Ilustración de Luis Scafati |
Haruki Murakami
Samsa enamorado
Cuando despertó, descubrió que se había metamorfoseado en Gregor Samsa.
Estaba boca arriba en la cama, observando el techo de la habitación. Sus ojos tardaron un tiempo en adaptarse a la penumbra. Por lo que pudo ver, era un techo normal y corriente, como el de cualquier otro sitio. Originalmente debió de haber sido blanco, de un tono crema claro o algo así. Pero a causa del polvo o la suciedad acumulada con el tiempo, ahora era de un color que recordaba a la leche cortada. No tenía adornos, ni ninguna característica en particular. Tampoco declaraciones o mensajes. Parecía desempeñar, aparentemente sin impedimentos, su función estructural de techo, sin mayores pretensiones.
Aún tendido boca arriba, examinó la habitación con lentos movimientos de ojos y cuello. No había nada que pudiese considerarse mueble, excepto la cama donde dormía. Ni cómodas, ni mesas, ni sillas. Ningún cuadro, reloj o espejo colgados de la pared. Tampoco vio ninguna lámpara. Y hasta donde le alcanzaba la vista, parecía que en el suelo no había alfombras ni moqueta. El parquet estaba completamente desnudo. Las paredes se hallaban revestidas de un viejo papel descolorido con pequeños dibujos, pero con aquella luz mortecina era prácticamente imposible distinguirlos —aunque tal vez habría sucedido igual bajo una luz brillante.
En la pared que tenía a la derecha, en el lado opuesto a la ventana, había una puerta. Tenía un pomo de latón desgastado. La habitación seguramente había sido utilizada en su día como parte de una vivienda ordinaria. Se percibía en el ambiente. Pero, ahora, todo rastro de los antiguos moradores había sido netamente erradicado. La cama donde yacía en el centro del cuarto era lo único que quedaba. Sin embargo, estaba desprovista de ropa: carecía de sábanas, de edredón, de almohada. Sólo habían dejado un viejo colchón.
Samsa no tenía ni idea de dónde se encontraba ni de qué debía hacer. Lo único que a duras penas comprendía era que se había convertido en un ser humano llamado Gregor Samsa. ¿Cómo lo sabía? Tal vez alguien se lo había susurrado al oído mientras dormía: «Te llamas Gregor Samsa».
¿Y quién demonios era antes de convertirse en Gregor Samsa? ¿ Qué cosa era ?
Pero tan pronto como se puso a pensar en ello, se le nubló la mente y se volvió pesada. Y en lo profundo de su cabeza se formó una especie de oscura nube de mosquitos. Poco a poco fue volviéndose más densa y se desplazó hacia la parte blanda del cerebro con un ligero zumbido. En ese preciso instante, Samsa dejó de pensar. En ese momento pensar en detalle sobre cualquier cosa era un lastre demasiado pesado para él.
Comoquiera que fuese, tenía que aprender a moverse. No iba a estar allí tumbado mirando ociosamente el techo para siempre. Estaba demasiado desvalido. Si en tal estado llegaba a toparse con un enemigo —por ejemplo, si lo atacaba una bandada de pájaros feroces—, no tendría ninguna esperanza de sobrevivir. Para empezar, probó a mover los dedos de la mano. Tenía diez largos dedos en total, cinco en cada mano, la izquierda y la derecha. Estaban provistos de numerosas articulaciones capaces de una compleja combinación de operaciones. También notaba el cuerpo entero entumecido (como si lo hubieran sumergido en un líquido denso y viscoso) y era incapaz de transmitir energía a los terminales de forma eficiente.
Aun así, cerró los ojos y se concentró y, a fuerza de experimentar pacientemente por tanteo y error, poco a poco consiguió que los dedos de ambas manos se moviesen con libertad. Además, fue cogiéndole el tranquillo a la manera de mover las articulaciones, aunque fuese a un ritmo lento. Al mover la punta de los dedos, el entumecimiento que atenazaba su cuerpo fue disminuyendo y retrocediendo paulatinamente. Pero entonces, como para colmar el vacío dejado, un intenso dolor comenzó a atormentarlo —era como si una siniestra roca oscura hubiese emergido al bajar la marea.
Tardó un poco en darse cuenta de que se trataba de la sensación de hambre. Un hambre brutal, como nunca había experimentado, o al menos como nunca recordaba haber experimentado. Daba la impresión de que no hubiera ingerido ni un poco de comida en toda una semana —así se sentía—. Parecía que se le hubiese abierto una caverna en medio del cuerpo. Le crujían los huesos, tenía los músculos agarrotados y sentía retortijones.
Incapaz de aguantar más aquel sufrimiento, se incorporó poco a poco apoyándose en los codos. Crac. La espalda le crujió varias veces con un ruido espantoso. ¿Cuánto tiempo llevaría acostado en aquella cama? Cada una de las partes de su cuerpo clamaba a gritos su negativa a levantarse y cambiar de postura. A pesar de ello, logró soportar el dolor y, concentrando todas sus fuerzas en la idea de erguirse, logró sentarse en la cama.
¡Qué cuerpo más horrible! Samsa no pudo evitar pensarlo al entrever sus carnes desnudas y palpar lo que no estaba al alcance de su vista. Pero no sólo era horrible. Estaba también demasiado desprotegido. Aquella piel blanca y lisa (la presencia de vello resultaba casi anecdótica), el vientre blando completamente desamparado, los genitales con una forma imposible, apenas un par de brazos y un par de piernas esmirriados, estrechas venas que abultaban en forma de líneas azules, un cuello larguirucho e inestable que podría partirse con facilidad, una cabeza grande y deforme. La coronaban duras y largas greñas, y dos orejas se desplegaban abruptamente a ambos lados como conchas. «¿Será éste mi verdadero yo? ¿Puede este cuerpo absurdo y de aspecto tan frágil (desprovisto de un caparazón para protegerse o de un arma para atacar) sobrevivir en el mundo? ¿Por qué no me convertí en pez? ¿Por qué no me convertí en un girasol?» Convertirse en pez o girasol habría tenido más sentido. Por lo menos mucho más que convertirse en Gregor Samsa. No pudo evitar pensar eso.
Aun así, bajó con decisión las piernas de la cama y plantó los pies en el suelo desnudo. Estaba más frío de lo esperado y Samsa tragó saliva sin querer. Tras repetir una serie de fallos garrafales y chocar aquí y allá, por fin logró levantarse valiéndose de las piernas. Permaneció erguido un rato apoyándose con una mano en la estructura de la cama. Pero al quedarse quieto, notó que la cabeza le pesaba demasiado y no conseguía mantener el cuello recto. El sudor le corría por las axilas y el órgano reproductor se le encogió debido al extremo nerviosismo. Respiró hondo varias veces e intentó relajar la tensión de los músculos.
Una vez que su cuerpo se habituó en cierto modo a estar erguido, lo siguiente fue aprender a caminar. Pero andar con ambas piernas supuso un esfuerzo similar a aguantar una tortura y aquellos movimientos le provocaron intensos dolores musculares. Avanzar alternando la pierna izquierda y la derecha era, se mirase por donde se mirase, un acto absurdo que quebrantaba las leyes de la naturaleza, y el hecho de que el campo de visión se hallase alto, en una posición inestable, hizo que su cuerpo se tensase. Desde el primer momento le resultó terriblemente difícil entender que debía sincronizar las articulaciones de la cadera y las rodillas para mantener el equilibrio. A cada paso que daba las rótulas le temblaban por miedo a caerse y tenía que apoyar las manos en la pared.
Pero no iba a quedarse en aquella habitación eternamente. Si no encontraba algo decente que comer y se lo llevaba a la boca, más pronto que tarde aquella hambre lacerante consumiría su cuerpo y lo destruiría.
Le llevó largo rato avanzar a trompicones, siempre agarrado a la pared, hasta la puerta. Ignoraba las unidades de tiempo o cómo medirlo. Pero, en todo caso, le había llevado mucho tiempo. Quedaba demostrado por la cantidad de dolor que acumulaba. No obstante, a fuerza de desplazarse fue asimilando la manera de usar músculos y articulaciones. Todavía se movía a una velocidad lenta y con gestos desmañados. Además, requería de un apoyo. Seguramente podría pasar por una persona discapacitada.
Tocó el pomo de la puerta y probó a tirar de él. La puerta no se abrió ni un ápice. Empujar tampoco servía. A continuación lo giró hacia la derecha y tiró. La puerta se abrió hacia dentro con un leve chirrido. No estaba cerrada con llave. Asomó un poco la cabeza por el hueco. Ni rastro de un alma humana en el pasillo. Todo estaba tan silencioso como el fondo del océano. Para empezar, pisó con la pierna derecha fuera, luego sacó medio cuerpo de la habitación agarrándose con una mano al marco de la puerta y después sacó la pierna izquierda. Entonces, con las manos pegadas a la pared fue avanzando paso a paso descalzo por el corredor.
En el pasillo había cuatro puertas en total, incluida la de la habitación de la que acababa de salir. Todas eran de madera y en tonos oscuros, con idéntico aspecto. ¿Cómo serían por dentro? ¿Habría alguien? Sentía unas ganas tremendas de abrir las puertas y echar un vistazo. Así quizá podría aclarar un poco la incomprensible situación en que se hallaba. Quizá encontraría algún indicio que explicara las cosas con lógica. Pero al final pasó de largo con sigilo. Antes que la curiosidad, tenía que satisfacer el hambre. Debía apresurarse a llenar con algo sustancioso aquella agreste caverna que anidaba en su interior.
Y, ahora, Samsa sabía adónde dirigirse para conseguir ese algo sustancioso .
«Sigue el olor», pensó mientras movía de manera compulsiva las narinas. Olía a comida caliente. El aroma de los alimentos cocinados flotaba en el aire, quedamente, transformado en diminutas partículas que estimulaban de forma enloquecida las mucosas de su nariz. El olfato transmitió en menos de un segundo la información al cerebro y, como resultado, un nítido presentimiento y un intenso anhelo retorcieron con crueldad propia de expertos inquisidores su aparato digestivo. La boca se le hizo agua.
Pero, para llegar a la fuente del olor, primero tenía que bajar una escalera. Si caminar por un lugar llano era ya de por sí una mortificación, descender una empinada escalera de diecisiete peldaños era lo más parecido a una pesadilla. Se dirigió a la escalera y empezó a bajar agarrándose con ambos brazos a la barandilla. Con cada escalón, el peso de su cuerpo recaía en sus finas muñecas y en varias ocasiones estuvo a punto de caer rodando, incapaz de mantener el equilibrio. Cada vez que adoptaba una postura poco natural, todos los huesos y los músculos de su cuerpo se estremecían del dolor.
