miércoles, 2 de febrero de 2022

William Somerset Maugham / Samoa




William Somerset Maugham

BIOGRAFÍA

Samoa

The Pool by William Somerset Maugham



      Cuando Chaplin, el propietario del Hotel Metropol, de Apia, me presentó a Lawson, apenas si paré atención en él. Estábamos sentados en el vestíbulo del hotel, tomando el primer cocktail, y escuchaba divertido las habladurías de la isla.

       Chaplin me entretenía. Era ingeniero de minas, y quizás una de sus características fuera el haberse establecido en un sitio donde sus conocimientos profesionales no podían serle de ninguna utilidad. Sin embargo, se decía que era un buen ingeniero. Era de baja estatura, no muy grueso, con el cabello negro, que empezaba a encanecer, un poco calvo en los alrededores de la coronilla, y lucía un bigote pequeño y descuidado; su rostro, en parte por el sol y en parte por la bebida, tenía un vivo color rojo. Era sólo una figura decorativa, porque el hotel, pese a lo pomposo de su nombre —el edificio sólo constaba de dos pisos—, estaba dirigido por su mujer, una australiana alta y delgada, de cuarenta y cinco años, de aspecto imponente y de un carácter resuelto. Su marido, excitable y a veces indeciso, vivía aterrorizado, y el viajero no tardaba mucho en enterarse de sus querellas domésticas, en las que ella hacía uso de los puños y de los pies cuando quería tenerle a raya. Se hablaba de una noche en la que Chaplin había vuelto borracho a su casa. Durante las veinticuatro horas siguientes, su mujer lo tuvo encerrado en su propia habitación, y después se le había visto, sin atreverse a dejar su prisión, hablando un poco dramáticamente desde la veranda a la gente que pasaba por la calle.
       Chaplin era un hombre extraordinario, y los recuerdos de su vida azarosa, verdaderos o no, merecían ser escuchados. Por eso, cuando Lawson se aproximó a nosotros, casi lamenté su intrusión. Aún no eran las doce del mediodía, pero, al parecer, Chaplin había bebido ya más de la cuenta, por lo que, sin gran entusiasmo, me sometí a su deseo de tomar otro cocktail. Había creído notar que su cabeza era débil, y la próxima ronda que yo tendría que pedir para corresponder a la suya, le alegraría probablemente lo bastante para atraerme las miradas furibundas de su mujer.
       La figura de Lawson no tenía nada de atractiva. Era un hombre bajo y delgado, de cara alargada y amarillenta, barbilla pequeña, nariz prominente, grande y huesuda, y unas cejas negras e hirsutas que le daban un aspecto singular. En compensación, sus ojos, grandes y oscuros, eran casi atractivos. Tenía un carácter animado, pero su animación no parecía sincera; se hubiera dicho que todo era fingido, de labios para fuera; que aquella vivacidad era como una máscara para engañar al mundo, y sospeché que, en el fondo, ocultaba una naturaleza mezquina. Su deseo, evidentemente, era el de que se le considerara un compañero alegre y divertido, y como tal, en efecto, le recibía todo el mundo; pero, no sé por qué, yo lo juzgué falso y astuto. Habló bastante, con su voz ronca, y él y Chaplin compitieron en sus relatos, muchos de ellos legendarios, recordando noches alegres pasadas en el Club Inglés, expediciones de caza, en las que se consumía una gran cantidad de whisky, y excursiones a Sidney, en las que su mayor orgullo era el no recordar nada de cuanto había sucedido desde que pusieron pie en tierra hasta que volvieron a tomar el barco de regreso. Un par de cerdos borrachos, indudablemente; pero, aun en su embriaguez —después de cuatro cocktails cada uno, nadie está sereno—, había una gran diferencia entre Chaplin, grosero y vulgar, y Lawson. Lawson podía estar borracho, pero nunca dejaba de ser un caballero.
       Al fin, se levantó de su asiento, vacilante.
       —Bien… Me voy hacia casa —dijo—. Ya los veré antes de cenar.
       —¿Tu esposa está bien? —preguntó Chaplin.
       —Sí.
       Salió. Fue tal la entonación dada a su monosilábica contestación, que me hizo levantar la vista.
       —Buen muchacho —afirmó Chaplin indiferente, mientras Lawson salía a la calle—. Uno de los mejores… Es lástima que beba.
       Esta observación, por parte de Chaplin, no estaba des provista de cierto humor.
       —Lo peor es que cuando está borracho se pelea con todo el mundo.
       —¿Lo está a menudo?
       —Borracho perdido, dos o tres días a la semana. La culpa la tienen esta tierra y Etel.
       —¿Quién es Etel?
       —Su mujer. Se casó con una mestiza. La hija del viejo Brevald. Se la llevó de aquí. La única cosa que podía hacer, pero ella no pudo resistirlo y regresaron de nuevo. Se ahorcará cualquier día si la bebida no le mata antes… Buen muchacho, pero intratable cuando está borracho.
       Chaplin eructó ruidosamente.
       —Voy a meter la cabeza debajo de la ducha. No debería haber tomado el último cocktail. Es siempre el último el que emborracha.
       Miró indeciso hacia la escalera, para luego decidirse por la habitación de la ducha. Al levantarse dijo con una seriedad poco habitual en él:
       —Cultive la amistad de Lawson. Es un muchacho muy instruido. Le sorprenderá cuando esté sereno, y además es inteligente. Vale la pena hablar con él.
       Chaplin, con estas pocas palabras, me había contado su historia. Cuando volví, hacia el atardecer, de un paseo por la costa, Lawson estaba de nuevo en el hotel. Pesadamente hundido en una de sus sillas de paja, me miró con ojos vidriosos. Era evidente que había estado bebiendo toda la tarde. Yacía aletargado, y el aspecto de su rostro era sombrío y rencoroso. Sus ojos se fijaron en mí durante un momento, pero comprendí que no me había reconocido. Dos o tres personas estaban jugando a los dados, sin que le prestaran atención alguna. Su estado era tan habitual que nadie reparaba en él. Me senté a jugar.
       —Son ustedes muy poco sociables —dijo Lawson repentinamente.
       Se levantó de la silla, encaminándose con las rodillas curvadas hacia la puerta. No sé si aquel espectáculo era ridículo o repugnante. Cuando salió, uno de los jugadores dijo burlonamente:
       —Lawson está hoy completamente borracho.
       —Si no resistiese el alcohol mejor que él —dijo otro—, me quedaría en casa.
       ¿Cómo podía figurarme yo que aquel ser miserable y ridículo fuera, en cierto modo, una figura romántica y que su vida tuviese la grandeza de una tragedia griega?
       No volví a verle en dos o tres días.
       Estaba yo sentado en el primer piso del hotel, en la veranda que dominaba la calle, cuando Lawson subió, sentándose en una silla a mi lado. Se encontraba completamente sereno. Me hizo una observación casual, y entonces, al contestarle con alguna indiferencia, añadió con una carcajada que tenía un tono de excusa:
       —El otro día estaba completamente borracho.
       Yo no contesté. En realidad no tenía nada que decir. Saqué mi pipa con la vana esperanza de alejar los mosquitos, mientras contemplaba a los indígenas regresar del trabajo a sus casas. Caminaban a grandes pasos, lentamente, con cuidado y dignidad, y el blando rumor de sus pies descalzos producía una sensación extraña. Su pelo negro, rizado o liso, frecuentemente estaba blanco de cal, dándoles una apariencia de gran distinción. Eran altos y bien proporcionados. Pasó cantando un grupo procedente de las Islas Salomón, que había venido a trabajar a Samoa. Eran más bajos y delgados que los naturales del país. Tenían la tez negra como el carbón y teñido de rojo el rizado pelo. De vez en cuando pasaba ante el hotel un coche conduciendo a un blanco, o se detenía en la puerta. En la laguna, dos o tres goletas reflejaban su grácil silueta sobre las aguas tranquilas.
       —No sé qué puede hacerse en un sitio como éste si no es emborracharse —dijo Lawson finalmente.
       —¿No le gusta Samoa? —pregunté al azar, por decir algo.
       —Es linda, ¿verdad?
       Esta palabra me pareció tan inadecuada para expresar la maravillosa belleza de la isla, que no pude por menos que sonreírme, y al hacerlo me volví para mirarle, quedando sorprendido de la expresión de sus ojos, atractivos y sombríos; era una expresión de angustia indecible. Revelaban la existencia en él de un trágico abismo de emociones, de las que nunca le hubiera creído capaz. Pero aquella expresión desvanecióse en una sonrisa, una sonrisa sencilla y un tanto ingenua, que cambió su rostro, haciéndome dudar de la exactitud de la primera impresión recibida.
       —Estaba cansado de todo esto la primera vez que me fui —dijo, y permaneció silencioso unos momentos—. Me fui hace tres años para no volver, y, sin embargo, aquí me tiene. —Vaciló un instante—. Mi mujer quería vivir aquí. Ya sabrá que es su tierra.
       —Sí.
       Permaneció silencioso de nuevo, hasta que aventuré una pregunta sobre Roberto Luis Stevenson. Me preguntó si había subido al Vailima. Era indudable que quería hacerse simpático y empezó a hablar de los libros de Stevenson. La conversación derivó hacia Londres.
       —Supongo que el Covent Garden seguirá tan animado como siempre —dijo—. Creo que lo que más echo a faltar es la ópera. ¿Ha visto usted Tristán e Isolda?
       Me hizo esta pregunta como si le interesara mucho mi opinión, y pareció alegrarse cuando le dije, un poco al tuntún, que sí la había visto. Empezó a hablar de Wagner, no como un músico, sino como el hombre vulgar que experimenta una satisfacción emotiva que él no puede analizar.
       —Creo que donde debe oírse a Wagner es en Bayreuth —dijo—. Pero he tenido la mala suerte de no poseer nunca dinero suficiente para ir allí. Ahora que, desde luego, hay sitios peores que el Covent Garden, todo iluminado, con las mujeres en traje de noche, y, sobre todo, la música. El primer acto de La Walkyria es magnífico, ¿verdad? Y el fin de Tristán
       Los ojos de Lawson resplandecían y su rostro presentaba tal animación que no parecía el mismo hombre. Sus pálidas mejillas estaban encendidas por un fuego interior.
       Y era tal el poder persuasivo de sus palabras, que hasta olvidé que su voz era áspera y desagradable. Indudablemente poseía cierto atractivo cuando hablaba así.
       —¡Cómo me gustaría estar en Londres esta noche! ¿Conoce usted el restaurante de Pall Malí? Acostumbraba ir bastante por allí. Después, Piccadilly Circus, con sus tiendas iluminadas y todo su gentío. Es magnífico contemplar cómo pasan los autobuses y taxis en hileras interminables, como si aquello no fuera a acabarse nunca. También me gusta el Strand. ¿Cómo son aquellos versos sobre Dios y Charing Cross?
       Me quedé sorprendido.
       —¿Los de Thompson, quiere usted decir? —pregunté—, ¿y Charing Cross?

And when so sad, thou canst not sadder [Y cuando tu tristeza llega al colmo,]
Cry, and upon thy sore loss [lloras, y sobre la dolorosa pérdida]
Shall shine the traffic of Jacob’s ladder [resplandece el tráfico de la escalera de Jacob]
Pitched between Heaven and Charing Cross [tendida entre el Cielo y Charing Cross.]

       Suspiró ligeramente.
       —He leído El lebrel del Cielo. Está bastante bien.
