Javier Montes
Luz del Fuego
Oddly
La Senda del Exceso lleva al Palacio de la Sabiduría.
Exuberancia es Belleza.
De los Proverbios infernales en El matrimonio del Cielo y el Infierno, de William Blake
25-II-1952
Cinelandia. Incluso en el portentoso Río de Janeiro de 1952 algo así sólo puede pasar en un barrio que se llama Cinelandia. Y sólo cuando merece ese nombre más que nunca: cuando oscurece y va terminándose el Lunes de Carnaval. A medianoche del martes acabará oficialmente, por muchas trampas que hagan los díscolos, la fiesta que desvela a la ciudad desde hace semanas. Al principio sordamente, como un rumor de batuques y ensayos y marchinhas escuchado a lo lejos, tras las puertas de un garaje cerrado, enroscándose hasta los tobillos por los respiraderos de un bajo o reptando hacia la calle desde un ático iluminado en la noche. Luego llenando calles, abarrotando plazas, de la mañana a la tarde y la madrugada, de los morros a la Avenida Rio Branco, de la Floresta de la Tijuca a la orilla de las playas.
Acabará sin remedio, por mucho que se alargue la última alborada, por mucho que los últimos fiesteros se crucen de camino a casa, arrastrando los pies y la resaca de la última borrachera, con quienes salen de la misa del miércoles con la ceniza en la frente que deja sabor en la boca y recuerda algo obvio que maldita la falta hace recordar: que polvo somos y todo lo demás.
Pero es Carnaval todavía y en la noche del lunes aún hay placer infinito por delante, antes de la ceniza más infinita aún. Placer y tiempo: una noche y un día y otra noche enteros ni más ni menos. Por una vez en todo el año, en lunes se respira la alegría del sábado. O mejor aún: la del viernes, la que da disfrutar de un placer en vísperas de otro. Y ya hasta los más serenos han perdido la cabeza y han bailado y bebido y besado y vomitado y vuelto a empezar.
El lunes es la noche grande de los Carnavales de Salón, a salvo de las muchedumbres de las aceras, con sus invitaciones suplicadas y acariciadas de un año para otro, con la dulcísima sensación de fiesta dentro de la fiesta, de reencuentro con los pares frente a la promiscuidad de las calles. A la vez muy lejos y muy cerca de la marabunta populosa y sus peligros reales o inventados. Es el placer secreto o puramente imaginario que proporciona la envidia de los excluidos.
Es la noche del Baile de Gala en el Teatro Municipal de Río, que esta noche, entre todas las del año, se proclama a sí mismo centro de la ciudad, del país y del mundo y triunfa al hacerlo creer realmente a los que se quedan sin entrar y miran a pie de calle y a los afortunados que van llegando en sus coches caros, blanden sus tarjetones, desfilan por el pasillo vallado hacia la fachada rutilante y suben las escaleras que llevan a las puertas abiertas de par en par del Foyer Principal entre aplausos y gritos, ensoberbecidos o afectando simpatía y saludando a la masa (los más aplaudidos son los más desdeñosos, los que con más temple esconden mejor su satisfacción).
Desde temprano por la tarde la gente se amontona frente a la escalinata del Teatro Municipal, que también se hace el interesante y cierra en oblicuo la plaza donde ya campan los primeros rascacielos y los grandes cines que no consiguen empequeñecer el boato de los edificios imperiales: la Biblioteca Nacional, el Museo de Bellas Artes. El Teatro Municipal sí que deja pequeño su nombre. Debería llamarse, por lo menos, Sensacional o Fenomenal o Colosal: desmedido por fuera y por dentro, construido como una réplica de la Ópera de París adaptada al Trópico y a las ínfulas de otra capital con delirios de grandeza. Tiene todavía más ninfas y nereidas, más perifollos, más cornucopias de escayola dorada, y resulta por eso irremediablemente provinciano durante 364 días al año en sus lujos de rastacueros.
Pero esta noche se disfraza, como los invitados, y recubre de adornos de cartón pintado su escalera de doble tiro, su foso de orquesta, la platea convertida en pista de baile y los palcos principales reservados para las grandes familias, para los huéspedes de honor de periódicos y revistas que compiten por atraer a los más brillantes. Es la ocasión del encargo cotizadísimo que permite al escenógrafo más a la moda desbordar con sus decorados el escenario donde la orquesta toca hasta la madrugada y más: invadir techos y paredes y proscenio con tramoyas de hule y faroles de papel y cortinones de damasco para reproducir la Antigua China, la Sublime Puerta, el Palacio del Gran Faraón. Este año tocan los ventanales góticos y los amarres de góndolas y las perspectivas imposibles y amontonadas de la Plaza de San Marcos y el Puente Rialto y ni más ni menos que el Gran Canal de una Venecia esplendorosa que nunca fue.