Mientras bajaba la escalera, Samsa pensaba básicamente en peces y girasoles. Si fuese un pez, no habría necesitado andar bajando y subiendo escaleras y habría podido llevar una vida tranquila. Y, sin embargo, ¿por qué tenía que realizar él una operación tan sumamente peligrosa y antinatural? Era absurdo.
Cuando por fin llegó al último de los diecisiete escalones, Samsa corrigió una vez más la postura y, haciendo acopio de la energía que le restaba, se encaminó hacia el lugar de donde provenía el olor a comida. Atravesó el vestíbulo, de techos altos, y se adentró en el comedor por la puerta abierta. En la gran mesa ovalada habían dispuesto platos con comida. En torno a la mesa había cinco sillas, pero ni un alma. De los platos todavía se alzaba un tenue vapor blanquecino. En el centro había un florero de cristal con una docena de lirios blancos. Aunque la mesa estaba provista de cubiertos y servilletas blancas para cuatro comensales, no parecía que los hubiesen tocado. Daba la impresión de que hubieran servido el desayuno y de pronto, cuando los comensales se disponían a hincarle el diente, algo inesperado hubiera sucedido y todos se hubieran levantado y desaparecido sin más. No había transcurrido mucho rato de eso.
¿Qué diablos había ocurrido? ¿Adónde se habrían ido? ¿O adónde se los habrían llevado? ¿Regresarían por fin a desayunar?
Pero no era el momento de perderse en tales pensamientos. Samsa se derrumbó sobre la silla que tenía más cerca y, sin usar cuchillo, cuchara, tenedor ni servilleta, sólo valiéndose de las manos, se comió los platos dispuestos sobre la mesa, uno tras otro. Rompía el pan en pedazos, que se llevaba a la boca tal cual, sin untarlos con mantequilla ni mermelada; engullía las gruesas salchichas cocidas enteras, mordisqueaba un huevo cocido sin ni siquiera molestarse en quitarle la cáscara, se tragaba las verduras encurtidas a puñados. Se llevó el puré caliente de patatas directamente a la boca con las manos. Trituraba con los dientes aquel revoltijo de alimentos y para ayudar a bajar lo que quedaba a medio masticar bebía agua de la jarra. El sabor no le importaba. Ni siquiera distinguía entre algo que estuviera bueno o malo, entre picante o amargo. Lo primordial era llenar el vacío de su cuerpo. Devoraba, fuera de sí, como si librase una carrera contra el tiempo. De tal modo que mientras chupaba algo que tenía en la mano, por error se mordió con fuerza un dedo. Los restos de comida se desparramaban sobre la mesa y un plato cayó al suelo y se hizo añicos. Pero nada de eso le importaba.
La mesa presentaba un aspecto lamentable. Como si una enorme bandada de cuervos se hubiera colado por la ventana abierta y, tras arremolinarse para picotear cuanto allí había, se hubiera alejado volando. Cuando por fin, después de haber comido todo lo que pudo, se tomó un respiro, apenas quedaba nada sobre la mesa. Lo único intacto eran los lirios del florero. Si no hubiera habido suficiente comida, quizá también se habría zampado las flores. Tanta hambre había tenido.
Tocó el pomo de la puerta y probó a tirar de él. La puerta no se abrió ni un ápice. Empujar tampoco servía. A continuación lo giró hacia la derecha y tiró. La puerta se abrió hacia dentro con un leve chirrido. No estaba cerrada con llave. Asomó un poco la cabeza por el hueco. Ni rastro de un alma humana en el pasillo. Todo estaba tan silencioso como el fondo del océano. Para empezar, pisó con la pierna derecha fuera, luego sacó medio cuerpo de la habitación agarrándose con una mano al marco de la puerta y después sacó la pierna izquierda. Entonces, con las manos pegadas a la pared fue avanzando paso a paso descalzo por el corredor.
En el pasillo había cuatro puertas en total, incluida la de la habitación de la que acababa de salir. Todas eran de madera y en tonos oscuros, con idéntico aspecto. ¿Cómo serían por dentro? ¿Habría alguien? Sentía unas ganas tremendas de abrir las puertas y echar un vistazo. Así quizá podría aclarar un poco la incomprensible situación en que se hallaba. Quizá encontraría algún indicio que explicara las cosas con lógica. Pero al final pasó de largo con sigilo. Antes que la curiosidad, tenía que satisfacer el hambre. Debía apresurarse a llenar con algo sustancioso aquella agreste caverna que anidaba en su interior.
Y, ahora, Samsa sabía adónde dirigirse para conseguir ese algo sustancioso .
«Sigue el olor», pensó mientras movía de manera compulsiva las narinas. Olía a comida caliente. El aroma de los alimentos cocinados flotaba en el aire, quedamente, transformado en diminutas partículas que estimulaban de forma enloquecida las mucosas de su nariz. El olfato transmitió en menos de un segundo la información al cerebro y, como resultado, un nítido presentimiento y un intenso anhelo retorcieron con crueldad propia de expertos inquisidores su aparato digestivo. La boca se le hizo agua.
Pero, para llegar a la fuente del olor, primero tenía que bajar una escalera. Si caminar por un lugar llano era ya de por sí una mortificación, descender una empinada escalera de diecisiete peldaños era lo más parecido a una pesadilla. Se dirigió a la escalera y empezó a bajar agarrándose con ambos brazos a la barandilla. Con cada escalón, el peso de su cuerpo recaía en sus finas muñecas y en varias ocasiones estuvo a punto de caer rodando, incapaz de mantener el equilibrio. Cada vez que adoptaba una postura poco natural, todos los huesos y los músculos de su cuerpo se estremecían del dolor.
Mientras bajaba la escalera, Samsa pensaba básicamente en peces y girasoles. Si fuese un pez, no habría necesitado andar bajando y subiendo escaleras y habría podido llevar una vida tranquila. Y, sin embargo, ¿por qué tenía que realizar él una operación tan sumamente peligrosa y antinatural? Era absurdo.
Cuando por fin llegó al último de los diecisiete escalones, Samsa corrigió una vez más la postura y, haciendo acopio de la energía que le restaba, se encaminó hacia el lugar de donde provenía el olor a comida. Atravesó el vestíbulo, de techos altos, y se adentró en el comedor por la puerta abierta. En la gran mesa ovalada habían dispuesto platos con comida. En torno a la mesa había cinco sillas, pero ni un alma. De los platos todavía se alzaba un tenue vapor blanquecino. En el centro había un florero de cristal con una docena de lirios blancos. Aunque la mesa estaba provista de cubiertos y servilletas blancas para cuatro comensales, no parecía que los hubiesen tocado. Daba la impresión de que hubieran servido el desayuno y de pronto, cuando los comensales se disponían a hincarle el diente, algo inesperado hubiera sucedido y todos se hubieran levantado y desaparecido sin más. No había transcurrido mucho rato de eso.
¿Qué diablos había ocurrido? ¿Adónde se habrían ido? ¿O adónde se los habrían llevado? ¿Regresarían por fin a desayunar?
Pero no era el momento de perderse en tales pensamientos. Samsa se derrumbó sobre la silla que tenía más cerca y, sin usar cuchillo, cuchara, tenedor ni servilleta, sólo valiéndose de las manos, se comió los platos dispuestos sobre la mesa, uno tras otro. Rompía el pan en pedazos, que se llevaba a la boca tal cual, sin untarlos con mantequilla ni mermelada; engullía las gruesas salchichas cocidas enteras, mordisqueaba un huevo cocido sin ni siquiera molestarse en quitarle la cáscara, se tragaba las verduras encurtidas a puñados. Se llevó el puré caliente de patatas directamente a la boca con las manos. Trituraba con los dientes aquel revoltijo de alimentos y para ayudar a bajar lo que quedaba a medio masticar bebía agua de la jarra. El sabor no le importaba. Ni siquiera distinguía entre algo que estuviera bueno o malo, entre picante o amargo. Lo primordial era llenar el vacío de su cuerpo. Devoraba, fuera de sí, como si librase una carrera contra el tiempo. De tal modo que mientras chupaba algo que tenía en la mano, por error se mordió con fuerza un dedo. Los restos de comida se desparramaban sobre la mesa y un plato cayó al suelo y se hizo añicos. Pero nada de eso le importaba.
La mesa presentaba un aspecto lamentable. Como si una enorme bandada de cuervos se hubiera colado por la ventana abierta y, tras arremolinarse para picotear cuanto allí había, se hubiera alejado volando. Cuando por fin, después de haber comido todo lo que pudo, se tomó un respiro, apenas quedaba nada sobre la mesa. Lo único intacto eran los lirios del florero. Si no hubiera habido suficiente comida, quizá también se habría zampado las flores. Tanta hambre había tenido.
A continuación, permaneció un buen rato sentado a la mesa, ensimismado. Posó ambas manos sobre el tablero y, respirando trabajosamente, subiendo y bajando los hombros, contempló con ojos entornados los lirios blancos. Lentamente, una sensación de plenitud fue invadiéndolo, como cuando sube la marea en una playa. Sintió cómo la caverna interior se había ido llenando de forma paulatina y el vacío se había achicado.
Acto seguido, cogió la cafetera metálica y se sirvió café en una taza de porcelana blanca. El intenso y penetrante aroma le hizo evocar algo. No era un recuerdo directo. Era totalmente indirecto, había superado varias etapas. Se produjo una extraña duplicidad temporal, como si lo que estaba experimentando en el presente fuese el pasado visto desde el futuro. Como si las vivencias y los recuerdos circulasen en un ir y venir por un ciclo cerrado. Le echó un montón de nata al café, lo removió con el dedo y bebió. Aunque estaba bastante frío, todavía conservaba una ligera tibieza. Lo mantenía un instante en la boca y luego lo enviaba al estómago poco a poco, con precaución. El café le calmó un poco los nervios.
De pronto sintió frío. Su cuerpo se echó a temblar con fuertes sacudidas. Hasta entonces, la sensación de hambre había sido tan brutal que ni siquiera se había fijado en otras sensaciones corporales. Pero una vez satisfecha el hambre, percibió el helado aire matutino. Habían apagado la chimenea y hacía frío. Encima, se hallaba descalzo y desnudo.
Samsa se percató de que necesitaba vestirse con algo. En aquel estado, no soportaría el frío. Además, aquél no era el aspecto más apropiado para presentarse delante de nadie. En cualquier momento podría aparecer alguien en la entrada. Tal vez quienes habían estado allí hasta hacía poco —los mismos que se disponían a desayunar— regresarían en breve. Si lo encontraban así, sin duda Samsa se vería en un aprieto.
De algún modo se dio cuenta de todo esto. No fue una suposición, ni conocimiento, sino un puro percatarse. Samsa ignoraba qué recorrido había seguido ese percatarse hasta llegar hasta él. Quizá también formase parte de esa memoria suya que giraba en círculos.
