jueves, 4 de enero de 2024

Haruki Murakami / Sherezade




Haruki Murakami

Sherezade 

Scheherazade By Haruki Murakami


    Cada vez que mantenía relaciones sexuales con Habara, ella le contaba una extraña y apasionante historia. Como la Sherezade de Las mil y una noches. A diferencia de lo que ocurría en el cuento, por supuesto, Habara no tenía ni la más mínima intención de cortarle el cuello al amanecer (para empezar, ella jamás se había quedado junto a él hasta la mañana del día siguiente). Si le narraba aquellas historias era simplemente porque le apetecía. Sin duda ella también querría consolar a Habara, que se veía obligado a permanecer encerrado en la casa a solas. Pero Habara suponía que eso no era todo; que, además, a ella debía de gustarle el hecho en sí de hablar en la intimidad con un hombre, en la cama —sobre todo en esos momentos de languidez tras el sexo.

    Habara la llamaba Sherezade. No delante de ella, pero en el pequeño diario que llevaba anotaba a bolígrafo «Sherezade» los días en que ella acudía. También apuntaba de manera concisa —de tal modo que, aunque alguien lo leyese, no lo dedujera— el argumento de las historias que ella le relataba.
    Habara ignoraba si aquellas historias eran reales, inventadas o una mezcla de verdad y ficción. Era imposible deducirlo. En ellas realidad y especulación, observación y fantasía parecían fundirse de manera indistinguible. Por eso Habara había decidido prestarle atención sin más y dejar de preocuparse por si eran falsas o verdaderas. ¿Qué importancia podía tener para él esa diferencia, fuesen reales o no, o aunque se tratase de un complejo jaspeado?
    El caso es que Sherezade era una excelente oradora que sabía captar la atención del otro. Todo lo que contaba se convertía en un relato especial, se tratase de la historia que se tratase. El tono, las pausas, la forma en que hacía avanzar el relato, todo era perfecto. Despertaba el interés del oyente, lo mantenía astutamente en ascuas, le obligaba a pensar, a especular, y luego le daba justo lo que deseaba. Con esa envidiable destreza conseguía que, por un instante, el oyente se olvidase de la realidad que lo rodeaba. Como si le pasase un paño húmedo a un encerado, borraba limpiamente fragmentos de recuerdos desagradables que permanecían como adheridos, preocupaciones que el oyente hubiera querido olvidar de haber sido posible. «¿Acaso no basta con eso?», pensaba Habara. De hecho era exactamente lo que él más anhelaba entonces.
    Sherezade tenía treinta y cinco años, cuatro más que Habara, y básicamente era un ama de casa a tiempo completo (aunque tenía titulación de enfermera y, al parecer, a veces, cuando hacía falta, la llamaban para trabajar) y madre de dos niños que estaban en primaria. Su marido trabajaba en una empresa como tantas otras. Vivían a veinte minutos en coche de allí. Al menos, ésa era (o casi) toda la información sobre sí misma que había proporcionado a Habara. Claro que él no tenía manera de comprobar si era cierta o no. Aunque tampoco se le ocurrían motivos para sospechar de ella. No le había dicho su nombre. «No tienes ninguna necesidad de saberlo, ¿o sí?», le dijo Sherezade. En efecto, así era. Para él, ella siempre sería «Sherezade», lo que de momento no suponía ningún problema. Ella tampoco había llamado jamás a Habara por su nombre, que sin duda debía de conocer. Lo evitaba prudentemente, como si mencionarlo fuese algo inapropiado y de mal agüero.
    Aunque se la mirase con buenos ojos, físicamente Sherezade no se parecía en nada a la hermosa mujer de Las mil y una noches. Era un ama de casa de una ciudad de provincias que empezaba a entrar en carnes (como si rellenase agujeros con masilla) y que avanzaba a paso firme hacia el territorio de la mediana edad. Tenía una pequeña papada y arrugas de cansancio en las comisuras de los ojos. Tanto su peinado como su ropa o su maquillaje, sin llegar a resultar de mal gusto, no despertaban precisamente admiración. Sus facciones no estaban mal, pero daban impresión de indefinición, como si fuera una imagen desenfocada, algo así. La mayoría de la gente no se habría fijado en ella al cruzársela por la calle o al coincidir con ella en un ascensor. Quizá diez años antes hubiera sido una chica mona y vivaracha. Puede que algunos hombres se volviesen a mirarla. Aun así, el telón de esos días ya había caído. Y ahora nada parecía indicar que fuese a alzarse de nuevo.
    Sherezade visitaba House dos veces a la semana. No había un día fijo, pero jamás iba los fines de semana. Seguramente necesitaba pasarlos con su familia. Una hora antes de acudir, avisaba por teléfono. Hacía la compra en el supermercado del barrio y le llevaba los alimentos en coche. Un Mazda azul compacto. Un viejo modelo con una prominente abolladura en el parachoques trasero y con las ruedas negras de suciedad. Estacionaba en la plaza de aparcamiento de House, abría el portón trasero para sacar las bolsas de la compra y, con ellas en las manos, llamaba al timbre. Habara comprobaba quién era por la mirilla, abría el cerrojo y la cadena y la invitaba a pasar. Ella iba directa a la cocina, sacaba los alimentos y los guardaba en la nevera. Luego hacía la lista de la compra para la siguiente vez. Se afanaba con destreza, sin hacer movimientos inútiles, como un ama de casa competente. Mientras se ocupaba en alguna tarea, apenas hablaba y siempre estaba seria.
    Cuando ella acababa, sin que ninguno de los dos lo propusiera, se dirigían con naturalidad al dormitorio, como arrastrados por una corriente marina invisible. Allí, Sherezade se desnudaba con gestos rápidos y, en silencio, se metía en la cama con Habara. Ambos se abrazaban sin apenas decir palabra y practicaban sexo como si colaborasen para despachar una tarea impuesta. Cuando ella tenía la menstruación, cumplía su objetivo valiéndose de la mano. Y la manera, como mecánica, con que ella movía la mano hacía que Habara se acordase de que ella poseía el título de enfermera.
    Después del sexo, charlaban acostados. En realidad, solamente ella hablaba; Habara se limitaba a asentir de vez en cuando y a hacer alguna breve pregunta. Y cuando el reloj marcaba las cuatro y media de la tarde, Sherezade interrumpía la historia, aunque fuese por la mitad (por algún motivo, siempre se hacía la hora cuando el relato llegaba a su clímax), salía de la cama, recogía la ropa tirada por el suelo, se vestía y se preparaba para marcharse. «Tengo que hacer la cena», le decía.
