10 años sin Michael Jackson: el genio y el monstruo
Michael Jackson fue un artista sublime, que dio un giro copernicano a la música popular, pero fue también un monstruo que destrozó la vida de como mínimo dos niños
Juan Sardá25 de junio de 2019
“Ya le podrían haber dicho que le querían cuando estaba vivo”, espetó lacónico a su muerte el padre de Michael Jackson, culpable de haber explotado su talento cuando era un niño y, según todas las biografías del astro, causante de sus traumas y sus rarezas con sus palizas. La muerte de Jackson por sobredosis de ansiolíticos a los 50 años, a pocos días de unos conciertos en Londres con todo el papel vendido que iban a ser su resurrección artística, conmocionó al mundo de una manera inimaginable.De una punta a otra del planeta se sucedieron los actos espontáneos de homenaje con coreografías multitudinarias que daban nuevo brillo a sus inmortales canciones y pasos de baile. Después de años en los que se había convertido en pasto de las peores secciones de cotilleos por fin se volvía a poner en valor su inmenso legado como artista y como ídolo de masas. Incluso las acusaciones de pedofilia parecían un asunto olvidado en medio de una catarsis emocional colectiva que recordó al mundo que, además de ser un tipo raro, Jackson había contribuido de manera decisiva a la música popular.
Probablemente, fue junto a los Beatles y Elvis Presley el músico más exitoso del siglo XX. Fue un ídolo de Occidente pero también, y esto es importante, un ídolo del tercer mundo, donde se le amaba más que a ninguna otra de las grandes estrellas de Estados Unidos por su condición de afroamericano que había alcanzado la cima del mundo. En sus mejores tiempos de los 80, cuando Thriller se convirtió en el LP más vendido de la historia, alcanzó una fama tan descomunal que ningún artista contemporáneo, ni Beyoncé ni Justin Bieber ni Luis Fonsi, han logrado igualar. También es cierto que eran otros tiempos sin Spotify ni YouTube en los que la oferta era mucho más reducida y existía una sociedad más homogénea en sus gustos y costumbres, pero eso no quita que el éxito de Jackson siga sin ser igualado.
La resurrección de Jackson tuvo efectos duraderos. Según Forbes, el año pasado volvió a ser el artista más rentable después de su muerte generando unos ingresos de 400 millones de dólares, la mayoría por la venta de cedés y vinilos pero también por los derechos de los numerosos shows de homenaje que se siguen representando de manera habitual en todas las ciudades del mundo. Un éxito postmortem que también ha podido calibrarse porque la música de “Michael” ha seguido sonando en todas partes durante este tiempo, desde los hilos musicales de los grandes almacenes a los platos de los DJs más prestigiosos del mundo. De repente, tras su muerte, fue como si la gente ya no se sintiera “culpable” por adorarlo, certificando su fallecimiento el milagro de la redención, pasando de ser un tipo siniestro para muchos a un artista original y único cuyas operaciones de cirugía estética o afición a pasearse con menores formaban parte de una figura con tintes legendarios: el “pobre niño” sin infancia que tuvo que lidiar con una fama difícil de sobrellevar para cualquier ser humano y acabó consumido por la suciedad de un mundo que no le merecía. Del monstruo y el loco al personaje excepcional y el genio hay un paso.
En los últimos meses, sin embargo, como es sabido, la figura de Michael Jackson ha vuelto a caer a los infiernos. El documental Leaving Neverland, producido por HBO y estrenado hace pocos meses, ha vuelto a suponer la destrucción pública de la imagen del rey del pop. Es probable que el tiempo, una vez más, relegue a una especie de olvido la trayectoria criminal del cantante, entre otras cosas porque a la humanidad le cuesta mucho renunciar a un legado artístico que forma parte del patrimonio universal. Por decirlo de alguna manera, es como si hubiera que destruir a martillazos la Venus de Milo, prohibir la lectura de el Quijote o desterrar para siempre las películas de Stanley Kubrick tras un descubrimiento espantoso sobre la naturaleza de sus autores. Nadie sabría qué hacer porque al mismo tiempo que quizá no podemos renunciar a unos hitos culturales que nos definen tampoco podemos dejar de repudiar los actos más horrendos. La cuestión es compleja y para los que crecimos adorando a Michael Jackson, la visión del documental es demoledora.