Se levantó de la silla, salió del comedor y se encaminó al vestíbulo. Aunque todavía era bastante torpe y necesitaba tomarse su tiempo, ahora lograba andar con las dos patas sin agarrarse a nada. En el recibidor había un paragüero de hierro con algunos paraguas y bastones. Decidió tomar un bastón negro de roble para que le sirviera de apoyo. El tacto sólido de la empuñadura le transmitió coraje y sosiego. Podría usarlo como arma en caso de que un pájaro lo atacase. Luego se acercó a la ventana y escudriñó un rato entre los blancos visillos de encaje.
Delante de la casa había una calle. No era demasiado ancha. Apenas estaba transitada y se veía demasiado vacía. Las personas que de cuando en cuando cruzaban a paso ligero iban cubiertas de pies a cabeza con ropa. Prendas de distintas formas y colores. Casi todos eran hombres, pero también pasaron una o dos mujeres. Vestían distinto en función del sexo. Y calzaban zapatos de cuero duro. Había también quien llevaba botas bien lustradas. Las suelas hacían un ruido breve y seco, tac, tac, contra el pavimento de cantos rodados. Todos se tocaban con sombrero. Como es natural, todo el mundo caminaba a dos patas y no iba con los genitales al aire. Samsa se plantó frente al espejo de cuerpo entero de la entrada y se comparó con los transeúntes de la calle. En el espejo se veía débil y desaliñado. Le goteaba salsa y grasa de la barriga y tenía migajas de pan adheridas como algodón al pubis. Se limpió con las manos.
«Debo vestirme», se dijo de nuevo.
A continuación volvió a mirar hacia la calle y buscó aves. No se veía ni una.
En la planta baja se hallaba la entrada, el comedor, la cocina y la sala de estar. Pero no encontró nada que pudiera ponerse. La planta baja seguramente no era el lugar donde la gente se vestía. Las vestimentas debían de estar todas juntas en algún lugar de la primera planta.
Armado de decisión, volvió a subir la escalera. Para su sorpresa, fue mucho más fácil que bajarla. Se agarró a la barandilla y logró ascender los diecisiete peldaños en un tiempo relativamente corto, con algún descanso de por medio, y sin sentir especial miedo o dolor.
Cabe decir que por fortuna ninguna de las puertas estaba cerrada con llave. Se abrían hacia dentro, girando el pomo a la derecha. Las habitaciones de la primera planta eran cuatro en total y, excepto la estancia fría y desnuda en que había despertado, disponían de todas las comodidades. Había camas con sábanas limpias, armarios, escritorios, lámparas y alfombras de complejos diseños. Todo estaba ordenado y limpiado con esmero. Los libros se hallaban bien colocados en las estanterías y de las paredes colgaban paisajes al óleo enmarcados. Todos representaban acantilados blancos en la costa. En el cielo azul marino flotaban nubes blancas con forma de dulce. Habían adornado los jarrones de cristal con flores de vivos colores. No se les había ocurrido condenar las ventanas con toscos listones de madera ni nada similar. La bendita luz diurna se colaba en silencio a través de las ventanas con cortinas de encaje. En cada cama se veían señales de que alguien había estado durmiendo hasta hacía poco. La concavidad de la cabeza todavía se marcaba en las blancas almohadas.
En el armario de la habitación más grande encontró una bata que se ajustaba a su cuerpo. Le serviría para taparse. Las otras prendas eran demasiado complejas e ignoraba cómo ponérselas o con qué combinaciones se suponía que debía vestirse. Tenían demasiados botones y no sabía bien cuál era la diferencia entre delante y detrás, arriba y abajo. Tampoco tenía claro en qué se distinguía la ropa interior de la otra. Había demasiadas cosas por aprender en lo relativo a vestimenta. La bata, en cambio, era mucho más sencilla y práctica, tenía pocos elementos decorativos y hasta él se veía capaz de ponérsela. Estaba hecha de un tejido blando y ligero, suave a la piel. Era de color azul marino. Encontró además unas zapatillas del mismo tono que hacían juego.
Cubrió su desnudez con la bata y, tras intentarlo varias veces, logró anudar el cinturón por delante. Luego se miró en el espejo ataviado con la bata y las zapatillas. Al menos era mejor que andar dando vueltas en cueros. Si observaba con mayor detalle de qué manera vestía la gente, poco a poco acabaría comprendiendo cómo ponerse correctamente las prendas más comunes. Hasta ese momento, debería apañárselas con la bata. No podía decirse en absoluto que fuese bastante cálida, pero hasta cierto punto le permitía soportar el frío, al menos mientras siguiese dentro de la casa. Y sobre todo a Samsa lo tranquilizaba que su piel blanda y desnuda no estuviese expuesta y desprotegida frente a los pájaros.
Acto seguido, cogió la cafetera metálica y se sirvió café en una taza de porcelana blanca. El intenso y penetrante aroma le hizo evocar algo. No era un recuerdo directo. Era totalmente indirecto, había superado varias etapas. Se produjo una extraña duplicidad temporal, como si lo que estaba experimentando en el presente fuese el pasado visto desde el futuro. Como si las vivencias y los recuerdos circulasen en un ir y venir por un ciclo cerrado. Le echó un montón de nata al café, lo removió con el dedo y bebió. Aunque estaba bastante frío, todavía conservaba una ligera tibieza. Lo mantenía un instante en la boca y luego lo enviaba al estómago poco a poco, con precaución. El café le calmó un poco los nervios.
De pronto sintió frío. Su cuerpo se echó a temblar con fuertes sacudidas. Hasta entonces, la sensación de hambre había sido tan brutal que ni siquiera se había fijado en otras sensaciones corporales. Pero una vez satisfecha el hambre, percibió el helado aire matutino. Habían apagado la chimenea y hacía frío. Encima, se hallaba descalzo y desnudo.
Samsa se percató de que necesitaba vestirse con algo. En aquel estado, no soportaría el frío. Además, aquél no era el aspecto más apropiado para presentarse delante de nadie. En cualquier momento podría aparecer alguien en la entrada. Tal vez quienes habían estado allí hasta hacía poco —los mismos que se disponían a desayunar— regresarían en breve. Si lo encontraban así, sin duda Samsa se vería en un aprieto.
De algún modo se dio cuenta de todo esto. No fue una suposición, ni conocimiento, sino un puro percatarse. Samsa ignoraba qué recorrido había seguido ese percatarse hasta llegar hasta él. Quizá también formase parte de esa memoria suya que giraba en círculos.
Se levantó de la silla, salió del comedor y se encaminó al vestíbulo. Aunque todavía era bastante torpe y necesitaba tomarse su tiempo, ahora lograba andar con las dos patas sin agarrarse a nada. En el recibidor había un paragüero de hierro con algunos paraguas y bastones. Decidió tomar un bastón negro de roble para que le sirviera de apoyo. El tacto sólido de la empuñadura le transmitió coraje y sosiego. Podría usarlo como arma en caso de que un pájaro lo atacase. Luego se acercó a la ventana y escudriñó un rato entre los blancos visillos de encaje.
Delante de la casa había una calle. No era demasiado ancha. Apenas estaba transitada y se veía demasiado vacía. Las personas que de cuando en cuando cruzaban a paso ligero iban cubiertas de pies a cabeza con ropa. Prendas de distintas formas y colores. Casi todos eran hombres, pero también pasaron una o dos mujeres. Vestían distinto en función del sexo. Y calzaban zapatos de cuero duro. Había también quien llevaba botas bien lustradas. Las suelas hacían un ruido breve y seco, tac, tac, contra el pavimento de cantos rodados. Todos se tocaban con sombrero. Como es natural, todo el mundo caminaba a dos patas y no iba con los genitales al aire. Samsa se plantó frente al espejo de cuerpo entero de la entrada y se comparó con los transeúntes de la calle. En el espejo se veía débil y desaliñado. Le goteaba salsa y grasa de la barriga y tenía migajas de pan adheridas como algodón al pubis. Se limpió con las manos.
«Debo vestirme», se dijo de nuevo.
A continuación volvió a mirar hacia la calle y buscó aves. No se veía ni una.
En la planta baja se hallaba la entrada, el comedor, la cocina y la sala de estar. Pero no encontró nada que pudiera ponerse. La planta baja seguramente no era el lugar donde la gente se vestía. Las vestimentas debían de estar todas juntas en algún lugar de la primera planta.
Armado de decisión, volvió a subir la escalera. Para su sorpresa, fue mucho más fácil que bajarla. Se agarró a la barandilla y logró ascender los diecisiete peldaños en un tiempo relativamente corto, con algún descanso de por medio, y sin sentir especial miedo o dolor.
Cabe decir que por fortuna ninguna de las puertas estaba cerrada con llave. Se abrían hacia dentro, girando el pomo a la derecha. Las habitaciones de la primera planta eran cuatro en total y, excepto la estancia fría y desnuda en que había despertado, disponían de todas las comodidades. Había camas con sábanas limpias, armarios, escritorios, lámparas y alfombras de complejos diseños. Todo estaba ordenado y limpiado con esmero. Los libros se hallaban bien colocados en las estanterías y de las paredes colgaban paisajes al óleo enmarcados. Todos representaban acantilados blancos en la costa. En el cielo azul marino flotaban nubes blancas con forma de dulce. Habían adornado los jarrones de cristal con flores de vivos colores. No se les había ocurrido condenar las ventanas con toscos listones de madera ni nada similar. La bendita luz diurna se colaba en silencio a través de las ventanas con cortinas de encaje. En cada cama se veían señales de que alguien había estado durmiendo hasta hacía poco. La concavidad de la cabeza todavía se marcaba en las blancas almohadas.
En el armario de la habitación más grande encontró una bata que se ajustaba a su cuerpo. Le serviría para taparse. Las otras prendas eran demasiado complejas e ignoraba cómo ponérselas o con qué combinaciones se suponía que debía vestirse. Tenían demasiados botones y no sabía bien cuál era la diferencia entre delante y detrás, arriba y abajo. Tampoco tenía claro en qué se distinguía la ropa interior de la otra. Había demasiadas cosas por aprender en lo relativo a vestimenta. La bata, en cambio, era mucho más sencilla y práctica, tenía pocos elementos decorativos y hasta él se veía capaz de ponérsela. Estaba hecha de un tejido blando y ligero, suave a la piel. Era de color azul marino. Encontró además unas zapatillas del mismo tono que hacían juego.