    Habara la acompañaba a la entrada, volvía a echar el cerrojo a la puerta y miraba por entre las cortinas cómo el pequeño y sucio coche azul arrancaba. A las seis, preparaba una cena frugal con los alimentos que había en la nevera y cenaba solo. Durante una época había trabajado de cocinero, así que cocinar no le disgustaba en absoluto. Durante la cena bebía Perrier (no probaba el alcohol) y después se tomaba un café mientras veía una película o leía (le gustaban los libros que requieren repetidas lecturas o largo tiempo para terminarlos). No tenía nada más que hacer. Tampoco gente con quien hablar. Nadie a quien telefonear. Como no disponía de ordenador, no podía acceder a internet. Además, no hojeaba el periódico ni veía programas de televisión (había buenos motivos para ello). Naturalmente, tampoco podía salir de casa. Si por alguna circunstancia Sherezade dejase de visitarlo, sus vínculos con el mundo exterior se cortarían y se quedaría literalmente abandonado en una isla desierta.
    Pero esa posibilidad no lo inquietaba. «Es una situación a la que tendré que enfrentarme por mis propios medios. Una situación difícil, pero que de algún modo iré superando. Tampoco estoy en una isla desierta», pensaba Habara. «No se trata de eso, sino de que yo mismo soy una isla desierta.» Estaba acostumbrado a estar solo. No se venía abajo tan fácilmente, por mucha soledad que experimentara. Lo que empañaba su corazón era pensar que, si ella no volvía, ya no podrían charlar en la cama. O mejor dicho, ya no podría escuchar las historias de Sherezade.
    Poco después de haberse instalado en House, Habara había empezado a dejarse barba. Siempre había tenido una barba cerrada. Por una parte, su objetivo era cambiar su aspecto, pero eso no era todo: la principal razón por la que había empezado a dejarse barba era porque estaba ocioso. Con barba podía arreglarse a menudo la perilla, las patillas, el bigote y disfrutar de la sensación al tacto. Podía matar el tiempo dándole forma con las tijeras y la navaja de afeitar. Hasta entonces no se había dado cuenta de que el solo hecho de dejarse barba ya era suficiente para matar el aburrimiento.
    —Yo, en mi vida anterior, fui una lamprea —le dijo un buen día Sherezade, cuando estaban metidos en la cama. Con toda espontaneidad, como quien afirma que «el Polo Norte se halla muy al norte».
    Dado que Habara no sabía nada sobre el aspecto de las lampreas o sobre qué clase de criaturas eran, no dio ninguna opinión al respecto.
    —¿Sabes cómo se comen las lampreas a las truchas? —preguntó ella.
    —No, no lo sé —contestó Habara. En realidad, era la primera vez que oía que las lampreas comiesen truchas.
    —Las lampreas no tienen mandíbula. En eso se diferencian de una anguila común.
    —¿Así que las anguilas tienen mandíbula?
    —¿Nunca has visto una? —preguntó ella pasmada.
    —Como anguila de vez en cuando, pero nunca he tenido ocasión de fijarme en su mandíbula.
    —Pues la próxima vez fíjate bien. Por ejemplo, cuando vayas a un acuario. Las anguilas normales tienen mandíbula y dientes. En cambio, las lampreas no. En vez de boca tienen una ventosa. Con ésta se adhieren a las piedras que hay en el lecho de los ríos y los lagos y se mecen boca abajo. Como si fueran algas.
    Habara se imaginó un montón de lampreas flotando como algas en el fondo acuático. Era una escena de algún modo irreal. Aunque Habara sabía que la realidad a veces se aleja de la realidad.
    —De hecho, las lampreas viven entre las algas. Se ocultan entre ellas. Y cuando una trucha pasa sobre sus cabezas, salen como propulsadas y se le pegan al vientre. Con la ventosa, claro. Luego viven como parásitos, adheridas a la trucha, igual que sanguijuelas. Dentro de la ventosa tienen una especie de lengua dentada que utilizan a modo de lima para hacer un agujero en el cuerpo del pez e ir devorándole poco a poco.
    —La verdad, no me haría mucha gracia ser una trucha —comentó Habara.
    —Se cuenta que en la Antigua Roma había viveros de lampreas en todas partes y a los esclavos impertinentes que no obedecían a sus dueños los arrojaban vivos como cebo para las lampreas.
    «Tampoco querría ser esclavo en la Antigua Roma», pensó Habara. Aunque, desde luego, no querría ser esclavo en ninguna época.
    —Cuando estaba en primaria, vi lampreas por primera vez en un acuario y, al leer el texto informativo sobre sus hábitos de vida, de pronto me di cuenta de que fui eso en mi vida pasada —afirmó Sherezade—. De hecho, me acuerdo con claridad. Recuerdo cómo me adhería a las piedras en el lecho, cómo me balanceaba, confundida entre las algas, y cómo observaba las truchas gordas que pasaban sobre mi cabeza.
    —¿Recuerdas haber mordido alguna?
    —No, eso no.
    —Me alegro —dijo Habara—. ¿Es lo único que recuerdas de tu época de lamprea? ¿Que te mecías en el fondo del agua?
    —Nadie suele acordarse con todo detalle de su vida pasada. Con suerte, te acordarás a lo sumo de una pequeña parte. Es como espiar al otro lado de una pared por una mirilla. Sólo logras ver una pequeña pincelada del panorama. ¿Te acuerdas tú de algo de tu vida pasada?
    —No, de nada —dijo Habara. Francamente, ni siquiera le apetecía recordarla. Le bastaba y le sobraba con la actual.
    —Pues no se estaba tan mal en el fondo del lago. Te sujetabas con la ventosa a una roca, te ponías boca abajo y veías pasar los peces. Alguna vez incluso vi una tortuga enorme. Vista desde abajo, era negra e inmensa como la nave espacial enemiga de La guerra de las galaxias. Unos pájaros grandes y blancos de picos largos y afilados atacaban a los peces, como sicarios. Desde el fondo del agua, parecían nubes en el cielo azul. Eso sí: nosotras, escondidas en las profundidades, entre las algas, estábamos a salvo de los pájaros.
    —¿Y eres capaz de visualizar esa escena?
    —Vivamente —declaró Sherezade—. La luz, la sensación del fluir del agua… Recuerdo incluso lo que pensaba en esos momentos. A veces hasta soy capaz de colarme dentro de la escena.
    —¿Lo que pensabas?
    —Sí.
    —Pero ¿es que pensabas en algo?
    —Por supuesto.
    —¿En qué piensa una lamprea?
    —Pues piensa en cosas propias de lampreas. Sobre asuntos de lampreas en contextos de lampreas. Pero no puede trasladarse a nuestro lenguaje. Porque son pensamientos que pertenecen a algo que está dentro del agua. Igual que cuando eres un feto en el vientre de tu madre. Sabes que pensabas en algo, pero no puedes expresarlo con palabras mundanas. ¿O no?
    —¿Estás diciéndome que te acuerdas de cuando estabas en el vientre de tu madre? —dijo sorprendido Habara.
    —Claro que sí —contestó Sherezade como si tal cosa. Y apoyó ligeramente la cabeza en el pecho de él—. ¿Tú no?
    —No —dijo Habara.
    —Pues entonces alguna vez tendré que contarte la historia de cuando yo era un feto.
    Ese día, Habara anotó en el diario: «Sherezade, lamprea, vida anterior». Si alguien lo hubiera leído, jamás hubiera imaginado lo que significaba.



