jueves, 17 de febrero de 2022

Somerset Maugham / Sanatorio

Sanatorio
Bruno Schulz

William Somerset Maugham 

BIOGRAFÍA

SANATORIO

Sanatorium by Somerset Maugham



      Las primeras seis semanas que Ashenden pasó en el sanatorio, tuvo que guardar cama. No veía a nadie, salvo al médico que le visitaba mañana y noche, a las enfermeras y a la criada que le llevaba las comidas. Ashenden había contraído una tuberculosis pulmonar, y, existiendo razones que le impedían ir a Suiza, los especialistas le recomendaron un sanatorio en el norte de Escocia. Llegó al fin el anhelado día en que el doctor le autorizó a levantarse. Por la tarde, la enfermera le ayudó a vestirse, lo envolvió en mantas y le acompañó a la galería. Allí le puso unos cojines tras de la espalda y le dejó disfrutar del sol que brillaba en un cielo sin nubes. Era pleno invierno. El sanatorio estaba en lo alto de una colina desde la que se dominaba el paisaje tapizado de nieve. En la galería, extendidos en tumbonas, había varios pacientes, unos conversando y otros leyendo. Algunos, de vez en cuando, sufrían un acceso de tos y miraban con ansiedad sus pañuelos. La enfermera, antes de alejarse, se volvió con profesional afabilidad al hombre acomodado junto a Ashenden.


       —Voy a presentarles. El señor Ashenden. El señor McLeod. Él y el señor Campbell son los clientes más antiguos de la casa.
       Al otro lado de Ashenden se sentaba una linda joven, de cabello rojo y brillantes ojos azules. No estaba pintada, pero tenía muy encendidas las mejillas y los labios muy encarnados, lo que contrastaba con la pasmosa blancura de su piel. El efecto resultaba admirable, aunque se comprendiese que aquel aspecto era debido a la enfermedad. Llevaba un abrigo de piel y se envolvía en muchas mantas, de manera que no se le veía el cuerpo, sino sólo la cara que, por lo delgada, daba a su nariz el aspecto de tener un tamaño excesivo, lo que no era cierto. Miró a Ashenden con simpatía, pero no dijo nada, y él, sintiendo cierta timidez, tampoco habló.
       —¿Es la primera vez que se levanta? —inquirió McLeod.
       —Sí.
       —¿Qué cuarto ocupa?
       Ashenden lo dijo.
       —Es muy pequeño. Conozco todos los cuartos del sanatorio. Hace diecisiete años que vivo aquí. Ahora ocupo el mejor. Campbell lo quiere para sí, pero yo no me muevo, puesto que me asiste el derecho a negárselo. Llevo en la casa seis meses más que él.
       McLeod parecía altísimo. Tenía la piel muy tirante, las sienes y las mejillas hundidas al punto de dejar ver la estructura de los huesos y en su faz demacrada, de descarnada nariz, los ojos parecían anómalamente grandes.
       —Mucho tiempo son diecisiete años —comentó Ashenden por decir algo.
       —El tiempo pasa de prisa y el ambiente me gusta. Durante los dos primeros años, en verano me iba, pero ahora no. Ésta es mi casa. Tengo dos hermanas y un hermano, mas todos piensan en sus esposos, esposa e hijos, y yo les estorbo. Cuando uno pasa aquí algunos años y vuelve a la vida ordinaria, se siente un poco descentrado. Los antiguos amigos han seguido sus caminos propios y nada tienen en común con uno. Y uno juzga ridículas sus preocupaciones y su atrafagarse por nada. En el sanatorio se está mejor. No pienso marchar mientras no me saquen en el ataúd.
       El especialista había dicho a Ashenden que, si se cuidaba durante un tiempo prudencial, curaría. Por tanto, Ashenden miró a McLeod con curiosidad.
       —¿Y qué hace usted durante el día?
       —El padecer tuberculosis le ocupa a uno mucho tiempo, amigo. Tengo que tomarme la temperatura y pesarme. Me visto sin prisa. Desayuno. Leo la Prensa y salgo a pasear. Descanso un rato y como. Juego al bridge y me acuesto. La biblioteca es buena y se traen todo los libros nuevos, pero no me queda tiempo para leer. También habló con la gente. Hay toda clase de personas aquí. Vienen y se van. A veces se van creyéndose curados, y muchos de ellos vuelven; pero otras veces se van porque se mueren. He visto irse a muchos y espero ver irse a muchos más.
       La muchacha inmediata a Ashenden habló:
       —Pocas personas en el mundo ríen más que McLeod cuando ve un coche de muerto.
       McLeod reprimió una carcajada.
       —Es muy humano. Siempre me alegro de que sea a otro, y no a mí, al que le den el último paseo.
       Y, pensando que Ashenden no conocía a la muchacha, los presentó:
       —La señorita Bishop. No es mala muchacha a pesar de ser inglesa.
       —¿Lleva usted mucho tiempo curándose? —preguntó Ashenden a la joven.
       —Dos años. El doctor Lennox dice que estaré bien dentro de unos meses y que puedo pedir el alta.
       —¡Tonterías! —repuso McLeod—. Puesto que está bien aquí, no se mueva.
       Un hombre apoyado en un bastón avanzó despacio, por la galería.
       —Ahí viene el comandante Templeton —anunció la señorita Bishop con una sonrisa en sus azules ojos. Y dijo al recién llegado—: Me alegro de verle. ¿Está repuesto ya?
       —Sí; no fue más que un catarro. Estoy bien.
       Apenas hubo hablado, comenzó a toser. Se aferró con fuerza al bastón, y sonrió en cuanto hubo pasado el acceso.
       —No consigo quitarme esta condenada tos. Es por fumar demasiado. El doctor Lennox dice que tengo que dejar el tabaco, pero no puedo.