Cubrió su desnudez con la bata y, tras intentarlo varias veces, logró anudar el cinturón por delante. Luego se miró en el espejo ataviado con la bata y las zapatillas. Al menos era mejor que andar dando vueltas en cueros. Si observaba con mayor detalle de qué manera vestía la gente, poco a poco acabaría comprendiendo cómo ponerse correctamente las prendas más comunes. Hasta ese momento, debería apañárselas con la bata. No podía decirse en absoluto que fuese bastante cálida, pero hasta cierto punto le permitía soportar el frío, al menos mientras siguiese dentro de la casa. Y sobre todo a Samsa lo tranquilizaba que su piel blanda y desnuda no estuviese expuesta y desprotegida frente a los pájaros.
Cuando sonó el timbre, se había quedado adormilado tapado con un edredón en la cama del dormitorio más amplio (que era también la cama más grande de la casa). Bajo el edredón de plumas se estaba tan a gusto y caliente como metido en la cáscara de un huevo. Estaba soñando. Ya no recordaba qué. Pero era un sueño de algún modo alegre, agradable. Sin embargo, en ese instante el timbre de la entrada resonó por toda la casa, alejó de una patada el sueño y devolvió a Samsa a la fría realidad.
Bajó de la cama, se ató bien el cinturón de la bata, se calzó las zapatillas azules, agarró el bastón pintado de negro y, sujetándose a la barandilla, empezó a bajar despacio la escalera. Esta vez le resultó también mucho más fácil que la primera. Pero aun así corría el riesgo de caer. No podía despistarse. Con prudencia, peldaño a peldaño, asegurando cada paso, se dirigió escalera abajo. Entretanto, el timbre sonaba sin descanso y chillonamente. Quienquiera que llamara debía de ser una persona impaciente y, al mismo tiempo, de carácter porfiado.
Cuando por fin llegó abajo, se pasó el bastón a la mano izquierda y abrió la puerta de la entrada. Tuvo que girar el pomo a la derecha y estirar hacia dentro.
Fuera había una mujercilla. Era muy bajita. Parecía mentira que hubiese sido capaz de llegar al timbre. Pero bien mirado, no era baja en absoluto. Simplemente tenía la espalda encorvada, con el tronco hacia delante. Por eso parecía pequeña. Pero en sí no era de baja estatura. Llevaba el pelo recogido atrás con una goma, de manera que no le cayese sobre la cara. Tenía el cabello castaño oscuro y muy abundante. Vestía una larga falda hasta los tobillos y chaqueta de tweed gastada. En el cuello llevaba enroscado un fular de algodón de rayas. No llevaba sombrero. Calzaba botas recias con cordones y andaría por los veintipocos años. Todavía había algo de niña en ella. Tenía ojos grandes, nariz pequeña y labios un poco curvados hacia un lado, como una luna fina. Las cejas eran negras, rectas y denotaban suspicacia.
—¿Es ésta la casa del señor Samsa? —preguntó la chica girando el cuello para mirarlo desde abajo. Y se contorsionó agitando todo el cuerpo. Como cuando la tierra se estremece sacudida por un fuerte terremoto.
Tras dudar un instante, Samsa contestó con seguridad: «Sí». Dado que él era Gregor Samsa, lo más probable es que aquélla fuese la casa de los Samsa. No había ningún inconveniente en admitirlo.
Pero a ella no pareció agradarle aquella manera de contestar. Frunció ligeramente el ceño. Quizá percibió en la respuesta de Samsa la sombra de una duda.
—¿ De veras es ésta la casa del señor Samsa? —repitió la muchacha subiendo el tono. Como un portero avezado que interroga a un extraño mal vestido.
—Yo soy Gregor Samsa —respondió Samsa lo más tranquilo posible. Ésa era una verdad, sin duda.
—Estupendo entonces —repuso ella. A continuación levantó con esfuerzo un gran bolso negro de tela que había a sus pies. Estaba raído y parecía haber sido usado durante muchos años. Quizá lo hubiera heredado—. Vayamos dentro, pues. —Y sin esperar respuesta, se metió deprisa en la casa.
Samsa cerró la puerta. Ella se quedó allí de pie mirándolo recelosa de arriba abajo, con su bata y sus zapatillas.
—Me da la impresión de que acabo de despertarle, ¿no? —dijo al cabo con frialdad.
—Qué va, no tiene importancia —dijo Samsa. Por la oscura mirada de su interlocutora comprendió que la ropa que vestía no era la más adecuada en aquellas circunstancias—. Lamento recibirla con este aspecto, pero es que me he visto en un apuro… —dijo él.
Ella lo miró con los labios apretados.
—¿Y? —dijo ella después.
—¿Y? —repitió Samsa.
—¿Y dónde está la cerradura en cuestión?
—¿La cerradura?
—Sí, la cerradura estropeada. —Desde el primer momento, la muchacha había renunciado a esforzarse para evitar que su voz sonase exasperada—. El asunto es que tenía que arreglar una cerradura rota.
—¡Ah! —exclamó Samsa—. Sí, claro, la cerradura rota.
Desesperado, puso la mente a funcionar. Pero cuando se concentraba en algo, sentía que la negra nube de mosquitos volvía a alzarse en lo profundo de su cabeza.
—A mí no me han dicho nada de la cerradura —dijo él—, pero creo que es una de las puertas de la primera planta.
Ella frunció el ceño y miró desde abajo a Samsa con la cabeza ladeada.
—¿ Tal vez ? —Su frialdad fue en aumento. Una de las cejas se arqueó hacia arriba—. ¿Cuál?
Samsa era consciente de que se había ruborizado. Se sentía avergonzado por no saber nada de lo de la cerradura rota. Carraspeó, pero no le salieron las palabras.
—Señor Samsa, ¿no están sus padres en casa? Creo que lo mejor sería que hablase directamente con ellos.
—Deben de haber salido a hacer algún recado.
—¿Han salido? —replicó atónita la muchacha—. ¿Qué se les ha perdido ahí fuera en medio de este berenjenal?
—No lo sé, pero cuando me he despertado esta mañana, no había nadie en casa.
—Vaya por Dios —exclamó la chica. Y soltó un largo suspiro—. Y eso que les avisé con mucha antelación de que vendría a esta hora de la mañana…
—Lo siento.
Ella frunció los labios un rato. Luego bajó despacio la ceja que había levantado y observó el bastón negro que Samsa sujetaba con la mano izquierda.
—¿Está mal de las piernas, Gregor?
—Sí, un poco —respondió de manera ambigua él.
Todavía agachada, la chica volvió a contorsionarse sacudiendo todo el cuerpo. Samsa ignoraba qué significaba ese movimiento o cuál era su propósito. Pero instintivamente sintió cierta simpatía hacia esa compleja forma de moverse.
—¡Qué se le va a hacer! —dijo resignada—. Ya que estamos, echaré un vistazo a las cerraduras de la primera planta. Es que he venido adrede y para ello he tenido que atravesar la zona y cruzar el puente con todo este jaleo. Casi me juego la vida. Ahora no voy a quedarme de brazos cruzados y decirle: «¿Ah, sí? ¿No hay nadie más? Pues hasta otro día». ¿No le parece?
¿Este jaleo? Samsa no entendía bien la coyuntura. ¿Qué estaba ocurriendo? Sin embargo, optó por no preguntarle. Prefirió no seguir haciendo alarde de su ignorancia.
Bajó de la cama, se ató bien el cinturón de la bata, se calzó las zapatillas azules, agarró el bastón pintado de negro y, sujetándose a la barandilla, empezó a bajar despacio la escalera. Esta vez le resultó también mucho más fácil que la primera. Pero aun así corría el riesgo de caer. No podía despistarse. Con prudencia, peldaño a peldaño, asegurando cada paso, se dirigió escalera abajo. Entretanto, el timbre sonaba sin descanso y chillonamente. Quienquiera que llamara debía de ser una persona impaciente y, al mismo tiempo, de carácter porfiado.
Cuando por fin llegó abajo, se pasó el bastón a la mano izquierda y abrió la puerta de la entrada. Tuvo que girar el pomo a la derecha y estirar hacia dentro.
Fuera había una mujercilla. Era muy bajita. Parecía mentira que hubiese sido capaz de llegar al timbre. Pero bien mirado, no era baja en absoluto. Simplemente tenía la espalda encorvada, con el tronco hacia delante. Por eso parecía pequeña. Pero en sí no era de baja estatura. Llevaba el pelo recogido atrás con una goma, de manera que no le cayese sobre la cara. Tenía el cabello castaño oscuro y muy abundante. Vestía una larga falda hasta los tobillos y chaqueta de tweed gastada. En el cuello llevaba enroscado un fular de algodón de rayas. No llevaba sombrero. Calzaba botas recias con cordones y andaría por los veintipocos años. Todavía había algo de niña en ella. Tenía ojos grandes, nariz pequeña y labios un poco curvados hacia un lado, como una luna fina. Las cejas eran negras, rectas y denotaban suspicacia.
—¿Es ésta la casa del señor Samsa? —preguntó la chica girando el cuello para mirarlo desde abajo. Y se contorsionó agitando todo el cuerpo. Como cuando la tierra se estremece sacudida por un fuerte terremoto.
Tras dudar un instante, Samsa contestó con seguridad: «Sí». Dado que él era Gregor Samsa, lo más probable es que aquélla fuese la casa de los Samsa. No había ningún inconveniente en admitirlo.
Pero a ella no pareció agradarle aquella manera de contestar. Frunció ligeramente el ceño. Quizá percibió en la respuesta de Samsa la sombra de una duda.
—¿ De veras es ésta la casa del señor Samsa? —repitió la muchacha subiendo el tono. Como un portero avezado que interroga a un extraño mal vestido.
—Yo soy Gregor Samsa —respondió Samsa lo más tranquilo posible. Ésa era una verdad, sin duda.
—Estupendo entonces —repuso ella. A continuación levantó con esfuerzo un gran bolso negro de tela que había a sus pies. Estaba raído y parecía haber sido usado durante muchos años. Quizá lo hubiera heredado—. Vayamos dentro, pues. —Y sin esperar respuesta, se metió deprisa en la casa.
Samsa cerró la puerta. Ella se quedó allí de pie mirándolo recelosa de arriba abajo, con su bata y sus zapatillas.
—Me da la impresión de que acabo de despertarle, ¿no? —dijo al cabo con frialdad.
—Qué va, no tiene importancia —dijo Samsa. Por la oscura mirada de su interlocutora comprendió que la ropa que vestía no era la más adecuada en aquellas circunstancias—. Lamento recibirla con este aspecto, pero es que me he visto en un apuro… —dijo él.
Ella lo miró con los labios apretados.
—¿Y? —dijo ella después.
—¿Y? —repitió Samsa.
—¿Y dónde está la cerradura en cuestión?
—¿La cerradura?
—Sí, la cerradura estropeada. —Desde el primer momento, la muchacha había renunciado a esforzarse para evitar que su voz sonase exasperada—. El asunto es que tenía que arreglar una cerradura rota.
—¡Ah! —exclamó Samsa—. Sí, claro, la cerradura rota.
