viernes, 4 de febrero de 2022

En torno a Somerset Maugham

 

Somerset Maugham
Foto de Steve Newman


En torno a Somerset Maugham
Adolfo Pardo
1 de octubre de 2017


maugham_01Rescatamos un artículo, sin firma (probablemente una traducción no siempre afortunada), publicado el 11 de febrero de 1966 (casi dos meses después del fallecimiento de Maugham en Niza, Francia, el 16 de diciembre de 1965), en la desaparecida revista chilena EVA, dedicada a la mujer.
Más que un interés teórico, el documento posee el atractivo intrínseco de las cosas y documentos perdidos y vueltos a encontrar 50 o más años después. Por su parte la revista EVA desapareció en diciembre de 1974 después de 32 años de circulación quincenal.


Algunas palabras y nombres están escritos con una ortografía distinta a la actual. Mismo caso con la puntuación.  

El famoso escritor obtuvo todo de la vida: éxito, honores, riqueza. Pero jamás consiguió liberarse de los recuerdos de su infancia y de amores infortunados. Únicamente en medio de los encantos del Oriente encontraba la paz.

“Soledad”: es la última palabra amarga que ha escrito. Soledad es el epigrafo que pusoa una de las vidas más brillantes, más fastuosas, rodeadas por el éxito y la riqueza y más afortunadas del siglo: la suya. Nada le faltaba. Al igual que a Hearst, el famoso magnate de la prensa norteamericana amurallado vivo dentro del triste aislamiento de un castillo junto a la playa que el llamaba “el Versalles de Hollywood”, William Somerset Maugham se había retirado hace cuarenta años en la cumbre de su popularidad, al esplendor de la villa Muresque, en St. Jean-Cap- Ferrat  junto a cedros, naranjos  y pinos de Alepo. Desde ese Olimpo, Maugham se presentaba ante los mortales comunes como el hombre más solitario del mundo. Winston Churchil iba a visitarlo para jugar con él al golf. De todo el continente llovían invitaciones interrumpiendo su vida de ermitaño, para rogarle que honrara con su presencia fiestas principescas y cruceros de ensueño. Los derechos de autor hacían caer interrumpidamente cascadas de oro sobre la fortuna inmensa ya acumulada en el curso de la más sensacional de las carreras literarias. Solamente un cuento, Lluvia, fue solicitado diez veces para el teatro y ocho para el cine. Durante las largas travesías en transatlántico  para honrarlo, proyectaban cada día films extraídos de sus historias. Había escrito 26 novelas, 27 comedias y noventa y ocho cuentos. Había publicado su primera novela antes de la Guerra de los Boers y la última después de la bomba atómica. De sus libros se vendieron 60 millones de ejemplares en todo el mundo. Y ahora estaba sordo, insensible como un fósil arrugado, como una tortuga. Pero cuando era joven, y hasta sus 87 años le fue fácil en cuanto deseaba, partir de vacaciones en cualquier momento para cualquier sitio: Nueva York, Bahamas, Bermudas, Tahití, Hawái, Malasia, África… Era el último gentleman: le agradaban los vinos de categoría, los platos exquisitos, las mujeres hermosas, la conversación brillante, las amistades esplendidas. En su voluntario exilio era un monarca. Sin embargo…

Sin embargo Somerset Maugham era desgraciado. Soledad ha confiado en sus últimas cartas. Esto era un sinónimo que designaba el mal oscuro, la fuente secreta de sus dolores y de sus inspiraciones. El ansia que lo había devorado en el Montparnasse de 1906 junto a Paul Gauguin, en la jungla de Singapur, en la China misteriosa. Solo al final Maugham aprendió a llamar a este mal “soledad”. Cuando era joven y pobre los llamó Mildred.

Mildred es el nombre de un personaje de novela, la protagonista de su obra maestra “Servidumbre Humana”, pero responde a la gran desilusión que amargó su vida. Que en la realidad se llamase Mildred poco importa, lo que importa es que esa fue a tragedia de la juventud de Maugham. Cuando escribió Servidumbre Humana, en 1915, tenía cuarenta años. Había tratado en vano de escribirla cuando tenía 24, apenas sufrió tal experiencia.  Y confesó: “Me he liberado. Tenía dentro de mí esta historia desde hace tanto tiempo. Ya no podía vivir”. Tenerla guardada no le bastaba. Debía publicarla, gritarla ante todos.