Es la puesta de largo y apoteosis de la gran burguesía carioca, de los ricos riquísimos y las viejas familias del Imperio. No faltan los Braganza destronados, los barones del café y los cuatrocentoes venidos de Sao Paulo, los fazendeiros que allá en Minas o en Bahía son dueños de haciendas más grandes que muchos países europeos, las dinastías de industriales que hacen las veces de aristocracia en un país que exhibe esta noche su riqueza presente y más, que disfruta ya de otras futuras, inimaginables y aún por explotar.
Todo parece libre y espontáneo pero está reglado, y la etiqueta prescribe esmoquin blanco o negro para los caballeros y traje de largo para las señoras. O fantasías de lujo para ambos sexos: nada de cuatro trapos apañados, sino las lentejuelas y purpurina y antifaces de pedrería de una multitud de sultanas, cortesanos de Versalles, pierrots y esqueletos y mujeres-pantera.
Y sobran las beldades deslumbrantes y anónimas de ambos sexos, las mujeres tan guapas y los hombres tan hermosos a quienes esta noche se concede provisionalmente, en virtud de su belleza, un pie de igualdad con el dinero y el abolengo. Están ya o se espera a las estrellas del cine y los ases del deporte, los cantantes de moda, las actrices que triunfan, y la ausencia de turistas prosaicos (que la ciudad ya ha aprendido a despreciar a pesar de necesitarlos, o justo por eso) se compensa con un surtido de extranjeros misteriosos que refuerzan la sensación de que esta noche el mundo entero contempla deslumbrado lo que aquí sucede.
Corre el rumor de que la reina Soraya asiste de riguroso incógnito y se divierte protegida de indiscreciones por un disfraz que nadie ha conseguido averiguar y una máscara que cubre por completo su rostro. Y la multitud callejera ha enloquecido tanto como los elegantes que contemplan el desfile desde los balcones abiertos en la fachada cuando Errol Flynn, ni más ni menos, ha bajado de su suntuoso Rolls precedido de un séquito de corsarias, disfrazado de Príncipe Pirata.
Ha saludado a derecha e izquierda con gracia inimitable, y con un aplomo que ha hecho delirar a todos de gozo ha ejecutado no uno ni dos ni tres ni cuatro ni cinco ni seis sino siete saltos mortales que le han dejado sonriente al pie de las escalinatas. Y la gente ya casi se ha tirado de esos balcones cuando apenas se ha detenido para hacer una reverencia antes de brincar de forma inexplicable para sostenerse bocabajo con sus manos y subir a un ritmo perfecto, ni demasiado aprisa ni demasiado despacio, la gran escalinata alfombrada de rojo: como si confirmara a todos que en efecto, Errol Flynn siempre sube así las escaleras.
Ha dado otra voltereta al llegar al rellano principal para ofrecer su reverencia al Rey Momo. Orondo y coronado recibe a los huéspedes a la puerta del que es, por esta noche, su palacio. Y en un gesto aplaudidísimo se quita la corona inmensa y la coloca sobre la cabeza del astro de la pantalla, que se gira al público, deslumbra con su sonrisa centelleante, enamora de golpe a todo el teatro, a todo Río, al Brasil entero, antes de romper todos los protocolos y abrazar entre risas a Su Majestad Momo y devolverle la corona y desaparecer bajo la lluvia de confeti y serpentinas en el interior resplandeciente, dejando tras de sí el suspiro unánime de un millón de hombres, mujeres, ancianos y niños.
Han brillado todos los flashes de reporteros y plumillas encaramados en las farolas que retransmiten al Brasil y radian con verbo florido lo que va sucediendo. Pero no da tiempo de más, porque cuando parecía que la noche había llegado a su apoteosis, antes de que el suspiro colectivo se extinga, antes de que los asomados a los balcones puedan reabastecerse de confeti y recargar sus lanzaperfumes, un rumor que pronto es un grito coreado salta de boca en boca y se convierte pronto en un aullido, en un gemido de delicia y aprensión y casi delicioso terror colectivo:
-¡Luz del Fuego!