       Era alto y bien parecido, aunque un tanto espectacular. En su rostro moreno y estrecho brillaban unos ojos negros y resaltaba un oscuro bigote. Llevaba abrigo de piel, con cuello de astracán. Resultaba elegante, incluso en exceso. La señorita Bishop le presentó a Ashenden. Templeton pronunció unas cuantas palabras corteses, tras lo cual invitó a la joven a dar un paseo. Le habían mandado ir hasta cierto lugar del bosque próximo y regresar. McLeod los vio alejarse.
       —No sé si no habrá algo entre los dos —dijo—. Antes de enfermar, Templeton era un don Juan.
       —Pues ahora no lo parece mucho.
       —No se sabe. Aquí pasan cosas muy raras. ¡Si le contara todo lo que he visto!
       —Cuéntelo.
       McLeod Sonrió.
       —Le contaré una sola historia. Hace tres o cuatro años estaba acá una mujer muy… excitable. Cada dos semanas, la visitaba su marido, que la quería con locura. Venía de Londres con ese solo objeto. Lennox estaba segurísimo de que la mujer tenía un arreglo con alguien, pero no descubría quién era. Una noche hizo poner en el suelo del dormitorio una tenue capa de pintura y a la mañana siguiente mandó examinar las zapatillas de todos. El sujeto cuyas zapatillas aparecieron teñidas tuvo que marcharse. Lennox ha de cuidar mucho de que no pasen aquí cosas de ésas.
       —¿Lleva mucho tiempo Templeton en el sanatorio?
       —Tres o cuatro meses. Casi siempre está en cama. Le doy por liquidado. Evie Bishop será una necia si le toma cariño. Ella puede curar. Tengo experiencia en eso. En cuanto veo a uno, sé si curará o no, y si creo que no, empiezo a calcular cuánto puede durar. Rara vez me equivoco. A Templeton le echo dos años de vida.
       McLeod contempló ponderativamente a Ashenden y éste, adivinando lo que pensaba el otro, procuró sonreír, aunque sintió cierta inquietud. Los ojos de McLeod parpadearon. Era obvio que comprendía los sentimientos de Ashenden.
       —Usted curará —dijo—. De no estar seguro de ello, no hubiera traído la cosa a colación. No quisiera que Lennox se indignara viéndome meter el miedo en el cuerpo a sus endiablados pacientes.
       La enfermera llegó y condujo a Ashenden al lecho. Sólo había transcurrido una hora, pero él se sentía cansado y celebró volver a hallarse entre sábanas. Lennox le visitó y miró el gráfico de temperaturas.
       —No vamos mal —dijo.
       Lennox, hombre bajo, vivo y simpático, era un buen médico, un excelente administrador y un pescador entusiasta. Cuando se levantaba la veda solía encomendar el cuidado de los enfermos a sus auxiliares, y aunque los pacientes rezongasen, no por eso dejaban de comer con gusto el salmón que el doctor pescaba y hacía servir. Le gustaba charlar. A la sazón, en pie junto al lecho, preguntó a Ashenden si había hablado con algún enfermo. Cuando Ashenden le dijo que le habían presentado a McLeod, el médico rompió a reír.
       —Es el más antiguo de los clientes. Sabe del sanatorio y sus enfermos más que yo. No sé cómo lo averigua, pero está al tanto de la vida privada de todos. Ni una solterona es más viva que él cuando se trata de olfatear un escándalo. ¿Le ha hablado de Campbell?
       —Lo ha mencionado.
       —Los dos se odian. Llevan diecisiete años en el sanatorio y entre los dos no reúnen ni un pulmón entero. Aborrecen verse. He tenido que optar por no atender las quejas que mutuamente me dirigen el uno del otro. El cuarto de Campbell queda debajo del de McLeod, y Campbell suele tocar el violín. Esto a McLeod le enfurece. Repite que lleva quince años escuchando la misma tonada, y Campbell alega que McLeod no sabe distinguir una música de otra. McLeod se empeña en que yo prohíba a Campbell que toque, pero no puedo hacerlo, mientras maneje el violín fuera de las horas de silencio. He propuesto a McLeod cambiar de alcoba y se niega. Dice que Campbell toca adrede para hacerle abandonar su cuarto, que es el mejor de la casa, y que el diablo se lo lleve si lo piensa abandonar. Es curioso que dos hombres maduros crean que vale la pena convertirse la vida en un infierno. Además, no aciertan a separarse el uno del otro. Comen en la misma mesa, juegan juntos al bridge y a diario tienen una discusión. Les he amenazado, a veces, con expulsarlos a los dos si no se comportan como personas sensatas. Eso les hace calmarse por algún tiempo, porque no desean irse. Llevan tanto tiempo en cura, que no hay fuera de aquí quien se cuide de ellos, ni ellos acertarían a entenderse con el mundo. Hace unos años, Campbell salió pensando pasar fuera un par de meses y volvió al cabo de una semana, diciendo que no podía soportar tanto barullo y tanta gente en la calle.