Desesperado, puso la mente a funcionar. Pero cuando se concentraba en algo, sentía que la negra nube de mosquitos volvía a alzarse en lo profundo de su cabeza.
—A mí no me han dicho nada de la cerradura —dijo él—, pero creo que es una de las puertas de la primera planta.
Ella frunció el ceño y miró desde abajo a Samsa con la cabeza ladeada.
—¿ Tal vez ? —Su frialdad fue en aumento. Una de las cejas se arqueó hacia arriba—. ¿Cuál?
Samsa era consciente de que se había ruborizado. Se sentía avergonzado por no saber nada de lo de la cerradura rota. Carraspeó, pero no le salieron las palabras.
—Señor Samsa, ¿no están sus padres en casa? Creo que lo mejor sería que hablase directamente con ellos.
—Deben de haber salido a hacer algún recado.
—¿Han salido? —replicó atónita la muchacha—. ¿Qué se les ha perdido ahí fuera en medio de este berenjenal?
—No lo sé, pero cuando me he despertado esta mañana, no había nadie en casa.
—Vaya por Dios —exclamó la chica. Y soltó un largo suspiro—. Y eso que les avisé con mucha antelación de que vendría a esta hora de la mañana…
—Lo siento.
Ella frunció los labios un rato. Luego bajó despacio la ceja que había levantado y observó el bastón negro que Samsa sujetaba con la mano izquierda.
—¿Está mal de las piernas, Gregor?
—Sí, un poco —respondió de manera ambigua él.
Todavía agachada, la chica volvió a contorsionarse sacudiendo todo el cuerpo. Samsa ignoraba qué significaba ese movimiento o cuál era su propósito. Pero instintivamente sintió cierta simpatía hacia esa compleja forma de moverse.
—¡Qué se le va a hacer! —dijo resignada—. Ya que estamos, echaré un vistazo a las cerraduras de la primera planta. Es que he venido adrede y para ello he tenido que atravesar la zona y cruzar el puente con todo este jaleo. Casi me juego la vida. Ahora no voy a quedarme de brazos cruzados y decirle: «¿Ah, sí? ¿No hay nadie más? Pues hasta otro día». ¿No le parece?
¿Este jaleo? Samsa no entendía bien la coyuntura. ¿Qué estaba ocurriendo? Sin embargo, optó por no preguntarle. Prefirió no seguir haciendo alarde de su ignorancia.
Con el cuerpo todavía doblado por la mitad, la muchacha cogió con la mano derecha el bolso negro de apariencia pesada y se arrastró escaleras arriba como un insecto. Samsa, agarrado a la barandilla, la siguió despacio. Su manera de caminar despertó en él una nostálgica sensación de afinidad.
Al llegar al pasillo de la primera planta, la muchacha echó un vistazo a las cuatro puertas.
—¿Cuál será, tal vez, la puerta de la cerradura rota?
Samsa volvió a ruborizarse.
—No sé. ¿Cuál será? —dijo. Y añadió tímidamente—: Mmm…, me da la impresión de que podría ser la que está al fondo a la izquierda. —Era la habitación vacía, sin amueblar, donde él se había despertado esa mañana.
— Le da la impresión… —dijo la muchacha en un tono inexpresivo que hacía pensar en una hoguera apagada—. Podría ser… —Entonces se volvió y miró a Samsa a la cara desde abajo.
—Me parece —dijo Samsa.
—Señor Gregor Samsa, es un placer hablar con usted. Tiene un dominio del léxico y se expresa con tal precisión… —dijo ella en tono seco. A continuación volvió a suspirar y en otro tono añadió—: Bueno, no pasa nada. Por de pronto, echémosle un vistazo a la del fondo a la izquierda.
La muchacha se acercó a la puerta y giró el pomo. Después la empujó. La puerta se abrió. No se había operado ningún cambio en aquella habitación desde que él la había abandonado. El único mueble seguía siendo la cama. Estaba en el centro, como una isla solitaria entre corrientes oceánicas. En la cama sólo había un colchón no demasiado limpio. Era el colchón sobre el que había despertado Gregor Samsa. No había sido un sueño. El suelo estaba frío y al descubierto. La ventana había sido condenada con tablones. Al verlo, la muchacha no pareció sorprenderse. Como si pensara que eso era el pan de cada día en aquella ciudad.
Se puso en cuclillas, abrió el bolso negro y sacó un paño de franela color crema que extendió en el suelo. Luego eligió unos cuantos pertrechos y los dispuso por orden sobre el paño. Con el mismo esmero que un experto torturador prepararía sus ominosas herramientas ante su pobre víctima.
Primero agarró un grueso alambre, lo introdujo en el agujero de la cerradura y con manos expertas lo movió en distintas direcciones, mientras se mantenía ojo avizor, aguzando asimismo el oído. Luego cogió un instrumento de un calibre más fino y repitió la operación. Acto seguido, en un gesto de hastío, apretó los labios hasta que adquirieron la forma impertérrita de una espada china. Echó mano de una linterna grande y examinó los entresijosde la cerradura con extrema adustez.
—Dime, ¿no tendrás la llave de esta cerradura? —le preguntó la muchacha.
—No sé dónde está —contestó él con franqueza.
—¡Ah, Gregor Samsa! A veces desearía morirme —exclamó ella, alzando los ojos al techo.
Pero en vez de mostrar más interés por él, se dedicó a elegir un destornillador de entre las herramientas colocadas sobre el paño de franela, dispuesta a desmontar la cerradura. Despacio, con cuidado, para no dañar los tornillos. Entretanto, hizo varias pausas durante las cuales se contorsionó con grandes sacudidas.
Mientras observaba aquellas torsiones , el cuerpo de Samsa empezó a experimentar una extraña reacción. Así, sin más, le fue subiendo poco a poco la temperatura y sintió que las fosas nasales se le dilataban. La boca se le resecó y, al tragar saliva, oyó un sonoro glup brotar de él. Por alguna razón, le picaban los lóbulos de las orejas. Y el órgano reproductor, que hasta entonces había colgado desmañadamente, se tensó, se hizo más largo y grueso y empezó a alzarse. Debido a ello, en la parte delantera de la bata se formó una protuberancia. Pero él no tenía ni la más remota idea de qué diablos era aquello.
La muchacha cogió el juego de cerradura que había desmontado, lo llevó junto la ventana y lo estudió con detalle a la luz que se proyectaba entre los intersticios de la madera. Mientras apretaba con fuerza los labios en un gesto sombrío, punzó el interior con unas pequeñas piezas metálicas, lo sacudió con fuerza y comprobó su sonido. Luego exhaló un hondo suspiro acompañado de un encogimiento de hombros y se volvió hacia Samsa.
—El mecanismo está totalmente estropeado —dijo—. Tenías razón, Samsa. Este chisme no sirve para nada.
—Bien.
—No sé de qué te alegras. Resulta que no podré arreglarla aquí. Es una pieza un poco especial. Tendré que llevármela a casa y que la mire mi padre o mis hermanos. Ellos quizá puedan repararla. Es un mecanismo complicado, y yo todavía soy una aprendiz y sólo sé arreglar cerraduras normales.
—Ya —dijo Samsa. «Esta chica tiene padre y hermanos. Y la familia al completo se dedica al negocio de la cerrajería.»
—En principio eran mi padre o alguno de mis hermanos quienes debían haber venido, pero ya sabes la que se ha montado. Así que me mandaron como sustituta. Porque la ciudad está llena de puestos de control. —Y entonces volvió a soltar un suspiro valiéndose de todo su cuerpo—. Pero ¿cómo ha podido estropearse de esta manera tan rara? No sé quién lo habrá hecho; lo único que se me ocurre es que la hayan destrozado por dentro con algún aparato especial. —Y una vez más se contorsionó con pequeñas sacudidas.
Cuando torcía el cuerpo, sus brazos rotaban en las tres dimensiones, como una persona que practicara un estilo de natación peculiar. Y por alguna razón esos movimientos atraían y estremecían a Samsa.
—¿Te importa que te haga una pregunta? —se atrevió a decirle él.
—¿Una pregunta? —repuso la muchacha, recelosa—. No sé qué será, pero adelante.
—¿Por qué te retuerces a veces de esa manera?
La muchacha abrió ligeramente la boca y lo miró a la cara.
—¿Retorcerme? —Luego reflexionó un instante—. ¿Te refieres a esto? —E hizo una demostración de la contorsión.
—Exacto.
Ella lo miró fijamente un rato con los ojos como un par de guijarros.
—Es el sujetador, que me viene pequeño —respondió hastiada—. Sólo eso.
—¿El sujetador? —repitió Samsa. No pudo asociar la palabra con ninguno de los recuerdos que atesoraba.
—Sí, el sujetador. ¿Te enteras? —le espetó ella—. ¿O acaso te parece raro que una chica jorobada lleve sujetador? ¿Quizá desvergonzado?
—¿Jorobada? —repitió Samsa. El vasto vacío de su mente también se tragó ese vocablo. No conseguía comprender a qué se refería ella. Pero tenía que decir algo—. No, no me lo parece en absoluto —se excusó en voz baja.
—Mira, pues que sepas que yo también tengo mis dos tetas y necesito llevar sujetador. Ni soy una vaca, ni me apetece llevarlas bamboleándose al andar.
—Por supuesto —convino Samsa, sin haber entendido todavía nada.
—Pero como tengo esta constitución, no se adapta bien a mi cuerpo. Porque la forma de mi cuerpo es un poco diferente a la de una chica normal y corriente. Así que de vez en cuando necesito retorcerme y corregir la postura. Ser mujer es más duro de lo que te imaginas. En muchos sentidos. ¿Te divierte quedarte mirando de esa manera? ¿Te parece gracioso?
—No, no es gracioso. Simplemente me ha parecido extraño y me he preguntado por qué lo hacías.
Samsa dedujo que un sujetador era un accesorio para sostener los pechos, y lo de jorobada, la peculiar forma de su cuerpo. En verdad, había muchísimas cosas que aprender en aquel mundo.
—No estarás burlándote de mí, ¿verdad? —le dijo la muchacha.
—Claro que no.
Ella ladeó la cabeza y lo miró. Entonces comprendió que no se reía de ella. No parecía tener malicia. Dedujo que simplemente sería corto de entendederas. Pero parecía de buena familia y era bastante guapo. Tendría unos treinta años. De lo que no cabía duda es de que estaba demasiado flaco, y tenía las orejas muy grandes y la tez muy pálida, pero era amable.
A continuación, se dio cuenta de que la zona del bajo vientre de la bata de Samsa sobresalía en un ángulo empinado.
—¿Qué es eso? —preguntó la chica con una voz sumamente fría—. ¿Qué diablos es ese bulto ?