       —Sí —murmuré.
       —Aquí no he encontrado a nadie que haya leído algo. Dicen que leer es una frivolidad.
       Su rostro adquirió un aire pensativo, y me pareció adivinar la causa que le había impelido a buscar mi amistad. Yo era un lazo de unión con el mundo que añoraba, con la vida que nunca más volvería a vivir. Por el simple hecho de hacer poco tiempo que había estado en el Londres que él amaba, me tenía algo así como miedo y envidia. Se mantuvo sin hablar durante unos cinco minutos, hasta que rompió el silencio con unas palabras que me estremecieron por su violencia.
       —¡Estoy harto! —exclamó—. ¡Harto de veras!
       —Entonces, ¿por qué no se marcha? —me aventuré a preguntarle.
       Su rostro se oscureció.
       —Mis pulmones no están muy sanos, y no podría resistir un invierno en Inglaterra.
       En aquel momento se nos acercó otro individuo, y Lawson se encerró en un silencio taciturno.
       —Ya es hora de beber algo —dijo el recién llegado—. ¿Quién quiere tomar una copa de Scotch conmigo, Lawson?
       Lawson pareció salir de un mundo distinto. Se levantó.
       —Vamos al bar —repuso.
       Cuando nos separamos, mis sentimientos hacia él eran mucho más benévolos de lo que yo hubiera creído. Me intrigaba y me interesaba al mismo tiempo. Unos días después conocí a su mujer. Se había casado cinco o seis años antes, Me quedé sorprendido al ver lo joven que era. Tendría todo lo más dieciséis años cuando se casó. No era más morena que una española. De baja estatura y formas perfectas, sus manos y pies eran pequeños, y su figura, esbelta y graciosa. Poseía unas facciones maravillosas, pero lo que más mí llamó la atención fue su inusitada elegancia. Los mestizos, por lo general, son toscos y de formas groseras. Ella, sin embargo, era de una delicadeza exquisita, deslumbrante. Se desprendía de su persona tal aire de civilización, impropio de aquel ambiente, que hacía pensar en las beldades famosas que embellecieron la corte de Napoleón III. Aunque sólo llevaba, cuando yo la vi, un vestido de muselina y un sombrero de paja, sabía llevarlos con la misma elegancia y distinción que lo haría una de nuestras más refinadas elegantes. En el tiempo que Lawson la vio por primera vez debía de ser encantadora. Cuando esto ocurrió hacía poco tiempo que Lawson había llegado a la isla para dirigir un Banco inglés. Apareció en Samoa a últimos de verano, tomando una habitación en el hotel. Rápidamente hizo las amistades más diversas. La vida en la isla era agradable y fácil. Disfrutaba de las charlas interminables y perezosas en el salón del hotel y de las divertidas tardes en el Club Inglés cuando algún grupo de amigos iban a bañarse en la laguna. Le gustaba Apia, enclavada en la orilla de la laguna, con sus tiendas, sus bungalows y su barrio indígena. Los sábados solía marcharse a la finca de algún plantador y se pasaba un par de días en las montañas. Nunca, hasta entonces, había gozado de la libertad y del descanso. Además, vivía como si el sol le hubiera embriagado. Sentíase pletórico de entusiasmo y admiración por aquel país tan fértil. En ciertos sitios la selva era aún virgen. Una enmarañada red de árboles, para él desconocidos, y de gigantescos arbustos entrelazaban sus tallos y ramas, como si quisieran evitar con ello que el hombre violara su impenetrable misterio. Lawson sentíase tentado por este misterio, y en alguna ocasión estuvo a punto de ir en su busca.
       Pero el lugar que más le gustaba era una laguna situada una o dos millas de Apia, donde con frecuencia iba por las tardes a bañarse. Se trataba de un pequeño río que se deslizaba entre las rocas, con una rápida corriente, y que, después de formar aquella profunda laguna, seguía manso y cristalino, pasando a través de una especie de canal formado por grandes rocas, donde los indígenas iban a veces a bañarse o a lavar sus ropas. Numerosos cocoteros, con su frívola elegancia, crecían en las orillas, reflejándose en las verdosas aguas, abozados por las plantas trepadoras. Era un paisaje como el que puede contemplarse en Devonshire entre las colinas, pero con una diferencia: que éste poseía una exuberancia tropical, una pasión, un lánguido perfume que penetraba hondamente en el corazón. El agua estaba generalmente casi fría, y, después del excesivo calor de la jornada, era delicioso zambullirse en ella. Aquel baño refrescaba no sólo el cuerpo sino también el alma.
       A la hora en que Lawson solía ir todo estaba tranquilo y silencioso. Nadie se veía por los alrededores. Lawson, unas veces dejándose flotar sobre el agua, otras secándose bajo el sol de la tarde, disfrutaba de aquella soledad y del silencio acogedor que le envolvía. En aquellos momentos no echaba de menos Londres ni la vida que allí había dejado. La que ahora disfrutaba le parecía deliciosa, fulgurante, capaz de saciar todas las apetencias de su espíritu.
       Fue allí, en la laguna, donde por primera vez vio a Etel. Había estado hasta bastante tarde escribiendo unas cartas. El buque correo salía al día siguiente. Terminada su tarea, se dirigió a la laguna con las últimas luces del crepúsculo. Ató su caballo a un árbol y se encaminó al río cuando descubrió a una mujer sentada en la orilla. Ésta, al verle, echó una mirada a su alrededor y, silenciosamente, se sumergió en el agua, desvaneciéndose como una náyade asustada por la presencia dé un mortal. Lawson quedó, al pronto, sorprendido. Luego sonrió. No podía explicarse dónde se había ocultado la joven. Nadó río abajo, hasta encontrarla sentada en una roca. Ella le miró sin curiosidad. Lawson la saludó en samoano.
       —Talofa.
       La joven le contestó sonriendo, echándose al agua de nuevo.
       Nadaba con suma facilidad, llevando el cabello extendido sobre la espalda. Lawson estuvo contemplándola mientras cruzaba la laguna y salía a la otra orilla. Como todas las indígenas, se bañaba con un Mother Hubbard, que el agua había adherido a su cuerpo esbelto. Se escurrió el pelo y tal como se mostraba en aquel momento, indiferente y tranquila, parecía una deidad de las aguas o de los bosques. Lawson observó que era mestiza. Nadó hacia donde ella estaba, y saliendo del agua, le habló en inglés.
       —Se baña usted tarde.
       Ella se echó hacia atrás el pelo, dejándolo caer en abundantes rizos sobre sus hombros.
       —Pero me gusta cuando estoy sola —replicó.
       —También a mí.
       Ella se rio con la franqueza infantil de los indígenas. Se puso un Mother Hubbard seco, dejando caer el mojado, lo escurrió y se dispuso a marcharse. Un momento pareció indecisa, pero, tras corta vacilación, echó a andar. La noche se echó encima repentinamente.
       Lawson regresó al hotel y, acercándose a un grupo de individuos que jugaban a los dados, habló del encuentro y del aspecto de la joven. No tardó en enterarse de que era hija de un noruego llamado Brevald que frecuentaba el bar del Hotel Metropol y bebía ron y agua. Un hombre viejo de baja estatura, nudoso como un árbol milenario, que había llegado a la isla hacía cuarenta años como contramaestre de un velero. Lo fue todo —herrero, comerciante, plantador—, hasta conseguir una relativa posición; pero arruinado por el huracán del año 99, no tenía ahora más que una pequeña plantación de cocoteros. Tuvo que ver con cuatro mujeres indígenas, que, como él mismo decía con risa burlona, le dieron tantos hijos que le era difícil contarlos. Algunos habían muerto, otros andaban por el mundo. Etel era la única que le quedaba en casa.
       —¡Es una maravilla! —exclamó Nelson, sobrecargo del Moana—. Me he insinuado dos o tres veces a ella, pero no he conseguido nada en absoluto.
       —El viejo Brevald no es tan loco como algunos creen —repuso un individuo llamado Miller—. Él quiere un yerno que le asegure el resto de sus días.
       A Lawson le desagradó que hablasen así de aquella mujer, y, para distraer su atención, hizo una pregunta sobre la salida del buque correo. A la tarde siguiente volvió a la laguna.
       Etel estaba allí. El misterio del crepúsculo, el hondo silencio de las aguas, la esbelta elegancia de los cocoteros, parecía que aumentaran su belleza, dándole una profundidad y un encanto que despertaban en el corazón de Lawson emociones desconocidas. Sin saber por qué se le ocurrió no hablarle durante aquella tarde. Ella, al parecer, no reparó en la presencia de Lawson. Ni una sola vez dirigió la vista hacia donde él estaba. Nadó en la verde laguna, se zambulló, tumbóse en la orilla, como si estuviera completamente sola, dándole a Lawson la extraña sensación de que la joven era insensible. Trozos de poesías, medio olvidadas, le vinieron a él a la memoria, junto con vagos recuerdos del griego, que, sin mucha aplicación, había estudiado en el colegio. Cuando ella se hubo cambiado la ropa húmeda por otra seca y se marchó, Lawson encontró un hibisco rojo en el lugar donde ella había estado. Una flor que seguramente llevaba en el pelo cuando fue a bañarse, y que se había quitado al echarse al agua, dejándola olvidada después. Él la cogió del suelo, contemplándola con una emoción nueva, desconocida. Su deseo hubiera sido guardarla, pero aquel sentimentalismo que empezaba a sentir le avergonzaba. Tiró la flor al agua, experimentando cierta angustia al ver que la corriente se la llevaba.
       Lawson se preguntaba qué capricho podía impulsar a la joven a ir a aquella laguna cuando con toda seguridad no encontraría en ella a nadie. A los indígenas de las islas les gusta el agua. Se bañan en un sitio u otro todos los días, pero se bañan en grupos, riendo alegremente; a veces lo hace toda una familia a la vez. A menudo se veía un grupo de muchachas bajo el sol que se filtraba entre los árboles, en compañía de los mestizos, jugueteando en las aguas poco profundas del arroyo. Pero en el caso de Etel parecía como si en aquella laguna existiese un misterio que atraía a la joven contra su voluntad.
       Cuando la noche cayó, misteriosa y callada, Lawson se dejó llevar suavemente por el curso del agua, nadando, sin prisa, en la cálida oscuridad. El agua parecía conservar aún la fragancia que el bello cuerpo de la joven había dejado. Lawson recorrió a caballo el camino de regreso, bajo un cielo cuajado de estrellas, sintiendo en su interior que estalla en paz con todo el mundo.
       A partir de entonces acudió cada tarde a la laguna, encontrándose con Etel, que se bañaba. Luego, solían sentarse juntos en las rocas que dominaban la laguna, donde la corriente es más rápida, contemplando como las sombras la cubrían de misterio. Era inevitable que en Apia se enteraran de los encuentros —en los mares del Sur todo el mundo conoce los asuntos de los demás—, y Lawson fue objeto de burlas en el hotel. Pero él se sonreía, dejándoles hablar. No valía la pena rechazar sus groseras insinuaciones. Sus sentimientos eran completamente puros. Amaba a Etel como un poeta puede amar a la luna. Pensaba en ella no como en una mujer; para él, Etel pertenecía a otro inundo, nada tenía que ver con la tierra. Era el espíritu de la laguna.
