Presente continuo
Iluminada por la desgracia de la lucidez, comprende lo que está pasando. Hunde el rostro en las manos y empieza a llorar
LEILA GUERRIERO
11 de junio de 2021
Me obsesiona el presente continuo. Es una forma verbal que se construye con el presente de indicativo del verbo “estar” más el gerundio. Se usa para referirse a acciones que están en curso: estoy corriendo, estoy cocinando. La frase “el presente continuo”, por su parte, parece una descripción ajustada del momento que vivimos, esa cinta transportadora en la que el tiempo se envasa día por día, con un pasado que empieza a ser difuso y un futuro que es incertidumbre. Ambas cosas —el presente continuo como forma verbal y como frase— se funden en un punto. Lo descubrí ayer, cuando vi una entrevista en la que la periodista argentina María Moreno respondía a la pregunta: “¿Qué libro estás leyendo?”. Decía que nunca “está leyendo” porque lee rápido y termina un libro en el día. Su presente continuo —”estoy leyendo”— se transforma en pasado —“leí”— muy rápido. Al escucharla me di cuenta de que, después de un breve periodo (enero-marzo de 2021) en el que devoré libros al ritmo que ella menciona, caí nuevamente en el presente continuo que arrastré a lo largo de 2020, y ahora estoy leyendo una novela corta desde hace casi un mes. Además, si hasta hace un tiempo aplicaba la forma verbal “estoy viendo” sólo a las series —no pueden verse seis temporadas en un día—, ahora la aplico también a las películas. Así, digo: “Estoy viendo El sol que abrasa” (de Chung Mong-hong) o “estoy viendo Otra ronda” (de Thomas Vinterberg). La frase es literal: empiezo un día, continúo al siguiente, termino una semana más tarde. Supongo que soy la misma que vio de una sola vez en el cine la sensacional Molière, de Ariane Mnouchkine, que dura cuatro horas. Pero no sé dónde está esa que soy (¿era?). Ahora “estoy viendo” Collective, una película rumana sobre el incendio de una discoteca en Bucarest que dejó decenas de muertos y que estuvo nominada a mejor documental en la última entrega de los Oscar. En ese rubro también fueron nominados Mi maestro el pulpo (Lo que el pulpo me enseñó, en España), de Craig Foster (resultó ganador), y El agente topo, de la chilena Maite Alberdi. Mi maestro el pulpo cuenta la relación entre un buzo y un pulpo. Después de verla recordé Grizzly Man, de Werner Herzog, el documental sobre Timothy Treadwell, un experto en osos pardos que murió devorado por uno de ellos. Me interesa la relación entre el hombre y la naturaleza, pero muy poco las miradas románticas del tipo “la naturaleza es sabia” (que es la que siento que exuda Mi maestro el pulpo). El agente topo fue de las pocas películas que vi este año sin detenerme, quizás mi último triunfo sobre el presente continuo. Cuenta la historia real de un hombre chileno de más de 80, Sergio Chamy, contratado por un detective privado para infiltrarse en una residencia de ancianos y averiguar si allí maltratan a la madre de una clienta. Para eso, Chamy debe aprender a usar herramientas de espionaje —gafas con cámara incorporada— y otras comunes —WhatsApp— que le cuesta dominar (las escenas de aprendizaje tienen visos cómicos pero dejan flotando la idea de que todos seremos vencidos por alguna tecnología en el futuro). Una vez infiltrado, Chamy descubre algo que no tiene que ver con el supuesto maltrato ejercido por el personal del asilo sino con el olvido por parte de los familiares de las personas que viven allí: nadie va a visitarlas, nadie las llama. El asilo es un depósito de viejos solos. Lo que en el principio era jocoso —una señora coquetea con Sergio, dispuesta a casarse y “ofrendarle” su virginidad—, se torna trágico. En una escena brutal, Chamy se acerca a una de las residentes que padece una enfermedad que afecta la memoria. La ve desencajada y le pregunta qué le pasa. La mujer lo mira como si lo viera por primera vez (aunque son amigos) y le dice que no sabe dónde está. Su rostro es la máscara del horror: un sujeto en una sola dimensión, puro presente sin memoria. Sergio le cuenta quién es él, qué hacen ahí. La mujer, iluminada por la desgracia de la lucidez, comprende lo que está pasando. Entonces hunde el rostro en las manos y empieza a llorar. Por el horror que le produce el presente continuo, ese mundo sin espesor y sin pasado hacia el que se dirige inexorablemente.
EL PAÍS
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