       Cuando la salud de Ashenden fue gradualmente mejorando, se encontró inmerso en un mundo singular. Una mañana Lennox le autorizó a bajar al comedor a diario. El comedor, bajo y amplio, tenía, grandes ventanales, siempre abiertos, por los que entraba el sol los días despejados. Era difícil distinguir a las gentes unas de otras, por las muchas que había. Allí se reunían viejos, jóvenes y maduros. Como McLeod y Campbell, algunos llevaban años en el sanatorio y contaban morir en él. Otros sólo estaban desde hacía pocos meses. Una solterona —la señorita Atkin—, iba todos los inviernos y pasaba los veranos con su familia. Apenas tenía ya lesión alguna, pero le agradaba compartir aquella vida. Su larga residencia le había dado ciertas prerrogativas en la casa. Era bibliotecaria honoraria y estaba a partir un piñón con la encargada de las enfermeras. Le gustaba chismorrear con todos y transmitir al doctor cuanto oía. A Lennox le era útil saber si sus clientes se llevaban bien, si no cometían imprudencias y si obedecían sus instrucciones. Poco se escapaba a los ojos penetrantes de la Atkin, y de todo informaba a la encargada y al médico. En virtud de los muchos años que llevaba concurriendo al sanatorio, compartía la mesa de McLeod y Campbell, en unión de un anciano general. La mesa, idéntica a las demás, ni siquiera estaba ventajosamente colocada, pero, por reservarse a los más antiguos, era codiciada por todos. Varias mujeres de edad sentían un amargo resentimiento contra la Atkin, quien a pesar de estar ausente durante el verano, podía sentarse en el sitio de preferencia. Un viejo funcionario civil de la India, donde fue gobernador de provincia, llevaba en el sanatorio casi tanto tiempo como McLeod y Campbell, y anhelaba que uno de los dos muriese para substituirle en su sitio. Ashenden halló que Campbell era un sujeto alto, de amplia osamenta, calvo y tan flaco que parecía mentira que no se le desencajasen los miembros. Al sentarse en una butaca parecía un maniquí. Era brusco y de mal carácter. Su primera pregunta a Ashenden fue:
       —¿Le gusta la música?
       —No.
       —¡A nadie le gusta la música aquí! Yo toco el violín. Si algún día quiere oírme, vaya a mi cuarto.
       —Vaya si quiere someterse a un suplicio —interrumpió McLeod.
       —No sea grosero —intervino la Atkin—. El señor Campbell toca muy bien.
       McLeod, con una sonrisa burlona, se alejó. La Atkin quiso suavizar las cosas.
       —No hay que hacer caso a McLeod.
       —No se lo hago. Si protesta, peor para él —dijo Campbell con firmeza.
       Y por la tarde tocó repetidamente la misma tonada. McLeod golpeó el suelo de su cuarto, pero estérilmente. Llamó a una criada y le indicó que sentía jaqueca y deseaba que Campbell callase. Campbell replicó que tenía derecho a tocar, y que si a McLeod ello no le gustaba, que lo tomase con soda. Cuando se vieron después, cambiaron palabras muy duras.
       A Ashenden le sentaron a la misma mesa que la Bishop, Templeton y un tenedor de libros de Londres, llamado Enrique Chester. Éste era rechoncho, ancho de hombros, membrudo y no parecía padecer tuberculosis ni remotamente. La enfermedad había caído sobre él de un modo inesperado. Era un hombre corriente, de poco menos de cuarenta años, casado y con dos hijos. Vivía en un barrio decente. Iba al centro y leía el diario de la mañana; volvía y leía el de la noche. Nada le interesaba, no siendo su empleo y su familia. Ganaba bastante, ahorraba todos los años una razonable suma, jugaba al golf los domingos y las tardes de los sábados, pasaba tres semanas de vacaciones siempre en la misma playa del Este, y esperaba que sus hijos creciesen y se casasen. Cuando se hiciera viejo, cedería el cargo a su hijo y se retiraría con su mujer a una casita en el campo, hasta que la muerte le reclamase, a una edad provecta. Aspiraba a la vida que miles de otros hombres llevan con satisfacción. Era el ciudadano común.
       Y de pronto cogió un catarro jugando al golf, y contrajo una tos que no lograba desarraigar. Siempre había estado fuerte y sano y despreciaba a los médicos, mas su mujer le persuadió de que consultase a uno. Fue terrible su impresión al saber que padecía tuberculosis bilateral y que si quería vivir debía confinarse en un sanatorio. El especialista afirmaba que dos años de cura bastarían, pero el doctor Lennox, transcurrido el plazo, aconsejó a Chester que pasase un año más en el sanatorio. Le mostró los bacilos de sus esputos y las zonas morbosas que revelaban en sus pulmones los rayos X. Y el hombre se, descorazonó. El destino le había jugado una injusta pasada. Aquello habría sido comprensible si hubiera sido un hombre que bebiera en exceso, trasnochara o anduviera con mujeres. Mas no había hecho nada de eso. ¡Monstruoso entuerto! Para colmo, no le interesaban los libros ni ninguna otra cosa, y no teniendo que pensar más que en su enfermedad, ésta se convirtió en su obsesión. Seguía sus síntomas con ansiedad. Hubo que quitarle el termómetro porque se tomaba la temperatura una docena de veces al día. Se le metió en la cabeza la idea de que los doctores miraban con indiferencia su caso, y, a fin de llamarles la atención, utilizaba todos los medios idóneos para que el termómetro señalara una temperatura alarmante. Cuando sus ardides se descubrían se tornaba torvo y quejoso. No obstante, era por naturaleza campechano y jovial, y siempre que se olvidaba de sí mismo, hablaba y reía alegremente. Luego, de pronto, recordaba su enfermedad y en sus ojos se expresaba el temor de la muerte.
       A fin de cada mes venía su mujer. Los dos pasaban un par de días en un albergue cercano. A Lennox no le placía que sus enfermos recibiesen visitas de familia, porque los excitaban y trastornaban. Era conmovedor el interés con que Chester esperaba la llegada de su esposa, pero resultaba curioso el que, una vez que había acudido, él se mostrase menos contento de lo que cabía esperar. La señora Chester no era hermosa, pero sí limpia, agradable y simpática, además de tan corriente como su marido. Bastaba verla para comprender que era buena esposa y madre, una minuciosa administradora y una persona tranquila que cumplía sus deberes sin meterse con nadie. Había sido feliz durante la vida monótona que llevaba desde hacía años. Su sola distracción era el cinema y su emoción única el andar alguna vez de compras por las grandes tiendas de Londres. Nunca se le había ocurrido que la existencia fuese gris. Ashenden escuchaba con interés sus relatos sobre sus hijos, su casa, sus vecinos y sus triviales ocupaciones.