Cuando en efecto la novela fue conocida en todo el mundo, el se sintió liberado, porque el Philip, el estudiante de medicina protagonista, había puesto su propia alma. Philip era él. Era el muchacho infortunado, infeliz desde su nacimiento, porque él, el más puro inglés, el mas “snob” entre los jovencitos que se vanagloriaban de un verdadero acento de Oxford, había nacido fuera de Inglaterra, en París, donde su padre era consejero de la embajada británica. Philip era aquel muchacho que Maugham recordaba con angustia, huérfano de padre a los ocho años y de madre a los diez, y que en el fallecimiento de su madre bellísima, de tuberculosis, había siempre previsto el presagio del fracaso de su propia vida. Philip era el doctorcito que después de ser laureado había pasado miserias. Era el joven tímido, sensible hasta la morbosidad, también enfermo de los pulmones como su madre y además poseedor de un defecto que lo avergonzaba enormemente, una invencible tartamudez, causada por la sacudida nerviosa provocada por la muerte de su madre.

Odiaba en tal forma esa tartamudez, que en su novela, para hacer aun más evidente la mortificación que ella le acarreaba, quiso transformarla en algo más concreto, más visible. A su héroe autobiográfico Philip le dio un pie equino, en vez de la tartamudez. A su juicio, ambos defectos se equiparaban. Respondiendo a un crítico Maugham escribió”: He podido entender que lo que sufre Philip con su pie deforme es lo mismo que me sucede cuando mi lengua se traba”. Describiendo a los muchachos crueles que obligaban a Philip a desnudar su pie deforme, Maugham recordaba con horror a sus compañeros de colegio que hacían versos de su defecto. Sin embargo, en sus últimos días, con atroz sarcasmo hacia sí mismo, le dirá a una amiga: “Sabrás que he me-me-mejorado  de mi tar-tar-tartamudez”.  Cuando la mujer a quien ama desesperadamente arroja al rostro de Philip el fuerte insulto: estropiado”, Maugham no podía menos que dejar de escribir y cerrar sus ojos recordando otra palabra: “Tartamudo”.

Todo el peso de este desesperado sentimiento de inferioridad que llevaba dentro de sí desde la infancia, toda la secuencia de sus alucinaciones, supo volcarlos magníficamente en la novela, una de las más despiadadas confesiones que se hayan escrito. Narró el dramático comienzo de su carrera de médico en un Londres desgarrado y perverso que se parecía al de Dickens. Entonces había conseguido hacer publicar su primer libro mediante una compensación de veinte libras esterlinas y estaba obligado a vivir trabajando en el “St. Thomas Hospital”, donde ayudaba a venir al mundo a los niños. Narró sus primeros encuentros con los ambientes artísticos, con el Montparnasse de Gauguin, a cuya historia dedicó cuatro años y su novela “La luna y seis peniques”. Describe el estado de febril exaltación en que se ponía al contacto con los pintores, quienes se le aparecían como dioses míticos, radiantes de belleza y vigor.

Todo esto lo narró en aquel libro que le aseguró un puesto entre los grandes escritores, puesto que el sentía que le era negado, pues se consideraba bueno solo entre los de segunda categoría. ¿Y Mildred?

Maugham no tenía casi el valor de nombrarla. Mildred aparece solamente en la página 300 de la novela, el punto donde otras novelas terminan. Tenía temor de narrar esa historia. Porque Mildred fue para él el secreto de su vida y a la vez la figura femenina más grande que haya sabido crear.

Era una camarera que Maugham siendo muchacho había encontrado en un bar de estudiantes. Alta, delgada, rubia, ojos azules, rasgos menudos y regulares, la frente baja y ancha, predilecta de los pintores de la era victoriana, piel delicada, labios pálidos, sin una sombra de color sobre las mejillas. Mildred fue la revelación y la vorágine de una juventud pavorosamente infeliz. Le produjo todos los éxtasis imaginables y lo precipitó en todos los infiernos concebidos. Gritaba, al rostro de aquel estudiante esclavo del amor, que no sabía qué hacer con él, se mostraba ostensiblemente del brazo de sus amantes, aceptaba todos sus dones solo para poder mofarse de él, le invadía la casa y le destruía los muebles, lo abandonó cien veces para volver a él cada vez más miserable y perdida. Su pesadilla y su atracción lo redujeron a un ser sin orgullo y sin amor propio, sin capacidad para reaccionar. “Solo una mujer que no ama –dice Maugham- sabe hacer sufrir penas tan amargas, humillar con crueldad tan refinada al hombre que la ama”.

