¡CHIST!
Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia,
vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente
absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa
o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se
despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su
hermana:
-¡Estás molido, moralmente agotado, te
entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y
escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia
dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer
reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo
ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la
melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi
mujer está de parto!...
Dice todo esto agitando los brazos y moviendo
los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su
mujer.
-Nadia -le dice-, voy a escribir... Te ruego
que no me molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las
cocineras roncan... Procura que tenga té y... un bistec, ¿eh?... Ya lo sabes,
no puedo escribir sin té... El té es lo que me sostiene cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar, del hábito,
sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura reflexión y
un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes escritores,
una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página doblada, una
página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un
pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra:
"¡Vil!" También hay una docena de lápices con la punta recién sacada
y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del
género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo,
el libre impulso creador... Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón
y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que
anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar.
Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del
samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda
en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa
de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la
estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea
el aire.
-¡Dios mío, el óxido de carbono! -gime con
una mueca de mártir-. ¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña
en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes
condiciones!
Corre a la cocina y se extiende en
lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva,
caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se
halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su
tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge
no advertir la presencia de su mujer... Su rostro tiene la expresión de
inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le
ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato
ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta las sienes o bien se
crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra
los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá... Por último, y
no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una
sentencia de muerte, escribe el título...
-¡Mamá, agua! -grita la voz de su hijo.
-¡Chist! -dice la madre-. Papá escribe.
Chist...
Papá escribe a toda velocidad, sin tachones
ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos
de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y
parecen pensar: "¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!"
-¡Chist! -rasguea la pluma.
-¡Chist! -dicen los escritores cuando un
rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin
se endereza, deja la pluma y aguza el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es
el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando
sus oraciones.
-¡Oiga! -grita Krasnukin-. ¿Es que no puede
rezar más bajo? No me deja escribir.
-Perdóneme -responde tímidamente
Nicolaievich.
-¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se
estira de piernas y brazos, bosteza y mira el reloj.
-¡Dios mío, ya son las tres! -gime-. La gente
duerme y yo... ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!
Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un
lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:
-Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...
Escribe hasta las cuatro y escribiría
gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear,
hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de
cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía
sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su
autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano
doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin
talento que solemos ver en las salas de redacción!
-Estoy tan agotado que me costará trabajo
dormirme... -dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato,
un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Debería tomar
bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este
trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!
Duerme hasta las doce o la una, con un sueño
profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría,
cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un
editor conocido!...
-¡Ha escrito toda la noche! -cuchichea su
mujer con gesto apurado-. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer
el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.
-¡Chist! -se oye a través de la casa-.
¡Chist!
1886.
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