MADEMOISELLE FIFI
El conde
de Farlsberg -teniente coronel y comandante prusiano- acababa de leer su correo
arrellanado en un amplio sillón de tapiz, con sus botas sobre el refinado
mármol de la chimenea. Sus espuelas, en los tres meses desde la toma del
castillo de Uville, habían trazado dos surcos profundos, horadando un poco más
cada día.
Una taza de café humeante sobre una mesita de marquetería manchado por
los licores, quemado por los cigarros, rayado por el cortaplumas del oficial
conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz, trazaba sobre el
mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la fantasía de sus sueños
irreflexivos.
Cuando terminó sus cartas y hojeó los periódicos alemanes que su cartero
le había traído, se levantó, y, luego de tirar al fuego tres o cuatro enormes
leños verdes, ya que estos señores arrasaban poco a poco el parque para calentarse,
se acercó a la ventana.
La lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría que era
lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como una cortina,
formando una suerte de muro de rayas oblicuas, una lluvia punzante, mojadora,
ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Rouen, esa bacinica
de Francia.
El oficial miró largo tiempo el césped inundado, y, al fondo, el Andelle
crecido que desbordaba; y tamborileaba contra el vidrio un vals del Rhin,
cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el barón de Kelweingstein,
que tenía el grado equivalente de capitán.
El comandante era un gigante, de
anchas espaldas, guarnecido de una larga barba en abanico formando un mantel
sobre su pecho; y todo su continente solemne evocaba la idea de un pavo
militar, un pavo que tuviera su cola desplegada en su mentón. Tenía ojos
azules, fríos y gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la
guerra de Austria; se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.
El capitán pequeño, de cara roja, con un vientre abultado fajado con
fuerza, llevaba casi afeitada su barba rojiza, cuyos hilos de fuego harían
creer, cuando se encontraba bajo ciertos reflejos, que su cara estaba frotada
con fósforo. Dos dientes perdidos en una noche de farra, sin que se recordara
cómo, hacían que escupiera unas palabras pringosas que no siempre se entendían;
era calvo en la coronilla del cráneo solamente, tonsurado como un monje, con un
vellón de pelitos, dorados y brillantes, alrededor de ese círculo de carne
desnuda.
El comandante le dio la mano, se tomó de un trago su taza de café (la
sexta en la mañana), escuchando el informe de su subordinado acerca de las
novedades del servicio; luego ambos se aproximaron a la ventana comentando que
eso no era agradable. El comandante era un hombre tranquilo, casado en su tierra,
se acomodaba a todo; pero el barón capitán, vividor tenaz, mujeriego, frenético
perseguidor de mujeres, rabiaba de estar confinado por tres meses en la
castidad obligatoria de esa guarnición perdida.
Como llamaron a la puerta, el comandante gritó que entraran; era un
hombre, uno de los soldados bajo su mando. Se asomó en el vano, anunciando con
su sola presencia que el almuerzo estaba servido.
En la sala se encontraban los tres oficiales de menor grado: un teniente
Otto de Grossing; dos subtenientes, Fritz Scheunabourg y el marqués Wilhem
d´Eyrik, un rubiecito fiero y brutal con los hombres, duro con los vencidos, y
violento como un arma de fuego.
Después de su entrada a Francia, sus camaradas le llamaban solamente
Mademoiselle Fifí. Este sobrenombre le venía de su coquetería, de su talle
delgado que se diría hecho por un corsé, por su cara pálida donde su naciente
bigote aparecía apenas, y también de su costumbre que había adquirido, para
expresar su soberano desprecio por los seres y las cosas, de emplear siempre la
expresión francesa "fi, fi
donc", que pronunciaba con un ligero silbido.
El comedor del castillo d´Uville era una larga y regia estancia cuyos
espejos de cristal antiguo, acribillado de balas, y las grandes tapicerías de
Flandes, cortadas por golpes de sables y colgando en tiras, hablaban de las
ocupaciones de Mademoiselle Fifí durante sus horas de ocio.