Sal joven tartamudo Mildred le hizo sentir todo el peso de su inferioridad física. Aplastándolo con la vulgaridad de  sus gustos, destruyó el dorado castillo en torno de su refinamiento, de su superioridad intelectual. Le quitó la fe en sí mismo. El joven artista debió hacer un esfuerzo violento para renegar de ella. Finalmente se sintió curado y casi no se conmovió ante la noticia de su muerte, acaecida en la calle y producida por las penurias. Se había salvado, pero había perdido para siempre la capacidad de amar. Fue siempre de una naturaleza aristocrática, un hombre fino, rico y afortunado, un talento, pero en su fuero íntimo, un vencido. Muchos de los protagonista de las novelas de Maugham son seres de elevada espiritualidad, que mujeres muy inferiores arruinan irremisiblemente. Para Maugham el nudo trágico de la vida era aquel y lo nombraba de buen grado: Mildred o soledad.

A la mujer que lo hizo tan infeliz se le debe reconocer un mérito: construyó la fortuna del escritor. Maugham narró la historia de aquel amor con tanta fuerza que a los cuarenta años se convirtió en unos de los escritores más famosos del mundo. De golpe obtuvo lo que había soñado cuando no podía pagarse libros ni estudios: vivir a su gusto.

Maugham deseo siempre crearse una existencia de maestro. Sus modelos eran Goethe, Lord Byron, su amigo Gauguin. Pero no se imaginaba para si una gran vida en Londres. Los únicos lugares que hablaban a su espíritu eran los de Oriente, con sus templos, los bosques ricos en sugerencias, los seculares llamados del misticismo. Angkor, Waten, Cambogia, Yokohama, “el nombre que parece un sueño”; Pago Pago. Ahora que era rico, ahora que todo le era permitido, tomó la ruta de los mares del sur. Recorrió las huellas de Stevenson y de Conrad. Comenzó a describir tierras tenebrosas, atmósferas encantadas. Encontraba personajes increíbles, fantásticos prisioneros del pasado, solitarios de vida triste como la suya, gente que escrutaba el cielo durante horas solamente para descubrir el foco luminoso de la Cruz del Sur. Narró los acontecimientos de locura acaecidos a la entrada de los puertos, en los barrios de las luces rojas, los viajes interminables de “schooners” mecidos por las aguas de los trópicos. Cuando estaba harto de Oriente se marchaba a Toledo a deleitarse con los perfiles misteriosos de las figuras del Greco. No era allí un viajero de profesión ni un escritor de nombre. En estos lugares anotaba algunas cosas, un estado de ánimo. Descubría tal vez el esplendor de una melancolía desarrollada con anterioridad, bajo otros cielos.

Aquel mundo de lagunas espléndidas, de zarzas tropicales, de rastros sutiles, de playas de plata, era ciertamente el suyo. Era el narrador y a veces el poeta. Ahora que ha muerto y que el mundo lo llora, es como si en la jungla de Singapur, en las olorosas plantaciones de goma, en las perdidas residencias de los trágicos héroes se hubiera extendido un velo de luto.

Maugham no fue jamás un hombre feliz. Por más que luchó no pudo borrar los dramas del principio, orfandad, infortunio en la juventud, fracaso en amores. Pero en las sugerencias del Oriente, en una narración cálida de inquietudes, encontró el rescate de sí mismo.

La infelicidad no lo abandonó. El que había amado a una mujer con la cual no pudo casarse, se con casó con una a la cual no podía amar. “me casé con ella –comentaba sarcástico- por temor a que se suicidara. Era un poco su costumbre”. Después del divorcio, dice de la mujer: “No niego que pueda haber alguna leal y honesta, yo ciertamente no la he encontrado”.

En 1927, riquísimo, formando parte de la historia literaria y presente en el balance de los grandes editores mundiales, se retiró a la espléndida villa “Mauresque, que Lepoldo II de Bélgica (el genocida del Congo) había donado a su confesor.

Maugham dejaba su refugio para hacer largos viajes, pero ese era ahora su retiro, entre ninfas y peces rojos, prados de verde musgo y pinares. Adquirió telas que valían millones: Picasso, los impresionistas, los Gauguin encontrados en Tahití, Utrillo.  Pero no dejó jamás entrar un televisor. Recibía a Churchil, lord Beaverbrook, H. G. Wells, Bernard Shaw, los duques de Windsor, autores y escritores célebres. En la inmensa villa había una sola fotografía: la de su madre. Hizo colocar muros a las terrazas porque teniendo frente al Mediterráneo no conseguía escribir ante tanta belleza.