-¿Luz del Fuego?
-¡Luz del Fuego!
-¡Ya viene Luz del Fuego!
Desde hace años, la llegada de Luz del Fuego a las puertas del Baile es el momento más deseado y temido y esperado de todo el Carnaval en Río. Exactamente desde que cinco años atrás, en una noche como esta, en un momento tan cuidadosamente elegido como este, un lujoso descapotable se detuvo ante las escalinatas del Teatro y cuatro muchachas cubiertas de hojas de parra doradas y estratégicamente dispuestas bajaron sonrientes y enigmáticas y formaron dos a dos, a derecha e izquierda, para hacer un pasillo de honor ante la portezuela. Se abrió lentamente para mostrarla a ella, Luz del Fuego, con su larguísima melena negra peinada hacia atrás para no ocultar ni un solo centímetro de su cuerpo totalmente desnudo, cubierto sólo por un aceite que hacía relucir como si fuera bronce su piel morena y brillar con destellos oscuros su sexo, más negro aún que su melena.
Cubierto solo por ese aceite y por la gigantesca boa también reluciente, marrón y negra, inequívocamente viva y desdeñosa, llevada con toda naturalidad, como la más lujosa estola de pieles o chal de pedrería, por aquella mujer. No es que fuera ni más guapa ni más fea ni más alta ni más baja que su séquito o que las demás mujeres, sino que era infinitamente más turbadora, más inaudita. No llevaba en sus muñecas ni en su cuello más joyas que una rojísima, dolorosísimamente roja manzana como un gigantesco rubí (¿o era una de esas manzanas glaseadas que todos, antes o después, comprarían en los puestos callejeros durante el Carnaval?) en la que se prendieron y destellaron todos los flashes, todos los focos, todos los ojos brillantes y todas las bocas entreabiertas desde balcones y aceras y farolas.
Esa primera noche su llegada pilló a todos desprevenidos. Esa primera noche nadie aulló, como ésta, un nombre difícil de pronunciar para los brasileños y que sólo sería conocido por todo Brasil a partir de entonces: ni la jalearon ni la abuchearon ni le gritaron procacidades, ofertas, insultos.
Esa primera noche, Luz del Fuego, sonriente, sobrenaturalmente natural, avanzó con la cabeza bien alta y los pies desnudos, acariciando distraída la boa que le servía a la vez de acompañante y complemento, escuchando complacida el silencio boquiabierto de la multitud y los chismes divertidos que el animal parecía bisbisearle.
No hizo falta que ni ella ni sus escoltas dieran a los reporteros el título de la fantasía: esa noche Luz del Fuego era Eva, recién escapada del aburrido Paraíso y decidida a divertirse y bailar como la que más, como la más glamurosa de las celebridades invitadas al baile.
¿O no invitadas? Al pie de la escalinata, sin dejar de sonreír, se paró ante los lacayos de librea que cerraban el paso. Aguzaron el oído los invitados que habían dejado el baile para amontonarse en puertas y balcones y ver el prodigio, dudando entre el escándalo y la burla, con los puños indecisos llenos de serpentinas. No hubo una voz más alta que otra. Todo el mundo, en la calle y el teatro, se contagió de la mezcla de aprensión y cohibimiento de los porteros.
La dilación tuvo un doble efecto: por un lado, la buena sociedad carioca sintió alivio al poder asimilar la aparición inenarrable con una situación perfectamente reconocible, que mil veces habían presenciado antes y que sabían olfatear con delicia secreta: alguien intentaba arrimarse a su poder y trepar a su posición olímpica, colarse sin invitación en el baile. Frente a esa estratagema se accionaron mecanismos de defensa perfeccionados por generaciones de ancestros. Las matronas dispuestas a un esfuerzo de tolerancia esa noche entendieron que aquella era la línea roja que no debía traspasarse; las jóvenes casaderas sacaron a la vez sus aguijones, como abejas de una misma colmena; los petimetres y los pretendientes y los padres de familia adivinaron que mostrar favor por la recién llegada les acarrearía reproches, lágrimas, escenas interminables de celos y venganzas servidas en frío durante meses por venir.
Así que nadie lanzó el perfume ni la purpurina desde los balcones. Muchas muecas se torcieron, muchas risas sonaron agudas y ningunas manos aplaudieron mientras duró la conversación con los guardianes que otorgaban el derecho de admisión a su paraíso privado.