       En una ocasión se encontraron en el camino. Por razones de tratamiento Chester no había podido ir a buscarla. Ashenden, andando junto a la mujer, habló con ella de cosas indiferentes. Y de pronto la señora Chester le interrogó acerca de cómo encontraba a su marido.
       —Me parece que está muy bien.
       —Yo me encuentro muy inquieta por Enrique.
       —Ya sabe que estas cosas van despacio. Hay que tener paciencia.
       La mujer empezó a llorar.
       —No se disguste por él —dijo Ashenden.
       —No sabe usted lo que tengo que aguantar cuando vengo aquí. No quisiera hablar de ello, pero creo que usted me guardará el secreto.
       —Desde luego.
       —Yo quiero a Enrique. Haría cualquier cosa por él. Nunca hemos discutido por nada. Pero él empieza a odiarme y eso me desgarra el corazón.
       —No puede odiarla. Habla de usted con afecto.
       —Sí, mientras no estoy presente. Mas cuando vengo y me halla fuerte y sana, se resiente terriblemente viéndome así y sintiéndose enfermo. Imagina que va a morir y le indigna que yo sobreviva. Cualquier cosa que yo digo sobre los niños o sobre el futuro le exaspera, y le hace decir cosas amargas e hirientes. Si menciono una reforma en la casa o el despido de una criada, se irrita hasta la locura. Se queja de que le trato como si no existiera. Nosotros, antes tan unidos, parecemos ahora enemistados. Ya sé que todo se debe a la enfermedad, puesto que Enrique es un hombre bueno y sociable, pero el caso es que, en vez de venir con alegría, vengo aquí con miedo. Si yo estuviera enferma como él, se disgustaría mucho, pero en el fondo se sentiría consolado. Si yo hubiese de morir también, me perdonaría y aceptaría su destino. A veces me tortura preguntándome lo que pienso hacer cuando él se muera, y si protesto y lloro responde que bien puedo darle el placer de saberlo, puesto que va a morir tan pronto, mientras que a mí me quedan años de vida. Es terrible pensar que después de lo que nos hemos querido, todo venga a terminar dé este modo horroroso.
       Y la señora Chester, sentándose en una piedra del camino, rompió a llorar. Ashenden, mirándola con compasión, no encontró nada que decir. No era sorprendente lo que oía.
       —Deme un cigarrillo —dijo ella al fin—. No quiero llorar, porque Enrique lo notaría y pensaría que me han dudo malas noticias sobre su salud. ¿Es tan horrible la muerte y hay que preocuparse tanto de ella?
       —No lo sé.
       —Cuando mi madre murió, no parecía que le importara.
       Incluso gastaba bromas sobre la proximidad de su fin. Claro que era una vieja.
       La señora Chester se levantó. Reanudaron la marcha. Tras un silencio, ella dijo:
       —¿No juzgará peor a Enrique por lo que le he contado?
       —No.
       —Ha sido un buen esposo y un buen padre. No he conocido mejor hombre en mi vida. Hasta que sufrió esta enfermedad, nunca creí que tuviera un solo pensamiento egoísta.
       Ashenden quedó pensativo. La gente solía decir que él tenía mala opinión de la naturaleza humana. Y eso se debía a que no juzgaba a las gentes según el patrón usual. Aceptaba con una sonrisa, una lágrima o un encogimiento de hombros muchas cosas que llenaban de abatimiento a otros. Cierto que no cabía esperar en un vulgar y bonachón sujeto como Chester tan amargas ideas, pero ¿quién sabe las alturas que puede alcanzar ni las honduras en que puede sumirse un hombre? Todo el drama de aquel enfermo se debía a su penuria de ideales. Chester se había criado en una vida común, y sólo había atravesado las vicisitudes normales de la existencia, y al acaecerle algo inesperado no había sabido reaccionar. Era como un ladrillo llamado a sostener, con un millón de otros ladrillos, los muros de un edificio. Pero había surgido en él una hendidura que le incapacitaba para llenar su finalidad. El ladrillo, de haber sido un ente pensante, habría gritado: “¿Qué he hecho para verme privado de cumplir mi modesto objetivo? ¿Por qué debo ser apartado de los otros y tirado a un montón de cascotes?”. Chester no tenía la culpa de carecer de los conceptos precisos para soportar con resignación su desgracia. No todos hallan solaz en el arte o en el pensamiento. La tragedia de nuestros días consiste en que las almas humildes han perdido la fe en Dios y en una resurrección que les dé la felicidad negada en la tierra. Nada han sabido encontrar que supla esa fe.
       Hay quien dice que el sufrimiento ennoblece. Esto es mentira. Por lo general, el sufrimiento hace a la gente minúscula, quejosa y egoísta. Mas en aquel sanatorio había poco sufrimiento. En ciertas fases de la tuberculosis la ligera fiebre que se padece más bien excita que deprime, y el paciente, ciego ante el futuro, se siente mecido por la esperanza, aunque en el fondo le hostigue el temor de la muerte. Como un tema sardónico repetido en la música de una opereta frívola, ese temor, en medio de alegres melodías y de pasos de danza, se desvía hacia trágicos acordes que palpitan siniestramente. Los intereses menudos, los celos insignificantes, las preocupaciones triviales, se truecan en nada. El temor y la autocompasión parecen paralizar el corazón reduciéndolo a una quietud que recuerda la que precede a las tormentas tropicales.