       Un día, en el hotel, al pasar frente al bar, vio al viejo Brevald, llevando, como siempre, su raído mono azul. El hecho de que fuera el padre de Etel, hizo que sintiera deseos de hablarle. Se acercó al bar y, saludando al viejo con una inclinación de cabeza, pidió algo para beber; luego, volviéndose como por casualidad hacia él, le invitó. Charlaron durante unos momentos de los asuntos locales, y a Lawson le pareció que el noruego le examinaba con sus taimados ojos azules. Distaba mucho de ser un hombre simpático. Era adulador, y, tras su aspecto de hombre viejo vencido por la lucha contra el destino, quedaba la sombra de su pasada maldad. Lawson recordó que había sido capitán de una goleta dedicada al comercio de esclavos; un pájaro negro, como los llaman en el Pacífico. Tenía en el pecho una gran cicatriz, restos de una herida recibida en cierta escaramuza con los indígenas de la isla Salomón. Sonó la campana para comer.
       —Bien, tengo que marcharme —dijo Lawson.
       —¿Por qué no viene un día a mi casa? —preguntó Brevald con voz ronca—. No es muy grande, pero será bien recibido en ella. Usted ya conoce a Etel.
       —Iré con mucho gusto.
       —El domingo por la tarde es el mejor día.
       El bungalow de Brevald, miserable y sucio, estaba emplazado entre los cocoteros de la plantación, a Corta distancia de la carretera principal de Vailima. Enormes platanares crecían a su alrededor. Aquellos árboles, con sus grandes hojas, tenían la trágica belleza de una mujer hermosa vestida de harapos. Todo estaba allí sucio y descuidado. Pequeños cerdos negros, esqueléticos y de alto espinazo, hozaban las raíces, y los pollos piaban ruidosamente picoteando los desperdicios de comida esparcidos aquí y allá. En la veranda, tres o cuatro indígenas parecían esperar alguna cosa. Cuando Lawson preguntó por Brevald, la voz cascada del anciano le llamó desde dentro. Lawson entró en su busca, encontrándolo en el salón fumando su vieja pipa.
       —Siéntese con toda confianza. Etel no tardará en venir.
       La joven apareció al poco tiempo. Traía puesta una blusa y una falda y se había peinado a la europea. Arreglada de está guisa parecía haber perdido la gracia tímida y salvaje de la muchacha que iba todas las tardes a la laguna. Ahora era un ser tan vulgar como otro cualquiera, asequible, próximo… La joven le tendió la mano a Lawson. Fue el primer contacto físico que hubo entre los dos.
       —Espero que tomará una taza de té con nosotros —dijo ella.
       Etel había asistido algún tiempo a la escuela de una misión. Lawson lo sabía y le divirtieron y conmovieron los esfuerzos que hacía la joven para estar a la altura de las circunstancias. Pusieron la mesa, y un instante después la cuarta mujer del viejo Brevald trajo la tetera. Era una hermosa indígena de mediana edad, que sabía unas pocas palabras de inglés. Se limitaba a sonreír. El té fue magnífico y solemne, con una gran cantidad de pan y mantequilla y varias clases de pasteles. La conversación se desarrolló en el tono ceremonioso que convenía al momento. Una mujer vieja y arrugada entró silenciosamente.
       —Es la abuela de Etel —explicó el viejo Brevald, escupiendo ruidosamente en el suelo.
       La vieja se sentó en el borde de una silla, pero la posición le resultaba incómoda. Saltaba a la vista que aquello era desacostumbrado para ella: mejor habría estado sentada en el suelo. Permaneció silenciosa, mirando a Lawson con ojos fijos y relucientes. En la cocina, detrás del bungalow, alguien empezó a tocar una concertina y dos o tres voces se elevaron, entonando un himno religioso. Pero cantaban más bien por el placer de la música que por piedad.
       Cuando Lawson regresó al hotel sentíase feliz de un modo extraño. Le habían conmovido la promiscuidad en que vivían todos ellos, la amabilidad sonriente de mistress Brevald, la fantástica carrera del noruego. En los ojos misteriosos y relucientes de la vieja abuela encontraba algo extraordinario y fascinador. Aquel modo de vivir era el más natural que había conocido, lo más cercano a la tierra fértil y amiga. Le repelía la civilización, y por el simple contacto con aquellas gentes de una naturaleza más primitiva que la suya sentíase más libre que nunca.
       Pensó en dejar el hotel, que ya empezaba a cansarle. Alquilaría un pequeño bungalow, blanco y confortable, situado frente al mar, para tener siempre ante sus ojos a variedad multicolor de la laguna. Amaba aquella isla bella y misteriosa. Londres, Inglaterra, ya no significaban nada para él. Se sentía feliz, dispuesto a pasar el resto de sus illas en aquel apartado rincón del mundo donde crecían los mejores frutos de la vida: el amor y la felicidad. Estaba decidido a casarse con Etel, a pesar de todos los obstáculos.
       Pero, en realidad, no existía ningún obstáculo. Siempre ira bien recibido en casa de Brevald. El viejo hacía todo lo posible por ganarse su voluntad, mientras su mujer sonreía suavemente. De vez en cuando Lawson encontraba allí algunos indígenas emparentados, de cerca o de lejos, con la familia, y en una ocasión halló a un joven alto, vestido solamente con un lava-lana. Llevaba tatuado todo el cuerpo y el pelo blanco de cal. Estaba sentado junto a Brevald. Este explicó a Lawson que aquel joven era hijo de un hermano de su mujer. Estos encuentros, por lo general, no irán frecuentes. Los indígenas procuraban no tropezarse con él.
       Etel se portaba de una forma encantadora. El fulgor de sus ojos cuando veía que Lawson se acercaba producíale a éste una sensación de felicidad inenarrable. Era deliciosa e ingenua. Él la escuchaba enajenado cuando le contaba sus pequeños recuerdos de la escuela de Misioneros donde había sido educada. Le hablaba de las Hermanas que regían la escuela. Iba con ella al cine cada quince días, es decir, siempre que funcionaba. Después se celebraba un baile al cual asistían juntos Etel y Lawson. La gente acudía de todos los extremos de la isla. En Upolu no abundaban los entretenimientos y en aquel baile acostumbraba reunirse lo mejor de la sociedad: las mujeres blancas siempre procurando mantenerse un poco apartadas de las demás; los mestizos, con sus elegantes trajes americanos; numerosas muchachas de tez bronceada vistiendo túnicas blancas; jóvenes indígenas con pantalones y zapatos del mismo color. El conjunto era alegre y elegante. Etel sentía una gran satisfacción al poder mostrar a sus amistades aquel admirador blanco que le había salido, el cual no se separaba en toda la noche de su lado. Indudablemente sería una gran suerte para una mestiza casarse con un blanco; y hasta sus relaciones más o menos regulares se consideraban favorablemente excepcionales, aunque no se supiera nunca adónde podían conducir. Además, la posición de Lawson como director de un Banco le hacía uno de los mejores partidos de la isla. Si no hubiera estado tan absorto por Etel se habría dado cuenta de que muchos ojos le contemplaban con curiosidad y de que las señoras, después de mirarle con cierta atención, cuchicheaban entre si. En una ocasión, cuando los huéspedes del hotel estaban tomando unos whiskys antes de retirarse, Nelson dijo de pronto:
       —Escuchen: me han dicho que Lawson va a casarse con una mestiza.
       —Si lo hace es que se ha vuelto loco —repuso Miller.
       El que tal dijo era un americano de origen alemán que había traducido al inglés su apellido germano Müller. Era un hombre grueso y corpulento, de cabeza calva y faz redonda, completamente afeitada. Usaba unos lentes grandes de oro que le daban una expresión benévola y agradable. Sus ropas estaban siempre limpias, inmaculadas. Era un gran bebedor y gustaba pasar la noche entre la gente joven, pero jamás se le vio borracho. De carácter afable y alegre, no dejaba de ser astuto en ocasiones. Los negocios, para él, eran lo primero.
       Representaba a una casa de San Francisco importadora de todos los artículos que se vendían en la isla, desde percales, hasta maquinaria, y la simpatía personal de Miller era uno de sus mayores recursos para vender.
       —No sabe dónde se mete —continuó Nelson—. Creo que alguno de nosotros debería avisarle.
       —Si quiere usted seguir mi consejo, no se meta en lo que no le importa —repuso Miller—. Cuando un hombre está decidido a cometer una tontería, no hay más recurso que dejarle.
       —A mí me gusta divertirme con las mujeres de aquí, pero eso de casarme ya es otra cosa. No lo haría por nada del mundo.
       Chaplin se hallaba también presente y se aventuró a dar su opinión.
       —He visto a muchos casarse y a ninguno le ha salido nada bueno.
       —Tiene usted que hablar con él, Chaplin —exclamó Nelson—. Usted le conoce más que ninguno de nosotros.
       —Pues yo le aconsejo, Chaplin, que no se meta en nada —insistió Miller.
       En aquellos días, Lawson había perdido ya mucho de su popularidad primera, y nadie se tomó el suficiente interés para preocuparse de su persona. Mistress Chaplin habló del asunto varias veces con dos o tres señoras, las cuales se limitaron a responder que era una lástima que hiciera aquello. Cuando Lawson anunció definitivamente que iba a casarse, ya no era tiempo de hacer nada para evitarlo.
       Durante un año, Lawson fue feliz. Alquiló un bungalow situado en un extremo de la bahía en torno de la cual se extiende la ciudad de Apia, cerca de un poblado indígena. Se alzaba entre los cocoteros, frente al apasionado azul del Pacífico. Etel le parecía encantadora. Iba y venía por la casa, esbelta y ágil como una gacela, con su carácter alegre y divertido. Se reían mucho y hablaban entre sí de mil bagatelas. Algunas veces uno o dos de los huéspedes del hotel iban a pasar la tarde en su compañía, y con frecuencia también visitaban a algún plantador blanco casado con una indígena y se quedaban en su casa hasta el día siguiente. Cuando los mestizos que se dedicaban al comercio en Apia, donde tenían sus tiendas, daban alguna fiesta, nunca dejaban de ser invitados. Los mestizos trataban ahora a Lawson de una manera completamente distinta de como le habían tratado hasta entonces. Con su matrimonio se había igualado a ellos y le daban amistosos golpecitos en la espalda. Lawson disfrutaba viendo a Etel convertida en reina de aquellas regiones. Se reía y sus ojos brillaban. Sentíase dichoso al comprobar su radiante felicidad. Algunas veces los parientes de Etel iban a su casa, pero no sólo el viejo Brevald y la abuela de Etel, sino también los primos de ésta: mujeres indígenas, con una túnica por toda vestimenta; muchachos con el lava-lava, el pelo teñido de rojo y el cuerpo cubierto de complicados tatuajes. Lawson se los encontraba sentados en el bungalow, al volver del Banco, y se echaba a reír con sobrada indulgencia.
       —No dejes que nos esquilmen demasiado —decía a Etel.
       —Son parientes míos —replicaba ella—. Si algo me piden no puedo por menos que dárselo.
       Lawson sabía que cuando un blanco se casa con una indígena o con una mestiza, tiene que haber previsto que todos sus parientes le considerarán como una mina de oro. Ante aquella respuesta, Lawson cogía el rostro de Etel entre sus manos y la besaba en la boca. Tal vez era pedir demasiado querer que la muchacha comprendiera ciertas cosas. Por ejemplo, que para que un sueldo alcance a cubrir todas las necesidades de una familia es preciso administrarlo bien.
       Poco después, Etel dio a luz un niño.