En las paredes, tres retratos de familia, un militar en armadura, un
cardenal y un presidente, fumando en largas pipas de porcelana, mientras que en
su marco desdorado por el paso del tiempo, una noble dama de pechos ceñidos
mostraba con aire arrogante un enorme par de bigotes dibujados al carbón.
Y el almuerzo de los oficiales se desarrolló casi en silencio en ese
comedor mutilado, ensombrecido por el aguacero, triste por su aspecto
derrotado, y cuyo antiguo parqué de roble se había puesto sórdido como el piso
de una taberna. A la hora del tabaco, cuando empezaron a beber, habiendo
terminado de comer, se pusieron, igual que todos los días, a hablar de su
aburrimiento. Las botellas de coñac y de licores pasaban de mano en mano; y
todos, arrellanados en sus sillas, tomaban pequeños sorbos repetidos,
manteniendo en la comisura de la boca la larga pipa curvada que terminaba en un
huevo de loza, siempre pintarrajeado como para seducir hotentotes. Cuando sus
vasos estaban vacíos, los reemplazaban con un gesto de cansancio resignado.
Pero Mademoiselle Fifí rompía siempre el suyo, y un soldado inmediatamente le
servía otro.
Una niebla de humo acre los ahogaba, y parecían contagiados de una
borrachera soñolienta y triste, en esa lúgubre borrachera de gente que no tiene
nada que hacer.
Pero el barón, de repente, se enderezó. Una rebelión lo sacudía;
blasfemó:
- Por Dios, esto no puede continuar, debemos inventar algo para
terminarlo.
Juntos el teniente Otto y el subteniente Fritz, dos alemanes dotados
eminentemente de fisonomías alemanas pesadas y graves, replicaron:
- ¿Qué, mi capitán?
Pensó algunos segundos, después respondió:
- ¿Qué? Muy bien, organizaremos una fiesta si el comandante lo permite.
El comandante, sacándose la pipa:
- ¿Cuál fiesta, capitán?
El barón se acercó:
- Yo me encargo de todo, mi comandante. Yo enviaré a Rouen a Le Deber
que nos traerá las damas; sé dónde las puede encontrar. Prepararemos aquí una
cena; nada nos falta por lo demás, y, al menos pasaremos una buena velada.
El conde de Farlsberg alzó los párpados sonriendo:
-Está loco, mi amigo.
Pero todos los oficiales estaban de pie, rodeando al jefe, suplicándole:
- Permítale al capitán, mi comandante,
es triste aquí.
Finalmente el comandante cedió:
-Bueno -dijo, e inmediatamente el barón fue a llamar a Le Deber. Era un
viejo suboficial que nunca se le veía sonreír, pero que cumplía fanáticamente
todas las órdenes de sus jefes, cualquiera que ellas fuesen.
De pie, con su cara imperturbable, recibió las instrucciones del barón;
luego salió; y cinco minutos más tarde, un gran vehículo de convoy militar,
cubierto de un toldo de molino tendido como una cúpula, arrancaba bajo la
lluvia feroz, al galope de cuatro caballos.
Inmediatamente un estremecimiento de renovación pareció correr por los
espíritus: las actitudes lánguidas se enmendaron, los rostros se animaron y se
pusieron a charlar.
Aunque el aguacero continuaba con tanta más furia, el mayor afirmó que
estaba menos oscuro; y el teniente Otto comentó con convicción que el cielo
estaba aclarando. Mademoiselle Fifí mismo parecía no poder mantenerse en su lugar.
Se levantaba, se volvía a sentar. Sus ojos claros y duros buscaban alguna cosa
para romper. De repente, fijándose en la dama de los bigotes, el rubio
jovencito sacó su revólver.
-Tú no lo verás -dijo; y sin moverse de su lugar, disparó. Dos balas
sucesivamente perforaron los dos ojos del retrato. Luego gritó:
-¡Hagamos la mina! -y bruscamente la conversación se interrumpió, como
si un interés irresistible y novedoso se hubiese apoderado de todos.
