Joan Margarit, en Sant Just Desvern el pasado 4 de enero. Foto de JUAN BARBOSA |
Joan Margarit: “El lenguaje poético es el más duro de todos”
El escritor y arquitecto catalán publica en prosa ‘Para tener casa hay que ganar la guerra’, la explicación autobiográfica, el epílogo, de sus poemas
Juan Cruz
24 de enero de 2019
Al frente de la autobiografía de sus años jóvenes (Para tener casa hay que ganar la guerra, Austral), Joan Margarit, poeta y arquitecto, catalán de 80 años, expone esta frase de su colega arquitecto José Coderch: “Una casa no debe ser ni independiente, ni hecha en vano, ni original ni suntuosa”.
Para describir a Margarit, el poeta y la persona, bastaría decir que nada de lo que toca está en vano o es suntuoso. No rehúye ni la ironía ni la carcajada, tiene el aire juvenil con el que a veces se producen, como un deshielo, los finales de sus poemas más humanamente heridos, pero es exacto, en el gesto y en las palabras, ni suntuoso ni vano.
Desde la conquista de Granada ves lo mismo. Nada ha cambiado, ¡ni siquiera hemos sacado a Franco del Valle de los Caídos!
“Este libro”, dice, “es el epílogo de mi obra completa”. Esto lo llevó a ello: “El interés en averiguar por qué mi vida ha sido la que ha sido y no otra. No hay persona que haya meditado y utilizado su mente que no se haga esta pregunta”. Es, pues, el retrato de una persona que, para entenderse, y para entender un tiempo y un país que sucedía durante el franquismo, inmediatamente después de la Guerra Civil, necesita explicarse. “Hemos nacido en un país que no es cualquier cosa y en una época que no es cualquier cosa. Nos ha costado muchos muertos, muchas peleas, mucha gente infeliz y muy desgraciada”.
—Una guerra. Estás con alguien, comes con él una ensalada, de pronto es tu enemigo y lo matas…
—Una guerra. Y lo matas porque, si no lo haces, te mata… Mira esta frase que un chico de 30 años me dijo desconocer hace poco: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Eso se decía en la guerra y después. Mi madre era maestra de escuela. Se te vuelven a helar los huesos sabiendo que esa frase se puede decir otra vez en este país o en el país de Bolsonaro. Conocí a mi abuelo en una checa, las prisiones de las brigadas comunistas en la guerra. Por no delatar. Salió de la checa con el pelo blanco habiendo entrado seis meses antes con el pelo negro. Y muere. Es muy bestia de donde venimos.
La atmósfera de esta autobiografía aparece intrépida y triste, enseguida. “El niño aprendió a utilizar la soledad para hacer frente al dolor y al infortunio, pero a la memoria hay que tratarla con dureza”. “Es que si no”, dice el poeta, “es una excusa para todas las falsedades. La falsedad, la mentira, es también una manera de sobrevivir que tiene el animal que somos. ¡Hay que ver qué sencillo es engañarnos! Mentir e ilusionarnos, somos el único animal que tiene ilusiones”.
—El libro es el relato de cómo nacieron todos sus poemas, marcados por esa guerra.
—De hecho investiga por qué he escrito esos poemas y no otros, como Cernuda o García Lorca: porque esta ha sido mi vida. Es una justificación —y no me asusta la palabra, a mi edad ya no saco ningún beneficio—, lo he escrito porque yo he sido este y mi país ha sido este. Y me doy cuenta de que ni el país ha cambiado tanto ni yo tampoco.
No, no ha habido tanto cambio. “Ha habido una guerra, franquismo, democracia. Pero te vas a una punta, que es la conquista de Granada, y a la otra, que son las últimas elecciones, y ves lo mismo, nada ha cambiado, ¡si ni siquiera hemos podido sacar a Franco del Valle de los Caídos!”.
