lunes, 9 de agosto de 2021

Cristina García Rodero, la ‘maga’ de la fotografía que se atreve con todo, cumple 50 años de carrera

 

Cristina García Rodero
Ilustración de Luis Grañena

Cristina García Rodero, la ‘maga’ de la fotografía que se atreve con todo, cumple 50 años de carrera

La autora del revolucionario ‘España oculta’ hace campaña para crear un centro nacional de la fotografía



Manuel Morales
7 de agosto de 2021

La imagen que mejor define a alguien que se dedica a la fotografía como Cristina García Rodero es la de un torbellino, una fuerza de la naturaleza nacida en Puertollano (Ciudad Real) hace 71 años, que ha arrostrado siempre las dificultades en el medio siglo de trayectoria que acaba de cumplir. Una pionera del arte de la imagen en España que, mientras tenga fuerzas, seguirá defendiendo “la dignidad de la fotografía”, como le gusta recordar a menudo, ya sea en una de sus torrenciales charlas, cuando deja boquiabiertos a todos con sus imágenes mientras dice aquello de “si yo no sé hablar en público”, o en una cena con amigos en la que acaba contando, entre risas, las fatigas que pasó en sus inicios, como cuando tuvo que dormir al raso en la estación de autobús en Puente Genil (Córdoba), arropada por un mapa de carreteras. Una metáfora de su nomadismo en busca de fiestas, romerías, procesiones… que, a comienzos de los años setenta, parecía que iban a desaparecer con el franquismo. Ella quería, como otros, dejar testimonio gráfico de algo que podía desvanecerse.

Medio siglo después, García Rodero está entre los mejores de la historia de la fotografía española: autora de un libro que cambió este arte, España oculta (Lunwerg, 1989), para el que tanto le costó encontrar editor; primer español en entrar en Magnum, premio Nacional de Fotografía, dos World Press Photo, miembro de la Academia de Bellas Artes, obra en museos, un centro dedicado a su trayectoria en Puertollano, innumerables exposiciones y, siempre, el coraje que le sale (es cuando parece que una mano le aprieta la garganta) para reivindicar la fotografía documental y humanista y, de paso, instar a cualquier fotógrafo a que defienda sus derechos: a trabajar, a cobrar, a ser respetado.

El último ejemplo de todo ello lo dio el pasado 28 de junio, en la entrega de los Premios El Ojo Crítico, de Radio Nacional de España, con el entonces ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, de compañero de escenario. Nerviosa, mientras leía los agradecimientos se giró a Uribes: “Ministro, hay que hacer un centro nacional de la fotografía. Ya es hora de que empecemos a trabajar”. Con ese mensaje se hacía eco de la reivindicación de una recién nacida plataforma creada por fotógrafos españoles, a la que ella pertenece: un espacio que, entre otros objetivos, reúna los archivos de autores en riesgo de perderse. La iniciativa ya ha recibido cerca de 7.000 firmas de apoyo.



Publio López Mondéjar, fotohistoriador y amigo de García Rodero, asegura que cuando la conoció en sus comienzos se veía “que venía a revolucionar la fotografía española; protagonizó el documentalismo que puso la fotografía de este país en el punto de mira de lo que se hacía fuera”. De su trabajo destaca cómo ha sabido acercarse a la gente y retratarla con empatía, y, sobre todo, “su fuerza, su tenacidad, cómo ha entregado su vida a la fotografía”.

Cincuenta años atrás, García Rodero era una estudiante de Bellas Artes que empezó revelando en los servicios de colegios mayores. Después fue “la niña” que iba con otros fotógrafos por caminos intransitables hasta el pueblo más recóndito para retratar las celebraciones más tradicionales, siempre atenta al calendario: de La Amortajada, en Amil (Pontevedra), a los Bercianos de Aliste, en Zamora; pasando por el Robaculeros, en Estella. A más de uno le descolocó que aquella muchacha les pasara por encima y fuera capaz de reunir tantas imágenes extraordinarias. Eran tiempos en los que se pasaba horas preguntando a las telefonistas para saber dónde había fiestas paganas o de guardar; era la mujer que en los pueblos hablaba con cualquiera para saber qué podía convertirse en su objetivo; en ocasiones, esa forastera con un gran bolso y un poco fisgona era tomada por una vendedora “o por una prostituta”, como ella cuenta.

Con los años, buscó también los ritos más atávicos en otros países, como sus fantásticos proyectos en Haití, al pie de cascadas purificadoras; en Etiopía, India o Venezuela, donde realizó uno de sus trabajos más queridos, María Lionza, la diosa de los ojos de agua, sobre el culto a un personaje mítico. Cuando se ven sus instantáneas, tomadas casi en la cara de quien está en trance, uno se pregunta cómo ha podido hacerlo esta mujer menuda y cómo no la derribaron.

Sin embargo, ahí sigue, en pie, con la angustia que a veces le ataca porque hace más fotos de las que es capaz de editar, catalogar y exponer. Y con rasgos como su proverbial impuntualidad, que sus amigos suelen disculpar con un “es Cristina”.

Una mujer con tantos kilómetros en las suelas se ha subido por las paredes en este año de parón; ahora puede volver a viajar, ya sin aquellas estrecheces del principio: carné de conducir recién sacado, coches que no subían cuestas, pensiones infectas… Hoy hay más facilidades y tiene otros compañeros, fotógrafos que en ocasiones la llaman “la maga” porque no se explican cómo, si todos están retratando al mismo penitente, ella sabe cuál es el mejor sitio, como un buen rematador en el fútbol, para conseguir la gran foto. Así es la maga que se atreve con todo, a la que aún le quedan ratos por las noches, debido a su costumbre de acostarse tarde, para ver en televisión algo que le encanta: programas de crímenes.



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