La mina era de su invención, su manera de destruir, su entretención
preferida.
Al abandonar su castillo, su legítimo propietario, el conde Fernando
d´Amoys de Uville, no tuvo tiempo para llevarse nada, ni esconder nada, salvo
la platería en la cavidad de un muro. Ahora, como era muy rico y espléndido, su
gran salón, cuya puerta abría hacia el comedor, presentaba, ante la precipitada
huida del dueño, el aspecto de una galería de museo.
De las murallas colgaban las telas, los dibujos y las acuarelas de valor,
mientras que en los muebles, los libreros, y en las finas vitrinas, miles de
adornos, potiches, estatuillas, figuras de Sajonia, figuritas chinas, marfiles
antiguos cristales de Venecia, poblaban el vasto departamento de su colección
valiosa y peculiar. Escasamente algo quedaba. No es que lo hubiesen saqueado;
el Comandante Conde de Farlsberg no lo hubiese permitido; pero Mademoiselle
Fifí, de vez en cuando, hacía la mina; y todos los oficiales, ese día,
realmente se divertían durante cinco minutos.
El marquesito fue a buscar al salón
lo que necesitaba. Trajo una linda tetera rosada China, de la familia, que
llenó de pólvora de cañón, y por el pitorro introdujo cuidadosamente un largo
pedazo de mecha, la encendió, y corrió a dejar esta máquina infernal en el
apartamento vecino.
Luego volvió muy rápido, cerró la puerta. Todos los alemanes esperaban,
de pie, con el rostro sonriente de una curiosidad infantil; una vez que la
explosión sacudió el castillo, se precipitaron todos al mismo tiempo.
Mademoiselle fue el primero, aplaudiendo con delirio delante de una
venus de terracota cuya cabeza había saltado por fin; cada uno recogió unos
pedazos de porcelana, impresionados de los bordes extraños de los escombros,
examinando los nuevos destrozos, comentando los daños como producto de la
reciente explosión; y el comandante contemplaba con aire paternal el vasto
salón arruinado por esta metralla a lo Nerón, y sembrada de cascotes de obras
de arte. El primero en salir, declaró cándidamente:
- Fue muy exitoso esta vez.
Pero tal torbellino de humo entró al comedor, que mezclado con el del
tabaco, no se podía respirar. El comandante abrió la ventana, y todos los
oficiales, volviendo para beber otra copa de coñac, se acercaron.
El aire húmedo saturaba la habitación, dando una suerte de polvo de agua
que empolvaba las barbas, y un olor de inundación. Miraron los grandes árboles
abatidos por los chubascos, el gran valle oscurecido por esta capa de nubes
sombrías y bajas, y muy a lo lejos el campanario de la iglesia erecto como una
punta gris en la lluvia martilleante.
Después de su llegada no había sonado nunca más. Era, por lo demás, la
única resistencia que los invasores habían encontrado en los alrededores:
aquella del campanario. El cura de ninguna manera se había negado a recibir y a
alimentar a los soldados prusianos; él mismo había muchas veces aceptado beber
una botella de cerveza o de burdeos con el comandante enemigo, que le utilizaba
como intermediario benévolo; pero no debían pedirle ni un solo tañido de su
campana; antes se habría dejado fusilar. Era su manera de protestar contra la
invasión, protesta pacífica, protesta de silencio, la única, decía, que era
adecuada al sacerdote, hombre de dulzura y no de sangre; y todo el mundo, a diez
leguas a la redonda, alababa la firmeza, el heroísmo del abad Chantavoine, que
osaba manifestar el duelo público, proclamarlo, por el mutismo obstinado de su
iglesia.
El pueblo entero, entusiasmado por esta resistencia, estaba presto a apoyar
hasta el fin a su pastor con toda valentía, considerando esta protesta tácita
como la salvaguardia del honor nacional. A los campesinos les parecía que así
hacían mejor mérito por la patria que Belfort y que Strasbourg, que habían dado
un ejemplo equivalente; que el nombre de la aldea se inmortalizaría; y, fuera
de eso, no negaban nada a los prusianos vencedores.
