las circunstancias hasta convertirlas en un ejemplo de rectitud por tu parte».

Hermosa y maldita

“No hay fotografía de Zelda que le haga justicia: todo el que la conoció resaltó su belleza, pero también algo más, un aura, había algo especial en su forma de presentarse, de vestirse…”, explica Jackson Bryer, biógrafo de Scott. Finalmente, se casaron y residieron en una frenética Nueva York testigo de sus primeras grandes juergas y mayores discusiones (a menudo recogidas en la prensa, que inauguraba con ellos la cultura de celebridad). Él era un escritor cada vez más famoso, y tomaba ideas y frases textuales de su esposa. De hecho, puso en labios de Daisy una frase que Zelda había pronunciado bajo los efectos de la anestesia del parto de su única hija Frances (Scottie), al saber que había sido niña: “Espero que sea tonta… Lo mejor que le puede pasar a una niña en este mundo es ser una hermosa tontita». También llegó a copiar, con su permiso, extractos del diario de su mujer en sus textos, por lo que ella declaró a la prensa: “Me parece que en una página reconocí un fragmento de un diario viejo mío, el cual misteriosamente desapareció poco después de mi boda y, también fragmentos de una carta, la cual, considerablemente editada, me resultó familiar. De hecho el señor Fitzgerald — me parece que así es como escribe su nombre— parece creer que el plagio comienza en el hogar”. Era su ingeniosa forma de promocionar la venta de Hermosos y Malditos, pero hubo quien interpretó resentimiento en el sentido del humor y la rapidez mental de Zelda. Aunque ambos escribían con éxito (Scott, novelas y relatos; ella, artículos e historias cortas), su ritmo de vida les llevó a endeudarse y decidieron instalarse en París donde el cambio del dólar les favorecía. En Europa, más fiestas, más borracheras y más excentricidades, más escándalos de celos y la irrupción de Ernest Hemingway en sus vidas. Scott ayudó a éste publicar sus primeros escritos y él le correspondió introduciéndolos en el círculo de la Generación perdida (Faulkner, Dos Passos…). De modo que, cuando el novelista no estaba escribiendo, se estaba emborrachando. Zelda se sintió sola y abandonada. Sobrevivió a una sobredosis de somníferos (de la que nunca hablaron y, por tanto, no se sabe si fue accidental o voluntaria) y buscó una forma de arte totalmente ajena a su esposo. Tras probar con la pintura se dedicó obsesivamente al ballet. Aunque lo había practicado de niña, a los 27 años era demasiado mayor para aspirar al nivel que pretendía. En sus compulsivos entrenamientos, quedó obnubilada por su profesora de baile, Liubov Yegórova. La posibilidad de ser lesbiana la atormentaba (y añadía el enésimo conflicto a su mente). Pese a sus limitaciones, llegó a bailar profesionalmente en La Riviera francesa, pero precisamente cuando ambos regresaban a París tras estas funciones, tomó el volante por sorpresa a su marido y trató de despeñar el coche por un precipicio. Era octubre de 1929 y la bolsa de Nueva York acababa de desplomarse. «Terminaba la orgía más cara de la historia”, escribió Scott en un artículo años más tarde.

Creatividad cautiva

Eugen Bleuler, psiquiatra coetáneo y colega de Freud, acuñó el término «esquizofrenia» en 1908 para definir una enfermedad física y mental (que antes se consideraba vagamente demencia precoz) la cual, a través de “ataques progresivamente deteriorantes”, iba destruyendo el comportamiento y la personalidad de los afectados. Bleuler personalmente diagnosticó a Zelda en 1930. Desde entonces pasó largas temporadas en diferentes sanatorios mentales de Europa y Estados Unidos (es justo reconocer que Scott buscó para ella los mejores especialistas) hasta que en 1943 en un manicomio de Carolina del Norte se desató un incendio en el que murió calcinada junto a otras ocho mujeres. En la colección epistolar de ese periodo se puede apreciar la volatilidad de su humor. “Zelda asegura estar en contacto directo con Cristo, Guillermo el Conquistador, María Estuardo, Apolo y toda la parafernalia y las bromas del asilo de locos…”, escribió en una carta a sus amigos Scott. Tan atormentado estaba que preguntó directamente a los médicos si él había sido el detonante de la locura de su esposa; y ellos le respondieron que la ezquizofrenia era un proceso inevitable y que él (solo) lo habría adelantado en el tiempo. Ni los doctores, ni la familia de Zelda ni ella misma le permitieron librarse del todo de la culpa. Se marchó a Hollywood a trabajar de guionista donde mantuvo una relación con la columnista Sheilah Graham. Allí murió de un infarto escuchando la radio.
 En sus ingresos, Zelda experimentaba episodios de violencia y melancolía, pero también de lucidez y creatividad. Escribió su única novela, Resérvame el vals, preñada de componentes autobiográficos. Tantos que su marido se enfureció y le obligó a suprimir los pasajes que él iba a emplear en Suave es la noche, la novela también autobiográfica en la que llevaba los trabajando. Zelda accedió y Scott escribió a su editor entusiasmado: «Aquí está la novela de Zelda. Es una buena novela, tal vez una muy buena novela. Estoy demasiado cerca para contarla. Tiene las faltas y las virtudes de una primera novela … Se trata de algo absolutamente nuevo, y debería vender». La correspondencia entre ambos siguió y, en el último año, ella escribía oraciones como «gracias por salvarme. Algún día te salvaré yo a ti». La nieta de ambos, Eleanor Lanahan, escribió que una de las más admirables capacidades de ambos era la de perdonar.
EL PAÍS

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