Vidas
25 de agosto de 1996
No creo que haya nada más hermoso que la vida de un hombre, la vida de cualquiera, contada con sencillez o con complejidad, pero contada por alguien que muestra respeto, amor y comprensión por la historia que cuenta. En algún momento de nuestra existencia todos hemos pensado que las vidas de los demás eran mejores que la nuestra o más completas, por lo mismo que todos pensamos, para soportar la idea de vivir, que en algún lugar lejano seríamos felices, en uno de esos lugares a donde jamás iremos. Ni siquiera tiene que ver eso con el conocido fenómeno de la suplantación. Es posible que muchos, leyendo La Cartuja de Parma, hayan querido ser Fabrizio del Dongo o la Sanseverina, pero no creo que ninguno de los miles de lectores que ha tenido el Quijote hubieran querido llevar la vida del pobre Alonso Quijano ni ser él.
Lo que nos fascina de todos esos héroes de novela no es tanto que salgan bien o mal parados de sus aventuras, de la peripecia de su vida, como que están vivos y arrostran el final con entereza y valor, muchas veces sin saber que son valerosos, a veces incluso pensando que son unos pobres hombres, como esos que saca Kafka en sus libros.
Hace unos años la sección de Necrológicas de este periódico conoció un gran momento. Cada día aparecían en aquel obituario tres o cuatro notas. Nunca salían firmadas, pero se adivinaba detrás de ellas el alma de un novelista, de alguien que se entregaba con entusiasmo a poner en claro esas vidas, muchas veces oscuras. En general, eran notas cortas, veinte, treinta, cuarenta líneas de una columna. Solían corresponder a gentes notables o que lo habían sido hacía mucho, gente que había brillado en su tiempo, pero que se había apagado; en fin, esa clase de hombres y mujeres que creíamos muertos desde hacía mucho tiempo. ¡Ah!, exclamábamos admirados, ése aún vivía. No era raro tampoco que asistiéramos al nacimiento de un verdadero personaje de novela justo en el momento en que nos comunicaban su cese de esta vida, pues nunca antes habíamos oído hablar de él. Eran vidas también, en su mayoría, de otras partes, de países lejanos, a veces de países extraños o que habían dejado de existir, como Siam, de épocas remotas, un violinista del imperio austro-húngaro, el rajá que se gastó toda su fortuna con una suripanta, la penúltima amante de Mussolini, el inventor que moría pobre mientras veía enriquecidos a los usurpadores de su talento, o el penúltimo propietario del diamante Excelsior.
A menudo las notas eran tan breves que uno habría querido conocer mucho más de esas vidas fascinantes e. insuficientes. Uno podía pensar: también mi vida, contada en diez o veinte líneas, seguramente será mejor de lo que en realidad va a ser. Y eso era consolador que en realidad va a ser. Y eso era consolador.
Se preguntaba Unamuno en Cómo se escribe una novela: "¿Es más que una novela la vida de cada uno de nosotros? ¿Hay novela más novelesca que una autobiografía?". La pregunta de Unamuno es esperanzadora. Supongamos, pues, que sí, que todas las vidas son novelescas.
A la luz de los acontecimientos políticos españoles últimos son muchos los que piensan que vivíamos una novela del esperpento. Todos estaban de acuerdo en que la vida española se había llenado, en unos pocos años, de aventureros, ladrones, pícaros, especuladores, banqueros insaciables, algunos salidos de la nada y otros de la casa real, en fin, nadie quedaba a salvo de los rumores, todos tentados por el diablo del dinero y el poder. Algunos se lamentaban y decían: "¡Ay!, es una lástima que no haya entre nosotros un Valle-Inclán para contar lo que está pasando"
Existe en francés una palabra terminante para definir a esa clase de codiciosos e insaciables, parvenu. Se puso de moda después de su célebre Revolución, y se la endosaban a todos aquellos que aspiraban a más de lo que les hubiera estado consentido en el ancien régime. A veces eran hombres audaces, de genio; a veces, sencillamente aventureros sin escrúpulo, y a veces una mezcla de las dos cosas. Napoleón fue, sin duda, ejemplo cumbre del parvenu y a Stendhal,.un bonapartista confeso, le fue dado describir en el protagonista de El rojo y el negro, Julen Sorel, un joven de personalidad contradictoria, al gran ambicioso.
Al parvenu en español se le ha llamado logrero, cucañista, emergente, aventurero, trepa o trepador. Salvo en Estados Unidos, la figura no ha estado bien vista en parte ninguna.
Es posible que Valle-Inclán preparase con la realidad española de ahora un buen entremés, pues era gran caricato, pero quizá estuviera mejor echar en falta a Galdós, el Galdós de Torquemada, por ejemplo. Hoy mucha gente, cuando ve a Mario Conde en la televisión o en los periódicos, dice: "No puede disimular su cara de ladrón, de gánster, con esa sonrisita de asco, con la gomina; es imposible no darse cuenta de ello". Y sin embargo, hace dos o tres años muchos de los que hoy están en primera fila para ver cómo arman el cadalso aplaudieron cuando le imponía el claustro de la Universidad Complutense el birrete de los hombres prudentes y sabios, con el Rey a la cabeza de todos. No es, pues, lo que pasa en la vida, cosa de farsa sino de drama. La farsa resta, el drama suma, y quizá tengamos que suspirar no por, Valle-Inclán, sino por su denostado Galdós, el garbancero, que descubrió el principio sagrado de la literatura: todas las vidas nos incumben, de todas tenemos algo. La literatura la hacemos con los personajes complejos, con aquellos que pareciendo que suben están clavando su propia tumba, o con aquellos otros que se alzan sobre sí mismos, contra toda apariencia. Unas veces, los que suben y bajan son unos miserables; otras, en cambio, no. La literatura no busca culpables ni inocentes, sino vida, un poco de dolor y un poco de alegría,, y siempre que haya algo de todo eso habrá novela. La primera cualidad de una novela es que se mueva. Ha de parecerse en eso a la vida y a la Tierra.
Es una lástima que los hombres con una buena biografía sean tan a menudo incapaces de escribimos la suya, o de hacerlo de una manera tan decepcionante y mentirosa, pero hay algo y aun mucho que pueden enseñarnos las vidas que suben y bajan. Nos enseñan a buscar lo que nace y muere en nosotros mismos, lo viejo y lo nuevo, y a comprender que lo que le incumbe a la justicia no es lo mismo que lo que le incumbe a la novela, por lo mismo que lo que atañe a la historia no siempre es coincidente con lo que atañe a la literatura, cuya principal misión es buscar un poco de verdad, incluso donde no la hubo, y un poco de piedad en lo que no la merece.
Andrés Trapiello es escritor
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