       Cuando Lawson lo cogió por primera vez entre sus brazos sintió una profunda sacudida en todo su ser. Jamás hubiera creído que un hijo suyo pudiera ser tan moreno. Al fin y al cabo, en sus venas sólo había una cuarta parte de sangre indígena, por lo que muy bien podría haber tenido la apariencia de un niño inglés, pero éste que tenía acurrucado entre sus brazos, de color cetrino, con el pelo negro y unos grandes ojos negros también, en nada se distinguía de un natural del país.
       Desde que se había casado, las señoras de la colonia fingían ignorar su existencia. Cuando se cruzaba con alguno de sus amigos, a cuya casa de soltero había ido a cenar, éste se mostraba un poco frío, tratando de encubrir su embarazo con una exagerada cordialidad.
       —¿Cómo está su mujer? —decían solamente—. Es usted un hombre afortunado. ¡Vaya una muchacha más encantadora!
       Pero si iban con sus señoras y se cruzaban con Etel y Lawson, éste no podía por menos que sentirse violento al ver que saludaban a Etel de modo altanero.
       —¡Todos son unos majaderos! —exclamaba Lawson con gran irritación—. No me quitará el sueño el que no me inviten a sus casas.
       Sin embargo, todo aquello empezó a molestarle un poco. Aquel hijo suyo, de tez morena, excitó su irritabilidad. Era su hijo. Y pensó en los niños iguales al suyo que había visto en Apia. Tenían todos aspecto enfermizo, eran de color cetrino y pálido, y mostraban una precocidad odiosa. Los había visto al embarcarse para ir al colegio, en Nueva Zelanda, donde tenían que ir a una escuela que admitiese niños con sangre indígena en sus venas. Iban todos apiñados, parecían pilletes, y, no obstante, eran tímidos, apocados, con los rasgos de sus facciones completamente distintos a los de la raza blanca. Entre sí hablaban siempre la lengua indígena. Y después, cuando se hadan hombres, ganaban menos que los blancos, y si las mujeres podían aspirar a casarse con un hombre blanco, ellos tenían forzosamente que hacerlo con una mestiza o una indígena.
       Lawson se propuso evitar con todas sus fuerzas que su hijo sufriera las humillaciones de una vida semejante. Costase lo que costase, tenía que regresar a Europa. Y al entrar en su casa y ver a Etel en la cama, rodeada de indígenas, su decisión se robusteció. Si lograba arrancarla de la compañía de las gentes de su raza, sería más suya. La amaba con tal pasión que quería que le perteneciera por completo, comprendiendo que allí, enraizada como estaba a la vida indígena, siempre habría algo en ella que no podría alcanzar.
       Inmediatamente comenzó a dar los pasos para la realización de sus planes. Lo hizo en secreto, escribiendo a un primo suyo, socio de una casa armadora de buques en Aberdeen, diciéndole que su salud era ya completamente satisfactoria. Ningún motivo se oponía en la actualidad a que regresara a Inglaterra. Rogaba a su primo que usase de toda su influencia para conseguirle un empleo, sin preocuparse de la retribución, en donde el clima fuese favorable para los que habían estado enfermos de los pulmones. Las cartas tardaban cinco o seis semanas en llegar de Aberdeen a Samoa y fueron varias las que hubieron de cruzarse.
       Lawson tuvo, pues, tiempo de sobra para preparar adecuadamente a Etel.
       Se puso tan contenta como un niño. Lawson no pudo menos que sonreír al ver cómo se pavoneaba ante sus amigos al hablar de su próxima marcha a Inglaterra. Aquél era un paso más hacia su encumbramiento. Acabaría por convertirse en una inglesa y se mostraba entusiasmada por el interés que había despertado su partida.
       Cuando, al fin, Lawson recibió un cable anunciándole que tenía un empleo en un Banco de Kincardineshire, Etel saltó, lloró y rio de alegría.
       Lawson, al verse instalado después de su largo viaje en aquella pequeña ciudad escocesa de casas de granito, comprendió lo que para él significaba volver a vivir de nuevo entre sus compatriotas. Pensó que aquellos tres años pasados en Apia habían sido como un destierro y le pareció que ahora volvía a la vida normal. Era formidable poder jugar al golf, volver a pescar —en el Pacífico resultaba una triste diversión aquello de que cada vez que se echaba el anzuelo al agua se sacase un pez—, y era también delicioso leer cada mañana el periódico con las noticias del día, tratar a hombres y mujeres de su propia raza, gente con quienes se podía hablar a gusto, comer carne fresca y beber leche natural. Vivían más aislados que en Apia, pero a Lawson le entusiasmaba el tener a su mujer exclusivamente para él. Después de dos años de matrimonio la amaba más apasionadamente que nunca, sufría lo indecible cuando tenían que separarse y experimentaba un frenético deseo de llegar a una unión más profunda e íntima con ella. Sin embargo, Lawson quedó sorprendido al comprobar que, una vez pasada la primera excitación producida por la llegada, Etel demostraba en su nueva vida menos interés del que cabía esperar. No podía acostumbrarse al ambiente que la rodeaba. Sentíase abatida. Al llegar el invierno empezó a quejarse de frío. Todas las mañanas se las pasaba en el lecho, y el resto del día echada en un sofá, leyendo novelas y, más frecuentemente, sin hacer nada. Parecía agotada, enferma.
       —No te preocupes, querida —le decía su marido—. Pronto te acostumbrarás. Y espera a que venga el verano. Puede que haga aquí casi tanto calor como en Apia.
       Él, en cambio, sentíase fuerte, pletórico de salud, mejor que nunca.
       Etel tenía abandonada la casa. Apenas se cuidaba de ella, cosa que en Samoa carecía de importancia. Pero en Inglaterra era distinto. Lawson no quería que, si alguien los visitaba, lo encontrara todo patas arriba, por lo que, riéndose y embromando a Etel, procuraba colocar las cosas en orden. Etel le contemplaba indolentemente. Se pasaba muchas horas jugando con su hijo, a quien hablaba en el lenguaje de los niños de su tierra. Para distraer a Etel, Lawson trabó amistad con algunos vecinos y, de vez, en cuando, asistían a reuniones en las que las señoras cantaban baladas de salón y los hombres, llegado el caso, les hacían coro. Pero Etel no conseguía dominar su timidez. Se mantenía separada de todos, distante. Algunas veces Lawson, sobrecogido por una ansiedad repentina, le preguntaba si era feliz.
       —Sí, soy completamente feliz —respondía ella.
       Pero sus ojos estaban velados por ocultos pensamientos que él no podía adivinar. Etel parecía encerrarse cada vez más en sí misma, hasta que Lawson se dio cuenta de que no conocía de ella más que cuando la viera por primera vez bañándose en la laguna. Tenía la sensación de que ella le ocultaba algo, sin saber qué. Para Lawson esta casi seguridad era causa de que experimentara una angustia sin límites.
       —No añoras Apia, ¿verdad? —le preguntó una vez.
       —¡Oh, no! Me parece que aquí se está muy bien.
       Un oscuro rencor impulsó a Lawson a hacer algunas observaciones desagradables sobre la isla y sus habitantes. Etel se sonrió sin responder. De tarde en tarde recibía unas cuantas cartas de Samoa y durante unos días en su semblante pálido se reflejaba una nube sombría.
       —Nada podrá obligarme a volver allí —le dijo una vez Lawson—. No es un país para un hombre blanco.
       Sin embargo, no pudo menos de advertir que algunas veces, cuando estaba fuera, Etel lloraba. En Apia siempre había sido una mujer comunicativa, aficionada a comentar todas las pequeñeces de la vida diaria y a interesarse por todo lo que se decía en la pequeña ciudad, pero ahora se volvía cada vez más reservada, y aunque él hizo desesperados esfuerzos para distraerla, no pudo lograrlo.
       Lawson empezó a comprender que los recuerdos de su antigua vida le iban distanciando de él, y sintió celos atroces de aquella isla y de aquel mar, del viejo Brevald y de toda la gente de color que ahora recordaba con espanto.
       Cada vez que ella hablaba de Samoa él respondía en tono amargo y burlón. Una tarde, bien entrada la primavera, cuando ya los abedules habían florecido, al volver a su casa, después de una partida de golf, la encontró no como de costumbre, echada en el sofá, sino de pie junto a la ventana. Era evidente que le estaba esperando.
       En cuanto Lawson entró sorprendióle oír a su esposa hablar en samoano al dirigirse a él.
       —¡No puedo resistir más! ¡Me es imposible seguir viviendo aquí! ¡Odio todo esto! ¡Lo odio!…
       —¡Por el amor de Dios, habla en inglés!… —replicó él con tono de irritación.
       Ella se le acercó, echándole los brazos al cuello con un gesto que tenía algo de salvaje.
       —Vámonos de aquí. Volvamos a Samoa. Si no me voy pronto, me moriré. Quiero volver a mi patria.
       Aquel arrebato se quebró repentinamente, echándose a llorar acto seguido. Su cólera se esfumó. Él la sentó en sus rodillas, empezándole a explicar que aquel regreso que ella quería era imposible. Él no podía dejar su colocación que, al fin y al cabo, era su único medio de vida. La que tuvo en Apia fue ocupada por otro hacía tiempo. No tenía medios para volver.
       Trató de exponerlo todo razonablemente, haciéndole ver los inconvenientes de aquella vida, las humillaciones a que se verían expuestos y el perjuicio que podrían causar a su hijo.
       —Escocia es un país magnífico para la educación de un muchacho. Los colegios son buenos y baratos, y puede ir a la Universidad de Aberdeen. Será un auténtico escocés.
       Le habían puesto el nombre de Andrés. Lawson quería que fuese médico y que se casara con una mujer blanca.
       —No me avergüenzo de ser mestiza —replicó Etel con gesto hosco.
       —¿Por qué té has de avergonzar? No hay motivo para ello.
       Con su rostro junto al de ella sentíase débil.
       —No sabes cómo te quiero —murmuró—. Daría cualquier cosa con tal que tú pudieras comprenderlo.
       Buscó sus labios.
       Llegó el verano. El valle floreció entre fragantes aromas y las colinas se vistieron con alegres colores. Los días de sol se sucedieron en aquel rincón del mundo y la sombra de los abedules resaltaba deliciosa tras de la claridad de la carretera. Etel no habló más de Samoa y Lawson comenzó u tranquilizarse. Creyó que ya se había resignado a su nueva vida, y como su amor era cada vez más ardiente, le pareció que había logrado borrar en ella todos los demás deseos.
       Un día el médico le paró en la calle.
       —Oiga, Lawson, su mujer debe ir con cuidado al bañarse en los ríos de aquí. Ya sabe usted que no son como los del Pacífico.
       Lawson quedó sorprendido y no tuvo la presencia de ánimo para disimularlo.
       —No sabía que se bañase.
       El médico se echó a reír.
       —Mucha gente la ha visto. Ha dado que hablar un poco, por el sitio que ha escogido. La balsa que hay antes del puente, y ahí no está permitido bañarse, aunque eso no tiene importancia. Lo que no comprendo es cómo puede resistir el agua.
       Lawson conocía el sitio de que hablaba el médico, y, en cierta manera, lo encontró parecido a aquel otro de Upolu donde Etel acostumbraba bañarse cada tarde. Un riachuelo cristalino que, después de seguir su curso sinuoso y desigual, formaba una especie de balsa, de aguas quietas, con una pequeña playa de arena. Los árboles daban sombra a aquel lugar, pero no eran cocoteros, sino hayas, y el sol filtraba sus rayos a través del follaje, reflejándose en el agua.
