domingo, 25 de agosto de 2019

El juego de Omar Little en The Wire



El juego de Omar Little en The Wire

Fernando Navarro
5 de noviembre de 2010
"Hay que guardarla con mimo, como las obras completas de Shakespeare y de Stevenson, las mejores películas (casi todas son buenas) de Ford y de Wilder, las canciones de Sinatra, los discos de Coltrane, los recuerdos maravillosos, esas cosas que con un poco de suerte te van a acompañar hasta el último día”. Carlos Boyero sobre The Wire. 


Soy de los que sintió un vacío muy grande una vez que acabó de ver todas las temporadas de The Wire. Hace más de un año puse fin a una serie que, como ya se ha dicho en este blog a través de tantísimos comentarios y el gran texto de Álvaro Fierro, es una obra maestra. Cine en estado puro, extendido en largas horas y muchos capítulos, repleto de vasos comunicantes con la vida real y el alma humana. 



Cuando intento transmitir a amigos o conocidos la grandeza de la serie, siempre me ha resultado muy difícil, sino imposible, explicar qué significó para mí sentarme cada día a ver uno de sus capítulos, qué me aportaba tan vital y necesario cómo para perderme en cada escena y viajar a Baltimore, adentrarme en su atmósfera y complejidad. No era sólo algo revelador, sino también algo narcótico. Desde que había acabado Los Sopranos, la mejor serie que he visto en mi vida y que me dio tanto o más que el mejor disco de mi discoteca o el libro más arrebatador de mi biblioteca, nada había sido igual para mí. Los Soprano estaban en otra dimensión y yo la añoraba. La capacidad de amar y llorar por una historia desgranada con inteligencia y talento, hasta el punto de hacerme sentir parte de ella, quedaba muy lejos. Hasta que llegó The Wire. ¿Mejor? ¿Peor? ¿Complementarias? Sencillamente, diferentes y, cada una a su estilo, arrebatadoras. Hoy no podría elegir entre una y otra, sería como elegir entre papá y mamá.





Michael K. Williams / Little Omar
Hoy, por tanto, me salgo de la música pero para celebrar una serie que es puro rock'n'roll, soul, rap, blues. Arriba, esta la primera escena de The Wire. Recuerdo perfectamente que el día que la vi, solo en casa, tirado en el sofá del salón, quedé un poco desconcertado. Los Soprano empezaba con una acción trepidante y, en cambio, The Wire parecía pecar de lentitud. Como bien escribía Álvaro, había un estilo de novela rusa impregnado que te hacía cambiar el chip, removerte por unos minutos en el sofá. Pero qué maravilla. Pasados unos capítulos, una vez dentro de la tela de araña de personajes e historias, era imposible desengancharse. El diálogo, el slang negro, la burocracia, la rutina en la calle, el ruido de sirenas de fondo... todo era absolutamente real y magnético. 
No engaño a nadie si reconozco que se me encogió el corazón, se me saltaron las lágrimas, con varios capítulos. A bote pronto, recuerdo mis pelos como escarpias con la resolución de la historia de D’Angelo, en el final de la segunda temporada con el joven protagonista del puerto apoyado en la alambrada, en algún instante determinado de las trágicas peripecias existenciales de Bubbles o en la supervivencia a cara de perro de los niños de la escuela. Y ha habido más, muchos más, siempre en el milagro artístico que representa esta serie sobre el tráfico de drogas, sus causas y sus consecuencias, sus dioses y demonios. 
Si bien es cierto que la serie es un absoluto, con decenas de personajes que pueblan cada temporada, tengo que reconocer que, aún costándome un riñón elegir, Omar Little ha sido para mí el personaje más fascinante de la serie, a la altura de un Tony Soprano, incluso me atrevo a decir que de la historia de la televisión. También da pie para ello al ser un personaje repleto de entresijos: ese aire de Robin Hood solitario de las calles, de forajido en el viejo Oeste, esa homosexualidad tan viril, esa chulería por encima del bien y del mal, ese código moral y esa frase, esencia misma de lo que significa The Wire, que dice: “It’s all in the game”. 