El comandante y sus oficiales se reían juntos de este coraje inofensivo;
y como en toda la región se mostraban complacientes y flexibles a su autoridad,
toleraban gustosamente su patriotismo mudo.
Solo el marquesito Wilhem quería forzar para que la campana sonara. Se
enojaba por la condescendencia política de su superior para con el sacerdote; y
diariamente le suplicaba al comandante lo dejara hacer
"ding-don-don", una vez, una pequeñísima vez, para reírse un poco
solamente. Y lo pedía con esas zalamerías de gata, engatusamientos de mujer,
unas suaves voces de una matrona enloquecida por un antojo, pero el comandante
no cedía, y Mademoiselle Fifí, para consolarse, hacía la mina en el castillo
d´Uville.
Los cinco hombres permanecieron allí, amontonados, inhalando la humedad;
el teniente Fritz, finalmente, dijo en medio de una risa pastosa:
- Las señoritas verdaderamente no tendrán buen tiempo para su paseo.
Luego se separaron cada uno a su trabajo, y el capitán tenía mucho que hacer
para los preparativos de la cena.
Cuando se reunieron nuevamente a la caída de la noche, se miraban
sonriéndose de su apariencia acicalada y reluciente como en los días de revista
general, engominados, perfumados, lozanos. El cabello del comandante parecía
menos gris que en la mañana; y el capitán se había afeitado, manteniendo solo
el bigote, que parecía una llama bajo la nariz.
A pesar de la lluvia se dejó la ventana abierta; uno de ellos a veces
iba a escuchar. A las seis y diez el barón señaló un lejano ruido rodante.
Todos se precipitaron; y pronto el gran vehículo apareció, con sus cuatro
caballos al galope, embarrados hasta las ancas, humeantes y resoplantes.
Cinco mujeres descendieron por la escalinata, cinco bellas jóvenes
escogidas con cuidado por un compañero del capitán, para quien El Deber era
portador de una carta de su jefe.
No se habían hecho de rogar, seguras de ser bien pagadas, conociendo por
lo demás a los prusianos, después de tratarlos por tres meses, resignadas a los
hombres como a la situación. "El oficio lo requiere" decían en el
viaje, para responderse sin duda a algún escozor secreto de un resto de
conciencia.
Enseguida entraron al comedor. Iluminado, parecía más lúgubre ahora en
su deterioro lastimoso; y la mesa cubierta de comida, de rica vajilla y
platería encontrada en el muro donde la había escondido su dueño, daba al lugar
el aspecto de una taberna de bandidos que cenan después de un pillaje. El
capitán, radiante, se apoderó de las mujeres como de algo propio, las
justipreciaba, las olía, las evaluaba en su valor como mujeres para el placer;
y como los tres jóvenes quisieron elegir cada uno, se opuso con autoridad,
reservándose el derecho de hacer la repartición, con toda justicia, de acuerdo
a los grados, para no herir en nada la jerarquía.
Entonces, con el fin de evitar toda discusión, toda disputa y toda
sospecha de parcialidad, las alineó en línea por altura, y dirigiéndose a la
más alta, con el tono de comandante:
- ¿Tu nombre?
Respondió alzando la voz:
- Pamela.
Entonces dijo:
- Número uno, la mentada Pamela, adjudicada al comandante.
Habiendo en seguida abrazado a Blondine, la segunda, en signo de
propiedad, ofreció al teniente Otto la gorda Amanda, Eva la Tomate al
subteniente Fritz, y la más pequeña de todas, Raquel, una morena jovencita, de
ojos negros como una mancha de tinta, una judía cuya nariz respingada
confirmaba la regla que da picos curvados a toda su raza, al más joven de los
oficiales, al frágil marqués Wilhem dÉyrik
Todas, por lo demás, eran bonitas y entradas en carne, con fisonomías
parecidas, hechas muy similares de aspecto y piel por las prácticas de amor
cotidianas y la vida en común de las casas públicas.
