Guy de
Maupassant
LA
PUERTA
Ah!, exclamó Karl Massouligny, he aquí
una cuestión difícil, ¡la de los maridos complacientes! Desde luego, yo he
visto de todos los tipos y no sabría dar una opinión sobre uno únicamente. A
menudo he intentado determinar si son en realidad ciegos, clarividentes o
débiles. Yo creo que hay de estas tres categorías.
Hagamos un pase rápido sobre los
ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben, de lo infelices
que son, que no ven nunca más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa
curiosa e interesante a apuntar, es la facilidad de los hombres e incluso de
las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.
Nos sorprenden con las más pequeñas
astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros
criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos
en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima
parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a
alguien.
Los maridos clarividentes pertenecen a tres
razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que
su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos,
únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que
rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que
tienen miedo del escándalo.
Hay también los impotentes, o más bien
los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una
apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.
En cuanto a mí, he conocido un marido
de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma
espiritual y rara.
Yo había conocido en París un
matrimonio elegante, mundano, muy liberal. La mujer, activa, alta, delgada, muy
encorsetada, pasaba por haber tenido aventuras. Me gustó por su espíritu y creo
que yo también le gusté. Le hice la corte, una corte a prueba, a la que ella
respondió con provocaciones evidentes. Pronto llegamos a las miradas tiernas,
las manos cogidas, a todas las pequeñas galanterías que preceden al gran
ataque.
Sin embargo, yo dudaba. Creo, en
resumen, que la mayor parte de las uniones mundanas, inclusive las muy cortas,
no valen el mal que nos producen ni todas las preocupaciones que de ellas
pueden resultar. Yo comparaba pues mentalmente los atractivos e inconvenientes
que podía esperar y temer cuando creí darme cuenta de que el marido sospechaba
de mí y me vigilaba.
Una
tarde, en el baile, mientras que yo le decía cosas tiernas a la joven, en un
saloncito contiguo a los grandes donde se bailaba, percibí de repente, en un
espejo, el reflejo de una cara que me espiaba. Era él. Nuestras miradas se
cruzaron, después yo lo vi, siempre en el espejo, girar la cabeza e irse.
Murmuré:
-Vuestro marido os espía.
Ella pareció estupefacta.
-¿Mi marido?
-Si, varias veces él nos ha estado
vigilando.
-¡Vamos! ¿Está usted seguro?
-Muy seguro.
-Qué extraño. Al contrario,
ordinariamente se muestra de lo más amable con mis amigos.
-¿Puede ser que haya adivinado que os
amo?
-¡Vamos! Vos no sois el primero que me
hace la corte. Toda mujer un poco de buen ver colecciona un rebaño de pretendientes.
-Sí. Pero yo os amo profundamente.
-Admitiendo que esto fuese verdad,
¿acaso un marido adivina nunca este tipo de cosas?
-Entonces, ¿no es celoso?
-No… no…
Ella reflexionó ciertos instantes y
después siguió:
-No, nunca noté que fuera celoso.
-¿Nunca os ha .....nunca os ha
vigilado?
-No… Como os decía, es muy amable con
mis amigos.
A partir de ese día le hice la corte
más regularmente. La mujer no me gustaba mucho, pero los celos probables del
marido me seducían bastante.
En cuanto a ella, la juzgaba con
frialdad y lucidez. Tenía un cierto encanto mundano que provenía de un espíritu
alerta, alegre, amable y superficial, pero ningún tipo de seducción real y
profunda. Era, como yo os había ya dicho, una casquivana, siempre fuera, con
una elegancia un poco ostentosa de más. ¿Cómo explicároslo? Era... era... un
decorado, nada hogareña.
Ahora bien, un día, como yo había
cenado en su casa, su marido, en el momento en que me retiraba, me dijo:
"Querido amigo (me trataba como a
un amigo desde hacía algún tiempo), nosotros vamos a irnos pronto para el
campo. Ahora bien, sería un gran placer, para mi mujer y para mi recibir allí a
la gente que apreciamos. ¿Aceptaría pasar un mes con nosotros? Sería muy amable
por su parte."
Quedé estupefacto pero acepté.
Así que, un mes más tarde llegué a su
casa en la propiedad de Vertcresson, en Touraine.
Me esperaban en la estación, a cinco
kilómetros del castillo. Eran tres, ella, el marido y un señor desconocido, el
conde de Morterade, a quien fui presentado. Este pareció contento de haberme
conocido, y las ideas más extrañas pasaron por mi espíritu mientras que
seguíamos al trote un hermoso camino profundo, entre dos filas de verde hierba.
Yo me decía: Veamos, ¿qué quiere decir
esto? He aquí un marido que no puede dudar de que su mujer y yo estemos
tonteando, y él me invita a su casa, me recibe como a un íntimo y parece
decirme: "¡Vamos, vamos, querido, el camino está libre!".
Después me presentan a un señor, muy
distinguido a fe mía, instalado ya en la casa y... y que busca tal vez dejar de
serlo, y que parece tan contento como el marido con mi llegada.
¿Se trata de un anciano que busca su
retiro? Podría ser. Pero, entonces, ¿los dos hombres estarían pues de acuerdo,
tácitamente, por medio de uno de esos hermosos pequeños pactos infames tan
comunes en la sociedad? Y me proponen, sin decirme nada, entrar en la
asociación, tomando el relevo. Me tienden las manos, me tienden los brazos. Me
abren todas las puertas y todos los corazones.