       Sintió un estremecimiento: Con la imaginación vio a Etel encaminarse cada día a aquel sitio, desnudarse en la orilla, dejándose caer en el agua fría, más fría que aquella en que ella solía bañarse en su patria, sintiendo por unos instantes revivir el pasado. La vio una vez más como el misterioso espíritu de los arroyos, arrastrado por aquella atracción fantástica que el agua parecía ejercer sobre ella.
       Aquella tarde Lawson encaminóse al río. Se acercó cautelosamente por entre los árboles. La hierba del sendero amortiguaba el ruido de sus pasos. Al llegar cerca del remanso que le había indicado el médico, vio a Etel sentada en la orilla, contemplando el río. Estaba inmóvil. Parecía como si el agua la atrajera con fuerza irresistible. ¡Qué extraños pensamientos cruzarían por su mente! Al fin se puso en pie; por unos instantes permaneció oculta a los ojos de Lawson. Después la volvió a ver vestida con una túnica indígena. Sus pies, finos y delicados, pisaban cuidadosamente la hierba de la orilla. Se acercó al borde del río y con una suavidad que apenas alteró la tranquila superficie del remanso, se dejó caer en el agua. Nadó sin ruido; había algo irreal en sus movimientos. Lawson no podía explicarse por qué le impresionaba de tal modo. Estuvo aguardando hasta que salió del agua. Ella se detuvo un momento en la orilla, con la tela húmeda del vestido pegada al cuerpo. Se llevó las manos al pecho y dejó escapar un suspiro, al parecer de satisfacción. En el acto volvió a ocultarse entre los árboles.
       Lawson regresó al pueblo. Sentía una profunda amargura en su corazón. Acababa de darse cuenta de que para Etel seguía siendo un extraño. El ansia de amor que le devoraba desde hacía tanto tiempo estaba condenada a no ser satisfecha. Nada dijo a ella de lo que había visto. Fingió ignorarlo, tratando de adivinar los sentimientos de su corazón, aunque desde entonces procuró observarla más detenidamente. Redobló su ternura hacia ella y trató de borrar la añoranza que sentía con la encendida pasión de su alma enamorada. Pero un día, al regresar a su casa, se sorprendió al no encontrar a su mujer.
       —¿Dónde está la señora? —preguntó a la criada.
       —Ha ido a Aberdeen con el niño, señor —le contestó, un poco sorprendida de la pregunta—. La Señora dijo que no volvería hasta el último tren.
       —¡Ah! Perfectamente.
       Se sintió un poco molesto de que Etel no le hubiera dicho nada de su viaje, pero no se preocupó lo más mínimo.
       No era la primera vez que Etel iba a Aberdeen, y Lawson, en el fondo, se alegraba de ello. Era buena señal que empezara a gustarle el ir de tiendas o al cine.
       Fue a esperarla al último tren, y, al no verla, se apoderó de él un pánico loco. Al llegar a casa se encaminó a su habitación, encontrándose con que habían desaparecido todos los objetos de tocador de Etel. Abrió el armario y los cajones. Estaban medio vacíos. Se había escapado.
       Le entró un arrebato de furor. Era demasiado tarde para telefonear a Aberdeen, aunque sabía de antemano lo que le contestarían. Con una astucia diabólica, Etel había escogido para marcharse la época en que, por estar haciendo el balance periódico en el Banco, no podía seguirla. Estaba por completo atado a su trabajo. Miró en el periódico, viendo que a la mañana siguiente salía un barco para Australia. Etel estaría en aquel momento camino de Londres. Un sollozo incontenible se escapó dolorosamente de su pecho.
       —He hecho todo lo que he podido por ella, y, sin embargo, ha sido capaz de tratarme así. ¡Qué crueldad, Dios mío, qué crueldad!
       Después de dos días de terrible angustia recibió una carta. Estaba escrita con letra infantil, ingenua. Siempre le había costado mucho escribir.
       “Querido Alberto: No puedo resistir más. Me vuelvo a mi patria. Adiós. Etel”.
       No daba la menor muestra de pesar. Ni siquiera le decía que volviera él también. Lawson quedó abrumado. Pudo averiguar cuál era la primera escala del buque, y aunque sabía perfectamente que no regresaría, le puso un telegrama, rogándoselo encarecidamente. Esperó con ansiedad infinita. Al menos, pensaba, una palabra suya de amor… Pero ni siquiera obtuvo respuesta. Experimentó los sentimientos más opuestos. Unas veces se decía que por fin se había visto libre de ella, y acto seguido que la obligaría a volver al no enviarle más dinero. Sentíase solo y deshecho. Quería a su hijo y la quería a ella. Sabía que, fingiera lo que fingiera, sólo le quedaba un camino, y éste era seguirla. La vida sin ella le era imposible. Todos sus planes para el futuro habían sido un castillo de naipes que ahora ella derrumbaba con furiosa crueldad. Nada le importaba ya su porvenir; en el mundo sólo había una cosa que le interesara: conseguir que Etel volviese.
       En cuanto pudo fue a Aberdeen a decir a su jefe que dejaba su empleo en el Banco desde aquel mismo momento. El jefe se opuso, alegando que hubiera tenido que avisarles con tiempo, pero Lawson no quiso atender razones. Estaba decidido a dejarlo todo antes de la salida del primer barco. Hasta que no se encontró a bordo, después de haber vendido, todo lo que poseía, no recobró, hasta cierto punto, la calma. Todas las personas que le trataron durante aquellos días creyeron que había perdido la razón. Lo último que hizo en Inglaterra fue cablegrafiar a Etel diciéndole que embarcaba para reunirse con ella.
       Desde Sidney le puso otro cable, y cuando al fin, al rayar el día, su buque entró en el puerto de Apia y vio una vez más sus blancas casas diseminadas a lo largo de la bahía, sintió un inmenso consuelo. El médico y el consignatario subieron a bordo. Ambos eran antiguos conocidos y miró con simpatía sus rostros familiares. Bebieron unas copas en recuerdo de los tiempos pasados. Lawson lo hizo también para calmar sus nervios. No estaba muy seguro de si Etel se alegraría de verle de nuevo. Cuando bajó al bote y se fueron acercando al muelle, examinó ansiosamente el pequeño grupo que los estaba esperando en el desembarcadero, pero no vio a Etel. Lawson creyó que iban a paralizarse los latidos de su corazón. Poco después vio a Brevald, con su viejo traje azul, y hubiera querido darle un abrazo de alegría.
       —¿Dónde está Etel? —le preguntó rápidamente al saltar a tierra.
       —Está en casa. Vive con nosotros.
       Lawson quedó consternado con la noticia, pero lo disimuló con aire jovial.
       —Bueno, ¿y tendrán un poco de sitio para mí? Me parece que tardaremos una semana o dos en acomodarnos.
       —Naturalmente que tenemos sitio para usted.
       Después de pasar por la Aduana fueron al hotel, donde saludaron a Lawson varios de sus antiguos amigos. Antes de poder zafarse de ellos tuvo que aceptar algunas rondas en el bar y cuando al fin se encaminaron hacia la casa de Brevald, ninguno de los dos estaba muy sereno. Al llegar estrechó a Etel en sus brazos.
       Ante el placer de volverla a abrazar, olvidó todos los amargos pensamientos. Su suegra se alegró de volverle a ver otra vez, lo mismo que la abuela, una anciana rugosa y cargada de años. Los indígenas y mestizos también acudieron a darle la bienvenida, sentándose en semicírculo en el suelo. Brevald sacó una botella de whisky y todos los presentes echaran un trago. Le habían quitado sus ropas inglesas y estaba desnudo. Etel permanecía a su lado, sentada como los indígenas. Aquello parecía, en verdad, la vuelta del hijo pródigo.
       Por la tarde volvió otra vez al hotel, siguió bebiendo y al regresar, ya no estaba solamente alegre, sino borracho perdido. Etel y su madre sabían que los hombres blancos se emborrachaban de vez en cuando. En realidad, no podía esperarse otra cosa de ellos. Así es que, riéndose con indulgencia, le ayudaron a acostarse.
       Lawson, al cabo de unos días, empezó a buscar trabajo. Estaba seguro de que no encontraría un empleo como el que tenía en Inglaterra, pero, con su práctica, siempre podía ser útil en cualquier casa de comercio y quizá terminara por no salir perdiendo con el cambio.
       —Al fin y al cabo, en un Banco nunca me haría rico —se dijo—. El comercio es lo mejor.
       Su propósito era hacerse tan indispensable en la casa donde entrara a trabajar que acabasen por asociarle en el negocio. De ese modo podría, al cabo de algunos años, disfrutar de una buena posición.
       —En cuanto esté colocado alquilaremos una casa para nosotros —le decía a Etel—. Aquí no podemos seguir viviendo.
       El bungalow de Brevald era tan pequeño que vivían hacinados, uno encima de otro. El estar solo era algo imposible. No había paz ni recogimiento.
       —De todas maneras no hay prisa. Aquí estamos perfectamente, hasta encontrar lo que necesitamos —acabó por decir Lawson.
       Al cabo de una semana entró a trabajar en el comercio de un individuo llamado Barin. Pero cuando le habló a Etel de mudarse de casa, ella repuso que quería quedarse con sus padres hasta que dieta a luz. Esperaba pronto un segundo hijo. Lawson trató de disuadirla.
       —Si a ti no te gusta —le dijo ella—, puedes irte a vivir al hotel.
       Lawson se puso pálido.
       —Pero, Etel, ¡tú no puedes decir eso!
       Ella se encogió de hombros.
       —¿Para qué vamos a tomar una casa para nosotros cuando podemos vivir aquí perfectamente?
       Tuvo que rendirse.
       Cuando Lawson, después de su trabajo, volvía al bungalow, lo encontraba lleno de indígenas. Unos fumaban, otros dormían y: los demás bebían kava, hablando sin interrupción. La casa estaba siempre sucia y olía a demonios. Su hijo corría por los alrededores jugando con otros niños indígenas y oyendo sólo hablar en samoano. Lawson adquirió poco a poco la costumbre de detenerse en el hotel, de regreso a su casa, para tomar unos cocktails. Sólo con la ayuda del alcohol se veía con ánimos de hacer frente por la noche a toda aquella multitud de indígenas. Durante todo aquel tiempo siguió amando a Etel más apasionadamente que nunca. Pero ella se alejaba de él más y más cada día. Cuando nació el segundo hijo, Lawson volvió a sugerir la conveniencia de tomar una casa para ellos solos, pero Etel no quiso oír hablar de ello. Su estancia en Escocia parecía haberla ligado a sus gentes mucho más de lo que lo estaba antes de la partida, y ahora, al encontrarse de nuevo entre ellos, se abandonaba libremente a las costumbres indígenas. Lawson, mientras tanto, fue dejándose ganar por la bebida. Cada sábado por la noche iba al Club Inglés y se emborrachaba. Pero el alcohol le volvía irascible, y en una ocasión tuvo una violenta disputa con su principal. Barin le despidió y Lawson tuvo que buscarse otro empleo. Durante dos o tres semanas anduvo desocupado, y para no estarse en su casa, iba al club o al hotel y bebía. Más por compasión que por otra causa fue por lo que Miller, el germano-americano, le dio un empleo en su casa, pero era un hombre de negocios, y aun cuando las cualidades de Lawson podían serle útiles, su situación era tan angustiosa que bien podía ofrecerle un salario inferior al que antes ganaba. Cuando Lawson regresó a su casa, Etel y Brevald le censuraron por haberlo aceptado, sobre todo cuando Peterson, un mestizo, le ofrecía más. Pero a Lawson le repugnaba estar a las órdenes de un indígena. Cuando Etel trató de convencerle, replicó furioso:
       —Antes me moriría que trabajar a las órdenes de un negro.