Luz del Fuego no miró ni una sola vez hacia lo alto, no intentó congraciarse con el Rey Momo de pronto severo ni con los invitados que iban pasando junto a ella y la miraban de reojo. Como si supiera muy bien que nunca, nunca funciona intentar congraciarse con quien ya ha decidido sernos hostil.
Sin perder la sonrisa, acariciando su serpiente, dejándole a ella la tarea de devolver las miradas de indiferencia y desdén, saludó educadamente a los lacayos y volvió a recorrer con toda la calma del mundo, como si su desnudez la abrigase mejor que ningún ropaje, el pasillo que conducía hasta su descapotable.
Y fue entonces cuando el silencio y los murmullos de la gente apelotonada tras las vallas se hinchó y cuajó en aplausos al principio aislados y en un grito solitario que en pocos segundos era un clamor de toda la multitud, repentinamente enterada del nombre bisbiseado por algún sabihondo y repentinamente también transformada en legión de fans:
-¡Que pase Luz del Fuego! ¡Que pase Luz del Fuego! ¡Que pase Luz del Fuego!
La sonrisa de la rechazada se volvió entonces triunfal y resplandeció mientras se giraba a un lado y otro, junto al coche. Más que agradecer, con su reverencia aceptaba como natural la pleitesía de las mil voces coreando su nombre. Lanzó un beso ya desde el descapotable que hubiera envidiado cualquier testa coronada de Europa y cualquier estrella de la pantalla americana, y desapareció entre aplausos y vítores y piropos procaces. Dejó tras de sí la sensación de haber presenciado una aparición irrepetible y la seguridad de que nada de lo que sucediera esa noche en el Gran Baile de Gala igualaría en brillo, en originalidad y poderío a lo que acababa de verse en su entrada: ningún disfraz ni fantasía pensados durante todo el año y valorados en miles o millones de cruzeiros podrían resultar más ricos y deslumbrantes que el desnudo de la rechazada a sus puertas.
La aparición, en eso se equivocaron los presentes, no fue irrepetible. Desde entonces, por cinco veces sin faltar una, en cinco Lunes de Carnaval consecutivos, Luz del Fuego ha repetido lo que es ya un ritual anticipado por todo Río y retransmitido al Brasil entero. Por cinco veces ha intentado imponer su desnudez como el disfraz más opulento ese día, mientras su fama crece de año en año durante los otros 364: abarrota patios de butacas, llena portadas de revistas, asegura taquillas con el cartel de completo y reventas astronómicas y tiradas vendidas a los pocos minutos en los quioscos de todo el país.
Ha sido Yemanjá, Diosa de las Aguas (con el cuerpo pintado de verde), Reina de Saba (con el cuerpo teñido de negro), Sol de Medianoche (con el cuerpo brillante de oro) y Selene, Señora de la Luna (con el cuerpo bruñido de plata). No siempre ha llegado con sus serpientes, como si no quisiera abusar del golpe teatral de la primera vez. Pero siempre, siempre, se ha presentado sin acompañante y ha recorrido sola el pasillo de ida y vuelta frente a la escalinata del teatro: algo tan atrevido casi como su desnudez.
Hasta esta noche: es difícil deslindar el alivio de la desilusión en el grito de sorpresa de los miles que la ven llegar cuando Luz del Fuego ha bajado de su coche vestida de novia. El traje es irreverente y ajustadísimo, revela más de lo que cubre, cierto: pero es un traje, al fin y al cabo. Y se ajusta a las leyes no escritas y la etiqueta de los disfraces del baile tanto o más que a las curvas de su cuerpo menudo pero generoso: tiene el toque justo, esta vez, de picardía y de humor. Insinúa sin mostrar.
Y sobre todo brilla: en el fondo consiste en un traje de baño cuajado de pedrería falsa y diamantes de vidrio que destellan, como es bien sabido, mucho más que los auténticos. Va ceñido por cinturón de brillantes, y deja al aire las piernas cortas pero airosas. El toque nupcial lo da un gracioso sombrerito de encaje, un velo del más puro tul ilusión que roza el suelo y un buqué de flores blancas que Luz del Fuego aprieta, recatada y pícara, contra su pecho. Esta vez no saluda radiante a la multitud: sonríe modosa mientras recorre acompasada, como al son de la marcha nupcial de Lohengrin, la explanada del teatro. Los focos de la balconada sacan destellos de colores a su diadema, su pechera y sus ajorcas. Pasado el desconcierto, hay un murmullo de risas y de aprobación. El disfraz está muy bien: concuerdan todos los invitados que la contemplan desde los balcones. De haber concursado, podría haber ganado en las categorías de originalidad y de lujo.
