Sentimientos, verosimilitud y Starbucks
Anne Tyler compone bien 'El hilo azul', pero ¿qué significa que un libro esté bien escrito? Conviene desarrollar resistencia a las franquicias porque a veces la inteligencia es resistir
Marta Sanz
8 de diciembre de 2015
Anne Tyler es una escritora estadounidense, nacida en 1941, ganadora del Premio Pulitzer y con más de veinte novelas en su haber. El hilo azul es la última, que nos llega con una impecable traducción de Ana Mata Buil. Cuenta la historia de una familia con unas raíces poco profundas, proveniente del medio rural y afincada en Baltimore. Tres generaciones desde la Gran Depresión hasta nuestros días. Clase media de la Costa Este. Hasta ahí todo entra dentro de la normalidad. Sin embargo, quiero explicarles por qué mientras leía esta novela me vinieron a la cabeza los Starbucks Coffee y otras franquicias.
El café de estos lugares está bueno. Puede encontrarse en todas partes. Tienen wifi gratis. En invierno se está calentito y en verano ponen el aire acondicionado. Son la representación simbólica de cierta domesticidad y confort en la era de la globalización. A la vez son un no-lugar. Como esta novela, en la que escribir canónicamente bien, practicar lo que algunos llaman “clasicismo”, es un modo de estar conforme. Una conformidad que se expresa en las opciones de escritura. En El hilo azul todo está perfectamente medido y escribir bien significa controlar: tiempo y espacio, los vaivenes de la trama sobre la regleta de la Historia; la tensión sentimental, de manera que solo tiemble levemente el labio; la gradación entre austeridad e intensidad de la voz omnisciente; la matización psicológica de unos personajes sin caer nunca en una sobreabundancia de datos que resulte abrumadora para el lector; los gadgets que disparan las tramas y los elementos visuales simbólicos que propician una buena adaptación cinematográfica: el azul sueco de un columpio que nos remite a la tensión entre dos cónyuges; una carta en papel cebolla que descubre una maternidad; la bolsa abierta de un ladrón que nos coloca sobre la pista de una trampa. Hay que controlar lo maniqueo a través de un perspectivismo que oscila de un foco a otro y alumbra especialmente a cuatro personajes: Abby, Junior, Linnie Mae y Denny; las emociones de un final que ha de ser agridulce, pero más dulce y esperanzador que agrio, para afianzar una visión positiva de la condición humana: todos necesitamos un hogar, al que no es prioritario volver, basta con construirlo en alguna parte porque lo que importa son las personas, no los espacios que se habitan. Por último, hay que controlar el pesimismo, y el El hilo azul nos ofrece otra enternecedora lección de los no-lugares: pese a las dificultades macroeconómicas y microfamiliares, podemos salir de la crisis.
El conservadurismo de las formas narrativas dibuja el contenido de una novela que aborda la urdimbre del amor familiar y cómo a menudo las cosas no son lo que parecen, a la vez que da una visión del matriarcado y del papel asistencial de las mujeres en la familia. Tennessee Williams se desgrasa, se deshisteriza, se normaliza. Deja de aturdirnos con sus benéficos gritos y sus salidas de tono. Secundariamente, en El hilo azul —y esto es lo más interesante de la novela— se reflexiona sobre la dificultad de establecer un límite entre arribismo y emprendimiento; sobre el desclasamiento de una familia que, como todas, se basa en sus relatos y mitos fundacionales. La Historia, la Depresión, los comedores de beneficencia se sitúan en el ámbito del pasado como si en el presente hubiese llegado el fin de la Historia, la posibilidad de que la caridad sea excéntrica y de que los hijos se permitan el lujo de ser laboralmente diletantes. “La gente que parece peligrosa solo está triste”, dice Abby, y con sus palabras el rencor de clase se hace eufemismo y todo se vuelve relato de los sentimientos: la eterna pregunta sobre lo común y sobre qué significa ser feliz o infeliz, el tópico de que en todas partes cuecen habas y de que a fin de cuentas el lema proteico de Tolstói sobre las familias felices y desgraciadas es falso porque todas las familias son ambas cosas simultáneamente… Como lectora, no puedo dejar de pensar en las franquicias de café y en la distancia entre lo universal y lo idiosincrásico. En la conveniencia de poner en tela de juicio narraciones que apelan al sentimiento compartido por la humanidad —con letras de oro— y que realmente son relatos de la globalización. Aunque la hagamos nuestra cada día en series televisivas, novelas, la decoración del hogar y en los hábitos alimentarios—¿corn flakes?—, nuestra verosimilitud no es su verosimilitud: nosotros no nos relacionamos así con nuestros hijos y, sobre todo, no comenzamos los diálogos diciendo: “Supongo que…”. Quizá deberíamos preguntarnos qué significa que un libro esté bien escrito y o bien adaptarnos, o bien comenzar a generar formas de resistencia: a ciertas narraciones, a las franquicias de café, a los smartphones o a la banca virtual. Porque la adaptación no es siempre un signo de inteligencia ni la resistencia reaccionaria.
El hilo azul. Anne Tyler. Traducción de Ana Mata Buil. Lumen. Barcelona, 2015. 480 páginas, 24,90 euros
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