       Poco después que Ashenden, llegó al sanatorio un joven veinteno, subteniente de un sumergible. Padecía lo que en las novelas se llama tisis galopante. Era alto, apuesto, con el cabello rizado y los ojos azules. Dos o tres veces le vio Ashenden tendido en la galería, tomando el sol. Parecía un muchacho animoso y risueño. Hablaba de conciertos y de estrellas cinematográficas y leía en la Prensa las noticias sobre fútbol y boxeo. Luego tuvo que guardar cama y Ashenden no le vio más. Hubo que llamar a sus parientes. A los dos meses había muerto. Ni siquiera se quejó. Se mostraba tan inconsciente de su suerte como un animal. Durante dos días reinó en el sanatorio ese malestar que impera en una prisión cuando ahorcan a alguien, y luego, como por asenso general y por instinto de conservación, el muchacho fue olvidado. Y siguió la vida, con sus tres comidas diarias, su golf en el campo diminuto, sus ejercicios regulados, sus descansos prescritos, sus disputas y envidias, sus chismes y sus pequeñas vejaciones. Campbell, con gran desesperación de McLeod, seguía tocando “Ana Laura”. McLeod seguía alardeando de ser un gran jugador de bridge y criticando al prójimo. La Atkin seguía cotilleando. Chester continuaba quejándose del abandono en que le tenían los médicos y se enfurecía contra el destino, que premiaba con una enfermedad su vida de marido modelo. Y Ashenden, entregado a la lectura, asistía con irónica tolerancia a las ocurrencias de sus compañeros de enfermedad.
       Intimó con el comandante Templeton. Éste contaba poco más de cuarenta años. Había servido en los Granaderos de la Guardia y renunciado a su puesto después de la guerra. Como era rico se dedicó por completo a la holganza. Cazaba, iba a las carreras, y, según dijo a Ashenden, había perdido fuertes sumas en Montecarlo. Parecía muy mujeriego y, a juzgar por sus relatos, gozaba de mucho favor con las damas. Le gustaban el buen vino y los buenos manjares. Conocía de nombre a todos los jefes de comedor de los restaurantes de Londres donde se comía bien. Pertenecía a media docena de círculos. Había llevado durante varios años la vida fácil y estéril que acaso nadie pueda llevar en el futuro, y ello le agradaba. Ashenden le preguntó qué pensaba hacer cuando se repusiera, y él contestó que haría exactamente lo mismo que antes. Hablaba bien, era alegre y un tanto irónico, trataba superficialmente las cosas, por incapacidad de hacerlo de otro modo, y se expresaba con naturalidad y ligereza. Siempre tenía una palabra amable para las solteronas y un chiste para los viejos verdes. Combinaba las buenas maneras con una afabilidad espontánea. Era el tipo de hombre siempre pronto a aceptar una apuesta, a ayudar a un amigo y a dar diez libras a un sablista. Si no había hecho mucho bien en el mundo, tampoco había hecho mucho daño. Era una nulidad, pero también un compañero más agradable que otras personas dotadas de auténticas cualidades. Ahora estaba muriéndose y lo sabía. Tomábalo con el mismo desenfado que lo demás. Se había divertido y no lo lamentaba: juzgaba una endiablada mala suerte haber contraído la tuberculosis y, pensándolo bien, opinaba que lo mismo podía haber muerto en la guerra o partiéndose la cabeza en cualquier ocasión. Toda su vida había creído que cuando uno perdía una apuesta, no había sino que pagarla y olvidarla. Se había divertido mucho con su dinero. Había gozado de una buena juerga y, en resumen, ¿qué más daba abandonarla al amanecer o mientras aún estaba en su apogeo?
       De todos los clientes del sanatorio, Templeton era, moralmente hablando, acaso el menos digno, pero también el único que aceptaba con indiferencia lo inevitable. Se burlaba de la muerte y uno podía pensar, a su gusto, si lo hacía por frivolidad o por caballeresca bravura.
       Al ir al sanatorio jamás se le había ocurrido llegar a enamorarse de una enferma. Sus amores, aunque numerosos, habían sido superficiales. Se contentaba con el amor mercenario de las coristas, o de mujeres fáciles a quienes conocía en casas ajenas. Siempre había huido de todo compromiso que perjudicase su libertad. Su objetivo en la vida era la diversión, y en problemas amorosos no encontraba mal alguno en atenerse a una variedad incesante. Pero gustaba de las mujeres y nunca les hablaba, aunque fuesen viejas, sin una expresión acariciadora en los ojos y un tono tierno en la voz. Ellas se sentían lisonjeadas y creían, erróneamente, que podían tener en él la mayor confianza. Una vez, Templeton dijo una cosa que Ashenden juzgó sagaz:
       —Cualquier hombre puede conseguir a cualquier mujer, si se empeña; más, una vez conseguida, sólo el que conoce bien a las mujeres puede desembarazarse de ellas sin humillarlas.
       Por pura costumbre, empezó a galantear a Evie Bishop, la enferma más linda del sanatorio. No era tan juvenil como Ashenden creyera, ya que contaba veintinueve años. Pero sus errabundajes por los sanatorios de Suiza, Inglaterra y Escocia, y su vida apacible de paciente le habían conservado la apariencia moceril. Cuanto sabía del mundo lo había aprendido en los sanatorios, de modo que unía una extrema inocencia a una singular complejidad moral. Había presenciado muchas aventuras de amor y había sido cortejada por varios hombres de diversas nacionalidades. Aunque aceptando sus atenciones, poseía una firmeza que le hacía apartarlos cuando querían ir demasiado lejos. Su energía de carácter, increíble en persona de tan frágil aspecto, le hacía salir de ciertas situaciones con unas pocas e incisivas palabras. No le importaba coquetear con Jorge Templeton, pero aunque se mostrase encantadora con él, le hizo comprender que no estaba resuelta a tomar el asunto con más seriedad que él lo hacía. Templeton se retiraba a las seis y cenaba en su cuarto y, por lo tanto, únicamente de día hablaba con la joven. A veces daban paseos en compañía, mas rara vez se veían a solas. Durante la comida, la conversación en la mesa se generalizaba, aunque se notase bien que Templeton no procuraba mostrarse brillante por complacer a Chester ni a Ashenden. Ashenden juzgaba que Templeton galanteaba a Evie para pasar el tiempo, pero creía que poco a poco iba desarrollándose en su interior un sentimiento hondo. ¿Lo notaría la joven? Si Templeton arriesgaba un comentario más íntimo del pertinente, ella le contestaba con una ironía que hacía reír a todos. La risa de Templeton, empero, era triste. Ya no se contentaba con que la muchacha le tomase como una diversión.