Antes de que llegue al pie de la escalera, lo que está claro es que ya le ha ganado la admisión al baile y la aprobación de los notables: bien está lo que bien acaba. Es Carnaval, todo se perdona. Magnánimos, están dispuestos a admitir en su seno a la oveja descarriada que al fin se ha plegado a la medida exacta de desacato y broma que en una noche así se acepta y en el fondo se exige (porque refuerza, como el Carnaval mismo, las normas que finge transgredir).
No hace falta que nadie diga nada a los lacayos que por cinco veces, también sin que nadie les dijese nada, le han prohibido la entrada al baile. Nadie le pide la invitación, nadie le cierra el paso. Luz del Fuego, Noivinha do Brasil esta noche, hace como consumada noviecita la más graciosa de las reverencias, se despide con un beso recatado de la multitud a las puertas e ingresa en el templo de los elegidos sin mirar atrás.
Como siempre, ha lucido su don de la oportunidad: ha llegado a la fiesta en su mejor momento. O un momento antes del mejor momento, para asegurarse de ser ella precisamente el mejor momento de la fiesta, el que todos recordarán más adelante. Mientras cruza el foyer, la noticia de su ingreso ya ha corrido entre los seis mil invitados: y sube despacio, riendo y saludando y aceptando reverencias, la escalinata imperial de doble tiro a la que se han asomado los que bailaban y los que tomaban el fresco en la veranda y la sala de pasos perdidos.
Le hacen reverencias los lacayos de librea en los rellanos, le llueve el confeti y las serpentinas que por cinco veces le fueron negados. Muchas damas venecianas de pelucas Pompadour y lunar postizo se inclinan a su paso, muchos caballeros le ofrecen brazos que ella declina graciosamente. Luz del Fuego sube al altar de su consagración matrimonial con Río nívea y sola. Y hasta esta soledad se entiende ahora del mejor modo posible, como fidelidad al carácter y coherencia con su personaje.
Cuando entra en la platea la orquesta se detiene. Todos los presentes, desde el Palco Presidencial al último gallinero, se vuelven hacia ella. Luz del Fuego encaja el silencio con empaque, sonriendo. Pasea los ojos por la escenografía de palacios ruinosos y canales y gigantescos postes de amarre torcidos. Contempla las mesas redondas en torno a la pista de baile, las vajillas buenas y la maraña de serpentinas pisoteadas que caen como lianas de una jungla colorida desde los palcos.
La orquesta, muy a propósito, entona con toda la zumba del mundo los primeros compases de la Marcha Nupcial de Mendelssoh. Luz del Fuego asiente y da su aprobación general, como si ella misma hubiese encargado los decorados de esa Venecia de musical californiano. Y los invitados ríen y aplauden y vitorean y hacen reverencias y abren un pasillo triunfal que conduce hasta el estrado donde está el Rey Momo en su trono dorado.
Es una escena simpática, de buen tono, acorde con el espíritu carnavalesco y festivo y amable de esa noche. Todos preparan sus manos para aplaudir cuando Momo se levanta de su trono y tiende la mano a la Novia. El maestro alza los brazos y los violinistas de la orquesta preparan sus arcos para acometer el vals nupcial que en este preciso instante el Rey le propone bailar a la recién llegada y ya unánimemente coronada como Reina del Carnaval y del Baile.
Y justo entonces la sonrisa de la Novia del Brasil se vuelve diabólica y brilla en sus ojos una chispa luciferina. Y se congela la sonrisa del Rey Momo y la de los seis mil rostros de los invitados cuando Luz del Fuego, sonriendo más que nunca, le deja con la mano en el aire y la palabra en la boca, y desenfunda rapídisima, como una cobra que de pronto da un tijeretazo y abre las fauces y muestra los colmillos, dos pistolones blancos de las faltriqueras disimuladas a la altura de sus caderas ceñidísimas. La orquesta deja en el aire la primera nota del vals, que cristaliza y se suspende glacial sobre el patio abarrotado y los palcos repletos y los decorados de pacotilla. Y sobre ella se oye retumbar la voz de Luz del Fuego.