       —Puede que no tardes en hacerlo —replicó ella.
       Seis meses después vióse obligado a sufrir esta última humillación. Su pasión por la bebida había ido aumentando en él hasta que llegó a descuidar el trabajo. Miller le avisó una o dos veces, pero Lawson no era hombre que aguantara reprimendas. Un día, en medio de un altercado, cogió su sombrero y se marchó. Pero ya su fama había corrido de lengua en lengua y no pudo encontrar quien le diera un empleo. Durante algún tiempo permaneció sin hacer nada. Le sobrevino un ataque de delirium tremens y cuando se repuso, se mostró avergonzado y débil. No pudiendo resistir la constante presión de su mujer y de su familia, fue a ver a Peterson para pedirle trabajo. Éste se alegró de poder tener en su tienda a un blanco, aparte de que Lawson, con sus conocimientos, podía serle útil.
       A partir de entonces su degeneración fue rápida. Los blancos de la colonia procuraron evitarle. No rompieron del todo con él, en parte por la desdeñosa compasión que parecía inspirarles y, en parte, por temor a sus altercados, terribles cuando estaba bebido. Lawson se hizo extraordinariamente quisquilloso y siempre creía ser objeto de las mayores ofensas.
       Vivía mezclado con los indígenas y mestizos, pero ya no tenía entre ellos el prestigio de un hombre blanco. Ellos sabían que Lawson los despreciaba y, a su vez, sentíanse ofendidos por su actitud de superioridad. Ahora era como ellos y no le perdonaban su orgullo de hombre blanco. Brevald, que al principio se había mostrado obsequioso y atento con él, comenzó a tratarle con desprecio. Etel había hecho un mal negocio. Suegro y yerno tuvieron algunas violentas disputas y una o dos veces terminaron por llegar a las manos. En tales ocasiones no tardaron en comprender que era mejor dejarle que se emborrachara, ya que entonces no podía hacer otra cosa que tumbarse en la cama o en el suelo, para dormir aletargado.
       Así continuaron las cosas, hasta que un día Lawson se dio cuenta de que le ocultaban algo.
       Al volver al bungalow para cenar el miserable condumio indígena que le servían, se encontraba a menudo con que Etel había salido. Si se le ocurría preguntar dónde estaba le respondían que con unos amigos. Una vez fue a buscarla donde Brevald dijo y no la encontró. Al regreso de Etel se lo preguntó a ella y ésta le repuso que su padre se había equivocado, que había ido a otra parte. Pero Lawson se dio cuenta de que mentía. Llevaba su mejor traje y sus ojos brillaban como nunca. Estaba encantadora.
       —No trates de jugarme una mala pasada, niña —le dijo—. Soy capaz de romperte la crisma.
       —¡Cállate! Estás borracho perdido —le repuso ella en tono burlón.
       Desde entonces le pareció que la mujer de Brevald y la anciana abuela le miraban con malicia y atribuyó el buen humor de Brevald, tan desacostumbrado en él entonces, a la satisfacción que le producía el estarle ocultando una cosa. A medida que sus sospechas aumentaban creía ver que los demás blancos le miraban con cierto maligno interés. Cuando iba al hotel, el repentino silencio que señalaba su aparición le indicaba, más que las palabras, que era de él de quien estaban hablando. Algo sucedía y todos estaban mejor informados que él. Sintió unos celos furiosos. Sospechaba que Etel se entendía con algún otro hombre blanco, y los miraba a todos con ojos escrutadores, pero en ninguno descubrió el menor indicio de traición. No sabía qué hacer. Al no encontrar a nadie sobre quien hacer recaer sus sospechas, se lanzó como un maniático en busca de alguien sobre quien pudiera descargar su ira. La casualidad hizo que fuera a descargarla sobre la persona que menos la merecía. Una tarde, estando sentado con aire sombrío en el hotel, se le acercó Chaplin, y se sentó a su lado. Quizá fuera él la única persona en toda la isla que aún conservaba cierta simpatía por Lawson. Pidieron unas copas y hablaron durante unos momentos de las próximas carreras. Chaplin dijo:
       —Me parece que todos vamos a tener que aflojar la bolsa para los vestidos de nuestras mujeres.
       Lawson hizo un gesto burlón. La mujer de Chaplin era la que manejaba todos los recursos económicos del matrimonio; así es que, si deseaba un vestido nuevo, seguramente no iría a pedirle dinero a su marido.
       —¿Cómo está su mujer? —le preguntó Chaplin amistosamente.
       —¿Qué diablos tiene usted que ver con ella? —contestó Lawson frunciendo el ceño.
       —Se lo pregunto únicamente por cortesía.
       —Pues guárdese conmigo de tales cortesías.
       Chaplin no era un hombre a quien le sobrase la paciencia. Su larga permanencia en los trópicos, el whisky y los disgustos de su vida conyugal habían hecho que su carácter fuese casi tan suspicaz como el de Lawson.
       —Escúcheme, Lawson: cuando esté usted en mi hotel tiene que comportarse como un caballero, porque de lo contrario se verá de patitas en la calle en un santiamén.
       El semblante cabizbajo de Lawson se ensombreció, enrojeciendo vivamente.
       —Voy a decirle una cosa de una vez para siempre, y usted puede, si quiere, decírsela a los demás —exclamó jadeante de ira—. Si usted o cualquier otro intenta acercarse a mi mujer, tendrá que vérselas conmigo.
       —¿Quién trata aquí de acercarse a su mujer?
       —No soy tan necio como usted se imagina. Puedo ver lo que sucede lo mismo que cualquiera; por eso le doy el aviso. Jamás toleraré una cosa semejante. Puede estar usted seguro.
       —Escúcheme, lo mejor será que se vaya y vuelva cuando esté sereno.
       —¡Me iré cuando me dé la gana! —replicó Lawson.
       Fue un alarde poco afortunado, porque Chaplin, en el transcurso de su vida como dueño del hotel, había adquirido una habilidad peculiar en el trato de personas irascibles. Apenas Lawson pronunció sus palabras, se sintió cogida por el cuello y por un brazo y lanzado con fuerza a la calle. Bajó a trompicones las escaleras, y sin quererlo, se encontró bajo la claridad cegadora del sol.
       Esta fue la causa de su primer altercado con Etel. Resentido por la humillación sufrida, y no queriendo volver al hotel aquella tarde, regresó a su casa un poco antes que de costumbre. Se encontró a Etel preparándose para salir.
       Ca9i siempre llevaba una túnica indígena, iba descalza y se prendía alguna flor en sus negrísimos cabellos; pero esta vez la vio con medias de seda, zapatos de tacón alto, y poniéndose un vestido rosa, de muselina, que era el más nuevo que tenía.
       —¿Dónde vas que te arreglas tanto?
       —A casa de los Crossley.
       —Pues yo voy contigo.
       —¿Tú? ¿Por qué?
       —Porque no quiero que viajes sola a todas partes.
       —No te han invitado a ti.
       —Me importa poco. Pero tú no irás sin mí.
       —Será mejor que te eches a la cama hasta que haya terminado de arreglarme.
       Etel pensó que estaría, como de costumbre, borracho y que no tardaría en quedarse dormido. Pero él se sentó en una silla encendiendo un cigarrillo. Ella le miraba de reojo con creciente irritación. Cuando estuvo dispuesta se puso en pie. Por una rara casualidad se encontraban solos en aquel momento. Brevald estaba trabajando en las plantaciones y su mujer había ido a Apia. Etel se enfrentó con su marido.
       —No iré contigo —le dijo—. Estás borracho.
       —No es verdad.
       Ella se encogió de hombros y trató de salir, pero su marido la sujetó cogiéndola por un brazo.
       —¡Suéltame, cobarde! —exclamó ella en samoano.
       —¿Por qué no quieres que te acompañe? Ya te dije que era peligroso tratar de hacerme una jugarreta.
       Etel le golpeó el rostro con el puño y Lawson perdió el dominio de sí mismo. Todo el amor y todo el odio que sentía por ella estallaron en aquel momento y terminaron por ponerle fuera de sí.
       —¡Ya te enseñaré cómo has de portarte! —gritó Lawson anhelante y furioso.
       Y cogiendo una fusta de montar, que encontró al alcaucí de su mano, le dio un latigazo. Ella dejó escapar un grito, y aquella queja le enloqueció más aún, azotándola una y otra vez. Los gritos resonaron por toda la casa, mientras Lawson, con cada golpe, soltaba una maldición. Al fin la arrojó brutalmente sobre la cama. Etel permaneció inmóvil, estremecida de dolor y de miedo. Lawson arrojó el látigo, iracundo, y salió del bungalow. Etel le oyó marcharse mientras continuaba llorando. Cautelosamente miró a su alrededor; luego se puso en pie. Tenía el cuerpo dolorido, pero ninguna herida de importancia. Examinó su vestido para ver si se había estropeado. Las mujeres indígenas están acostúmbralas a los golpes. Etel no consideraba lo que él había hecho tomo una ofensa. Cuando se miró al espejo, para arreglarse el peinado, sus ojos brillaban. Había en ellos un extraño fulgor. Quizá fue entonces cuando más cerca estuvo de amar a aquel hombre.
       Pero Lawson había salido de la casa, ciego de ira, tropeando aquí y allá, por la plantación, hasta que, de repente, asustado y débil como un niño, se dejó caer al pie de un árbol. Era un miserable y se sentía avergonzado. Pensó en Etel y, al recordar la dulzura de su amor, una ternura infinita se apoderó de él. Recordó el pasado, sus esperanzas de entonces. Sintió horror de lo que había hecho. Ahora la deseaba más que nunca. Anhelaba tenerla otra vez en sus brazos. Tenía que ir a verla inmediatamente. Se puso en pie. Estaba tan débil que caminó vacilante. Entró en la casa. Etel se hallaba sentada delante del espejo en su habitación.
       —Etel, perdóname —murmuró Lawson—. Estoy avergonzado de mí mismo. No sabía lo que hacía.
       Cayó de rodillas ante ella, y tímidamente cogió un extremo de su falda.
       —No sabes cómo me atormenta lo que he hecho. Ha sido terrible. Creo que estaba loco. Nada hay en el mundo que ame más que a ti. Daría cualquier cosa para evitarte un dolor, y, sin embargo, he sido yo quien te ha herido. Nunca podré perdonármelo, pero por lo que más quieras, perdonarme tú.
       Creía estar oyendo aún los gritos de ella. Etel le miró en silencio. Lawson intentó coger sus manos y al mismo tiempo sus ojos se llenaron de lágrimas. Humillado, escondió el rostro en el regazo de Etel y unos anhelantes sollozos estremecieron su cuerpo. En el rostro de ella se reflejó una expresión de profundo desprecio. El desprecio de una mujer indígena por el hombre que se humilla ante una mujer. Era un ser miserable y débil. ¡Y ella que había creído durante unos instantes que era todo un hombre! Al cabo, Lawson se levantó rastreramente, como un perro apalead Etel le dio con el pie un golpe desdeñoso.
       —¡Vete! —le dijo—. ¡Te odio!
       Lawson intentó abrazarla, pero ella lo apartó a un lado. Se puso en pie. Empezó a quitarse el vestido. Tiró lejos de sí los zapatos y, quitándose las medias, se puso su túnica indígena.