       Cuanto más conocía a Evie, más simpatizaba Ashenden con ella. Había algo patético en su belleza de enferma, en su piel translúcida, en sus ojos grandes y azules y en su soledad, no menor que la de los demás del sanatorio. Su madre llevaba una activa vida social, sus hermanas estaban casadas y todas tomaban un interés muy vago por la joven de la que se separaran ocho años atrás. Ella aceptaba la situación sin amargura. Era simpática con todos y de todos escuchaba las quejas. Procuraba alentar a Chester en lo posible.
       Un día, en el comedor, le dijo:
       —Estará usted impaciente. Mañana es fin de mes y su mujer vendrá.
       —Este mes no viene —dijo él, mirando su plato.
       —¿Por qué? ¿No están bien los niños?
       —Sí. Pero el doctor juzga preferible que no me visiten.
       Hubo un silencio. Evie le miró con turbados ojos.
       —Lo siento, amigo —dijo Templeton—. ¿Por qué no ha mandado al doctor al infierno?
       —Porque él sabe mejor que yo lo que me conviene.
       Evie volvió a mirarle y cambió de conversación.
       Ashenden adivinó que la joven comprendía la verdad. Al día siguiente, paseando con Chester, comentó:
       —Siento mucho que su mujer no venga. La echará mucho de menos.
       —Mucho.
       Y miró a su interlocutor de soslayo.
       Ashenden comprendió que quería decirle algo y no se decidía. Le vio encogerse de hombros.
       —No viene porque yo no deseo verla. He pedido a Lennox que le escriba prohibiéndoselo. Era una cosa insoportable. Me pasaba el mes ansiando su visita, y cuando llegaba empezaba a aborrecerla. Esta enfermedad me asquea. En cambio, mi mujer es fuerte y está llena de vitalidad. Me enloquece notar compasión en sus ojos. ¿Qué le importa mi enfermedad a ella ni a nadie? Todos fingen piedad, pero se alegran de que sea uno, y no ellos, los enfermos. Me tendrá usted por un miserable, ¿verdad?
       Ashenden recordó el día en que la señora Chester se sentara a llorar en una piedra del camino.
       —¿No cree que ella habrá sufrido por no venir?
       —Bastante tengo con mis sufrimientos para ocuparme de los ajenos.
       Ashenden calló, sin saber qué decir. Chester continuó con irritación:
       —Es natural que usted se muestre imparcial, puesto que sabe que va a curarse. Pero yo voy a morir y, ¡maldita sea!, ello me indigna.
       Pasó el tiempo. En sitios como un sanatorio todo se sabe, y pronto se averiguó que Templeton estaba enamorado de Evie. No resultaba fácil, en cambio, precisar los sentimientos de la joven. Era obvio que le gustaba la compañía de Jorge, pero no la buscaba y hasta eludía el quedar a solas con él. Una o dos señoras maduras quisieron hacerle confesar su amor, mas, aunque ingenua, Evie las chasqueó sin dificultad, contestando a sus insinuaciones con incrédula risa. Acabó exasperándolas.
       —No puede ser tan necia que no vea que él está loco por ella.
       —No tiene derecho a jugar así con un hombre.
       —Está tan enamorada de él como él de ella.
       —El doctor debería advertir a su madre.
       El más irritado fue McLeod.
       —¡Es ridículo! Eso no puede conducir a nada. Él está podrido de tuberculosis, y ella, poco menos.
       Campbell se mostró rudo y sardónicamente opuesto a McLeod.
       —Creo que deben sacar de la vida lo que puedan. Me parece que ya se entienden, y no los censuro.
       —¡Animal! —gruñó McLeod.
       —¡Bah! No es Templeton de los que hacen la rosca a una mujer si no es para sacar de ella algo. Y apuesto a que ella no es lo cándida que parece.
       Ashenden, que trataba más a Templeton y a la joven, opinaba de otro modo. Además, Templeton le había dicho confidencialmente:
       —Es curioso venir a enamorarse de una mujer decente a estas alturas. Pero no puedo negar que estoy enamorado hasta las cachas. Si me encontrase sano, me casaría mañana mismo. No sabía que una mujer decente pudiera ser tan agradable como Evie. Y además de agradable es lista y hermosa. ¡Qué cutis, Dios mío! ¡Y qué cabello! Pero eso no es lo que más me atrae en ella, sino su… virtud. ¿No es para morirse de risa? ¡Un hombre como yo! La virtud es lo último que he buscado en una mujer. ¿No le sorprende esto?
       —No. No es usted el primer libertino que se deja rendir por la inocencia. Se trata del sentimentalismo de la madurez.
       —¡Cínico! —rio Templeton.
       —Y ella, ¿qué dice?
       —No le he hablado nada, hombre. Comprenda que puedo morirme dentro de seis meses, y además, ¿qué voy a ofrecer a una muchacha así?
