domingo, 7 de julio de 2024

Vivian Gornick / Apegos feroces / Prólogo de Jonathan Lethem

 

Vivian Gornick


Vivian Gornick
APEGOS FEROCES

PRÓLOGO de JONATHAN LETHEM


    Al disponerse a presentar un libro que hace años que ama, uno puede encontrarse hojeando la edición anterior, dándole vueltas entre las manos, así como zambulléndose entre sus páginas para reencontrarse con ciertas frases y quedar de nuevo maravillado por su enfoque y su frescura, su capacidad permanente de sorprender. Podría también saltar hasta el comienzo con la esperanza de descubrir que la introducción de uno ya está ahí, escrita ya, que es justo el sentimiento que este objeto le ha proporcionado una y otra vez: que conoce sus pensamientos. El libro es un objeto en vertiginoso movimiento, que rezuma su propia energía y lo único que uno desearía hacer es tocarlo, alterar apenas su trayectoria, para impulsarlo hacia el criterio universal.
    ¿No podría limitarme a decir que hay que leer Apegos feroces , de Vivian Gornick? ¿Que estoy aquí para insistir en que este libro debe convertirse en bandera en el mundo entero, como es bandera en mi mente, una detrás de la cual marcho? Y aun así, sosteniendo esta edición antigua, reparo en que hay ocho críticas positivas, todas bastante elocuentes, todas escritas por mujeres; ¿podría ocurrir que fuera el primer hombre que declara a favor de este libro? (Compruebo una edición anterior que también tengo en mi biblioteca y, evidentemente, no es el caso). Las memorias de Vivian Gornick tienen esa calidad endemoniada, brillante y absoluta que tiende a elevar un libro por encima de su contexto y provoca que sea admirado, con toda justicia, como «atemporal» y «clásico». A pesar de ser unas memorias centradas, al menos en apariencia, en los entresijos de una relación madre-hija, unas memorias escritas en los ochenta, antes del boom del género, por una autora asociada, con orgullo aunque no de un modo sencillo, con el movimiento feminista. ¿Se me permite entonces amarlo y, no digamos, lucirlo como un fragmento de mi propio corazón? Sí. El camino del lector hacia el hechizo de Apegos feroces no pasa por mirar con embobada curiosidad los detalles personales de la vida de Gornick o la de su madre, ni por la identificación facilona basada en la semejanza —en circunstancias coincidentes—, ni siquiera en la semejanza que supone la condición de mujer.
    La identificación en Apegos feroces funciona de otra manera. Al sumergirnos en la sinceridad mordaz aunque aparentemente no deliberada del libro, descubrimos que sencillamente nos transformamos en Vivian Gornick (o la narradora que lleva su nombre), de la misma manera que nos convertimos en su madre y luego en Nettie Levine, la joven, apasionada y nihilista vecina que se presenta como el tercer personaje principal del libro, formando junto a madre e hija lo que Richard Howard ha denominado «esa trama erótico-afectiva mediante la cual triangulamos nuestras vidas».
    Pero nuestro sentimiento de transfiguración no se limita a estas tres mujeres. Gornick nos arrastra hacia breves y ardorosas alianzas con tres hombres, maridos y amantes que jalonan el camino hacia su descubrimiento personal: Stefan, Davey y Joe. Y también, de paso, con otra media docena de vecinas del Bronx, una psiquiatra y, por supuesto, el esquivo padre. Al conceder a su vez a cada actor ojos con los que contemplar a la narradora que los contempla y voces que rivalizan con las de ella en agudeza, Gornick ha grabado a fuego estos personajes sobre la página. No es solo que nadie escape a su mirada, sino que tampoco ella escapa a la de nadie. No hablo de justicia, una virtud sobrevalorada en la literatura, y puede que también en la vida. Podría decirse que Gornick derriba a su reparto, pero de acuerdo a ese estándar, también se derriba a sí misma. Prefiero decir que, al igual que el mago que retira el mantel que cubre una mesa puesta, la narradora milagrosamente deja a su reparto y a sí misma intactos y bajo el brillo de lo que supongo que solo puede ser descrito como amor. Un amor difícil, pero así es el amor.
    Este sería un buen punto en que detener mi introducción, pero me siento movido a rendir solo un poco más de tributo a título personal y como escritor a la ensayista y escritora de memorias que, junto a Phillip Lopate y Geoff Dyer, me ha enseñado todo lo que sé sobre limpiar las tonterías que uno escribe sobre mí mismo. Odio tener que hacerle cargar con el epíteto de «escritora para escritores», pero Apegos feroces exige ser honrada como la obra de una técnica impresionante, cuyo manejo de una forma destilada de la escena y el diálogo, del retruque contenido y del uso de los espacios en blanco sobre la página, me hace preguntarme por qué no ha abordado nunca la ficción, por la que profesa un amor tan elocuente en sus ensayos literarios. Como la mayoría de los textos que más amo, Apegos feroces extrae su fuerza del método de la paradoja. Estás páginas contienen mi descripción favorita del momento en el que una futura escritora cae en la cuenta de que simplemente es una escritora, para bien o para mal y por muy confuso que sea el camino que se extiende ante ella.
    Durante el segundo año de mi matrimonio, el espacio rectangular hizo su primera aparición en mi interior. Estaba escribiendo un ensayo, un artículo de crítica del doctorado que, sin previo aviso, había dado como fruto una idea, una idea radiante y bien definida. Las frases comenzaron a abrirse camino en mi interior, pugnando por salir, cada una moviéndose ágilmente para sumarse a la precedente. De pronto me di cuenta de que una imagen se había adueñado de mí: vislumbré con claridad su forma y su contorno. Las frases intentaban ocupar la forma. La imagen era la totalidad de mi pensamiento. En ese instante, sentí que me abría en canal. Mi interior se vació para dar cabida a un rectángulo de aire limpio y espacio despejado, que comenzaba en mi frente y terminaba en mis ingles. En el centro del rectángulo, solo mi imagen, esperando con paciencia para depurarse. Experimenté gozo cuando supe que nada más podría igualarlo.

    Más adelante en el libro, Gornick parece lamentar la incapacidad de dicho rectángulo para crecer, expandirse y abarcar más aspectos de su vida. La paradoja es doble. Como evidencia el libro que usted tiene entre sus manos, el mismo que describe su resistencia y frustración, el triángulo de Gornick ha hecho precisamente eso: crecer hasta abarcar no solo su vida sino, a lo largo de su desarrollo, la de sus lectores. Y, pese a todo lo que abarca, continúa siendo exactamente tan íntimo y localizado como la primera vez que lo describe: exactamente del tamaño de su cuerpo.

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