Era más aclamado y estaba mas insatisfecho que nunca. Se levantaba temprano en la mañana y se ponía al trabajo cotidiano y sesenta años de labor hicieron de él unos de los escritores más fecundos del siglo. Cada vez imaginaba estar escribiendo la obra de arte que, haciendo callar los críticos, lo pondría junto a Proust, de quien continuaba el esnobismo; a Conrad, de quien había heredado el amor por lo exótico; a Hemingway, con quien tenía en común la infelicidad. Pero en su vida entraban también intrigas y mezquindades. Llegó hasta los tribunales a sostener que no era el padre de la mujer que siempre había considerado como su hija. Esta mujer lo atacó para hacerse asignar por los jueces las telas preciosas que él vendía periódicamente. Entonces se amuralló en su soledad, tolerando una sola sombre fiel: el secretario que los tribunales le habían prohibido adoptar como hijo, y que entonces instituyó como heredero de su famosa fortuna.

Su único consuelo era el pensamiento de que era “protegido por el rey Midas”, y sabía transformar en oro cuando tocaba. “El dinero es un sexto sentido –decía-, sin el cual no se puede hacer buen uso de los otros cinco”. Pero lo atormentaba una molestia implacable: el pensamiento de haber errado todo, en la vida y en la literatura. “No he sido un genio –se decía a sí mismo-, ni siquiera un buen escritor”. En delirio de insatisfacción había hecho llevar a la villa-museo casi todos sus libros y no quería ver las 62 plumas que le habían procurado la “parálisis del escritor”. Para esto se había hecho confeccionar en Londres un “corset digital”.

“La novia ha cambiado” -decía fastidiado-. En un tiempo se basaba únicamente en el amor, hoy se basa en el cerebro”. No quiso leer más a Sartre o a Camus. El escritor italiano más moderno que leía era Bocaccio. Odiaba a los críticos. “A los veinte años –decía- me definieron como brutal; a los 30 como existente; a los 40 como cínico; a los 50 como valiente; a los 60 como superficial. ¿Qué dirán a los 70?”. A los 70 años fue él quien confesó:”He llegado a dar un significado a la vida, como Tolstoi. Estoy desilusionado. El único significado de la vida consiste en vivirla”. Pobre Maugham, el gran anciano de rostro arrugado como la corteza de una encina, se había sobrevivido a sí mismo.

Le fastidiaba este mundo contemporáneo, que había pasado con toda desenvoltura de las paradas navales de la reina Victoria a los sumergibles nucleares, de Wagner a los Beatles, del joven Werther a James Bond. Sentía que pertenecía a otra época. Con vanidad senil insistía en firmar de puño y letra las quinientas cartas de sus admiradores que llegaban aun cada semana y recordaba con orgullo que las Universidades de Pittsburg y de Tokio existen institutos de estudios Maugham. Cuando le preguntaban cómo se había convertido en escritor, respondía maliciosamente: “escribiendo”. Las cataratas le impedían leer, la sordera lo alejaba de la música.  No quería jamás hablar por teléfono porque la tartamudez lo atacaba entonces como en tiempos de Mildred. Esa tartamudez que nadie, ni el médico que mejoró al rey Jorge VI, había conseguido hacer desaparecer. Maugham era increíblemente viejo. Había recurrido a la clínica Niehans, que renueva en los grandes de la tierra los dones de Mefistófeles a Fausto, pero a pesar de eso parecía una momia.

No estaba preparado para la muerte. La muerte no fue jamás uno de sus mitos. Sus grandes personajes habían muerto siempre mal. Gauguin entre espasmos, transformado por la horrible “faz leonina” de los leprosos. Mildred consumida por los vicios. Otros trágicos héroes, de cólera o de males terribles. Para comentar el fin de uno de sus personajes, el médico de “El velo pintado” no encontró mejor epitafio que el frío verso de la elegía de Goldsmith: “no ha puerto como un perro”.

Se decía en su lúgubre humorismo: cuando el “Times” publique mi necrología, la genta estará maravillada: “¿Cómo, no estaba ya muerto? Mi fantasma sonreirá”. Al secretario confiaba: “Me desagrada solo perderme la subasta de Sotheby, cuando se peleen mis telas a golpes de millones”. A una amiga que durante su enfermedad deseaba enviarle flores y frutas le rio en el rostro:” ¿Flores?  Es un poco anticipado. ¿Fruta? Es un poco tarde”.  Último decadente se complacía en abandonarse a las mofas consigo mismo. Sentía aun en su oído el escarnio con el cual lo había ofendido la única mujer que había amado: “Me mofo de ti…, tartamudo”. Y se creía fracasado.

Ahora que se ha marchado, los libreros de todo el mundo han colocado en sus vitrinas las quince millones de palabras que escribió en noventa años de vida, de los cuales sesenta de literatura que no estaba equivocada como él creía y como se lo habían hecho creer.


CRITICA

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