Mucho me temo que hay que tener un nivel de fanatismo tipo yihadista para no ver Leaving Neverland y sentir una pena infinita por los pobres Wade Robson y Jimmy Safechuck, ambos víctimas de agresiones sexuales continuadas que comenzaron cuando tenían siete años. Abusando de su condición de superestrella y millonario, Jackson consiguió engatusar y deslumbrar a sus padres para conquistar a unos niños impresionables y fascinados con su estatus de los que abusó sistemáticamente durante años. Las descripciones gráficas de las dos víctimas del cantante y su explicación de cómo Jackson se comportaba como un depredador sexual con ellos hiela la sangre y forma parte indisoluble del personaje histórico. Michael Jackson fue un artista sublime pero fue también un monstruo que destrozó la vida de como mínimo dos niños (a los que habría que sumar a los otros dos que lo denunciaron en vida) en un caso que lleva al extremo aquello de que cuando tiene dinero puede hacer lo que le da la gana. Sigue siendo fácil sentir lástima por ese Michael Jackson sin infancia condenado a ser una estrella desde los cinco años que llegó más lejos de lo que lo había hecho cualquier negro en la historia de la humanidad, pero la huella de sus delitos es imborrable.
Salvando al hombre, el artista conmocionó al mundo con una audaz fusión entre la herencia de la música afroamericana, el r&b, el soul y el funk, con el pop blanco de Estados Unidos. A medio camino entre la cultura WASP y la tradición negra, Jackson siguió por la senda de Aretha Franklin, James Brown (su ídolo confeso), Stevie Wonder o Marvin Gaye, llevando esa herencia hasta una nueva dimensión, reinventando el sonido Motown y dando un giro copernicano a la música popular. Estrella infantil, fue el líder de los Jackson Five con solo ocho años, marcando el final de los 60 y los primeros 70 con éxitos como I Want You Back, The Love you Save o I’ll Be There. Quedaba claro desde esos tiempos que el “pequeño Jackson”, con su cabello afro, era un talento que sobresalía de los demás y en 1974 el artista ya lanzó su primer álbum en solitario con Motown, Got to Be There (1972), a los que seguirían Ben(1972), Music&Me (1973) y Forever Michael (1975), donde vemos a un Michael adolescente cantando baladas soul en las que lo principal es su magnífica voz.
El Michael que conoce el mundo entero nace con Off the Wall (1979), título de su primera obra maestra absoluta y su primera colaboración con el productor Quincy Jones, el hombre con el que viviría sus mejores éxitos. En plena era del disco, el artista lanza singles como Don’t Stop Till You Get Enough, que sigue siendo un clásico de las pistas de baile con su irresistible funk, y deslumbra al mundo. En 1982, aparece Thriller, que se convertiría en el disco más exitoso de la historia y supuso una revolución audiovisual ya que dio inicio a la era del videoclip en la que seguimos viviendo. Con un tono más cercano al pop, canciones y vídeos como el que titula el álbum o Billie Jean, quizá la canción más reproducida de la historia desde entonces, marcaron a fondo una era que Michael definió con su éxito. Comenzó entonces la época de las grandes giras que llenaban estadios y en cierta manera definieron a unos 80 excesivos y materialistas en los que las estrellas del pop se convirtieron en el cénit de la espectacularidad de nuestra cultura.
Con la nariz cambiada y el rostro más pálido, Jackson tuvo de nuevo un gran éxito con Bad (1987) aunque entonces comenzaron los rumores malignos sobre su salud mental a la vista de su asombroso cambio de aspecto. A pesar de sus rarezas y su fama de loco, Jackson siguió siendo una gran estrella que revalidó su estatus con Dangerous (1991), su último gran disco. Las cosas comenzaron a torcerse definitivamente a partir de 1993, cuando un chaval llamado Jordy Chandler acusó al astro de abuso sexual y, aunque llegó a un acuerdo, la sombra ominosa del delito, sumado a su aspecto cada vez más extravagante, lo convirtieron desde entonces en una figura errática que había perdido por el camino gran parte de su magnetismo. Siguió componiendo algunas canciones y siendo un artista popular, pero nunca se recuperó del todo de aquel bache ni del juicio por el mismo asunto cuando le acusó otro niño a comienzos de siglo.
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