Samsa miró hacia abajo, hacia la zona abultada de la bata. Por el tono de la chica, dedujo que debía de tratarse de un fenómeno inapropiado para mostrar a la gente.
—Ya veo. Lo que te pasa es que tienes curiosidad por saber cómo será follarse a una jorobada, ¿no? —le espetó ella.
—¿Follarse? —dijo él. Esa palabra no le sonaba de nada.
—Crees que, como tengo la espalda encorvada, es lapostura ideal para metérmela por detrás, ¿no? —dijo la muchacha—. ¿Sabes? Hay bastantes tíos a los que les van esas perversiones. Y todos piensan que, por ser como soy, dejaré que me lo hagan. Pues lo siento mucho, pero las cosas no funcionan de esa manera.
—No entiendo lo que pasa —dijo Samsa—, pero si te he ofendido, te pido disculpas. Lo siento. Perdóname. No ha sido con mala intención. Como he estado enfermo algún tiempo, todavía no me entero de muchas cosas.
La chica volvió a suspirar.
—Bueno, está bien. No pasa nada. De mollera eres un poco lento, me parece a mí. Pero el pito lo tienes en forma, eso sí. No tienes remedio.
—Lo siento.
—Bueno, ya está, hombre —dijo ella con resignación—. Con los cuatro impresentables de mis hermanos mayores en casa, estoy harta de ver esas cosas desde pequeña. Me la enseñan adrede para burlarse de mí. Son unos cerdos. Así que lo que es estar acostumbrada, lo estoy. —Y, arrodillándose, recogió las herramientas una por una, y envolvió la cerradura rota en el paño de franela color crema, que guardó junto con las herramientas en el gran bolso negro. Seguidamente, lo levantó con la mano—. Me llevo la cerradura. Díselo a tus padres. O bien la arreglamos en mi casa o bien habrá que sustituirla por otra nueva. Aunque quizá tardemos un tiempo en conseguir una nueva. Dales el recado a tus padres cuando vuelvan, ¿vale? ¿Te acordarás?
—Me acordaré —dijo Samsa.
Entonces, tomando la delantera, ella empezó a bajar lentamente la escalera, seguida de cerca por Samsa. La imagen de ambos al descender ofrecía un gran contraste. Bajaban más o menos a la misma velocidad, pero la una casi se arrastraba a gatas y el otro caminaba de manera poco natural, como echando el cuerpo atrás. Mientras tanto, Samsa se esforzaba por contener de algún modo el «bulto», aunque éste se resistía a volver a su estado normal. Su corazón latía dura y secamente; sobre todo cuando la veía caminar desde detrás. La sangre fresca y caliente, bombeada con fuerza, mantenía con insistencia aquel «bulto».
—Como te dije antes, en principio eran mi padre o mis hermanos los que en teoría iban a venir —le comentó la muchacha ya en la puerta de entrada—. Pero la calle está llena de soldados con fusiles y hay tanques enormes apostados por todas partes. Es más, han levantado puestos de control en todo puente que se precie y se han llevado a mucha gente. Por eso los hombres no pueden salir. Si los vieran, se los llevarían a rastras y a saber cuándo regresarían. Es peligrosísimo. Por eso me tocó venir a mí. Tuve que atravesar sola las calles de Praga. Ya sabes, por ser como soy seguramente nadie se fije en mí. Hasta yo soy útil a veces.
—¿Tanques? —repitió Samsa despistado.
—Hay un montón. De los que llevan cañones y ametralladoras. —Dicho lo cual, señaló con el dedo el bulto en la bata de Samsa—. Tu cañón también debe de ser impresionante, pero los de ahí fuera son mucho más grandes, duros y bestias. Ojalá tu familia regrese sana y salva. No sabes exactamente adónde ha ido, ¿verdad?
Samsa negó con la cabeza. No, no lo sabía.
—¿No podré volver a verte? —se atrevió a preguntarle.
La chica giró lentamente el cuello y lo miró con suspicacia.
—¿Acaso quieres verme de nuevo?
—Sí, me gustaría.
—¿Con el pito levantado de esa manera?
Samsa volvió a mirarse el bulto.
—No sé cómo explicarlo, pero creo que no tiene nada que ver con mis sentimientos. Debe de ser un problema del corazón.
—Mmm… —murmuró ella admirada—, «un problema del corazón». ¡Vaya opinión interesante! Es la primera vez que oigo algo así.
—Es que es superior a mí.
—¿Quieres decir que no está relacionado con follar?
—No pienso en follar. En serio.
—Entonces, lo de que el pito crezca y se endurezca de ese modo, aparte de por pensar en follar, también se debe simplemente al corazón. ¿Es eso lo que quieres decirme, en definitiva?
Samsa asintió con la cabeza.
—¿Lo juras por Dios? —insistió la muchacha.
—Dios —dijo Samsa. Ese vocablo tampoco le sonaba. Guardó silencio.
La chica negó con la cabeza, resignada. Entonces volvió a contorsionarse hacia todos lados para recolocarse el sujetador.
—Bueno, lo de Dios no tiene importancia. Al fin y al cabo, seguro que hace días que se marchó de Praga. Debía de tener un asunto muy importante que atender. Así que olvidémonos de él.
—Entonces, ¿volveré a verte? —repitió Samsa.
La muchacha arqueó una ceja. E hizo un gesto como si divisase un paisaje lejano cubierto de neblina.
—Te he preguntado si te gustaría verme de nuevo.
Samsa asintió.
—¿Para qué?
—Para charlar con calma.
—¿De qué, por ejemplo? —preguntó ella.
—De distintas cosas. Muchas.
—¿Sólo para hablar?
—Hay un montón de cosas que querría preguntarte —dijo Samsa.
—¿Sobre qué?
—Sobre los orígenes del mundo. Sobre ti. Sobre mí.
Ella se quedó pensativa un instante.
—¿Seguro que lo que quieres no es metérmela por ahí?
—No, no es eso —afirmó Samsa categóricamente—. Solamente tengo la sensación de que hay muchas cosas que debo hablar contigo. De los tanques, de Dios, de los sujetadores, de las cerraduras.
Se hizo un profundo silencio. Se oyó el ruido de alguien que pasaba por delante de la casa arrastrando lo que parecía una carreta. Era un ruido en cierto modo aciago y opresivo.
—¿Qué quieres que te diga? —dijo la muchacha negando con la cabeza despacio. Su voz, en cambio, era ahora más cálida—. Tú has nacido en una cuna demasiado buena para mí. A tus padres tampoco les hará gracia que su amado hijo salga con una muchacha como yo. Además, ahora mismo la ciudad está atestada de tanques y soldados extranjeros. Nadie sabe cómo serán las cosas, qué sucederá de ahora en adelante.
Samsa, obviamente, tampoco sabía qué sucedería de ahora en adelante. Y es que no se trataba sólo del futuro, pues apenas comprendía nada del presente o el pasado. Ni siquiera sabía cómo vestirse.
—De todas formas, creo que dentro de unos días volveré a pasarme por aquí —dijo ella—. Con la cerradura. Si se arregla, vendré a traerla, y si no puede arreglarse, a devolverla. Además, tengo que cobrar el servicio a domicilio, claro. Si ese día estás en casa, podremos vernos. Aunque no sé si seré capaz de charlar con tranquilidad sobre los orígenes del mundo. Pero, en todo caso, creo que será mejor que ocultes el bulto delante de tus padres. En el mundo de la gente normal y corriente, no está bien visto andar exhibiéndolo por ahí.
Samsa asintió. En realidad, no sabía cómo ocultarlo adecuadamente a los ojos de los demás, pero ya lo pensaría más tarde.
—La verdad es que resulta curioso… —dijo pensativa la chica—. Todavía hay gente a quien, a pesar de que el mundo está resquebrajándose, le preocupa una cerradura rota, gente que pide que se la arreglemos como es debido. Bien pensado, es raro, ¿no te parece? Pero quizá sea positivo. Tal vez incluso correcto, contra toda lógica. Puede que la gente mantenga de algún modo la cordura, aunque el mundo esté rompiéndose ahora mismo, gracias a conservar en perfecto estado minucias como éstas. —La muchacha volvió a torcer el cuello para mirar a Samsa a la cara. Una de sus cejas se alzaba en pico—. Por cierto —continuó—, quizá me meta donde no me llaman, pero ¿para qué se usaba hasta ahora esa habitación de la primera planta? ¿Por qué se molestaron tanto tus padres en ponerle una cerradura tan recia a un cuarto sin amueblar, y por qué les preocupará que se haya roto? ¿Y para qué habrán clavado esos listones en la ventana? ¿Acaso había algo encerrado?
Samsa se quedó callado. ¿Por qué lo habrían encerrado en aquella habitación?
—Bah, seguramente no sirva de nada preguntártelo a ti —dijo la muchacha—. Es hora de irme. Si tardo, mi familia se preocupará. Reza por mí, para que consiga cruzar las calles sana y salva. Para que los soldados se apiaden de una desgraciada jorobada. Para que no haya entre ellos ningún depravado al que le gusten las desviaciones. Que para joder, ya tienen suficiente con la ciudad.
—Rezaré por ti —dijo Samsa, aunque todavía no había logrado comprender qué significaban las palabras «desviaciones» o «rezar».
A continuación, con el cuerpo doblado en dos, la chica alzó aquel bolso pesado y salió por la puerta.
—¿Volveré a verte? —preguntó de nuevo Samsa, y por última vez.
—Si constantemente deseas ver a una persona, seguro que un día acabarás viéndola —dijo la muchacha, ahora con un ligero tono de amabilidad.
—¡Ten cuidado con los pájaros! —gritó Gregor Samsa en dirección a la espalda encorvada de la chica.
Ella se dio la vuelta y asintió. Parecía que sus labios fruncidos habían esbozado una débil sonrisa.
Al llegar al pasillo de la primera planta, la muchacha echó un vistazo a las cuatro puertas.
—¿Cuál será, tal vez, la puerta de la cerradura rota?
Samsa volvió a ruborizarse.
—No sé. ¿Cuál será? —dijo. Y añadió tímidamente—: Mmm…, me da la impresión de que podría ser la que está al fondo a la izquierda. —Era la habitación vacía, sin amueblar, donde él se había despertado esa mañana.
— Le da la impresión… —dijo la muchacha en un tono inexpresivo que hacía pensar en una hoguera apagada—. Podría ser… —Entonces se volvió y miró a Samsa a la cara desde abajo.
—Me parece —dijo Samsa.
—Señor Gregor Samsa, es un placer hablar con usted. Tiene un dominio del léxico y se expresa con tal precisión… —dijo ella en tono seco. A continuación volvió a suspirar y en otro tono añadió—: Bueno, no pasa nada. Por de pronto, echémosle un vistazo a la del fondo a la izquierda.