    Habían pasado cuatro meses desde la primera vez que Habara se había encontrado con Sherezade. A Habara lo habían enviado a House, una casa que se hallaba en una ciudad de provincias al norte de la región de Kantō. Una mujer que vivía cerca se ocuparía de él a modo de «intermediaria». Su tarea consistía en comprar comida y otros productos y llevárselos a House, ya que Habara no podía salir. Cuando él lo deseaba, también le compraba los libros y las revistas que quería leer y los cedés que le apetecía escuchar. A veces también elegía algunas películas en deuvedé al azar y se las llevaba (aunque a Habara no le convencían sus criterios de selección).
    Fue a la semana siguiente de haberse instalado cuando Sherezade lo invitó a acostarse con ella, casi como algo obvio. Desde el primer día llevaba preservativos consigo. Quizá fuese una más de las «actividades de apoyo» que habían encomendado a la mujer. En cualquier caso, ella lo propuso sin ningún reparo o vacilación, con delicadeza, y a él tampoco se le ocurrió oponerse a ello. Aceptando la invitación, se metió en la cama y, aun sin haber comprendido bien la lógica de los acontecimientos, se abrazó al cuerpo de Sherezade.
    El sexo con ella no podía definirse como apasionado, pero tampoco era completamente mecánico. Si bien había empezado como parte de las funciones que le habían asignado (o que le habían sugerido firmemente), a partir de cierto momento, ella pareció encontrar —aunque fuese en parte— cierto placer en el acto. Habara lo percibió (y se alegró de ello) en el sutil cambio que se produjo en el modo en que reaccionaba el cuerpo de ella. Después de todo, él no era una fiera salvaje enjaulada, sino una persona de tiernos sentimientos. Practicar el sexo sólo para satisfacer la libido no resulta tan divertido, a pesar de que hasta cierto punto sea necesario. Pero Habara no conseguía dilucidar en qué medida Sherezade lo consideraba parte de su deber y en qué medida lo veía como algo personal.
    No sólo sucedía con el sexo. Habara era incapaz de saber hasta qué punto las actividades cotidianas que hacía por él eran tareas impuestas y hasta qué punto derivaban de su buena voluntad (si es que podía llamársele buena voluntad). En distintos aspectos, Sherezade era una mujer cuyos sentimientos e intenciones resultaban difíciles de penetrar. Por ejemplo, solía usar ropa interior de materiales sencillos y sin adornos. La clase de prendas que viste a diario un ama de casa común en la treintena —según suponía Habara, pues hasta entonces jamás había mantenido relaciones con un ama de casa en la treintena—. Eran prendas que se podían comprar en las rebajas de cualquier hipermercado. Sin embargo, otros días también lucía lencería sofisticada e incitante. Habara ignoraba dónde la adquiría, pero sin duda se trataba de artículos de lujo. Prendas delicadas elaboradas con bellas sedas, encajes primorosos y colores vivos. Él no entendía con qué objetivo o dependiendo de qué circunstancias tenía lugar ese contraste extremo.
    Otra cosa que lo confundía era que el sexo con Sherezade y las historias que le contaba estaban indivisiblemente imbricados, formando una unidad. No podían separarse. Y sentirse tan atado —profundamente atado— de esa manera a unas relaciones carnales que no podían definirse como demasiado apasionadas, con alguien por quien no se sentía verdaderamente atraído, era una situación que jamás había vivido y que lo desconcertaba un poco.



    —Cuando era adolescente —dijo un buen día Sherezade a modo de confesión cuando estaban en la cama—, en varias ocasiones aproveché la ausencia de los dueños para entrar en una casa.
    Como le ocurría con la mayoría de sus relatos, Habara fue incapaz de dar una opinión pertinente.
    —¿Alguna vez has entrado en una casa ajena de ese modo? —le preguntó Sherezade.
    —Creo que no —dijo Habara con voz ronca.
    —Pues una vez lo haces, engancha.
    —Pero es ilegal.
    —Exacto. Si la policía te pilla, te detiene. Te puede caer una pena gorda por allanamiento de morada y hurto (o tentativa de hurto). Pero, aun a sabiendas de que es peligroso, se convierte en adictivo.
    Habara aguardó en silencio a que prosiguiera.
    —Lo mejor de entrar en una casa ajena cuando no hay nadie es, sin duda, el silencio. No sé por qué, pero todo está muy callado. Quizá sea el lugar más silencioso del mundo. Ésa fue la sensación que tuve. Cuando me quedaba allí sola sentada en el suelo, inmersa en aquel silencio, conseguía remontarme con toda facilidad a la época en que fui lamprea —explicó Sherezade—. Era una sensación maravillosa. Creo que yate he contado que fui lamprea en mi vida anterior, ¿no?
    —Sí.
    —Pues eso. Me adhiero con la ventosa a una roca en el fondo del agua, con la cola hacia arriba, meciéndome. Igual que las algas que me rodean. Reina la calma, no se oye un ruido. O a lo mejor es que no tengo oídos. En los días soleados, la luz incide sobre la superficie penetrándola como una flecha. A veces, esa luz se divide en haces brillantes, como si traspasara un prisma. Los peces, de diversas formas y colores, nadan lentamente sobre mi cabeza. Y yo no pienso en nada. O, mejor dicho, sólo tengo pensamientos de lamprea. Están empañados, pero al mismo tiempo son diáfanos. No son transparentes, pero a la vez carecen de cualquier impureza. Yo, siendo yo, no soy yo. Y es una sensación maravillosa.