       —¿Dónde vas?
       —¿Qué te importa? Voy a la laguna.
       —Déjame que vaya contigo.
       Se lo pidió como un niño.
       —¿Ni siquiera quieres dejarme ese sitio para mí sola?
       Lawson escondió su rostro entre las manos, llorando miserablemente, mientras ella, con ojos fríos y duros, salía del bungalow.
       A partir de entonces, el desprecio de Etel por su marido fue absoluto. Y aunque continuaron viviendo hacinados en el pequeño bungalow, junto, con Brevald, su mujer y la abuela, y los demás parientes y amigos que de vez en cuando los visitaban, Lawson dejó de ser alguien para la familia. Se marchaba por la mañana, después de desayunarse, y volvía a la hora justa de la cena. Dejó de luchar, y cuando no tenía dinero para ir al Club Inglés, se pasaba las tardes jugando a las cartas con el viejo Brevald y otros indígenas. Excepto cuando estaba borracho, su carácter era irascible y violento. Etel le trataba como a un perro. A veces se sometía a sus ímpetus salvajes de pasión para luego sentirse aterrorizada por los arrebatos de odio que les sucedían, Pero más tarde veíale llorar, arrepentido, y era tal el desprecio que por él sentía en aquellos momentos, que con gusto le escupiría en la cara. En algunas ocasiones Lawson volvió a tratarla brutalmente, pero ella ya estaba en guardia y se defendía a puntapiés, arañando y mordiendo. Tuvieron unas peleas terribles, de las que no salió él muy bien parado. En Apia pronto se supo lo que sucedía. En general, Lawson despertaba pocas simpatías y en el hotel todo era hacerse cruces y preguntarse por qué Brevald no te echaba de su casa.
       —Brevald es un individuo peligroso —dijo alguien—. Y no me sorprendería que el día menos pensado pegase un tiro a Lawson.
       Etel continuó yendo por las tardes a bañarse a aquel silencioso remanso. Parecía ejercer una atracción sobrehumana sobre ella, la misma que podrían ejercer las frías olas del mar sobre una sirena con corazón humano. Algunas veces Lawson iba también. Se ignoraba lo que le impulsaba a ir, pero lo cierto era que a Etel le irritaba su presencia. Quizá buscara el recobrar junto al remanso aquel purísimo anhelo que había brotado en su corazón la primera vez que la viera. Quizá sólo fuera arrastrado por ese loco afán de los que aman y no son amados, que esperan que su obstinación les dé lo que no han podido conseguir con sus palabras.
       Un día se encaminó a la laguna con una sensación desacostumbrada en él. Súbitamente se había sentido en paz con el mundo. Caía la tarde, y las primeras sombras cubrían las hojas de los cocoteros como si fuesen pequeñas nubecillas. Una débil brisa agitaba los árboles. La luna, en cuarto creciente, se alzaba sobre las cumbres. Lawson se acercó a la orilla. Vio a Etel en el agua echada de espaldas. En su mano sostenía una rama de hibisco. Él se detuvo un momento para admirarla. Era como Ofelia en los mares de Sur.
       —¡Hola, Etel! —gritó alegremente Lawson.
       Ella hizo un rápido movimiento, dejando caer de sus manos la roja flor. La corriente la arrastró perezosamente. Nadó una o dos brazadas, hasta tocar fondo con el pie.
       —¡Vete! —le gritó—. ¡Veté!
       Él se echó a reír.
       —No seas egoísta. Hay de sobra sitio para los dos.
       —¿Por qué no me dejas en paz? Quiero estar sola.
       —¡Qué tontería! Yo también quiero bañarme —repuso el de buen humor.
       —Pues vete al puerto. No quiero que estés aquí.
       —Lo siento, querida. Prefiero bañarme aquí —repuso él, sonriendo aún.
       No sentía el más mínimo enfado, y apenas se dio cuenta de la cólera de Etel. Empezó a quitarse la chaqueta.
       —¡Vete! —gritó ella—. No quiero que vengas aquí. ¿No puedes dejarme este sitio para mí sola?… ¡Vete!
       —No seas tonta.
       Etel se inclinó, y cogiendo una piedra del fondo del agua, se la arrojó con rápido movimiento. Lawson no tuvo tiempo de esquivarla y la piedra le dio en la sien. Dejando escapar un grito, se llevó las manos a la cabeza. Al retirar las, las tenía manchadas de sangre. Etel permaneció inmóvil, jadeante de rabia. Lawson se puso pálido, y sin decir palabra, cogió su americana y se marchó. Etel se sumergió de nuevo en el agua, dejándose llevar por la corriente.
       La piedra le produjo a Lawson una profunda herida. Durante algunos días tuvo que ir con la cabeza vendada, Ideó un pretexto bastante verosímil para justificar aquellos vendajes en caso de que le preguntasen. Pero nadie lo hizo. Se dio cuenta de que le miraban, eso sí, interrogativos, pero nadie profirió una palabra. Aquel silencio sólo podía indicar que ya sabían lo ocurrido. Lawson tuvo la certeza, a partir de aquel momento, de que Etel tenía un amante y de que todos sabían quién era. Más carecía del menor indicio que pudiera guiar sus sospechas. Jamás había visto a nadie junto a Etel. Tampoco demostraba nadie el menor deseo de estar a su lado y de tratarla de una manera especial. Un furor salvaje se apoderó de Lawson, y, no teniendo en quien desahogarlo, se entregó más y más a la bebida. Poco tiempo antes de que yo llegará a la isla había tenido un segundo ataque de delirium tremens.
       Conocí a Etel en la casa de un individuo llamado Carter, que vivía a dos o tres millas de Apia con una mujer indígena. Habíamos estado jugando al tenis, y cuando nos cansamos me ofreció una taza de té. Entramos en su casa, y en un saloncito no muy limpio encontré a Etel charlando con su mujer.
       —¡Hola, Etel! —dijo Cárter—. No sabía que estuvieras aquí.
       Yo no pude por menos que mirarla con cierta curiosidad Traté de descubrir en ella qué era lo que había despertado en Lawson una pasión tan avasalladora. Pero ¿quién puede averiguar estas cosas? Indudablemente era hermosa recordaba las flores rojas de hibisco, que tanto abundan en Samoa, con su misma gracia, languidez y pasión; pero lo que más me sorprendió de ella, teniendo en cuenta lo que ya entonces sabía de su historia de amor, fue su sencillez e inocencia Parecía un carácter tranquilo, y hasta un poco tímida. No había nada en ella que fuese grosero ni siquiera duro. Hasta le faltaba aquella exuberancia tan común entre los mestizos. Parecía imposible que fuera capaz de las terribles escenas que eran ya entonces del dominio público. Con aquel monísimo traje rosa que llevaba y sus zapatos de tacón alto, semejaba una europea. Era difícil imaginársela en medio de aquella vida indígena, que, en realidad, era la suya. No la juzgué muy inteligente, y no me hubiese sorprendido que un hombre, después de convivir con ella durante algún tiempo, acabara por sentir el más insoportable de los fastidios. Me dio la impresión de que en su amor inalcanzable y evasivo, como un pensamiento que surgiese repentinamente en la imaginación y no pudiéramos después expresarlo con palabras, estaba su principal encanto. Es posible que todo esto no fuera más que imaginaciones mías. De no haber sabido nada de ella, lo más probable es que la hubiese considerado como una hermosa mestiza como tantas otras y nada más. La joven habló conmigo de lo que se suele hablar en Samoa con los extranjeros recién llegados: del viaje, de la roca de Papasua y de si pensaba quedarme a vivir en un poblado indígena. También me habló de Escocia, y me pareció que trataba de exagerar el lujo con que había vivido allí. Después me preguntó, inocentemente, si conocía a Fulano y a Mengano, con quienes había tratado en Escocia.
       Después llegó Miller, el obeso comerciante de origen germano. Nos estrechó a todos las manos cordialmente, sentándose para pedir, con voz fuerte y cordial, un whisky con soda. Estaba muy grueso y sudaba mucho. Se quitó sus lentes de oro y se puso a limpiarlos. A través de sus gruesos cristales sus ojillos benévolos tenían una mirada sagaz y astuta. La conversación, hasta su llegada, había sido bastante aburrida, pero él la reanimó instantáneamente. A los pocos momentos tenía a las dos mujeres, Etel y la esposa de mi amigo, pendientes de sus palabras. Gozaba Miller en la isla fama de conquistador, y entonces pude darme cuenta de que aquel hombre, grueso, viejo y feo, tenía, sin embargo, cierto atractivo. Una de sus cualidades era saber hablar el lenguaje que convenía a cada oído y su fuerza radicaba en la vitalidad y confianza que sentía en sí mismo. Daba un tono especial a todas sus palabras. Al fin se volvió hacia mí:
       —Bueno, si queremos volver a la hora de la cena, tendremos que marcharnos. Si usted quiere puedo llevarle en mi coche.
       Le di las gracias y nos pusimos en pie. Estrechó la mano de sus amigos y salió de la habitación con paso firme y seguro, subiendo al coche.
       —Es bonita la mujer de Lawson —le dije por el camino.
       —Él la trata muy mal. Llega hasta a pegarle, y a mí me sulfura que un hombre pegue a su mujer.
       Hubo una pausa. Después añadió:
       —Hizo una locura al casarse con ella. Ya lo dije entonces. Si no lo hubiese hecho conservaría aún todo su poder sobre ella.
       Estábamos a fines de diciembre y se aproximaba la fecha de mi partida. El barco tenía fijada la salida para Sidney el 4 de enero. En el hotel se celebró la fiesta de Navidad, pero fue sólo como una preparación de la de Año Nuevo, que los acostumbrados contertulios del hotel querían que se festejara con todos los honores. Durante la cena de fin de año se habló y se alborotó de lo lindo. Luego nos levantamos de la mesa para ir a jugar al Club Inglés, donde seguimos hablando y riendo. Las apuestas las hadamos a voz en grito. Se apostaba fuerte, pero se jugaba mal, salvo por parte de Miller. Tenía más años que ninguno y bebió tanto como los demás, pero supo conservar durante toda la noche la vista clara y el pulso sereno. Se embolsó el dinero de los jóvenes con toda cortesía. Al cabo de una hora de estar allí me sentí fastidiado del espectáculo, y salí fuera, en busca de un poco de aire fresco. Crucé la carretera, bajando a la playa. En su orilla se alzaban tres cocoteros semejantes a tres deidades marinas que esperasen a sus amantes. Me senté al pie de uno de ellos, contemplando la laguna y las infinitas estrellas de la noche. Ignoro dónde había estado Lawson hasta entonces. En el Club apareció entre diez y once. Había venido por la solitaria y polvorienta carretera, rumiando seguramente su tristeza y su aburrimiento. Antes de pasar a la sala de billares estuvo en el bar, bebiendo. Sentía ahora una incontenible timidez que le impedía reunirse con los blancos, si no era después de haber injerido una fuerte dosis de whisky. Tenía un vaso en la mano cuando Miller, en mangas de camisa y apoyándose en un taco de billar, se le acercó. Miró al camarero y le dijo:
       —Sal un momento, Jack.
       El camarero, un indígena vestido con una chaqueta blanca y un rojo lava-lava, salió en silencio.
       —Escúcheme, Lawson. Estaba deseando poder cruzar dos palabras con usted.
       —Ése es uno de los pocos deseos que pueden satisfacerse gratis en esta condenada isla.