La muchacha se acercó a la puerta y giró el pomo. Después la empujó. La puerta se abrió. No se había operado ningún cambio en aquella habitación desde que él la había abandonado. El único mueble seguía siendo la cama. Estaba en el centro, como una isla solitaria entre corrientes oceánicas. En la cama sólo había un colchón no demasiado limpio. Era el colchón sobre el que había despertado Gregor Samsa. No había sido un sueño. El suelo estaba frío y al descubierto. La ventana había sido condenada con tablones. Al verlo, la muchacha no pareció sorprenderse. Como si pensara que eso era el pan de cada día en aquella ciudad.
Se puso en cuclillas, abrió el bolso negro y sacó un paño de franela color crema que extendió en el suelo. Luego eligió unos cuantos pertrechos y los dispuso por orden sobre el paño. Con el mismo esmero que un experto torturador prepararía sus ominosas herramientas ante su pobre víctima.
Primero agarró un grueso alambre, lo introdujo en el agujero de la cerradura y con manos expertas lo movió en distintas direcciones, mientras se mantenía ojo avizor, aguzando asimismo el oído. Luego cogió un instrumento de un calibre más fino y repitió la operación. Acto seguido, en un gesto de hastío, apretó los labios hasta que adquirieron la forma impertérrita de una espada china. Echó mano de una linterna grande y examinó los entresijosde la cerradura con extrema adustez.
—Dime, ¿no tendrás la llave de esta cerradura? —le preguntó la muchacha.
—No sé dónde está —contestó él con franqueza.
—¡Ah, Gregor Samsa! A veces desearía morirme —exclamó ella, alzando los ojos al techo.
Pero en vez de mostrar más interés por él, se dedicó a elegir un destornillador de entre las herramientas colocadas sobre el paño de franela, dispuesta a desmontar la cerradura. Despacio, con cuidado, para no dañar los tornillos. Entretanto, hizo varias pausas durante las cuales se contorsionó con grandes sacudidas.
Mientras observaba aquellas torsiones , el cuerpo de Samsa empezó a experimentar una extraña reacción. Así, sin más, le fue subiendo poco a poco la temperatura y sintió que las fosas nasales se le dilataban. La boca se le resecó y, al tragar saliva, oyó un sonoro glup brotar de él. Por alguna razón, le picaban los lóbulos de las orejas. Y el órgano reproductor, que hasta entonces había colgado desmañadamente, se tensó, se hizo más largo y grueso y empezó a alzarse. Debido a ello, en la parte delantera de la bata se formó una protuberancia. Pero él no tenía ni la más remota idea de qué diablos era aquello.
La muchacha cogió el juego de cerradura que había desmontado, lo llevó junto la ventana y lo estudió con detalle a la luz que se proyectaba entre los intersticios de la madera. Mientras apretaba con fuerza los labios en un gesto sombrío, punzó el interior con unas pequeñas piezas metálicas, lo sacudió con fuerza y comprobó su sonido. Luego exhaló un hondo suspiro acompañado de un encogimiento de hombros y se volvió hacia Samsa.
—El mecanismo está totalmente estropeado —dijo—. Tenías razón, Samsa. Este chisme no sirve para nada.
—Bien.
—No sé de qué te alegras. Resulta que no podré arreglarla aquí. Es una pieza un poco especial. Tendré que llevármela a casa y que la mire mi padre o mis hermanos. Ellos quizá puedan repararla. Es un mecanismo complicado, y yo todavía soy una aprendiz y sólo sé arreglar cerraduras normales.
—Ya —dijo Samsa. «Esta chica tiene padre y hermanos. Y la familia al completo se dedica al negocio de la cerrajería.»
—En principio eran mi padre o alguno de mis hermanos quienes debían haber venido, pero ya sabes la que se ha montado. Así que me mandaron como sustituta. Porque la ciudad está llena de puestos de control. —Y entonces volvió a soltar un suspiro valiéndose de todo su cuerpo—. Pero ¿cómo ha podido estropearse de esta manera tan rara? No sé quién lo habrá hecho; lo único que se me ocurre es que la hayan destrozado por dentro con algún aparato especial. —Y una vez más se contorsionó con pequeñas sacudidas.
Cuando torcía el cuerpo, sus brazos rotaban en las tres dimensiones, como una persona que practicara un estilo de natación peculiar. Y por alguna razón esos movimientos atraían y estremecían a Samsa.
—¿Te importa que te haga una pregunta? —se atrevió a decirle él.
—¿Una pregunta? —repuso la muchacha, recelosa—. No sé qué será, pero adelante.
—¿Por qué te retuerces a veces de esa manera?
La muchacha abrió ligeramente la boca y lo miró a la cara.
—¿Retorcerme? —Luego reflexionó un instante—. ¿Te refieres a esto? —E hizo una demostración de la contorsión.
—Exacto.
Ella lo miró fijamente un rato con los ojos como un par de guijarros.
—Es el sujetador, que me viene pequeño —respondió hastiada—. Sólo eso.
—¿El sujetador? —repitió Samsa. No pudo asociar la palabra con ninguno de los recuerdos que atesoraba.
—Sí, el sujetador. ¿Te enteras? —le espetó ella—. ¿O acaso te parece raro que una chica jorobada lleve sujetador? ¿Quizá desvergonzado?
—¿Jorobada? —repitió Samsa. El vasto vacío de su mente también se tragó ese vocablo. No conseguía comprender a qué se refería ella. Pero tenía que decir algo—. No, no me lo parece en absoluto —se excusó en voz baja.
—Mira, pues que sepas que yo también tengo mis dos tetas y necesito llevar sujetador. Ni soy una vaca, ni me apetece llevarlas bamboleándose al andar.
—Por supuesto —convino Samsa, sin haber entendido todavía nada.
—Pero como tengo esta constitución, no se adapta bien a mi cuerpo. Porque la forma de mi cuerpo es un poco diferente a la de una chica normal y corriente. Así que de vez en cuando necesito retorcerme y corregir la postura. Ser mujer es más duro de lo que te imaginas. En muchos sentidos. ¿Te divierte quedarte mirando de esa manera? ¿Te parece gracioso?
—No, no es gracioso. Simplemente me ha parecido extraño y me he preguntado por qué lo hacías.
Samsa dedujo que un sujetador era un accesorio para sostener los pechos, y lo de jorobada, la peculiar forma de su cuerpo. En verdad, había muchísimas cosas que aprender en aquel mundo.
—No estarás burlándote de mí, ¿verdad? —le dijo la muchacha.
—Claro que no.
Ella ladeó la cabeza y lo miró. Entonces comprendió que no se reía de ella. No parecía tener malicia. Dedujo que simplemente sería corto de entendederas. Pero parecía de buena familia y era bastante guapo. Tendría unos treinta años. De lo que no cabía duda es de que estaba demasiado flaco, y tenía las orejas muy grandes y la tez muy pálida, pero era amable.
A continuación, se dio cuenta de que la zona del bajo vientre de la bata de Samsa sobresalía en un ángulo empinado.
—¿Qué es eso? —preguntó la chica con una voz sumamente fría—. ¿Qué diablos es ese bulto ?
Samsa miró hacia abajo, hacia la zona abultada de la bata. Por el tono de la chica, dedujo que debía de tratarse de un fenómeno inapropiado para mostrar a la gente.
—Ya veo. Lo que te pasa es que tienes curiosidad por saber cómo será follarse a una jorobada, ¿no? —le espetó ella.
—¿Follarse? —dijo él. Esa palabra no le sonaba de nada.
—Crees que, como tengo la espalda encorvada, es lapostura ideal para metérmela por detrás, ¿no? —dijo la muchacha—. ¿Sabes? Hay bastantes tíos a los que les van esas perversiones. Y todos piensan que, por ser como soy, dejaré que me lo hagan. Pues lo siento mucho, pero las cosas no funcionan de esa manera.
—No entiendo lo que pasa —dijo Samsa—, pero si te he ofendido, te pido disculpas. Lo siento. Perdóname. No ha sido con mala intención. Como he estado enfermo algún tiempo, todavía no me entero de muchas cosas.
La chica volvió a suspirar.
—Bueno, está bien. No pasa nada. De mollera eres un poco lento, me parece a mí. Pero el pito lo tienes en forma, eso sí. No tienes remedio.
—Lo siento.
—Bueno, ya está, hombre —dijo ella con resignación—. Con los cuatro impresentables de mis hermanos mayores en casa, estoy harta de ver esas cosas desde pequeña. Me la enseñan adrede para burlarse de mí. Son unos cerdos. Así que lo que es estar acostumbrada, lo estoy. —Y, arrodillándose, recogió las herramientas una por una, y envolvió la cerradura rota en el paño de franela color crema, que guardó junto con las herramientas en el gran bolso negro. Seguidamente, lo levantó con la mano—. Me llevo la cerradura. Díselo a tus padres. O bien la arreglamos en mi casa o bien habrá que sustituirla por otra nueva. Aunque quizá tardemos un tiempo en conseguir una nueva. Dales el recado a tus padres cuando vuelvan, ¿vale? ¿Te acordarás?
—Me acordaré —dijo Samsa.
Entonces, tomando la delantera, ella empezó a bajar lentamente la escalera, seguida de cerca por Samsa. La imagen de ambos al descender ofrecía un gran contraste. Bajaban más o menos a la misma velocidad, pero la una casi se arrastraba a gatas y el otro caminaba de manera poco natural, como echando el cuerpo atrás. Mientras tanto, Samsa se esforzaba por contener de algún modo el «bulto», aunque éste se resistía a volver a su estado normal. Su corazón latía dura y secamente; sobre todo cuando la veía caminar desde detrás. La sangre fresca y caliente, bombeada con fuerza, mantenía con insistencia aquel «bulto».
—Como te dije antes, en principio eran mi padre o mis hermanos los que en teoría iban a venir —le comentó la muchacha ya en la puerta de entrada—. Pero la calle está llena de soldados con fusiles y hay tanques enormes apostados por todas partes. Es más, han levantado puestos de control en todo puente que se precie y se han llevado a mucha gente. Por eso los hombres no pueden salir. Si los vieran, se los llevarían a rastras y a saber cuándo regresarían. Es peligrosísimo. Por eso me tocó venir a mí. Tuve que atravesar sola las calles de Praga. Ya sabes, por ser como soy seguramente nadie se fije en mí. Hasta yo soy útil a veces.
—¿Tanques? —repitió Samsa despistado.
—Hay un montón. De los que llevan cañones y ametralladoras. —Dicho lo cual, señaló con el dedo el bulto en la bata de Samsa—. Tu cañón también debe de ser impresionante, pero los de ahí fuera son mucho más grandes, duros y bestias. Ojalá tu familia regrese sana y salva. No sabes exactamente adónde ha ido, ¿verdad?