    La primera vez que Sherezade se había colado en una casa ajena fue cuando estaba en el segundo curso del instituto. Se había enamorado de un chico de su misma clase en el instituto público local. Era alto, jugaba al fútbol y sacaba buenas notas. No podía decirse que fuera especialmente guapo, pero sí pulcro y tremendamente simpático. Como gran parte de los amores de las chicas de instituto, fue un amor no correspondido. Por lo visto él estaba interesado por otra chica de la clase y ni siquiera prestaba atención a Sherezade. Nunca le había dirigido la palabra, quizá ni siquiera se hubiera dado cuenta de que iban a la misma clase. Pero ella era incapaz de renunciar a él. Cuando lo veía, sentía que le faltaba el aire e incluso a veces había estado a punto de vomitar. Si no hacía algo, acabaría enloqueciendo. Sin embargo, no se le pasaba por la cabeza declarársele. No podía salir bien.
    Un día, Sherezade decidió hacer novillos y se fue a la casa del chico, a unos quince minutos de la de Sherezade. Calculó que a esas horas no habría nadie. El padre, que trabajaba para una empresa de cemento, había fallecido unos años antes en un accidente de tráfico en la autopista. La madre era profesora de lengua japonesa en un colegio público de la ciudad vecina. La hermana cursaba secundaria. De modo que, de día, lo normal sería que la casa estuviese vacía. Ella se había preocupado de investigar de antemano la situación familiar.
    La puerta de la entrada, naturalmente, se hallaba cerrada con llave. Por probar, Sherezade miró debajo del felpudo. Allí estaba. Era una urbanización de una tranquila ciudad de provincias con un bajo índice de criminalidad. Por eso sus habitantes no se preocupaban demasiado por la seguridad. Muchos dejaban las llaves bajo los felpudos o las macetas para los miembros de la familia que hubieran olvidado las suyas.
    Por precaución, pulsó el timbre, esperó un rato y, tras comprobar que no obtenía respuesta y que ningún vecino la veía, Sherezade entró en la casa. Seguidamente cerró por dentro con llave. Se quitó los zapatos y los metió en una bolsa de plástico que guardó en la mochila que llevaba a la espalda. Después, con gran sigilo, subió a la planta superior.
    La habitación del chico estaba, como se había figurado, en la planta de arriba. La pequeña cama de madera estaba perfectamente hecha. Contempló las baldas repletas de libros, el armario ropero, la mesa de estudio. Sobre una estantería había una minicadena y unos cuantos cedés. De la pared colgaba un calendario del Fútbol Club Barcelona y una especie de banderín de un equipo, ningún otro adorno más ni nada semejante. No había fotografías ni dibujos. Sólo la pared color crema. De lo alto de la ventana pendían unas cortinas blancas. La habitación estaba limpia y ordenada. Ni un libro tirado, ni una prenda de ropa por el suelo. El material de escribir que había sobre la mesa estaba perfectamente alineado, reflejo del carácter escrupuloso del dueño de la habitación. O quizá fuera la madre quien lo ordenara todo con esmero a diario. O tal vez ambas cosas. Eso puso nerviosa a Sherezade. Si la habitación hubiese estado hecha un desastre, nadie se habría enterado aunque ella hurgase un poco. «Ojalá sea así», pensó Sherezade. Debía ir con sumo cuidado. Pero al mismo tiempo se alegraba de que la habitación fuese sencilla, estuviese impoluta y en completo orden. Era muy propio de él.
    Se sentó en la silla frente al escritorio y permaneció allí quieta un rato. «Ésta es la silla en que se sienta todos los días a estudiar.» Al pensarlo, se le aceleró el corazón. Por orden, fue cogiendo todo el material de escritorio, lo palpaba, lo olía, lo besaba. Los lápices, las tijeras, la regla, la grapadora, el calendario de mesa y ese tipo de cosas. Sólo por el hecho de que eran pertenencias suyas, objetos que por lo general no tendrían nada de especial parecían resplandecer.
    Luego fue abriendo uno a uno los cajones del escritorio, examinando a fondo su contenido. En los separadores del cajón superior había pequeños objetos de escritorio y algunos recuerdos. En el segundo cajón estaban las libretas de las asignaturas que cursaba en la actualidad y, en el tercero (el situado más abajo), varios documentos, libretas y modelos de exámenes viejos. Casi todo cosas relacionadas con los estudios o material del club de fútbol del colegio. No había nada importante. No encontró nada de lo que esperaba, como un diario o cartas. Ni siquiera una sola fotografía. Le pareció un poco extraño. ¿Acaso no tenía más vida personal, aparte de los estudios y el fútbol? ¿O quizá lo guardaba en otro sitio, a salvo de miradas ajenas?
    Con todo, Sherezade exultaba por el simple hecho de sentarse delante de su escritorio y admirar su letra en los cuadernos. De seguir así, acabaría perdiendo el juicio. Para calmar la excitación, se levantó de la silla y se sentó en el suelo. Luego miró el techo. A su alrededor todo seguía en silencio. Ni un solo ruido. Así fue como acabó transmutándose en la lamprea en el fondo del agua.



    —¿Simplemente entraste en su habitación, tocaste algunas cosas y después te quedaste allí quieta? —preguntó Habara.
    —No, no sólo eso —dijo ella—. Yo quería tener algo de él. Quería llevarme algo que utilizara o se pusiera a diario. Pero no podía ser de valor, porque entonces enseguida se habría dado cuenta de que había desaparecido. Así que decidí robarle un lápiz.
    —¿Sólo un lápiz?
    —Sí. Un lápiz usado. Pero no valía con robarlo y ya está. Porque de ese modo me convertía en una simple ratera. Y no lo era. Yo era, por decirlo así, una ladrona del amor .
    «Ladrona del amor», pensó Habara. «Suena a título de película muda.»
    —Así que, a mi vez, tenía que dejar una prenda. Como prueba de mi existencia. Como declaración de que no era un simple hurto, sino un trueque. Pero no se me ocurría qué dejar. Aunque rebusqué en mi mochila y en los bolsillos, no encontré nada que pudiese servir de prenda. Ojalá hubiera ido preparada, pero es que ni se me había ocurrido… No me quedó más remedio que dejar un tampón. Uno sin usar, claro, en su envoltorio. Lo llevaba encima porque estaba a punto de venirme la menstruación. Decidí colocarlo en un sitio difícil de encontrar, en el fondo del último cajón. Lo de meter a escondidas un tampón en el fondo de su cajón me excitó muchísimo. Quizá demasiado, porque justo al poco tuve la regla.
    «Un lápiz y un tampón», se dijo Habara. Debería anotarlo en el diario: «Ladrona del amor, lápiz y tampón». Seguro que nadie lo entendería.
    —Ese día creo que estuve, como mucho, quince minutos en su casa. No pude quedarme demasiado; era la primera vez en mi vida que me colaba en una casa y estaba muy nerviosa pensando en que alguien de la familia podía volver de improviso. Después de echar un vistazo fuera, salí a hurtadillas de la casa y cerré la puerta con llave, que devolví a su sitio, bajo el felpudo. Luego me fui a clase. Llevándome el preciado lápiz.
    Sherezade permaneció un rato callada. Parecía estar remontándose en el tiempo para visibilizar cada cosa que allí había.
    —Después, experimenté durante una semana una sensación de plenitud como nunca hasta entonces —continuó Sherezade—. Garabateaba en la libreta con su lápiz. Lo olía, lo besaba, lo apretaba contra mi mejilla, lo acariciaba. A veces incluso lo chupaba. Me dolía que fuese gastándose poco a poco por el uso, pero era inevitable. Me dije que, si quedaba reducido e inservible, tendría que ir a por otro. Su estuche estaba lleno de lápices. Y él no se daría cuenta. Como seguramente tampoco repararía en el tampón del cajón del escritorio. Al pensar en ello, me ponía a cien. Era una sensación extraña, como si sintiera punzadas en la cintura, para controlarla tenía que rascarme las rodillas por debajo del pupitre. No me importaba que en realidad él ni me dirigiera una mirada o apenas fuera consciente de mi existencia, porque sin que él lo supiese yo tenía en mi poder una parte suya.
    —Es como un ritual de brujería —dijo Habara.
    —Sí, en cierto sentido quizá lo fuera. Me di cuenta de eso más tarde, cuando por casualidad leí un libro sobre el tema. Pero por aquel entonces todavía era una estudiante de instituto y mis reflexiones no llegaban a tanto. Sólo me dejaba arrastrar por mis deseos. Y me repetía a mí misma que estaba jugándomela. Si me pillaban entrando en una casa, aparte de expulsarme del instituto, se correría el rumor y ni siquiera me sería fácil vivir en el barrio. Pero en vano. Creo que yo no estaba del todo en mis cabales.




