La calavera de Shirley Temple
Biografía
Toni Morrison jalona 'La noche de los niños' de estrategias fantásticas para construir un relato sobre la pederastia y la injusticia
Marta Sanz
6 de junio de 2016
Vamos a empezar por el final. En el desenlace de esta historia se acentúan las influencias de El patito feo e Imitación a la vida, mientras se suavizan los ascendientes de Hansel y Gretel, El guardián entre el centeno y Desgracia. Sin embargo, como Morrison es una gran escritora, matiza con el escéptico monólogo de la madre de la protagonista un felicísimo final de embarazo y reencuentro entre dos amantes, traumatizados por sus infancias, en un mundo donde casi todos los niños han sufrido abusos sexuales. Incluso la inverosimilitud de este final que no se atreve a ser un happy end se ancla en estrategias fantásticas con las que la autora jalona el relato: desde referencias a cuentos infantiles hasta la metamorfosis del cuerpo de la bellísima Bride, que se aniña progresivamente ante el abandono de Booker. El simbolismo de los nombres —novias y libros— se combina con la idea de que el amor hace madurar a las mujeres, no las pueriliza, y crecer no es sinónimo de decrecer.
Morrison decanta el lenguaje de Beloved o Jazz en una herida de bordes definidos en la que identificamos sus temas habituales: la obsesión por las injusticias de género, clase o raza —a veces confluyen en el mismo punto—; el esclavismo como metáfora del sentimiento; la culpa sin origen y la necesidad de complacer que acarrea; la infelicidad de los contrastes cotidianos que desdice la utopía de que no existen los límites… En La noche de los niños estos temas gravitan en torno al gran tabú contemporáneo: la pederastia. El exceso de concentración o la concentración desbocada en la carne de las criaturas se complementa con el asunto de la falta radical de afecto, con ese abandono, erótico o familiar, que a menudo recurre a la mentira como estrategia para volver a ser centro de atención. Los niños violados o las niñas viejas están en la raíz de esos adultos que se resisten a volver a la infancia. Son el reverso demoníaco de Peter Pan, la transparentada calavera de Shirley Temple, en una sociedad que fomenta el encubrimiento de los poderosos y la delación de los débiles, sacando partido a los estigmas: una piel oscura, el dedito que señala al pederasta equivocado.
El estilo, que no escatima en sordidez, tal vez inocula una sospecha contra la corrección política
El estilo, que no escatima sordidez, tal vez inocula una sospecha contra la corrección política. Porque la corrección política a veces criminaliza al inocente o, con su concepto débil del castigo — Booker cree que el asesino de su hermano debería haber cargado con el cadáver a la espalda por toda la eternidad—, amortigua las penas contra crímenes de los que no se pueden redimir ni los seres humanos particulares ni las sociedades que amamantan monstruos. Morrison habla desde la perspectiva de las víctimas: desde su inclemencia e inmoralidad. El mayor acierto de La noche de los niños reside en una construcción que conjuga la omnisciencia con voces en primera persona. Quizá el juego narrativo subraya la necesidad de la ley, de un ojo superior e insomne, sobrenatural, ojo de ojos, un guardián entre el centeno que no acabe reducido a espantapájaros, porque la subjetividad está enferma: es poco fiable no a causa de la mala intención ni del deseo de encubrir, sino del desconcierto vital, la urgencia de ser amada, la falibilidad y la vulnerabilidad de las personas. Morrison, implacable, da lecciones tremebundas, luego nos esperanza porque la vida sigue y, al final, nos vuelve a quitar el caramelo de la boca. Como si no se atreviese. Como si todo —lo atroz y lo dulce— fuese demasiado terrible para ser enunciado y ella, imbuida de la corrección que su libro desdice, se escandalizase ante sus propios pensamientos y ante sus dedos que golpean las teclas del ordenador. •
La noche de los niños.Toni Morrison.Traducción de Carlos Mayor Ortega. Lumen. Buenos Aires, 2016. 192 páginas. 20,90 euros
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