       Ashenden tenía la certeza de que también Evie estaba enamorada. Había notado el rubor que cubría las mejillas de Evie cuando Templeton entraba en el comedor, y advertía la forma en que le miraba a hurtadillas. Escuchándole, sonreía con particular dulzura. Parecía complacerse en su amor como los pacientes en el sol que tomaban, inmóviles, en la galería. Pero podía ocurrir que desease dejar las cosas tal como estaban, y que todo caso no era quién Ashenden para inmiscuirse en el asunto.
       Entonces ocurrió un incidente que quebró la monotonía de la vida del sanatorio. Aunque McLeod y Campbell estaban siempre discutiendo, tenían que jugar al bridge uno con otro porque, salvo Templeton, ninguno podía medirse con ellos. Sin cesar jugaban, y tras tantos años cada uno conocía los ardides del antagonista. Templeton no solía unirse a sus partidas, porque siempre quería jugar con Evie Bishop, y Campbell y McLeod concordaban al menos con una cosa: en que Evie hubiera echado a perder el juego. Mas una tarde en que ella estaba en su cuarto con jaqueca, Templeton accedió a jugar con Campbell y McLeod; Ashenden jugó también. Corría el final de marzo, pero había nevado varios días seguidos y los cuatro hombres se hallaban en una galería abierta por tres lados al aire invernal. Se cubrían con gorros y abrigos de piel y llevaban mitones. Las apuestas eran muy pequeñas para un jugador como Templeton, y, por tanto, no tomaba el juego con seriedad. Pero lo conocía mucho mejor que los otros, y, si no ganaba siempre, le faltaba poco. La partida era tempestuosa y fuerte y Campbell y McLeod se dirigían vigorosas pullas. A las cinco y media empezó la última partida, ya que a las seis era obligatorio retirarse. La lucha fue dura. McLeod y Campbell eran adversarios y los dos habían resuelto ganar por encima de todo. A las seis menos diez acometieron el juego postrero. Templeton y McLeod iban contra Ashenden y Campbell. McLeod salió de bastos, Ashenden pasó. Templeton mostró que tenía buenas cartas y McLeod hizo una jugada arriesgada. Campbell replicó con no menos envidada. Los demás concurrentes rodeaban a los jugadores. McLeod, en su excitación, se había puesto pálido. El sudor le perlaba la frente y las manos le temblaban. Campbell aparecía muy adusto. McLeod expuso dos triunfos, con lisonjero resultado, y se llevó la última baza. Los espectadores aplaudieron. McLeod, levantándose con victoriosa arrogancia, amenazó a Campbell con el puño crispado.
       —¿Ve cómo me vengo de su puerco violín? He hecho hoy una combinación qué he intentado toda mi vida, y al fin lo he conseguido. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
       Abrió la boca y se desplomó sobre la mesa. De su boca brotó un torrente de sangre. Llamóse al doctor y vinieron los ayudantes. McLeod había muerto.
       Lo enterraron dos días después, temprano, de mañana, para que el sepelio no conturbase a los pacientes. Un enlutado pariente llegó de Glasgow. Nadie había simpatizado con McLeod, ni nadie deploraba su fin. Pasada una semana, le habían olvidado. El funcionario de la India le sustituyó en la mesa y Campbell en la posesión de su cuarto.
       —Ahora tendremos más paz —dijo Lennox a Ashenden—. ¡Cuánto pienso lo que he tenido que soportar a esos dos, año tras año! Hace falta mucha paciencia para dirigir un sanatorio. ¡Pensar que después de darme tanta molestia, McLeod ha muerto de ese modo, metiendo el miedo en el cuerpo de mis clientes!
       —Realmente fue una cosa impresionante.
       —Era un hombre inaguantable. Sin embargo, algunas de las mujeres han quedado muy trastornadas. La pobre Evie Bishop lloró como una Magdalena.
       —Sospecho que fue la única que lloró por él y no por sí misma.
       Pero pronto se advirtió que había otra persona que no olvidaba a McLeod. Campbell andaba mohíno como un perro extraviado. No jugaba. No hablaba. Estaba claro que echaba de menos a McLeod. Pasó varios días haciéndose servir las comidas en su cuarto y sin salir de él y al fin dijo a Lennox que prefería volver a su alcoba de antes. Lennox, irritado, le recordó que había estado atormentándole años seguidos con el deseo de ocupar aquella habitación. Por lo tanto, o la tomaba o abandonaba el sanatorio. Campbell volvió a su alcoba, amoscado y meditabundo. La encargada le preguntó:
       —¿No toca usted? Hace días que no le oigo.
       —No, no toco.
       —¿Por qué?
       —Porque lo hacía para molestar a McLeod. Ahora que nadie se ocupa de ello, no volveré a tocar más.
       Y así lo hizo, al menos mientras Ashenden estuvo en el sanatorio.
       No teniendo nadie con quien discutir y enfurecerse, la vida para Campbell había perdido su atractivo y era obvio que no tardaría en seguir a su amigo a la tumba.
       La muerte de McLeod ejerció una inesperada influencia en la vida de Templeton, quien dijo una vez a Ashenden, con su aire tranquilo e indiferente:
       —Es grande morir en un momento de triunfo, como McLeod. No sé por qué se han disgustado todos tanto. ¿No llevaba años en el sanatorio?
       —Creo que dieciocho.
       —Me parece que vale más vivir a gusto y atenerse a las consecuencias.
       —Eso depende del valor que se dé a la vida.
       —¿Es vida esto?
       Ashenden no contestó. Contaba con reponerse en pocos meses, pero a Templeton bastaba verle la cara para comprender que no le quedaba mucho tiempo de existencia.
       —He pedido a Evie que se case conmigo —dijo Templeton.
       —¿Y qué ha contestado? —inquirió el sorprendido Ashenden.
       —Que era la mayor ridiculez que había oído nunca y que era una locura por mi parte pensar en tal cosa.
