Cabeza de una mujer vieja con gorra blanca (La partera) 1885 Vincent van Gogh |
Guy de Maupassant
HUMILDE DRAMA
Los encuentros constituyen el encanto de los
viajes. ¿Quién no conoce el gozo de hallar de pronto, a quinientas leguas de su
tierra, un parisiense, un compañero de colegio, un vecino del campo? ¿Quién no
ha pasado la noche, con los ojos abiertos, en la pequeña diligencia tintineante
de las comarcas donde aún se desconoce el vapor, al lado de una joven
desconocida, entrevista solamente al resplandor del farol cuando montaba al
carruaje ante la puerta de una blanca casa de una pequeña ciudad?
Y, al llegar la mañana, cuando
la mente y los oídos están embotados por el continuo tintirintín de los
cascabeles y el resonante estruendo de los vidrios, ¡qué encantadora sensación
la de ver a la linda vecina desgreñada abrir los ojos, mirar a su alrededor,
arreglarse, con la punta de los finos dedos, los rebeldes cabellos, acomodarse
el peinado, palpar con mano segura si el corsé sigue en su sitio, si el talle
está recto y la falda no demasiado aplastada!
Os mira también, con una sola
ojeada fría y curiosa. Después se arrellana en un rincón y parece interesarse
sólo por el paisaje.
Sin querer no dejamos de
acecharla, sin querer pensamos siempre en ella. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿A
dónde va? Sin querer esbozamos mentalmente una pequeña novela. Es bonita;
¡parece encantadora! Feliz el que... La vida sería acaso exquisita a su lado.
¿Quién sabe? Quizás sea la mujer que necesitaba nuestro corazón, nuestro sueño,
nuestro humor.
¡Y qué deliciosa también la
decepción que sentimos al verla bajar ante la barrera de una casa de campo!
Allí hay un hombre, que la espera con dos niños y dos criadas. La recibe en sus
brazos, la besa al depositarla en el suelo. Ella se inclina, coge a los críos
que le tienden las manos; los acaricia con ternura; y todos se alejan por una
avenida mientras las criadas reciben los paquetes que el conductor les tira
desde la imperial.
¡Adiós! Se acabó. No la veremos
más, nunca mas. Adiós a la joven que ha pasado la noche a nuestro lado. No la
conocemos, no le hemos hablado; pero de todas formas su partida nos deja un
poco tristes. ¡Adiós!
Tengo, de estos recuerdos de
viaje, alegres, sombríos, tengo muchos.
Estaba yo en Auvernia, vagando
a pie por esas encantadoras montañas francesas no demasiado altas, no demasiado
duras, íntimas, familiares. Había trepado al Sancy y entraba en una pequeña
posada cerca de una capilla de peregrinación que se llama Nuestra Señora de
Vassiviére, cuando vi almorzando sola, en la mesa del fondo, una anciana
extraña y ridícula.
Tendría unos setenta años, por
lo menos, era alta, seca, angulosa, con el pelo blanco en tirabuzones sobre las
sienes, a la moda antigua. Vestida como una inglesa vagabunda, de forma torpe y
divertida, como una persona a quien su atuendo le es indiferente, comía una
tortilla y bebía agua.
Tenía un aspecto singular, ojos
inquietos, una fisonomía de ser a quien la existencia ha maltratado. La miré a
mi pesar, preguntándome: "¿Quién será? ¿Cuál es la vida de esta mujer?
¿Por qué vaga sola por estas montañas?"
Pagó, después se levantó para
marcharse, acomodándose sobre los hombros un sorprendente chal cuyos dos
extremos colgaban de sus brazos. Cogió en un rincón un largo cayado de viaje
cubierto de nombres grabados con hierro candente, y después salió, erguida,
rígida, con un paso largo de cartero que inicia su recorrido.
Un guía la esperaba ante la
puerta. Se alejaron. Yo los miraba descender por el valle, a lo largo del
camino señalado por una línea de altas cruces de madera.
Era más alta que su acompañante
y parecía ir más de prisa que él.
Dos horas después yo escalaba
los bordes del profundo embudo que contiene, en un maravilloso y enorme agujero
de verdor, lleno de árboles, de maleza, de rocas y de flores, el lago Pavin,
tan redondo que parece hecho con compás, tan claro y azul que semeja una ola de
azur caída del cielo, tan encantador que uno quisiera vivir allí en una cabaña,
en la vertiente del bosque que domina ese cráter donde duerme un agua tranquila
y fría.
Allí estaba ella, en pie,
inmóvil, contemplando el lienzo transparente en el fondo del volcán muerto.
Miraba como para ver el fondo, la profundidad desconocida, poblada, dicen, de
truchas grandes como monstruos y que han devorado a todos los demás peces. Al
pasar cerca de ella, me pareció que dos lágrimas rodaban de sus ojos. Pero se
marchó a grandes zancadas para reunirse con su guía, que se había quedado en
una taberna al pie de la cuesta que lleva al lago.
No volví a verla ese día.
Al día siguiente, al caer la
noche, llegué al castillo de Murol. La vieja fortaleza, torre gigantesca en pie
sobre un pico en el centro de un amplio valle, en el cruce de tres vallecitos,
se yergue contra el cielo, parda, agrietada, abollada, pero redonda, desde su
ancha base circular, hasta los ruinosos torreones de la cima.
Sorprende más que ninguna otra
ruina por su sencilla enormidad, su majestad, su aire antiguo, poderoso y
grave. Allí está, sola, alta como una montaña, reina muerta, pero siempre reina
de los valles tendidos a sus pies. Se sube a ella por una pendiente plantada de
abetos, se penetra en ella por una estrecha puerta, se para uno al pie de los
muros, en el primer recinto, por encima de la región entera.