¿Ella? Un enigma. Ella no debe, no
puede ignorar nada. ¿Sin embargo?... ¿sin embargo?... He aquí que… ¡Yo no
entiendo nada!
La cena fue muy alegre y muy cordial.
Cuando dejábamos la mesa, el marido y su amigo se pusieron a jugar a las cartas
mientras que yo iba a contemplar el claro de luna, sobre la escalinata, con la
señora. Parecía muy turbada por la naturaleza y yo juzgué que el momento de mi
felicidad estaba próximo. Aquella tarde yo la encontré realmente encantadora.
El campo la había enternecido, o más bien debilitado. Su alargada estatura
delgada aparecía hermosa sobre la escalinata de piedra, al lado del enorme
jarrón con una planta. Tenía ganas de arrastrarla bajo los árboles y de
arrojarme a sus pies diciéndole palabras de amor.
La voz de su marido gritó:
-¿Louise?
-Sí, querido.
-Olvidas el té.
-Ya voy, querido.
Entramos y ella nos sirvió el té. Los
dos hombres, acabada su partida de cartas, tenían visiblemente sueño. Tuvimos
que subir a nuestras habitaciones. Yo me dormí muy tarde y muy mal.
Al día siguiente se decidió una
excursión por la tarde y marchamos en landó descubierto para ir a visitar unas
ruinas cualesquiera. Ella y yo estábamos al fondo del coche y ellos en frente
de nosotros, de espaldas.
Hablábamos animadamente, con simpatía,
con abandono. Yo soy huérfano y me parecía que acababa de encontrar a mi
familia dado que me sentía como en mi casa, al lado de ellos.
De repente, como ella había extendido
su pie entre las piernas de su marido, él murmuró con aire de reproche:
"Louise, te lo ruego, no uses tus viejos zapatos. No hay razón para
cuidarse más en Paris que en el campo".
Yo bajé la mirada. Ella llevaba, en
efecto, unos viejos botines torcidos en los tacones y me di cuenta de que sus
medias no estaban para nada estiradas. Ella había enrojecido retirando su pie
bajo el vestido. El amigo miraba a lo lejos con un aire indiferente y como
ajeno a la situación.
El marido me ofreció un cigarrillo que
yo acepté. Durante varios días me fue imposible estar a solas con ella ni dos
minutos, ya que él nos seguía a todas partes. Por otra parte, esto era
delicioso para mí.
Ahora bien, una mañana, como había
venido a buscarme para dar un paseo a pie antes de comer, llegamos a hablar del
matrimonio. Yo dije algunas frases sobre la soledad y algunas otras sobre la
vida común que se vuelve maravillosa por la ternura de una mujer. De repente me
interrumpió: "Querido, no hable de lo que no conoce en absoluto. Una mujer
que no tiene interés en amaros, no os ama mucho tiempo. Todas las coqueterías
que las hacen exquisitas cuando ellas no nos pertenecen definitivamente, cesan
tan pronto como son nuestras. Y después, por otra parte... las mujeres
honestas....es decir, nuestras mujeres… son... no son... les falta... en fin,
no conocen suficientemente su oficio de mujer. Bueno… yo me entiendo."
No dijo nada más sobre esto y no pude
adivinar exactamente su pensamiento.
Dos días después de esta conversación
me llamó a su habitación, muy temprano, para enseñarme una colección de
grabados.
Yo me senté en un sillón, en frente de
la puerta grande que separaba su apartamento del de su mujer, y detrás de esta
puerta escuché andar, moverse, y casi ni pensaba en los grabados, exclamando: "¡Oh!
¡Maravilloso! ¡Exquisito, exquisito!"
El dijo de repente:
-¡Oh! ¡Pero si tengo una maravilla al
lado! Voy a buscárosla.
Y se precipitó sobre la puerta cuyos
dos batientes se abrieron completamente como por un efecto teatral.
En una sala grande en desorden, en el
medio de faldas, cuellos, corpiños sembrados por el suelo, un ser grande y
enjuto, despeinado, la parte inferior del cuerpo cubierta con una vieja falda
de seda ajada que ceñía su talle delgada, cepillaba delante de un espejo unos
cabellos rubios, cortos y escasos.
Sus brazos formaban dos ángulos
puntiagudos y a la vez que se giraba espantada, vi bajo una camisa de tela
vulgar, un cementerio de costillas que una falsa pechera de algodón disimulaba
en público.
El marido emitió un grito muy natural,
volvió a entrar cerrando las puertas y con aire afligido: "¡Oh!, Dios mío!
Mira que soy estúpido! ¡Oh! ¡Realmente soy tonto! Esta es una equivocación que
mi mujer no me perdonará jamás!"
Yo tenía ganas de darle las gracias.
Me fui tres días después, tras haber
apretado intensamente las manos de los dos hombres y besado la de la mujer, que
me dijo adiós fríamente.
Karl Massouligny se calló.
Alguien preguntó:
-Pero, ¿quién era el amigo?
-No sé... Sin embargo... sin embargo
parecía desolado por verme partir tan rápido.
3 mayo
de 1887
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