Los tres jóvenes caballeros pretendieron inmediatamente llevarse sus
mujeres, bajo pretexto de ofrecerles cepillos y jabón para su aseo; pero el
capitán se opuso astutamente, afirmando que estaban bien para sentarse a la
mesa y que aquellos que subieran desearían cambiar al bajar y molestarían a las
otras parejas. Su experiencia triunfó. Hubo solamente muchos besos de
expectación.
De repente, Raquel se ahogó, tosía hasta las lágrimas, y expulsaba humo
por las fosas nasales. El marqués, bajo pretexto de besarla, le insufló un
chorro de humo de cigarro por la boca. No se enojó, no dijo una sola palabra,
pero miró fijamente a su poseedor con una cólera nacida en el fondo de sus ojos
negros.
Se sentaron. El comandante mismo parecía encantado; puso a la derecha a
Pamela, Blondine a su izquierda, y dijo, desplegando su servilleta:
- Usted ha tenido una brillante idea, capitán.
Los tenientes Otto y Fritz, educados como delante de mujeres de
sociedad, intimidaban un poco a sus vecinas; pero el barón de Kelweingstein,
relajado en su vicio, radiante, lanzaba palabras obscenas, parecía encendido
con su corona de cabellos rojos. Galanteaba en francés del Rhin; y sus
cumplidos de taberna, expectoradas por el hoyo de sus dos dientes quebrados,
llegaban a las muchachas en medio de una metralla de saliva.
Ellas no entendían nada, por lo demás; y su comprensión no pareció
despertar hasta que escupió unas palabras obscenas, unas expresiones crudas,
estropeadas por su acento. Entonces todas, al mismo tiempo, comenzaron a reír
como locas, cayéndose sobre los vientres de sus vecinos, repitiendo los dichos
que el barón se puso a desfigurar entonces con placer para hacerles decir
palabrotas. Las vomitaban en cantidades, borrachas a las primeras botellas de
vino; y volvieron, abierta la puerta, a sus costumbres; besaban los bigotes de
la derecha y de la izquierda, pellizcando los brazos, lanzando gritos
violentos, bebiéndose todos los vasos, cantando coplas francesas y unos
fragmentos de canciones alemanas aprendidas en sus relaciones cotidianas con el
enemigo.
Pronto los propios hombres, embriagados por esta carne de mujer a
disposición de sus narices y bajo sus manos, se enloquecieron, aullaban,
quebraban la vajilla, mientras que detrás de ellos los soldados imperturbables
les servían.
Sólo el comandante guardaba la compostura.
Mademoiselle Fifí había sentado a Raquel sobre sus rodillas, y se
animaba fríamente; a veces besaba locamente los rizos de ébano de su cuello,
oliendo por la estrecha holgura entre el vestido y la piel el dulce calor de su
cuerpo y todo el aroma de su persona; a veces, a través de la ropa, la
pellizcaba con furor, la hacía gritar, poseído de una ferocidad apasionada,
dominado por su necesidad de destrucción. Frecuentemente, también, la abrazaba
con todos los brazos, apretándola como si quisiera fundirla con él, apoyaba
largamente sus labios sobre la boca fresca de la judía, la besaba hasta perder
el aliento; pero de repente la mordió con tanta fuerza que un reguero de sangre
descendió sobre el mentón de la joven mujer y goteó en su corpiño.
Una vez más, ella lo miró fijamente a la cara, y, limpiando la herida,
murmuró:
- Lo pagarás.
Él se puso a reír, con una risa dura.
- Lo pagaré -dijo.
Llegaron a los postres, sirvieron el champaña. El comandante se levantó,
y con el mismo tono que habría puesto para brindar a la salud de la emperatriz
Augusta, brindó:
- ¡Por nuestras damas! -y comenzó una serie de brindis; unos brindis de
una galantería de soldadotes y borrachos, entremezclados de chistes obscenos,
transformados y más brutales aún por la ignorancia del idioma.