Allá dentro, salas derruidas,
escaleras descarnadas, agujeros desconocidos, subterráneos, mazmorras, muros
partidos en el centro, bóvedas que se sostienen no se sabe cómo, un dédalo de
piedras, de grietas donde crece la hierba, por donde se deslizan animales.
Yo estaba solo, vagando entre
aquellas ruinas.
De pronto, tras un lienzo de
muralla, distinguí un ser, una especie de fantasma, como el espíritu de esta
morada antigua y destruida. Tuve un estremecimiento de sorpresa, casi de miedo.
Después reconocí a la vieja que había encontrado ya dos veces.
Lloraba. Lloraba con gruesas
lágrimas, y tenía en la mano un pañuelo. Me volví para irme. Me habló,
avergonzada de haber sido sorprendida.
"Sí, caballero, estoy
llorando... No me ocurre con frecuencia. "
Balbucí confuso, sin saber qué
responder: "Perdón, señora, por haberla importunado. Sin duda se ha visto
usted herida por alguna desgracia."
Murmuró: "Sí... no. Soy
como un perro perdido."
Y llevándose el pañuelo a los
ojos, sollozó. Le cogí las manos tratando de calmarla, emocionado por aquellas
lágrimas contagiosas.
Y bruscamente me contó su
historia, como para no ser la única en cargar con su pena.
¡Oh!... ¡Oh!... caballero... Si
usted supiera... la angustia en que vivo.., la angustia...
Yo era feliz... Tengo una
casa... allá lejos... en mi pueblo. No puedo regresar ya a ella; no regresaré
jamás. Es demasiado duro.
Tengo un hijo... ¡Es él, es él!
Los hijos no saben nada... ¡Se vive tan poco tiempo! Si lo viera ahora, ¡acaso
ni lo reconocería! ¡Cuánto lo quería! Incluso antes de que hubiera nacido,
cuando lo sentía moverse en mi cuerpo. Y también después. ¡Cuánto lo besé, lo
acaricié, lo mimé! Si supiera usted cuántas noches pasé mirándolo dormir, y
cuántas noches pensando en él. Estaba loca por él.
Tenía ocho años cuando su padre
lo metió interno. Se acabó. Ya nunca más fue mío. ¡Oh, Dios mío! Venía todos
los domingos, sólo eso.
Después se marchó al colegio, a
París. Ya sólo venía cuatro veces al año; y cada vez yo me extrañaba de los
cambios de su persona; de encontrarlo más alto sin haberlo visto crecer. Me
robaron su infancia, su confianza, su ternura que no se hubiera apartado nunca
de mí, toda mi alegría de sentirlo crecer, hacerse un hombrecito.
¡Lo veía cuatro veces al año!
¡Imagínese! En cada una de sus visitas, su cuerpo, su mirada, sus movimientos,
su voz, su risa, ya no eran los mismos, ya no eran míos. Un niño cambia muy
pronto; y, cuando una no está a su lado para verlo cambiar, es muy triste; no
se le reconoce.
¡Un año llegó con pelusilla en
las mejillas! ¡el! ¡Mi hijo! Me quedé estupefacta... y triste, ¿puede usted
creerlo? Apenas me atrevía a besarlo ¿Era él? Mi pequeño, mi rubito rizoso de
otras veces, mi querido niño, al que había tenido, en pañales, sobre mis
rodillas, que había bebido mi leche con sus pequeños labios tragones, ¿aquél
mozo alto y moreno que ya no sabía acariciarme, que parecía amarme sobre todo
por deber, que me llamaba "madre" por conveniencia y que me besaba en
la frente cuando yo hubiera querido aplastarlo entre mis brazos?
Mi marido murió. Después le
llegó el turno a mis padres; después perdí a mis dos hermanas. Cuando la muerte
entra en una casa, se diría que se da prisa para trabajar lo más posible, para
no tener que volver en mucho tiempo. Sólo deja con vida a una o dos personas,
para llorar a las otras.
Me quedé sola. Mi hijo, ya
mayor, estudiaba derecho. Yo esperaba vivir y morir a su lado. Fui a reunirme
con él para estar juntos. Había adquirido hábitos de soltero; me dio a entender
que le molestaba. Me marché; cometí un error; pero sufría demasiado al sentirme
importuna, yo, su madre. Regresé a mi casa.
No lo volví a ver, o casi.
Se casó. ¡Qué alegría! Por fin
íbamos a reunirnos para siempre. ¡Tendría nietos! Se había casado con una
inglesa que me cogió manía. ¿Por qué? ¿Acaso notó que lo amaba demasiado? Me vi
obligada a alejarme una vez más. Me encontré sola. Sí, caballero.
Después se marchó a Inglaterra.
Iba a vivir con ellos, con los padres de su mujer. ¿Entiende? Ellos lo tienen
para sí, ¡a mi hijo! ¡Me lo han robado! Me escribe todos los meses. Al
principio venía a verme. Ahora, ya no viene.
¡Hace cuatro años que no lo he
visto! Tenía arrugas y el pelo blanco. ¿Era posible? ¿Ese hombre casi viejo, mi
hijo? ¿Mi hijito rosado de antaño? Sin duda no lo volveré a ver.
Y viajo todo el año. De acá
para allá, como usted puede ver, sin nadie a mi lado.
Soy como un perro perdido.
Adiós, caballero, no se quede junto a mí, me duele haberle dicho todo esto.
Y cuando bajaba de nuevo la
colina, me volví y vi a la anciana en pie sobre una muralla agrietada, mirando
los montes, el largo valle y el lago Chambon en lontananza. Y el viento agitaba
como una bandera el borde de su traje y el extraño chal que llevaba sobre sus
flacos hombros.
2 de octubre de 1883.
2 de octubre de 1883.
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