    Diez días después volvió a hacer novillos y fue a la casa del chico. Eran las once de la mañana. Igual que la vez anterior, entró con la llave de debajo del felpudo. Y subió a la planta superior. La habitación seguía perfectamente ordenada y la cama estaba bien hecha. Para empezar, Sherezade cogió un largo lápiz usado y se lo guardó en su propio estuche. Después se tumbó medrosamente en su cama. Se estiró los bajos de la falda y, con las manos sobre el torso, miró el techo. «En esta cama duerme él todos los días.» Al pensarlo, se le aceleró el corazón y sintió que se ahogaba. El aire no le llegaba a los pulmones. La garganta se le resecó y al respirar le dolía.
    Enseguida, desistiendo de la idea, se levantó de la cama, estiró la cobertura para arreglarla y volvió a sentarse en el suelo, como la última vez. Entonces miró hacia el techo. Se dijo que todavía era pronto para acostarse en su cama. La emoción que le provocaba era demasiado intensa.
    Esta vez Sherezade pasó media hora allí. Sacó sus libretas del cajón y les echó un vistazo. Leyó también un trabajo que el chico había redactado a raíz de la lectura de Kokoro, de Natsume Sōseki. Era una lectura que le habían mandado para el verano. Estaba escrito con una bella y cuidada caligrafía, propia de un alumno que sacaba buenas notas, y, por lo que pudo ver, no había ni una sola falta; de hecho lo habían calificado con «sobresaliente». Natural. Ante un texto escrito con una letra tan maravillosa, cualquier profesor habría querido darle un sobresaliente, aun sin haberlo leído.
    Luego abrió los cajones del armario ropero y observó, una tras otra, todas las cosas que había. Su ropa interior y su calzado. Camisetas, pantalones. Zapatillas de fútbol. Todas las prendas estaban escrupulosamente dobladas y en orden. Ni una sola se veía sucia o desgastada.
    «Todo está muy limpio y ordenado. ¿Las doblará él mismo? ¿O lo hará su madre?» Sherezade sintió celos de la madre, que hacía todo eso por él a diario.
    Acercó la nariz a los cajones y olfateó todas y cada una de las prendas. Las habían lavado cuidosamente y olían a ropa secada al sol. Sacó una camiseta gris del cajón, la desplegó y se la llevó a la cara. Quería comprobar si la zona de la axila olía a su sudor. Pero no. Aun así, permaneció un buen rato con la cara pegada a la camiseta, aspirando. Deseaba llevársela, pero era demasiado peligroso. Toda la ropa estaba meticulosamente dispuesta y ordenada. Quizá él (o su madre) se sabían de memoria el número exacto de camisetas. Si faltase una, se armaría una buena.
    Al final, Sherezade renunció a llevársela. La dobló como estaba antes y la devolvió al cajón. Debía ser precavida. No podía arriesgarse. Esta vez, además del lápiz, decidió llevarse una pequeña insignia con forma de balón de fútbol que había encontrado en el fondo de un cajón. Debía de ser del equipo infantil en el que había jugado en primaria. Estaba vieja y no parecía de valor. Aunque desapareciese, seguramente no la echaría de menos. O tardaría tiempo en reparar en su ausencia. De paso comprobó si aún seguía en el cajón el tampón que había escondido. Sí, allí estaba.
    Sherezade intentó imaginarse qué ocurriría si la madre descubriera aquel tampón. ¿Qué pensaría? ¿Interrogaría directamente al hijo? «¿Qué haces tú con un tampón? ¡Explícamelo!» ¿O acaso se lo guardaría y haría oscuras conjeturas? Sherezade no podía imaginarse la reacción de la madre. En cualquier caso, decidió no tocarlo. Después de todo, era la primera señal que dejaba.
    Esta vez, como segunda prenda, decidió dejar tres cabellos. La noche anterior se había arrancado tres, los había envuelto en film transparente y los había metido en un pequeño sobre. Sacó de la mochila el sobre y lo metió entre las viejas libretas de matemáticas de un cajón. Eran pelos negros y lisos, ni muy largos ni muy cortos. A no ser que los sometieran a la prueba del ADN, nunca se sabría de quién eran. Aunque a simple vista se notaba que pertenecían a una chica joven.
    Tras salir de la casa, fue caminando al instituto para asistir a la primera clase de la tarde. Y los diez días siguientes los pasó embargada de nuevo por una exaltada sensación de plenitud. Sentía que poseía otras partes de él. Pero, naturalmente, aquello no terminaría ahí. Porque, como Sherezade había reconocido, entrar en una casa ajena acaba convirtiéndose en adictivo.





    Al llegar a ese punto de la historia, Sherezade miró el reloj que había al lado de la cabecera y dijo, como hablando sola:
    —¡Ay! Tengo que marcharme ya.
    Salió de la cama y empezó a vestirse. Los dígitos del reloj anunciaban las cuatro y treinta y dos. Volvió a ponerse la ropa interior blanca, práctica y sin apenas adornos, se abrochó el sostén a la espalda, se calzó rápidamente los pantalones vaqueros y se puso por la cabeza un suéter azul marino de la marca Nike. En el baño se lavó cuidadosamente las manos con jabón y, tras arreglarse un poco el cabello con un cepillo, se marchó en el Mazda azul.
    Habara se quedó solo y, como no tenía nada mejor que hacer, se puso a reflexionar sobre lo que ella le había contado en la cama, igual que una vaca que rumia pasto. No tenía ni la menor idea de qué derrotero tomaría aquella historia, como solía ocurrir con la mayoría de sus relatos. Para empezar, ni siquiera era capaz de imaginarse el aspecto de Sherezade cuando iba al instituto. ¿Sería esbelta en esa época? ¿Vestiría uniforme con calcetines blancos y llevaría el cabello trenzado?
    Puesto que todavía no tenía apetito, antes de ponerse a preparar la cena reanudó la lectura de un libro ya empezado, pero no podía concentrarse. Involuntariamente, le venía a la mente la imagen de Sherezade colándose a hurtadillas en la habitación de la planta superior, o con la camiseta de su compañero de clase pegada a la nariz para olfatearla. Habara estaba ansioso por saber cómo terminaba la historia.