Se levantaban uno después del otro, buscando en su mente, esforzándose
para ser ingeniosos; y las mujeres, ebrias de caerse, los ojos vagos, los
labios pastosos, aplaudían cada vez desaforadamente.
El capitán, deseando sin duda darle a la orgía un aire galante, levantó
otra vez su copa, y dijo:
- ¡Por nuestra victoria sobre los corazones!
Entonces el teniente Otto, especie
de oso de la selva negra, se levantó, inflamado, saturado de tragos. Invadido
bruscamente de patriotismo alcohólico, gritó:
- ¡Por nuestra victoria sobre la Francia!
Aún borrachas como estaban, las mujeres se quedaron en silencio; y
Raquel, temblando, contestó:
- Sabes, conozco franceses delante de los cuales no dirías eso.
Pero el pequeño marqués la mantenía sobre sus rodillas, se puso a reír,
muy alegre por el vino:
- Ja, ja, ja, yo mismo jamás los he visto. Inmediatamente que nosotros
aparecimos, ellos huyeron.
La muchacha, agraviada, le gritó en la cara:
-¡Tú, bastardo!
Durante un segundo, fijó sobre ella sus ojos claros, como los fijaba en
los cuadros que agujereaba la tela a tiros de revólver, luego se puso a reír:
- ¡Ja, sí, hablemos de ello, buena moza! ¿Estaríamos nosotros aquí, si
fueran valientes?- y animándose:
- ¡Nosotros somos los amos! ¡Nuestra es la Francia!
Se bajó de sus rodillas volviendo a su silla. Él se levantó, tendió su
copa en medio de la mesa y repitió:
-¡Nuestra es Francia y los
franceses, los bosques, los campos y las casas francesas!
Los otros, todos borrachos, sacudidos repentinamente por un entusiasmo
militar, entusiasmo animal, alzaron sus copas vociferando "¡Viva
Prusia!" y vaciándolas al seco.
Las muchachas no protestaron nada, reducidas al silencio y paralizadas
de miedo. Raquel misma callaba, incapacitada para responder.
Entonces el marquesito puso sobre la cabeza de la judía su copa de
champaña, llenándola de nuevo:
- ¡ Son nuestras también –gritó- todas
las mujeres de Francia!
Ella se levantó tan bruscamente, que el cristal, se volcó, se vació el
vino amarillo sobre su cabello negro, como en un bautizo, y cayendo al suelo se
quebró. Con los labios temblando, ella miraba desafiante al oficial que
continuaba riendo, y ella balbució con una voz estrangulada de cólera:
- Eso, eso, eso no es verdad, ya que ustedes no poseerán a las mujeres
francesas.
Se sentó para reír a sus anchas e, imitando el acento parisino:
- Ella está desquiciada, desquiciada, ¿qué, entonces, has venido a hacer
aquí, nena?
Cortada, se quedó callada primero, sin comprender en su apuro. Después
que hubo comprendido bien lo que decía, le lanzó indignada y vehemente:
-¡Yo!, ¡yo!, yo no soy una mujer, yo, yo
soy una puta: es todo lo que se merecen los prusianos.
No había terminado cuando la abofeteó al vuelo: pero cuando él levantó
la mano nuevamente, loca de rabia, ella tomó de la mesa un pequeño cuchillo de
postre con hoja de plata, y tan bruscamente que nadie se dio cuenta, se lo
enterró derecho en el cuello, justo en el hueco donde comienza el pecho.
Una palabra que pronunciaba se cortó en su garganta; permaneció
boqueando, con una mirada espantosa.
Todos lanzaron un rugido, y se levantaron en tumulto; pero habiendo
lanzado su silla en las piernas del teniente Otto, que cayó a todo su largo,
corrió a la ventana, la abrió antes que pudieran alcanzarla, y saltó en la
noche, bajo la lluvia que continuaba cayendo.