Al principio de la serie Omar andaba algo escondido pero con cada capítulo no para de crecer hasta ser un eje sobre el que giran policías y traficantes. Su destino está en las calles y su misión es bien sencilla: robar a traficantes. En otras palabras, sobrevivir en un mundo de delincuentes, donde la moral es pisoteada cada día y la vida vale menos que medio dólar. Omar es el llanero solitario que se esconde en edificios que se caen a pedazos, el valiente sin escrúpulos que va hasta la puerta misma de los jefes para poner las cosas claras, el chico que sabe de dónde viene y monta en cólera cuando en un ataque no respetan a su abuela, el tipo de corazón frágil que se enamora de su escudero o sacrifica su vida por vengar a una amiga, el hombre de honor que sabe más que el mafioso o el abogado sobre cuáles son las reglas del juego, el colega fiel que tiene a un ciego como confidente y cicerone, el negro que le jode que otro poli negro criado en las calles, como él, le diga mirándole a los ojos la diferencia entre el bien y el mal, entre hacer algo por los demás o hacerlo sólo para sí mismo, con una escopeta debajo de la gabardina. Omar es la calle en estado puro. 

Soy de los que se le erizaba el vello cuando aparecía Omar por las calles. Con ese silbar descuidado, esos gritos de “que viene Omar” y niños y trapichadores salían corriendo, ese andar gitano con su pañuelo o capucha en la cabeza. Por eso, quedé fascinado cuando en la quinta temporada Omar era Omar y Marlo, el nuevo jefe de las esquinas, era simplemente Marlo. Como en las historias de vaqueros e indios, la excelencia y el respeto se ganaban a base de hechos, a base de que todos conociesen tu leyenda. Omar era el mejor jugador del juego. Pero no quedé menos cautivado cuando en la tercera temporada se cruzó con Brother Mouzone en el callejón. Siendo sincero, vi esa escena tres veces, agarrado a un whisky con tres hielos que había sobre mi mesa, en la oscuridad de un frío salón. La recuerdo como una escena llena de lirismo, de auténtica novela negra, con ecos de Hammett y Chandler, con la sombra de Bogart por todas partes, misterio en el callejón con el silbido de Omar como si fuera La Noche del Cazador, y el filo cortante del sonido de un tren a lo lejos mientras Omar desenfunda lentamente su revolver y Brother Mouzone le interrogaba con su pistola en la mano, su traje pulcro y sus zapatos mojados en las alcantarillas de Baltimore. El diálogo era una maravilla, y las consecuencias de aquel trascendental encuentro fueron brutales. 
Michael K. Williams / Omar Little

Es Omar Little quien, además, en mi opinión, define mejor que nadie cómo son las cosas en Baltimore, y por extensión en la sociedad occidental. La escena en la que va a declarar al juicio, como venganza contra Avon y Stringer, es una de las escenas más ilustrativas de la serie. El más malo de los malos diciendo verdades como puños, sin renunciar nunca a sí mismo y lo que representa, diciendo al poli tontorrón, que hace pasatiempos y poco le preocupa resolver problemas, como a la mayoría de sus compañeros y jefes, cuál es la respuesta a una sopa de letras (“En el colegio me encantaba la mitología. Era lo mejor. En serio”, dice Omar, sobre el que gira toda una mitología en las esquinas de Baltimore). En esa escena se ve la función del juez y de los abogados, todos tan cínicos y patéticos. También del jurado, riendo las gracias a Omar, viendo todo como un simple espectáculo, solo les falta las palomitas. Y claro, jugándosela a Bird y Stringer en su cara, como ellos hacen pero por la espalda y desde su posición de jefes de la banda. Y Stringer con su traje, intentando darse el aire del político o empresario mafioso de otro nivel que nunca llegará a ser. Y por ahí, cómo no, siempre McNulty, disfrutando como un niño, saliéndose con la suya, hablando con Stringer cara a cara, siendo parte implicada en la historia, el único que quiere resolver el caso, más por un asunto personal que por un bien al mundo. Todos cumplen su papel, que en cinco temporadas da para muchísimo más, para cambiarte una vida, y para enseñarte las cosas tal y como son. Y Omar, todo rock’n’roll en sus venas, diciendo al abogado: “Igual que usted amigo. Yo tengo la escopeta. Usted su cartera. Es parte del juego ¿cierto?”. Lo dicho, The Wire te cambia la vida. 


EL PAÍS



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