    Tres días después, con el fin de semana de por medio, Sherezade volvió a pasarse por House. Como siempre, colocó los alimentos que había traído en grandes bolsas de papel, comprobó las fechas de caducidad, modificó el orden de los productos en la nevera, verificó las reservas de latas y otras conservas, comprobó las existencias de condimentos y preparó la siguiente lista de la compra. Puso otra botella de Perrier a enfriar. Y amontonó sobre la mesa los nuevos libros y deuvedés.
    —¿Falta algo? ¿Necesitas alguna cosa?
    —No se me ocurre nada —contestó Habara.
    Luego se metieron en la cama e hicieron el amor. Después de excitarse con los preliminares en su justa medida, él se puso el preservativo y la penetró (ella siempre exigía que usase preservativo) y, tras un tiempo prudencial, eyaculó. Aunque no lo hacían por obligación, tampoco ponían el alma en ello. Por lo general ella siempre parecía alerta contra un exceso de pasión. Del mismo modo que, por lo general, un profesor de autoescuela nunca espera excesiva entrega en la manera de conducir de sus alumnos.
    Tras comprobar con ojo clínico que Habara había expulsado la debida cantidad de semen dentro del profiláctico, Sherezade retomó la historia.





    Tras la segunda intrusión en la casa vacía, vivió unos diez días exultante. Había guardado la insignia con forma de balón de fútbol en su estuche de lápices. A veces, durante las clases, la acariciaba. Mordisqueaba el lápiz y chupaba la mina. También pensaba en la habitación del chico. En su escritorio, en la cama en que dormía, en el armario lleno de su ropa, en sus bóxers, blancos y sencillos, en los tres pelos y en el tampón que había ocultado en el cajón.
    Desde que había empezado a colarse en aquella casa, apenas se aplicaba en los estudios. Durante las clases, o bien se quedaba embobada sumida en sus ensoñaciones, o bien se dedicaba a toquetear el lápiz y la insignia. Al volver a casa, tampoco tenía ganas de hacer los deberes. Sus notas nunca habían sido malas. No se contaba entre las mejores de la clase, pero solía cumplir con sus obligaciones de estudiante y sus notas estaban por encima de la media. Por eso, cuando le preguntaban en clase y ella apenas era capaz de responder, los profesores, más que enfadarse, se extrañaban. Además, durante un recreo la habían llamado a la sala de profesores. «Pero ¿qué te pasa? ¿Tienes algún problema?», le habían preguntado. Sin embargo, ella no sabía qué contestar. «Es que últimamente no me encuentro muy bien…», conseguía a duras penas balbucear. Por supuesto, jamás podría confesarles algo así: «La verdad es que hay un chico que me gusta y he empezado a colarme en su casa cuando no hay nadie, le he robado lápices y una insignia y me quedo embobada toqueteándolos, no pienso más que en él». Porque ése era un secreto oscuro y pesado con el que debía apechugar sola.






    —Empecé a sentir la urgencia de meterme en su casa cada cierto tiempo —dijo Sherezade—. Como ya habrás imaginado, era muy peligroso. No podía seguir jugando con fuego indefinidamente. Lo sabía. Un día me descubrirían, y entonces avisarían a la policía. Aquella idea me angustiaba. Pero era imposible detener la rueda una vez que la había echado a rodar cuesta abajo. Diez días después de la segunda «visita», mis piernas se encaminaron de manera espontánea hacia la casa. De lo contrario, me habría vuelto loca. Aunque, bien pensado, en realidad quizá ya estaba loca, ¿no crees?
    —Faltabas mucho a clase. ¿Eso no te creó problemas? —preguntó Habara.
    —En mi casa tienen una tienda y como estaban ocupados trabajando, mis padres apenas me prestaban atención. Hasta entonces nunca les había causado problemas, ni me había rebelado contra ellos. Por eso creían que podían despreocuparse. Podía falsificar con facilidad los justificantes que tenía que entregar en el instituto. Escribía un texto breve imitando la letra de mi madre, firmaba y lo sellaba. Previamente, ya había avisado al tutor de que, por motivos de salud, de vez en cuando tendría que ausentarme media jornada para ir al hospital. Si de vez en cuando faltaba medio día, nadie le daba importancia. —En ese instante, Sherezade enmudeció y echó un vistazo al reloj digital que había junto a la cama. Luego prosiguió—: Volví a coger la llave de debajo del felpudo, abrí la puerta y entré en la casa. Como siempre… Pero no, aquel día reinaba una sensación de vacío mayor que de costumbre. No sé por qué, pero me sobrecogió el ruido del termostato de la nevera en la cocina al activarse y desactivarse. Sonaba como el resuello de un animal grande. Más tarde, llamaron por teléfono. Estuvo a punto de darme un infarto cuando aquel timbrazo estridente resonó por toda la casa. Sudaba profusamente. Al cabo de diez timbrazos paró sin que nadie hubiera atendido la llamada, claro. Entonces se hizo un silencio todavía más profundo.




    Ese día Sherezade permaneció largo rato acostada boca arriba en la cama del chico. Esta vez el corazón no se le aceleró tanto como la última vez y consiguió respirar con normalidad. Era como si él estuviese durmiendo tranquilamente junto a ella. Tenía la sensación de que, si extendía la mano, sus dedos tocarían los fornidos brazos de él. Pero, claro, el chico no estaba allí. Simplemente la envolvía una nube de ensueño.
    A continuación, experimentó unas ganas irreprimibles de aspirar su olor. Se levantó de la cama, abrió los cajones del ropero y buscó sus camisetas. Todas estaban bien lavadas, secadas al sol y plegadas en forma de rollo. Ni rastro de suciedad u olor. Igual que la vez anterior.
    Luego tuvo una idea. Tal vez funcionase. Bajó a toda prisa la escalera. En la salita anexa al cuarto de la bañera encontró el cesto de la ropa sucia y abrió la tapa. Allí estaban las prendas usadas de él, junto a las de su madre y su hermana. Seguramente eran prendas de la víspera. Había una camiseta de hombre. Era de marca BVD, blanca de cuello redondo. Aspiró su olor. Era el inconfundible olor a sudor de un hombre joven. Un asfixiante olor corporal, que podía percibir si estaba cerca de los alumnos de su clase. No resultaba especialmente agradable. Pero le proporcionaba un sentimiento de felicidad sin límites . Al acercar la parte de la axila a la cara y aspirar hondo, se sintió abrazada por él, estrechada con fuerza entre sus brazos.
    Sherezade subió a la planta superior con la camiseta y volvió a tumbarse en la cama. Entonces pegó la prenda a su rostro y aspiró una y otra vez aquel olor a sudor. De pronto, sintió cierto estremecimiento en la zona de la pelvis. También cómo se le endurecían los pezones. ¿Iba a tener la regla? No, no era eso. Todavía era demasiado pronto. Supuso que se debía a la libido. No supo cómo afrontarlo, cómo calmarse. «Da igual, pues no puedo hacer nada en esta situación. Al fin y al cabo estoy en su cama, en su habitación.»
    Al final, decidió llevarse a casa aquella camiseta sudada. Era arriesgado, sin duda. La madre seguramente repararía en que faltaba. No llegaría al extremo de pensar que la habían robado, pero se preguntaría extrañada adónde había ido a parar. Dado lo limpia y organizada que estaba la casa, debía de ser una neurótica del orden y el control. Si no encontraba algo, seguro que inspeccionaba la vivienda entera en su busca. Como un perro policía muy bien adiestrado. Y hallaría algunas de las huellas que Sherezade había dejado en el dormitorio de su amado hijo. Aun así, ella no quería soltar la camiseta. Su cabeza no consiguió disuadir a su corazón.
    «¿Qué puedo dejar en su lugar?», se preguntó. Pensó en su ropa interior. Aquella mañana llevaba unas bragas sencillas, muy normales, relativamente nuevas. Podía esconderlas en el fondo de un cajón. Las consideraba válidas como objeto de trueque. Pero al desnudarse notó que tenía la entrepierna caliente y húmeda. «Es la libido», se dijo. Probó a olerlo, pero aquello no olía a nada. Con todo, no podía dejar algo manchado de deseo de esa manera. De hacerlo, estaría denigrándose a sí misma. Volvió a ponérselas, mientras decidía hacer el intercambio con otra cosa. ¿Qué podía ser?