En dos minutos, Mademoiselle Fifí estaba muerto. Entonces Fritz y Otto
desenvainaron y querían masacrar a las mujeres, que se arrastraban en sus
rodillas. El comandante, con esfuerzo, impidió esta carnicería, las hizo
encerrar en un dormitorio bajo la guardia de dos hombres, las cuatro jóvenes
desesperadas; luego, como si desplegara sus soldados para un combate, organizó
la persecución de la fugitiva, seguro de apresarla.
Cincuenta hombres, fustigados de amenazas, fueron lanzados al parque.
Otros doscientos rastrearon los bosques y todas las casas del valle.
La mesa, desmantelada en un instante, servía mientras tanto de litera
mortuoria, y los cuatro oficiales, rígidos, sobrios, con la cara endurecida de
hombres de guerra en funciones, permanecían de pie ante la ventana,
escudriñando la noche.
La lluvia torrencial continuaba. Un chapoteo llenaba la oscuridad, un
flotante murmullo de agua que cae y de agua que corre, de agua que gotea y de
agua que salpica.
De repente un tiro resonó, luego otro más lejos; y, durante cuatro
horas, se escucharon así de vez en cuando unas detonaciones cercanas y lejanas,
y unos gritos de ánimo, unas palabras extrañas lanzadas como llamados de voces
guturales.
En la mañana regresaron todos. Dos soldados habían sido muertos, y otros
tres heridos por sus compañeros en el fragor de la caza y la alarma de esta
persecución nocturna.
No habían encontrado a Raquel.
Entonces los habitantes fueron
aterrorizados, las moradas revueltas, toda la región explorada. La judía no
parecía haber dejado ni una huella de su paso.
El general, prevenido, ordenó echar tierra al incidente, para no dar
malos ejemplos en el ejército, y ordenó un castigo disciplinario al comandante,
quien castigó a su vez a sus subordinados. El general había dicho "No se
hace la guerra para divertirse y acariciar mujeres públicas". Y el conde
de Farlsberg, exasperado, resolvió vengarse del pueblo.
Como le era necesario un pretexto a fin de actuar con rigor, hizo venir
al cura y le ordenó tañer la campana en los funerales del marqués d´Eyrik.
Contra todo lo esperado, el sacerdote se mostró dócil, humilde, lleno de
consideración. Y cuando el cuerpo de Mademoiselle Fifí, llevado por unos
soldados, precedido, rodeado, seguido de soldados que marchaban con el fusil
cargado, salió del castillo de Uville, dirigiéndose al cementerio, por primera
vez la campana tocó su tañido fúnebre con un ritmo alegre, como si una mano
amiga la hubiese acariciado.
Tocó aún en la tarde, y la mañana siguiente también, y todos los días;
repicó tanto como querían. A veces, incluso en la noche, se ponía sola en
movimiento, y lanzaba dulcemente dos o tres sones en la oscuridad, impregnada
de una alegría singular, despierta no se sabía por qué. Todos los campesinos
del lugar la creyeron embrujada; y nadie, excepto el cura y el sacristán, se
aproximaba al campanario.
Es que una pobre muchacha vivía en lo alto, en la angustia y la soledad,
alimentada en secreto por esos dos hombres.
Permaneció allí hasta la partida de las tropas alemanas. Luego, una
tarde, el cura habiendo pedido prestado la carreta de bancas al panadero,
condujo él mismo a su prisionera hasta la puerta de Rouen. Habiendo arribado,
el sacerdote la besó; descendió y caminó apresuradamente hasta los pies del
prostíbulo, cuya madame la creía muerta.
Fue sacada de allí algún tiempo después por un patriota sin prejuicios
que la amaba por su bella acción. Después, habiéndola querido por sí misma, la
desposó, convirtiéndola en una dama que valía tanto como muchas otras.
23 de marzo de 1882.
Nota:
Fi fi donc: expresión despectiva francesa que
significa "¡Fuera! ¡Vete de aquí!".
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