Sam Shepard y Patti Smith Hotel Chelsea, Nueva York, 1971 Fotografía de David Garhr |
El podría llamarme a las tantas de la noche desde cualquier lugar de la carretera, una ciudad fantasma de Texas, un área de descanso de una autopista cerca de Pittsburg o Santa Fe, donde aparcaba en el desierto para oír aullar a los coyotes. Pero aún más a menudo me llamaría desde su casa de Kentucky, en una fría noche solitaria, cuando una incluso puede escuchar la respiración de las estrellas. Solo una llamada de teléfono a las tantas, como salida de la nada, como nacida de ese azul tan sorprendente como un lienzo de Yves Klein; un azul para perderse en él, un azul que te podía llevar a cualquier sitio. Yo estaría felizmente despierta, removiendo una taza de Nescafé y hablaríamos de cualquier cosa. De las esmeraldas de Cortés, o de las cruces blancas de Flanders Fields, o de nuestros hijos o de la historia del Derby de Kentucky. Pero sobre todo, hablaríamos de escritores y de libros. De escritores latinos. De Rudy Wurlitzer, de Nabokov, de Bruno Schulz.
Sam Shepard y Patti Smith |
“Gogol era ucraniano”, me dijo una vez, aparentemente sin venir a cuento, como traído de ninguna parte. Solo que no cualquier ninguna parte, sino una pizca de una multifacética ninguna parte que, cuando la mirabas a través de un cierto tipo de luz, se convertía en una parte bien precisa. Yo cogería la hebra e improvisaríamos hasta el amanecer, como dos saxo tenores escacharrados, intercambiando temas improvisados.
Sam Shepard y Patti Smith |
A Sam le gustaba estar en movimiento. Echaría una caña de pescar o una vieja guitarra acústica en el asiento de atrás de su furgoneta, y acaso se llevaría un perro, pero lo que sí seguro es que se llevaría un cuaderno, un bolígrafo, y una torre de libros. Le encantaba hacer la maleta y marcharse como si nada, irse al oeste. Le encantaba aceptar un papel que le llevaría algún lugar donde realmente no quería estar, pero donde al final acabaría aceptando la extrañeza; solitaria carne de cañón para futuros trabajos.
Patti Smith y Sam Shepard |
En el invierno de 2012, nos encontramos en Dublín, donde recibía un doctorado honoris causa en letras del Trinity College. Normalmente los homenajes le resultaban embarazosos pero sin embargo este le encantaba, porque venía de la misma institución donde Samuel Beckett había estudiado y paseado. Adoraba a Beckett, y tenía unos pocos manuscritos, de la propia mano de Beckett, enmarcados en su cocina, junto a las fotos de sus hijos.
Aquel día, vimos la máquina de escribir de John Millington Synge y las gafas de James Joyce y, por la noche, nos juntamos con unos músicos en el pub favorito de Sam, el Cobblestone, al otro lado del río. Mientras nos tambaleábamos cruzando el puente, él me recitaba a bote pronto toneladas de poemas de Beckett.
Sam Shepard y Patti Smith |
Sam me prometió que un día me enseñaría el paisaje del sudoeste porque, aunque bien viajada, no había visto mucho de nuestro propio país. Pero Sam tuvo que lidiar con otro asunto, golpeado con una afección que le debilitaba. En algún momento, dejó de levantarse e irse. Desde entonces, yo le visitaba, y leíamos y hablábamos, pero sobre todo trabajábamos. Le daba vueltas a su último manuscrito, y haciendo acopio de valor y de una reserva de fortaleza mental, se enfrentaba a cada desafío que el destino quisiera ponerle delante. Su mano, con un tatuaje de una luna creciente entre su pulgar y el índice, descansaba sobre la mesa delante de él. El tatuaje era un recuerdo de sus días de juventud, el mío es un relámpago en la rodilla izquierda.
Mientras leíamos un pasaje que describía el paisaje del oeste, de golpe miró hacia arriba y me dijo: “Lo siento, ya no voy a poder llevarte allí”. Yo sonreí, porque de alguna manera él ya había hecho eso por mí. Sin una palabra, con los ojos cerrados, recorríamos el desierto americano que se extendía ante nosotros como una alfombra de muchos colores -polvo de color azafrán, luego bermejo, el color de la hierba verde, o de la hierba dorada, y entonces, de golpe, un azul casi inhumano. Arena azul, dije, maravillada. Cualquier cosa azul, dijo él, y las canciones que cantamos tenían su propio color.
Teníamos nuestra rutina: Despertar. Prepararse para el día. Tomarse un café, un poco de papeo. Prepararse para trabajar, escribir. Luego descanso, en el exterior, para sentarse en las sillas Adirondack. Y mirar hacia el paisaje. No teníamos que hablar, y eso es la verdadera amistad. Nunca incómodos con el silencio, que, en su forma de bienvenida, es además una extensión de la conversación. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Nuestros caminos no se podían definir o despachar con unas pocas palabras describiendo una juventud descuidada. Éramos amigos; buenos o malos, éramos nosotros mismos. El paso del tiempo no hizo otra cosa sino reforzar esa amistad. Y pasamos los desafíos, y seguimos adelante y terminó su trabajo en el manuscrito. Estábamos sentados en la mesa. Nada más quedaba por decir. Cuando me marche, Sam se quedó leyendo a Proust.
Pasaron largos y lentos días. Fue una noche de Kentucky llena con la asombrosa luz de las luciérnagas y el sonido de los grillos y los coros de la ranas toro. Sam se fue a la cama y se tumbó y se durmió, un estoico y noble sueño. Un sueño que le condujo a un momento sin testigos, cuando el amor le rodeó y respiró el mismo aire. Caía la lluvia cuando dio su último aliento, tranquilamente, justo como habría querido. Sam era un hombre que apreciaba la intimidad y la privacidad. Yo sé algo de ese tipo de hombres. Tienes que dejarles dictaminar como tienen que ser las cosas, incluso hasta el final. Caía la lluvia, oscureciendo lágrimas. Sus hijos, Jesse, Walker y Hannah se despidieron de su padre. Sus hermanas Roxanne y Sandy se despidieron de su hermano.
Yo estaba muy lejos, de pie en mitad de la lluvia delante del león durmiente de Lucerna, un león colosal, noble, estoico, esculpido en la roca de un risco. Caía la lluvia, se oscurecían las lágrimas.
Sabía que volvería a ver a Sam en algún lugar del territorio de los sueños pero en aquel momento me imaginé que estaba de vuelta en Kentucky, los campos ondulados y el arroyo que se ensanchaba hacia un pequeño riachuelo. Imaginé los libros de Sam alineados en las estanterías, sus botas frente a la pared, debajo de la ventana, desde donde podía ver a los caballos pastar junto a la cerca de madera. Me imagine a mi misma sentada en la mesa de la cocina, intentando tocar la mano tatuada.
Hace mucho tiempo, Sam me mandó una carta . Una larga carta, donde me hablaba de un sueño que él esperaba que nunca terminase. “Sueña con caballos”, le dije al león. “Lo arreglarás para él, no? Ten listo a Big Red, un verdadero campeón. No necesitará una silla, no necesitará nada en realidad.” Me dirigí a la frontera francesa, salía una luna creciente en el cielo negro. Me despedí de mi amigo, llamándole, en mitad de la noche.
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