    Llegada a ese punto, Sherezade guardó silencio. Permaneció callada un buen rato.Con los ojos cerrados respiraba tranquilamente. Habara se quedó también tumbado en silencio, esperando a que ella dijese algo.
    —Habara, escucha —dijo Sherezade por fin abriendo los ojos. Fue la primera vez que lo llamaba por su nombre.
    Él la miró a la cara.
    —Dime, Habara, ¿crees que podrías hacerme otra vez el amor? —preguntó.
    —Creo que sí.
    Y una vez más volvieron a abrazarse. El cuerpo de Sherezade había cambiado. Ahora era blando y húmedo hasta lo más hondo. Su piel también estaba tersa y reluciente. Habara supuso que en ese preciso instante ella estaba rememorando con realismo y nitidez la experiencia en la casa de su compañero de clase. «Es más, en realidad esta mujer ha retrocedido en el tiempo y ha vuelto a los diecisiete. Del mismo modo que cuando viaja a su vida anterior. Sherezade es capaz de ello. Sabe ejercer sobre sí misma el poder de su magnífica oratoria. Como una extraordinaria hipnotizadora capaz de hipnotizarse a sí misma valiéndose de un espejo.»
    Los dos gozaron intensamente, como nunca hasta entonces. Con pasión, tomándose su tiempo. Y al final, ella alcanzó un indudable orgasmo. Su cuerpo se convulsionó varias veces. En ese momento, hasta su rostro pareció cambiar de forma radical. Como quien vislumbra una escena fugaz por una fisura, Habara pudo entrever cómo había sido Sherezade a los diecisiete. La persona con quien hacía el amor era una problemática chica de diecisiete años encerrada accidentalmente en el vulgar cuerpo de un ama de casa de treinta y cinco. Él se dio cuenta. Dentro de ella, la muchacha seguía oliendo absorta aquella sudada camiseta masculina, mientras su cuerpo se estremecía levemente.
    Cuando acabaron, Sherezade no dijo nada. Ni siquiera examinó el preservativo, como solía. Los dos yacieron en silencio, el uno junto al otro. Ella miraba el techo con los ojos bien abiertos. Como una lamprea que observara la superficie luminosa del agua desde la cama. Habara pensó en lo estupendo que sería hallarse en otro mundo o ser una lamprea en un mundo distinto; no un ser humano concreto llamado Tsujii Habara, sino una anónima lamprea. Tanto Sherezade como él eran dos lampreas que, adheridas gracias a sus ventosas a una roca, la una junto a la otra, miraban hacia la superficie, balanceándose a merced de la corriente, a la espera de que pasase ufana alguna trucha gorda.
    —Entonces, ¿al final qué dejaste a cambio de la camiseta? —preguntó Habara rompiendo el silencio.
    Ella permaneció sumergida en aquel silencio un rato más.
    —Nada —contestó al cabo—. Porque no llevaba nada parecido, o nada que se le igualara. Así que me limité a marcharme con la camiseta. Y en ese instante me convertí en una simple asaltacasas.




    Doce días más tarde, cuando fue a casa del chico por cuarta vez, habían cambiado la cerradura. Era cerca del mediodía y el dorado de la cerradura brillaba intenso y orgulloso al sol. La llave ya no estaba debajo del felpudo. Que la prenda del hijo hubiese desaparecido del cesto de la ropa sucia debía de haber despertado los recelos maternos. Tras buscar a fondo aquí y allá con su perspicaz mirada, la madre se habría fijado en que algo extraño había ocurrido en su hogar. Quizá alguien había irrumpido mientras todos estaban ausentes. Así que había cambiado de inmediato la cerradura de la entrada. El parecer de la madre había sido, ciertamente, atinado y su reacción, sumamente rápida.
    Como es natural, Sherezade se llevó un buen chasco al descubrir que habían cambiado la cerradura, pero al mismo tiempo se sintió aliviada. Era como si alguien a su espalda le hubiera despojado del peso que cargaba sobre los hombros. «Gracias a eso ya no necesito entrar en esta casa», pensó. De no haberla cambiado, estaba segura de que habría seguido entrando y de que, a medida que su comportamiento se radicalizaba, habría acabado pasándose de rosca. Y tarde o temprano hubiera sobrevenido la desgracia. Por cualquier motivo, algún miembro de la familia habría podido regresar de repente mientras ella estaba arriba. Y entonces no hubiera tenido escapatoria. No cabrían excusas. En algún momento hubiera sucedido. Había conseguido evitar esa situación catastrófica. Probablemente debía agradecérselo a esa madre —con quien jamás se había encontrado—, poseedora de una mirada tan sagaz como la de un halcón.
    Todas las noches, antes de dormir, Sherezade olía la camiseta robada. Se acostaba con ella al lado. Cuando iba a clase, la envolvía en papel y la escondía donde nadie pudiese encontrarla. Una vez sola en su habitación, ya después de la cena, la sacaba, la acariciaba y la olfateaba, preocupada porque, día tras día, el olor fuera disipándose paulatinamente; pero no fue así. Aquel olor a sudor permaneció como un valioso recuerdo indeleble.
    Al pensar que jamás podría (o jamás tendría que) volver a colarse en casa del chico, poco a poco Sherezade fue recobrando el juicio. Su mente empezó a operar con normalidad. Ya se quedaba menos veces ensimismada en el aula y, aunque fragmentariamente, la voz de los profesores empezó a entrarle por los oídos. Pero durante las clases, se concentraba más en mirar al chico que en prestar atención a los profesores. Lo miraba constantemente tratando de detectar algún cambio en sus gestos o una actitud de nerviosismo. No obstante, se comportaba como de costumbre. Como de costumbre reía simplonamente, abriendo mucho la boca; cuando el profesor le preguntaba algo, daba en un tono resuelto la respuesta correcta y, al salir de clase, se volcaba en los entrenamientos del club de fútbol. Gritaba y sudaba a mares. No parecía ser consciente de que algo anómalo había ocurrido a su alrededor. Ella estaba admirada: era una persona terriblemente íntegra. Ni una sola mácula .
    «Pero yo conozco su mácula», pensó Sherezade. «O algo semejante a una mácula . Quizá nadie más lo sepa. Soy la única que lo sabe (tal vez sumadre también).» La tercera vez que había ido a la casa, se había topado con varias revistas porno escondidas ingeniosamente en un cajón. Había un montón de fotografías de mujeres desnudas. Con las piernas abiertas, exponían dadivosamente sus genitales. También había fotografías de parejas en plena cópula. Fotos de gente que copulaba en posturas muy poco naturales. Penes enhiestos que penetraban a mujeres. Era la primera vez en su vida que veía algo semejante. Sentada al escritorio, se puso a hojear aquellas páginas, observando con curiosidad cada fotografía. Imaginó que el chico seguramente se masturbaba mirando aquellas imágenes. Pero no sintió especial repulsión. Tampoco la desilusionó esa faceta oculta suya. Era consciente de que se trataba de una práctica natural. Tenía que liberar de alguna manera el esperma acumulado. El cuerpo masculino está hecho así (más o menos del mismo modo que la mujer tiene la regla). En ese sentido, no era más que un simple chico normal y corriente en plena adolescencia. Ni un defensor de la justicia, ni un santo. Es más, a Sherezade le alivió saber que era así.