-¡Majestad, no soy la Novia del Brasil! ¡Yo soy la Novia Pistolera!
Y entonces alza los brazos, apunta al techo los pistolones que parece imposible que nadie hubiera visto escondidos en un disfraz tan mínimo, y empieza a disparar al techo del teatro. La excelente acústica hace que los estampidos retumben como trompetas del Juicio Final, seguidísimos, uno tras otro, como si no fuesen a acabar nunca. Las pistolas son tan descomunales, tan exageradas, que parecen de broma. Pero huele a pólvora muy en serio, y tampoco deben de ser de fogueo las balas que descascarillan a las ninfas y los faunos del techo, que derraman sobre la gente escayola y añicos de la gran araña bajo la que Luz del Fuego dispara y dispara y dispara, riendo ahora a carcajadas, sin importarle la lluvia de polvo que ha sustituido los confetis.
Y entonces llega el Cafarnaúm, el Día del Juicio y la Noche de Walpurgis, el acabose. Los de los palcos se agachan tras los pretiles, los camareros tiran sus bandejas y corren por su vida, las colombinas y los arlequines y las beldades impasibles y los magníficos muchachones de la juventud dorada carioca aúllan despavoridos y pisotean a las ancianas enjoyadas que se amontonan a las puertas. Nadie se acuerda de Errol Flynn, ni de la reina Soraya, ni se encomienda a dios ni al diablo antes de salir corriendo, dejando jirones de gasa y lamé enganchados en las sillas. Las pedrerías falsas y las joyas buenas repiquetean mezcladas de escalón en escalón y ruedan al pie de las escalinatas del vestíbulo.
La onda expansiva de los primeros disparos ha creado un vacío en torno a Luz del Fuego, manos en alto, pistolas en mano. Ha apelotonado a la gente contra las puertas de la platea, empujado escalinata abajo a los que estaban en ella, y expulsado a la explanada frente al Teatro a los que entraban.
Y la verdad es que sería injusto reprochar a nadie que con las prisas y el susto no se hayan parado a contemplar por un momento el espectáculo de esa mujer ni demasiado alta ni demasiado guapa pero que de repente parece gigantesca, completamente sola, riendo a carcajadas desprovistas de cualquier rastro de malevolencia, imagen pura de la felicidad, apretando los gatillos de ambas pistolas a conciencia, sorda a los estampidos que ella misma produce, mirando al techo afrescado que se descascarilla como si tras él adivinara un hermoso amanecer o el más bello crepúsculo rojo sangre que jamás haya lucido sobre Río y su bahía.
Es a la vez eterno y efímero: en pocos segundos las pistolas han descargado todas sus balas, deja de llover polvillo dorado como purpurina del techo y se hace un silencio mortal en torno a Luz del Fuego, que mira a su alrededor sorprendida y divertida, como si fuera otro el culpable de todo aquello. El vacío creado a su alrededor se contrae, la multitud expulsada del baile hacia las puertas se esponja y vuelve a ocupar como imantada el centro de la sala, mientras pasa del silencio y el llanto al crujir de dientes y los gritos de indignación y furia. Providenciales, cuatro camareros se abalanzan sobre Luz del Fuego, la toman de brazos y piernas y se la llevan en volandas, sin dejar de sonreír, como si contase con ese movimiento coreográfico que se parece a sus salidas triunfales de escena en las funciones más logradas de los teatros donde la aplauden.
Sale así a hombros por una puertecita tras las bambalinas, sorteando atriles derrumbados y mesas volcadas, con destino a una larga noche de comisaría en comisaría. Y a largos días, semanas y meses durante los que la asediarán los fans, más devotos que nunca; los reporteros, más ávidos que nunca; los empresarios, más obsequiosos que nunca: representantes todos de una ciudad y un país que ha presenciado una especie de milagro inverso e inaudito.
Porque el sabor a polvo pegado en los paladares y el olor a pólvora que los invitados no olvidarán nunca han obrado un curioso maleficio que por arte de magia ha acelerado el desenlace de la fiesta más famosa del planeta y ha superpuesto un Miércoles de Ceniza y polvareda y cascotes al Martes de Carnaval más celebrado del mundo.
*Fragmento de la novela Luz del Fuego de próxima publicación en Anagrama.
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