       Miller afirmó sus lentes de oro y miró a Lawson con sus ojos fríos y penetrantes.
       —Escúcheme, joven, tengo entendido que sigue usted pegando a su esposa. Sepa que no estoy dispuesto a permitir que ocurra más veces. ¿Entiende? Si vuelve a hacerlo le romperé las costillas.
       Lawson salió al fin de dudas. Ya sabía quién era el amante de su mujer. Y al mirar a aquel hombre gordo, calvo, abotagado, con doble papada; al fijarse en sus lentes de oro y en su mirada astuta y tolerante como la de un clérigo renegado; al acordarse de su edad, Lawson pensó en Etel, esbelta y virginal, y un estremecimiento dé horror recorrió todo su cuerpo. Fueran cuales fueran las culpas de Lawson, éste no era ningún cobarde, y sin decir palabra descargó un puñetazo sobre Miller. Pero Miller, con la mano que sostenía el taco, paró el golpe, y con el brazo derecho lanzó un directo contra el rostro de su adversario, alcanzándole en una oreja. Lawson era unas cuatro pulgadas más bajo que el germano-americano y de constitución menos robusta. Además, se hallaba debilitado, no sólo por su enfermedad, sino también por la bebida. Lawson cayó al suelo como un fardo, al pie del bar. Miller se quitó los lentes, limpiándolos con el pañuelo.
       —Ahora ya sabe usted lo que le aguarda —exclamó—. Esto sólo ha sido un aviso. Espero que lo tendrá en cuenta.
       Cogió su taco y regresó a la sala de billar. Era tal el ruido que hacían los jugadores que nadie se dio cuenta de lo ocurrido. Lawson se puso en pie, llevándose la mano a la oreja, que le zumbaba a causa del golpe recibido. Seguidamente salió del Club.
       Vi que un hombre cruzaba la carretera como una sombra blanca en la oscuridad de la noche, pero no pude reconocerlo. Bajó a la playa, pasando junto a mí, que permanecía sentado al pie del árbol. Vi que era Lawson. Pensé que seguramente estaría borracho y no le dirigí la palabra; Siguió su camino con paso firme e irresoluto. De pronto dio media vuelta y se me acercó, mirándome fijamente.
       —Ya me había parecido que era usted —me dijo.
       Se sentó a mi lado, sacando su pipa.
       —En el Club no hay quien pare. Hay demasiado ruido, y el calor es insoportable —le repuse.
       —¿Y qué hace usted aquí? —me preguntó entonces.
       —Esperaba la hora de ir a la misa de fin de año en la catedral.
       —Si no le molesta le acompañaré.
       Lawson estaba completamente sereno. Permanecimos sentados un rato, fumando en silencio. De vez en cuando se oía en la laguna el chapoteo de algún pez de gran tamaño, y un poco más allá, hacia la salida de los arrecifes, se veía la luz de una goleta.
       —Se marcha usted la semana próxima, ¿verdad?
       —Sí.
       —Debe de ser magnífico poder encontrarse en la patria de nuevo. Pero yo no puedo volver allí. Por el frío, ¿comprende?
       —Cuesta imaginarse que ahora en Inglaterra está la gente reunida en torno al fuego —repuso.
       No soplaba la menor ráfaga de aire. La tranquilidad de la noche tenía el encanto misterioso de un hechizo. Yo no llevaba más que la camisa y unos pantalones. Saboreé la exquisita languidez de la noche, y distendí mis miembros voluptuosamente.
       —Ésta no es una noche de fin de año que nos incite a tomar buenas resoluciones para el futuro —murmuré, sonriendo.
       Lawson no contestó, pero no sé qué pensamiento despertarían en su imaginación mis palabras, que, después de unos instantes, se puso a hablar. Lo hizo con voz baja y monótona, con acento educado, produciéndome una agradable impresión después de los tonos vulgares que hasta entonces habían herido mi sensibilidad y mis oídos.
       —He arruinado completamente mi vida. Esto es evidente, ¿verdad? Estoy con el agua al cuello, y no hay escape para mí. Y lo más extraño de todo es que ni siquiera sé por qué he fracasado.
       Contuve el aliento porque para mí no hay nada más terrible que el que un hombre nos revele los secretos de su alma. Entonces es cuando uno se da cuenta de que no hay nadie, por vulgar o corrompido que sea, que no tenga algo que consiga excitar nuestra compasión.
       —No sería tan terrible si pudiera convencerme de que todo ha sido por culpa mía. Es cierto que me he entregado a la bebida, pero no lo hubiera hecho de haberme ido las cosas de otra manera. No debía haberme casado con Etel, aunque la amaba demasiado para no hacerlo.
       Su voz se hizo temblorosa.
       —En el fondo, ella no es piala. Todo ha sido culpa de nuestra mala suerte. Podíamos haber sido felices como príncipes. Cuando ella se escapó, debí haberla dejado, pero no pude. La adoraba… Y, además, estaba el niño.
       —¿Está usted muy encariñado con él? —le pregunté.
       —Lo estuve. Ahora tengo dos. Pero apenas significan nada para mí. Usted los tomaría por indígenas. Para que me entiendan tengo que hablarles en samoano.
       —Pero ¿es que es demasiado tarde para que vuelva usted a empezar? ¿No podría tomar una resolución heroica y marcharse de aquí?
       —No me siento con fuerzas. Estoy perdido.
       —¿Sigue usted enamorado de su mujer?
       —No. Ahora ya no —dijo con una especie de horror—. Ni siquiera me queda ese consuelo.
       Sonaron las campanas de la catedral.
       —Si quiere oír la misa de fin de año, ya es hora.
       —Vamos.
       Nos pusimos en pie, encaminándonos por la carretera hacia la catedral. Era un edificio blanco, erigido frente al mar, no exento de grandeza. A su lado, las capillas protestantes tenían el aspecto de vulgares salas de conferencias. En la carretera había dos o tres automóviles y muchos coches. La gente había venido de todas las partes de la isla, y a través de las puertas, abiertas de par en par, vimos la abigarrada muchedumbre que llenaba las naves. El altar mayor estaba profusamente iluminado. Había unos cuantos blancos y bastantes mestizos, pero la mayoría eran indígenas. Todos los hombres llevaban pantalones. Los misioneros habían conseguido convencerles de que se quitaran el lava-lava, aquel día. Encontramos unas sillas en la parte de atrás y nos sentamos. De pronto, siguiendo la mirada de Lawson, vi a Etel que entraba con un grupo de indígenas. Iban todos muy bien vestidos. Los hombres, con cuello alto y botas relucientes; las mujeres, con grandes y alegres sombreros. Etel, al pasar, saludó, sonriendo, a sus amigos. La misa dio comienzo. Cuando terminó, Lawson y yo nos apartamos a un lado, para ver salir a la gente. A los pocos momentos me tendió la mano.
       —Buenas noches —dijo—. Espero y deseo que tenga un feliz viaje.
       —Nos veremos antes de que me marche.
       —Tal vez, pero no sé si estaré sereno o borracho para entonces.
       Dio media vuelta y se marchó. Por última vez vi aquellos grandes ojos negros brillando de una forma extraña bajo sus cejas hirsutas. Me quedé, de momento, sin saber qué hacer. No tenía sueño, por lo que me decidí a pasar por el club antes de acostarme. Cuando llegué a la sala de billar estaba vacía, pero un grupo jugaba al poker en el vestíbulo. Miller, al entrar yo, levantó la vista.
       —Siéntese y juegue con nosotros un rato —me dijo.
       —Bueno.
       Compré unas cuantas fichas y me puse a jugar. El poker es, desde luego, uno de los juegos más fascinadores. La partida se prolongó durante varias horas. El camarero indígena, con aire cordial y despierto, a pesar de la hora, estaba atento para servirnos lo que pedíamos. Hasta nos trajo jamón y pan. Algunos habían bebido bastante y se jugaba fuerte. Yo lo hacía con cierto tino, no deseando ganar ni perder; pero no pude menos de observar a Miller, fascinado. Bebía lo mismo que los demás; pero, sin embargo, permanecía inalterable. Su montón de fichas aumentaba sin cesar. Junto a ellas tenía un papel con la cantidad que le debían algunos. Sus bromas eran continuas, mezcladas con el relato de anécdotas y chistes. Sin embargo, no perdía una jugada y ni el más pequeño gesto le traicionaba. El alba empezó a filtrarse tímidamente por la ventana, y a poco salió el sol.
       —Bien —dijo Miller—. Me parece que hemos despedido el año en debida forma. Ahora ya podemos retirarnos. Recuerden, señores, que tengo cuarenta años.
       Cuando salimos a la veranda la mañana era fresca y agradable. La laguna parecía una sábana de cristal multicolor. Alguien sugirió la idea de tomar un baño antes de acostarse, pero no en la laguna, donde era peligroso hacerlo, sino en el río. Miller tenía su coche en la puerta y se ofreció a llevarnos al remanso del arroyo. Montamos en el coche y éste se lanzó a toda velocidad por la carretera solitaria. Cuando llegamos parecía como si la noche aún no hubiera abandonado aquella parte de la tierra. Bajo los árboles las sombras se resistían a marcharse, y la incierta oscuridad que lo envolvía todo, daba al paisaje un encanto poético y misterioso. Nuestro humor era excelente. No teníamos toalla ni otra ropa que la puesta, de modo que yo no veía cómo podríamos secarnos. Nelson fue el primero que se decidió a lanzarse al agua.
       —Voy a sumergirme hasta el fondo —dijo.
       Poco después otro del grupo le siguió, pero no tardó en volver a la superficie. Tras él surgió Nelson que, al acercarse a la orilla, nos dijo jadeante:
       —¡Ayudadme a salir!
       —¿Qué pasa?
       Evidentemente algo le había ocurrido. Tenía el semblante descompuesto.
       Le ayudamos a salir del agua.
       —Ahí abajo hay un hombre —dijo señalando al río.
       —No digas tonterías. Eso debe de ser que has bebido mucho esta noche.
       —Si no me equivoco es que debo de estar a punto de tener un ataque de delirium tremens. Pero os repito que allí hay un hombre. Me ha dado un susto terrible.
       Miller le miró durante unos instantes. Nelson estaba blanco y temblando convulsivamente.
       —Vamos, Cárter —dijo Miller a un corpulento australiano—. Será mejor que bajemos a ver qué es lo que hay.
       —Estaba de pie —aseguró Nelson— y completamente vestido. Lo he visto con mis propios ojos. Intentó cogerme.
       —¿Listo? —preguntó Miller al australiano.
       Ambos se arrojaron al agua y nosotros esperamos en la orilla silenciosos. Nos pareció que permanecían en el fondo más de lo que un hombre puede resistir. Hasta que, al fin, Cárter salió a la superficie e inmediatamente después Miller, con el semblante congestionado, como si le fuese a dar un ataque. Arrastraban algo que debía de pesar mucho. Un tercero se lanzó al agua para ayudarlos, y entre los tres fueron empujando la pesada carga, hasta dejarla en la orilla. Entonces vimos lo que tanto terror había causado a Nelson: era el cadáver de Lawson, con una enorme piedra atada a la cintura.
       —Hizo su trabajo a conciencia —murmuró Miller mientras se secaba el agua de los ojos.


1921.


Cosmopolitan Magazine (septiembre de 1921)
The Trembling of a Leaf; Little Stories of the South Sea Islands
(Garden City, Nueva York: Doubleday, 1921.)



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