Thomas Mann
LA MONTAÑA MÁGICA
30 de diciembre de 2015
Posiblemente, la metáfora que mejor expresa la sensación de quien emprende la lectura de La montaña mágica sea la del combate de boxeo. Uno tiene que combatir con el libro, un asalto tras otro, un capítulo tras otro. La intensidad del combate se relaja en algunas ocasiones, pero enseguida vuelve el párrafo denso, el monólogo interminable, la conversación aparentemente frívola. En algunos pasajes, Mann parece exigir al lector una perseverancia casi ciega; pero en muchos otros nos regala fragmentos clarividentes, donde una literatura con mayúsculas brilla con luz propia.
La montaña mágica no es una obra de público amplio, aunque tampoco debería quedar para las minorías. La ambigüedad impregna la novela de principio a fin –en su estilo, personajes, narración, temas–, y este es el principal bache que puede frenar a los lectores con escaso recorrido literario. No es que la prosa de Thomas Mann sea ambigua por defecto; al contrario, se trata de una ambigüedad deliberada, que busca sumergir al lector en el ambiente narcotizante que se respira en el sanatorio de Davos, en los Alpes suizos, poco tiempo antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. “Ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que precede directamente a la entrada definitiva de la noche” (p. 16), en palabras del autor.
Entre las numerosas imágenes y metáforas que contiene la novela, la imagen del tiempo es posiblemente la más poderosa de todas, también la más conocida. La pérdida del sentido del tiempo que experimenta Hans Castorp, protagonista de esta historia, es el síntoma más elocuente de su distanciamiento de la realidad y, en último término, de su pérdida de vida. “Aquí no hay tiempo, no hay vida” (p. 25), le advierte su primo Joachim, convaleciente de una enfermedad pulmonar en el sanatorio, a quien Hans realiza una visita que se prolongará más de lo esperado.
Hans Castorp es, en muchos sentidos, el reverso sombrío de tantos personajes retratados por la literatura romántica alemana en las llamadas Bildungsromanen o novelas de formación. El héroe romántico es llevado por Mann hasta sus últimas consecuencias, no del todo luminosas. El ideal de autenticidad del diecinueve alemán –la primacía del yo, la introspección en la conciencia, la experiencia como maestra privilegiada– tiene como colofón la sociedad moralmente anestesiada que comparte copiosas comidas y cenas en el comedor de Davos, encarnada en personajes inolvidables como Joachim Ziemssen, Lodovico Settembrini, Leo Naphta o Pieter Pepperkorn.
La metáfora del viaje ascendente –Castorp realiza un largo viaje en tren hasta llegar a Davos– invita también a múltiples lecturas. En los relatos bíblicos, la ascensión a la montaña era un signo del encuentro con Dios: Abrahán, Elías, Moisés… En La montaña mágica, por contraste, Hans Castorp asciende al monte para encontrarse con su propio yo, con su conciencia –el sustituto de Dios desde la Edad Moderna–. Pero lo que parece una ascensión se descubre, poco a poco, como un viaje a los infiernos de la soledad. Así lo expresa el ilustrado Settembrini en una conversación con el joven Hans: “¡Qué audacia descender a las profundidades, el mundo insignificante y absurdo de los muertos…!” (p. 86). El verdadero horror no es la Gran Guerra que amenaza a Europa, sino la incapacidad de esas personas para amar y ser amados. Así lo refleja el narrador al hablar de la palabra “amor”: “En su vida había oído Hans Castorp pronunciar esa palabra tantas veces seguidas como aquel día en aquel lugar y, pensándolo bien, se dio cuenta que él mismo jamás la había pronunciado, ni la había oído en boca ajena” (p. 182)
El diagnóstico que hace Mann del alma enferma de la sociedad que poco después engendraría al nazismo es certero. No obstante, al igual que sucede en la novela con el personaje del doctor Behrens, el autor se reconoce como otro afectado más de la enfermedad que detecta, y es incapaz de ofrecer una salida. Así, las palabras con las que se describe al protagonista bien podrían aplicarse al propio autor:
“Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo considerable que rebase la medida de los que comúnmente se practica, aunque la época no pueda dar una respuesta satisfactoria a la pregunta ‘¿para qué?’, se requiere bien una independencia y una pureza moral que son raras y propias de una naturaleza heroica, o bien una particular fortaleza de carácter. Hans Cartop no poseía ni lo uno ni lo otro, y no era, por lo tanto, más que un hombre mediocre, eso sí, en uno de los sentidos más honrosos del término”
Palzol
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