       —Reconozca usted que es verdad.
       —Sí, pero va a casarse conmigo.
       —¿De verdad?
       —Es una locura. Ya lo sé. No obstante, vamos a consultar a Lennox sobre el caso.
       Había acabado el invierno. Quedaba nieve en los montes, pero en los valles se había deshelado y los abedules estaban a punto de echar hoja. Olía el aire a primavera. Calentaba el sol. Todos se sentían contentos y felices. Los que sólo pasaban el invierno en el sanatorio planeaban marchar al Sur. Templeton y Evie visitaron a Lennox. Él los examinó con los rayos X y los sometió a varias pruebas Lennox fijó un día para discutir sobre los resultados. Ashenden se halló con la pareja, muy inquieta pero bromeando. El doctor, mostrándoles lo obtenido, habló con claridad.
       —Todo eso es muy interesante —dijo Templeton—, pero lo que nos importa saber es si podemos casarnos.
       —Sería altamente imprudente.
       —¿Qué más da?
       —Sería un crimen que tuvieran un hijo.
       —No pensamos tenerlo —adujo Evie.
       —Pues les resumiré la situación en pocas palabras. Luego decidan.
       Templeton sonrió a Evie y le tomó la mano.
       —No creo —dijo el doctor— a la señorita Bishop lo bastante fuerte para llevar una vida normal, más si sigue el régimen de los ocho últimos años…
       —¿Habitando sanatorios?
       —Sí. En ese caso nada impide que viva, si no hasta la senectud, sí el tiempo que una persona razonable puede contar vivir. Pero si se casa e intenta una vida normal, los focos infectivos, ahora calmados, pueden adquirir virulencia, con resultados imprevisibles. En cuanto a usted, Templeton, ya ha visto las radiografías. Si se casa, no durará seis meses.
       —¿Y en caso contrario? Dígame la verdad —añadió él notando el titubeo del médico.
       —Dos o tres años.
       —Gracias. No quería saber más.
       Los dos novios salieron cogidos de la mano. Evie lloraba.
       Nadie supo lo que hablaron, pero a la hora de comer aparecieron radiantes. Dijeron a Chester y a Ashenden que iban a casarse en cuanto recibieran la licencia. Y Evie se volvió a Chester.
       —Me gustaría invitar a su esposa a la boda. ¿Podrá venir?
       —¿Se casan aquí?
       —Sí. Nuestras familias desaprobarían el enlace, y, por tanto, no les diremos nada hasta que se consume.
       Y miró a Chester, como esperando que hablase. Él calló. Los otros le contemplaban. Al fin murmuró:
       —Es usted muy amable. Escribiré a mi mujer.
       Los pacientes, al enterarse de la noticia; felicitaron a los novios. Juzgaban, empero, que cometían una locura. Más cuando se supo que Lennox no vaticinaba a Templeton más de seis meses de vida si se casaba, todos callaron, impresionados. Era obvio que los dos debían quererse mucho puesto que sacrificaban sus vidas a su amor. Una oleada de amabilidad descendió sobre el sanatorio. Personas que no le hablaban, olvidaron momentáneamente sus querellas. Todos parecían compartir la ventura de la feliz pareja. Y, además de que la primavera colmaba a todos de esperanza, el amor que unía a la muchacha y el hombre difundía su fulgor sobre cuantos los trataban. Evie, en su dicha, parecía más bonita y más joven. Templeton reía y bromeaba romo si no tuviera preocupación alguna en la vida. Dijérase que esperaba largos años de felicidad. Pero un día confió a Ashenden:
       —Este sitio es agradable. Evie me ha prometido que, cuando yo falte, volverá aquí. Conoce a la gente y no se sentirá tan sola.
       —Si usted se cuida, puede vivir mucho tiempo. Los médicos se equivocan a menudo.
       —Sólo pido tres meses. ¡Bien vale la pena!
       La señora Chester llegó dos días antes de la boda. No veía a su marido hacía meses y los dos se sentían cohibidos. Era fácil adivinar que cuando estuviesen a solas no iban a saber qué decirse. Pero Chester procuró vencer su habitual depresión y en la mesa se mostró el hombre campechano y jovial que en realidad era. La víspera del casamiento todos comieron juntos. Templeton y Ashenden se vistieron de etiqueta. Se bebió champaña y la reunión duró hasta las diez. La boda se celebró al día siguiente en la iglesia, y Ashenden fue el padrino. Cuantos enfermos podían tenerse en pie, asistieron. Alguien ató a la zaga del coche un zapato viejo y otros lanzaron arroz sobre Templeton y su mujer. Sonó un vítor en honor de su marcha hacia el amor y la muerte. Y luego la multitud se dispersó. Chester y su mujer se retiraron, juntos y silenciosos. Al cabo él tomó tímidamente la mano de su esposa y ésta sintió que le latía con fuerza el corazón. Contemplando al soslayo a su marido notó que tenía los ojos llenos de lágrimas.
       —Perdóname, querida —murmuró Enrique—. No me he portado bien contigo.
       —Yo sabía que no lo hacías adrede —balbució ella.
       —Sí lo hacía. Quería que sufrieras tú porque sufría yo; Pero este asunto de Templeton y Evie me ha hecho ver diferentemente las cosas. No creo que la muerte sea tan importante como el amor. Quiero que tú vivas y seas feliz. No me quejaré de ti más, ni me molestaré por nada. Me alegro de que seas tú quien sobreviva. Te deseo todos los bienes de este mundo, porque te amo.


1938.


Originalmente publicado en Hearst’s International,
Combined with Cosmopolitan Magazine
 (diciembre de 1938)
Creatures of Circumstance
(Londres, Toronto: William Heinemann LTD, 1947.)
(Garden City, Nueva York: Doubleday and Company, 1947.)





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