—Las experiencias que cuenta incluyen miedo, silencio, la fragilidad de la madre, el silencio del padre…
—Pero junto a esas dificultades hay belleza y tranquilidad. No es un libro triste. Habla de una infancia y una adolescencia que tienen unas características muy sencillas: no tengo amigos porque mi familia va de un lado a otro cada día y así es imposible tenerlos. Tampoco tengo tiempo para ir a la escuela. Este niño es un solitario. Pero un niño solitario no tiene por qué ser infeliz, yo no tengo el recuerdo de una infancia infeliz. Si a un niño le das de comer y no le pegas, no sabe qué es ir de un sitio a otro. La infelicidad la producen los celos, porque un vecino tiene un juguete que tú no tienes, una madre que tú no tienes…
—La ausencia de la madre también le genera miedo…
—… pero hay una abuela que aguanta el tipo. Cuento, también en mi libro Un asombroso invierno, una historia de mi abuela; en un poema muy breve la sitúo en medio del campo orinando de pie. Aquellas mujeres no llevaban bragas, levantaban un poco la falda, meaban y veías el chorro cayendo en la tierra. El poema dice: “Esa mujer es la que me enseñó que hace falta coraje para ser feliz”. Y éste es su último verso: “Y no es literatura porque no sabía leer”.
Había, escribe Margarit, “una guerra cruel y fratricida que sigue ejerciendo su fuerza sobre la vida y la política de este país, llámese España o Cataluña”. ¿Fatalmente, pues, estamos en ese territorio todavía? “Si la fatalidad se puede enunciar, vemos que desde el siglo XV hasta ahora sólo hemos tenido un momento ideal de libertad, la República, tres años de ensayo para un país civilizado”.
—¿En qué convierte eso a su generación?
—En que somos una gente que valora cualquier resquicio de libertad. Nos engañamos bastante en el traspaso del franquismo a la democracia. Duró más el franquismo. La democracia se nos está estropeando con menos tiempo.
—¿Cuáles son las causas de ese destrozo?
—Seguramente que esta sociedad nunca dejó de ser algo franquista. Hemos exagerado lo de “una persona, un voto”; de jóvenes nos impresionaba, ahora ya no impresiona tanto. ¿Cómo puede impresionar que los 150 millones que votaron a Lula años después votaron a Bolsonaro, que es como Franco? Y mire el fracaso de la URSS, aquí la teníamos como la esperanza roja y allí se mataban hasta entre los comunistas… Son fracasos que hay que tener en cuenta.
En el libro de Margarit está la media luz pobre de la época, los tiempos oscuros bajo cuyo resplandor opaco, como decía Brecht, también se podía cantar. Y hay, al final, una luz, Tenerife, donde vivió el tiempo más feliz de su adolescencia, y acaso de su vida. Un alivio de otros dolores. Un abuelo que a los 14 años descargaba sacos en el mercado, un padre que provenía del peor barrio de Barcelona que, cuando ya se va a hacer arquitecto, se halla huyendo de su país y acaba preso en Santoña, amparado por el sueldo de maestra de su mujer… El hijo, mientras tanto, nace y crece y se hace poeta y ahora explica, casi página a página, como un largo epílogo, el mapa rabiosamente humano de todos sus poemas.
—Y Tenerife…
—Adonde me llevan mis padres. ¡Tenías que ver cómo era aquel Santa Cruz comparado con la España triste de los cincuenta! “Verdad, belleza y bondad, el horizonte más amplio que veré jamás”. Eso escribo ahí. Y eso pasó, un tesoro en la vida.
El libro está escrito, dice Margarit, “con técnica de poeta; y el lenguaje poético no es lo que la gente piensa, dulzón, tonto. No: el lenguaje poético es el más duro de todos”.
El lector puede dar fe.
Para tener casa hay que ganar la guerra / Per tenir casa cal guanyar la guerra. Joan Margarit. Austral. 304 páginas. 13,95 euros. Grup 62 (en catalán). 296 páginas. 18,50 euros.
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