    —Fue paulatino, pero poco después de dejar de colarme en su casa, el intenso deseo que sentía por él empezó a menguar. Como la marea cuando retrocede en una playa poco profunda. No sé por qué, pero ya no buscaba el olor de su camiseta con tanto afán como antes y no me quedaba tantas veces absorta acariciando los lápices y la insignia. Me bajó la fiebre, como si me hubiera curado de una enfermedad. Y no es que fuera algo semejante a una enfermedad, sino que probablemente fuera una enfermedad de verdad, ¿sabes? Una enfermedad que por una temporada me hizo delirar con una fiebre alta. Puede que todos pasemos por esa etapa enloquecida alguna vez en nuestras vidas. O quizá se tratara de un episodio especial que sólo me ocurrió a mí. Dime, ¿a ti te ha pasado?
    Habara intentó recordar, pero fue en vano.
    —Creo que nunca he vivido nada así —dijo.
    Sherezade pareció un poco decepcionada.
    —En cualquier caso, al terminar el instituto ya me había olvidado de él. De una manera que incluso me sorprendió. Ni siquiera podía recordar qué me había atraído tan intensamente con diecisiete años. La vida es curiosa, ¿no crees? A veces, cuando observamos las cosas al cabo de un tiempo o desde una perspectiva un poco diferente, algo que creíamos absurdamente esplendoroso y absoluto, algo por lo que renunciaríamos a todo para conseguirlo, se vuelve sorprendentemente desvaído. Y entonces te preguntas qué demonios veían tus ojos. Bueno, ésta es la historia de «mi época asaltacasas».
    «Suena como la “época azul” de Picasso», pensó Habara. Pero comprendía lo que ella había querido decirle.
    Sherezade miró el reloj digital. Se acercaba la hora de regresar a casa. Guardó un silencio cargado de sugestión.
    —Pero a decir verdad —prosiguió al rato—, la historia no termina ahí. Unos cuatro años después, creo, cuando cursaba segundo en la Escuela de Enfermería, por azares del destino volví a encontrármelo. En esa ocasión también intervino la madre y, entre medio, se cruza una pequeña historia de fantasmas. No estoy segura de que vayas a creértela, pero ¿te gustaría escucharla?
    —Mucho.
    —Pues lo dejaremos para la próxima vez —dijo Sherezade—. Que si me pongo a hablar no tengo freno, y ya va siendo hora de que regrese a casa a preparar la cena.
    Sherezade se levantó de la cama, se puso la ropa interior y se ajustó las medias; luego se vistió la combinación, la falda y la blusa. Habara observaba abstraído sus movimientos desde la cama. Se dijo que los gestos de una mujer posiblemente sean más interesantes cuando se viste que cuando se desnuda.
    —¿Te apetece leer algún libro en concreto? —le preguntó ella antes de marcharse.
    —Ninguno en especial —contestó Habara. «Sólo quiero escuchar el final de la historia», pensó, pero no lo dijo. Tuvo la impresión de que, si lo decía, jamás sabría cómo había acabado aquella historia.



    Esa noche, Habara se acostó temprano pensando en Sherezade. ¿Y si no volvía? Esa posibilidad lo inquietaba. No era descabellado. Entre ambos no había ningún pacto personal. Era una relación impuesta casualmente por alguien; una relación de la que podrían despojarlo en cuanto esa persona lo decidiera. En otras palabras, un vínculo que dependía a duras penas de un fino hilo. Tal vez algún día… No. Sin duda un día le anunciaría su fin. Cortarían el hilo. Tarde o temprano, el caso es que ocurriría. Y cuando Sherezade se marchase, Habara ya no volvería a escuchar sus historias. El curso de sus relatos quedaría cercenado y muchas de las enigmáticas historias todavía no contadas, ignotas para él, desaparecerían sin llegar a ser narradas.
    O también era posible que le arrebatasen todas sus libertades y, en consecuencia, fuese apartado, ya no sólo de Sherezade, sino de todas las mujeres. Era muy probable. En ese caso, jamás podría volver a entrar en el húmedo interior de un cuerpo femenino. Ni podría sentir sus sutiles estremecimientos. Pero quizá para Habara lo peor, más que renunciar al acto sexual en sí, fuese no poder compartir esos momentos de intimidad con ellas. Al fin y al cabo, perder a una mujer consistía en eso. Perder esos momentos especiales que invalidaban la realidad, aun estando integrados en ella: eso le ofrecían las mujeres. Y Sherezade le proporcionaba eso a raudales, inagotablemente. La idea de que algún día lo perdería lo entristecía, acaso más que nada.
    Habara cerró los ojos y dejó de pensar en Sherezade. Entonces se concentró en las lampreas. Las lampreas, que no tienen mandíbula y se mecen adheridas a una piedra, ocultas entre las algas. Se había convertido en una de ellas y esperaba a que apareciera una trucha. Pero por más que aguardaba, no pasaba ni una. Una gorda, una delgada, una cualquiera. Y al final el sol se puso y una oscura sombra lo envolvió todo. 

Haruki Murakami
Hombres sin mujeres


Hombres sin mujeres

Haruki Murakami / Drive My Car





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