Samsa negó con la cabeza. No, no lo sabía.
—¿No podré volver a verte? —se atrevió a preguntarle.
La chica giró lentamente el cuello y lo miró con suspicacia.
—¿Acaso quieres verme de nuevo?
—Sí, me gustaría.
—¿Con el pito levantado de esa manera?
Samsa volvió a mirarse el bulto.
—No sé cómo explicarlo, pero creo que no tiene nada que ver con mis sentimientos. Debe de ser un problema del corazón.
—Mmm… —murmuró ella admirada—, «un problema del corazón». ¡Vaya opinión interesante! Es la primera vez que oigo algo así.
—Es que es superior a mí.
—¿Quieres decir que no está relacionado con follar?
—No pienso en follar. En serio.
—Entonces, lo de que el pito crezca y se endurezca de ese modo, aparte de por pensar en follar, también se debe simplemente al corazón. ¿Es eso lo que quieres decirme, en definitiva?
Samsa asintió con la cabeza.
—¿Lo juras por Dios? —insistió la muchacha.
—Dios —dijo Samsa. Ese vocablo tampoco le sonaba. Guardó silencio.
La chica negó con la cabeza, resignada. Entonces volvió a contorsionarse hacia todos lados para recolocarse el sujetador.
—Bueno, lo de Dios no tiene importancia. Al fin y al cabo, seguro que hace días que se marchó de Praga. Debía de tener un asunto muy importante que atender. Así que olvidémonos de él.
—Entonces, ¿volveré a verte? —repitió Samsa.
La muchacha arqueó una ceja. E hizo un gesto como si divisase un paisaje lejano cubierto de neblina.
—Te he preguntado si te gustaría verme de nuevo.
Samsa asintió.
—¿Para qué?
—Para charlar con calma.
—¿De qué, por ejemplo? —preguntó ella.
—De distintas cosas. Muchas.
—¿Sólo para hablar?
—Hay un montón de cosas que querría preguntarte —dijo Samsa.
—¿Sobre qué?
—Sobre los orígenes del mundo. Sobre ti. Sobre mí.
Ella se quedó pensativa un instante.
—¿Seguro que lo que quieres no es metérmela por ahí?
—No, no es eso —afirmó Samsa categóricamente—. Solamente tengo la sensación de que hay muchas cosas que debo hablar contigo. De los tanques, de Dios, de los sujetadores, de las cerraduras.
Se hizo un profundo silencio. Se oyó el ruido de alguien que pasaba por delante de la casa arrastrando lo que parecía una carreta. Era un ruido en cierto modo aciago y opresivo.
—¿Qué quieres que te diga? —dijo la muchacha negando con la cabeza despacio. Su voz, en cambio, era ahora más cálida—. Tú has nacido en una cuna demasiado buena para mí. A tus padres tampoco les hará gracia que su amado hijo salga con una muchacha como yo. Además, ahora mismo la ciudad está atestada de tanques y soldados extranjeros. Nadie sabe cómo serán las cosas, qué sucederá de ahora en adelante.
Samsa, obviamente, tampoco sabía qué sucedería de ahora en adelante. Y es que no se trataba sólo del futuro, pues apenas comprendía nada del presente o el pasado. Ni siquiera sabía cómo vestirse.
—De todas formas, creo que dentro de unos días volveré a pasarme por aquí —dijo ella—. Con la cerradura. Si se arregla, vendré a traerla, y si no puede arreglarse, a devolverla. Además, tengo que cobrar el servicio a domicilio, claro. Si ese día estás en casa, podremos vernos. Aunque no sé si seré capaz de charlar con tranquilidad sobre los orígenes del mundo. Pero, en todo caso, creo que será mejor que ocultes el bulto delante de tus padres. En el mundo de la gente normal y corriente, no está bien visto andar exhibiéndolo por ahí.
Samsa asintió. En realidad, no sabía cómo ocultarlo adecuadamente a los ojos de los demás, pero ya lo pensaría más tarde.
—La verdad es que resulta curioso… —dijo pensativa la chica—. Todavía hay gente a quien, a pesar de que el mundo está resquebrajándose, le preocupa una cerradura rota, gente que pide que se la arreglemos como es debido. Bien pensado, es raro, ¿no te parece? Pero quizá sea positivo. Tal vez incluso correcto, contra toda lógica. Puede que la gente mantenga de algún modo la cordura, aunque el mundo esté rompiéndose ahora mismo, gracias a conservar en perfecto estado minucias como éstas. —La muchacha volvió a torcer el cuello para mirar a Samsa a la cara. Una de sus cejas se alzaba en pico—. Por cierto —continuó—, quizá me meta donde no me llaman, pero ¿para qué se usaba hasta ahora esa habitación de la primera planta? ¿Por qué se molestaron tanto tus padres en ponerle una cerradura tan recia a un cuarto sin amueblar, y por qué les preocupará que se haya roto? ¿Y para qué habrán clavado esos listones en la ventana? ¿Acaso había algo encerrado?
Samsa se quedó callado. ¿Por qué lo habrían encerrado en aquella habitación?
—Bah, seguramente no sirva de nada preguntártelo a ti —dijo la muchacha—. Es hora de irme. Si tardo, mi familia se preocupará. Reza por mí, para que consiga cruzar las calles sana y salva. Para que los soldados se apiaden de una desgraciada jorobada. Para que no haya entre ellos ningún depravado al que le gusten las desviaciones. Que para joder, ya tienen suficiente con la ciudad.
—Rezaré por ti —dijo Samsa, aunque todavía no había logrado comprender qué significaban las palabras «desviaciones» o «rezar».
A continuación, con el cuerpo doblado en dos, la chica alzó aquel bolso pesado y salió por la puerta.
—¿Volveré a verte? —preguntó de nuevo Samsa, y por última vez.
—Si constantemente deseas ver a una persona, seguro que un día acabarás viéndola —dijo la muchacha, ahora con un ligero tono de amabilidad.
—¡Ten cuidado con los pájaros! —gritó Gregor Samsa en dirección a la espalda encorvada de la chica.
Ella se dio la vuelta y asintió. Parecía que sus labios fruncidos habían esbozado una débil sonrisa.
Samsa observó por entre las cortinas cómo la cerrajera se alejaba por las calles empedradas con el cuerpo echado hacia delante. Su manera de andar resultaba torpe a primera vista, pero era rápida y no cometía fallos. A sus ojos, cada uno de los gestos de la muchacha tenía encanto. Parecía un girino desplazándose con fluidez por la superficie acuática. Aquel modo de andar resultaba, a todas luces, mucho más lógico y natural que el caminar inestable a dos patas.
Un rato después de que su figura hubiera desaparecido de la vista, el órgano sexual de Samsa volvió a encogerse y ponerse flácido. De pronto, el ardiente bulto había desaparecido. Ahora colgaba entre sus piernas, tranquilo y desvalido como un fruto inofensivo. El par de testículos también reposaba dentro de sus bolsas. Samsa se ciñó bien el cinturón de la bata, tomó asiento en una silla del comedor y se tomó los restos fríos de café.
La gente que había estado allí se había marchado a alguna parte. No sabía cómo eran, pero quizá fuesen su familia. De repente, por algún motivo, se habían ido, sin más. Y tal vez no regresaran nunca. El mundo estaba resquebrajándose, pero Gregor Samsa ignoraba qué significaba eso. No tenía ni idea. Los soldados extranjeros, los puntos de control, los tanques… Todo se hallaba envuelto en un halo de misterio.
Lo único que sabía es que deseaba ver una vez más a aquella chica jorobada. Deseaba intensamente verla . Quería estar a solas con ella y poder charlar tranquilamente. Quería ir desvelando poco a poco con ella los misterios del mundo. Quería observar desde distintos ángulos cómo se contorsionaba en todas las dimensiones para ajustarse el sujetador. Y, si era posible, quería tocar su cuerpo aquí y allá. Quería sentir directamente el tacto y el calor de su piel en las yemas de los dedos. Y probar a subir y bajar, uno detrás del otro, escaleras de todo el mundo.
Al pensar en ella y recordar su imagen, sintió una suave calidez en el pecho. Y poco a poco comenzó a alegrarse de no haberse convertido en pez o girasol. No cabía duda de que andar a dos patas, vestirse, comer valiéndose de cuchillo y tenedor era muy pesado. Había demasiadas cosas que aprender en este mundo. Pero de haber sido un pez o un girasol, y no un ser humano, ¿habría notado esa misteriosa calidez en el corazón? Eso es lo que sentía.
Permaneció largo rato con los ojos cerrados. Saboreó a solas, serenamente, el calor, como si se hallara junto a una hoguera. Luego, animado, se levantó, asió el bastón negro y se encaminó a la escalera. Una vez más subiría a la primera planta e intentaría aprender a vestirse correctamente. Eso era, de momento, lo que tenía que hacer.
Porque este mundo aguardaba a que él se instruyera.
Un rato después de que su figura hubiera desaparecido de la vista, el órgano sexual de Samsa volvió a encogerse y ponerse flácido. De pronto, el ardiente bulto había desaparecido. Ahora colgaba entre sus piernas, tranquilo y desvalido como un fruto inofensivo. El par de testículos también reposaba dentro de sus bolsas. Samsa se ciñó bien el cinturón de la bata, tomó asiento en una silla del comedor y se tomó los restos fríos de café.
La gente que había estado allí se había marchado a alguna parte. No sabía cómo eran, pero quizá fuesen su familia. De repente, por algún motivo, se habían ido, sin más. Y tal vez no regresaran nunca. El mundo estaba resquebrajándose, pero Gregor Samsa ignoraba qué significaba eso. No tenía ni idea. Los soldados extranjeros, los puntos de control, los tanques… Todo se hallaba envuelto en un halo de misterio.
Lo único que sabía es que deseaba ver una vez más a aquella chica jorobada. Deseaba intensamente verla . Quería estar a solas con ella y poder charlar tranquilamente. Quería ir desvelando poco a poco con ella los misterios del mundo. Quería observar desde distintos ángulos cómo se contorsionaba en todas las dimensiones para ajustarse el sujetador. Y, si era posible, quería tocar su cuerpo aquí y allá. Quería sentir directamente el tacto y el calor de su piel en las yemas de los dedos. Y probar a subir y bajar, uno detrás del otro, escaleras de todo el mundo.
Al pensar en ella y recordar su imagen, sintió una suave calidez en el pecho. Y poco a poco comenzó a alegrarse de no haberse convertido en pez o girasol. No cabía duda de que andar a dos patas, vestirse, comer valiéndose de cuchillo y tenedor era muy pesado. Había demasiadas cosas que aprender en este mundo. Pero de haber sido un pez o un girasol, y no un ser humano, ¿habría notado esa misteriosa calidez en el corazón? Eso es lo que sentía.
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