viernes, 21 de junio de 2019

Chernóbil no se acaba nunca


Chernóbil no se acaba nunca

Manuel Arias Maldonado
REVISTA DE LIBROS
12 DE JUNIO DE 2019

Durante una discusión sobre el cambio climático en un reciente congreso académico, un colega sueco apuntó que, si la energía nuclear fuese descubierta hoy, sería saludada de inmediato con entusiasmo como la anhelada solución al problema de la provisión de energía en un planeta sometido a un proceso de calentamiento global por efecto de la concentración de CO2 en la atmósfera. Y tenía razón: imaginemos por un momento el hallazgo súbito de una fuente de energía limpia, abundante y razonablemente segura. Pero la energía nuclear no ha sido descubierta ahora, sino que posee una historia que la provee de asociaciones simbólicas y afectivas; por eso cerramos centrales nucleares, en lugar de abrirlas, cuando más necesitaríamos su contribución al mix energético global. No importa lo que digan científicos tan destacados como James Lovelock, el padre de la Hipótesis Gaia, en defensa de la opción nuclear: Chernóbil y Fukushima, aunque sobre todo Chernóbil, operan en el imaginario occidental como una advertencia sobre los riesgos que comporta jugar con el átomo.
Viene esto a cuento del éxito que ha cosechado Chernobyl, coproducción de la norteamericana HBO y la británica Sky, que durante cinco episodios mantiene en vilo al telespectador poniendo en imágenes –mediante un conjunto de sencillos saltos temporales– la secuencia de decisiones que provocó la explosión del reactor número 4 de la central de la localidad bielorrusa de Chernóbil el 26 de abril de 1986. «Átomo asesino», tituló ya en portada la revista alemana Der Spiegel su edición del 5 de mayo, cuando las sociedades occidentales empezaban a vislumbrar la gravedad del accidente. Y aquello que no podía saberse entonces, aunque ha ido sabiéndose después, ha sido ensamblado con indiscutible pericia por el guionista Craig Mazin y el director Johan Renck. No obstante, el éxito de su ficción histórica no puede atribuirse solo al talento de sus creadores, incluidos sus actores –aunque la verosimilitud se resienta cuando uno ve a Mijaíl Gorbachov hablando en inglés en el Kremlin con sus generales– y visible asimismo en el formidable diseño de producción. Hay que sumar otros factores, como la fascinación que provocan los desastres tecnológicos «reales» o la curiosidad que sigue suscitando el desgraciado experimento soviético; pero también la relativa juventud de tantos consumidores de series televisivas, expuestos acaso por vez primera a información detallada sobre el accidente.
Desde luego, no se trata de la primera producción audiovisual dedicada a los peligros de la energía nuclear. Ahí está El síndrome de China (1979), una de las películas del género de catástrofes de la década de los setenta, que tuvo la fortuna de estrenarse unas semanas antes de que la planta norteamericana de Three Mile Island sufriera la fusión parcial de uno de sus reactores. Una década antes, la celebérrima El planeta de los simios (1968) había fantaseado ya con la destrucción nuclear de la humanidad. Pero la mejor de estas películas es seguramente Lluvia negra (1989), adaptación de la novela homónima de Masuji Ibuse en la que Shōhei Imamura documenta, en ceniciento blanco y negro, los efectos de la radiación de Hiroshima sobre un pequeño grupo de personajes a comienzos de los años cincuenta. Ninguna de ellas tuvo el impacto que está teniendo Chernobyl en la conversación global, con la posible excepción de El planeta de los simios, donde la cuestión nuclear desempeñaba en ella un papel más bien secundario. Esto se debe en buena parte a que son Internet en general y las redes sociales en particular las que hacen verdaderamente posible algo parecido a una conversación global: mucha gente hablando sobre lo mismo en muchos sitios distintos.
El éxito global de Chernobyl, que es una serie rigurosamente documentada, pone, sin embargo, sobre la mesa una cuestión inquietante. A saber: ¿y si triunfase mundialmente una ficción que representara de manera inexacta un acontecimiento histórico capital? En ese caso, la representación mental que se harían millones de personas de ese acontecimiento sería una representación equivocada. Protestarían en vano los historiadores: el aplauso de los espectadores acallaría sus voces. Y es que, si bien en una sociedad libre los errores de una producción así serían catalogados y denunciados, el número de los que atenderían a esos reproches sería muy escaso en comparación con el de quienes harían suya la visión parcial o tramposa en cuestión. Dada la autoridad epistémica que se ha conferido en nuestros días a la producción televisiva, la posibilidad no es descabellada. Tal vez, incluso, se haya realizado ya en más de una ocasión.
Se plantea aquí, asimismo, un problema adicional: de qué manera juzgamos una información en apariencia rigurosa cuando nosotros mismos no sabíamos nada o casi nada sobre un tema particular cuando accedemos a ella. ¿Acaso no es fácil sentirse abrumado y convencido por quien da muestras de aparente competencia e imparcialidad? Por ejemplo: leemos un libro prolijo y erudito sobre la España del siglo XVI cuando apenas sabíamos nada de la España del siglo XVI. Nuestra inclinación natural será aplaudir al autor y hacer nuestra su visión histórica. Parafraseando aquello que decía George Steiner sobre la traducción, nos vemos obligados a depositar una «humillante confianza» en quienes nos hablan de materias que desconocemos y sólo la investigación ulterior sobre ellas nos permitirían reevaluar la calidad o imparcialidad de los autores o las representaciones con los que tuvimos un primer contacto por lo general decisivo: somos receptores impresionables.
No son éstos los problemas que plantea Chernobyl, que ha sido objeto de un trabajo de investigación o recopilación lo bastante serio como para dotar a la serie de un sólido fundamento histórico. Más bien, el intríngulis estaría en el énfasis que la serie da, o deja de dar, a unas u otras facetas de un suceso por definición poliédrico. Es algo que aprendimos leyendo Voces de Chernóbil, el extraordinario libro de la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich. Como ha señalado el columnista Paco Santas Olmeda, que firma como hugues, el libro va mucho más lejos que la serie en lo que a la exposición de la mendacidad constitutiva del sistema comunista se refiere: más que un enfrentamiento entre verdades y mentiras, señala, Chernóbil representa la crisis de un sistema y de una subjetividad (el homo sovieticus caracterizado por la propia Aleksiévich de manera impresionante) para los que no podía existir nada parecido a la verdad. Algo de esto, empero, asoma en el alegato del ingeniero Valeri Legásov ante el tribunal: la proposición de que el régimen comunista ha sido una gradual acumulación de mentiras. Pero esta formulación deja abierta la posibilidad de que el sistema comunista hubiera podido ser honesto de haberlo sido sus practicantes; tesis bastante problemática a la vista de los fundamentos de un sistema basado sobre la noción de las «verdades oficiales». Por su parte, el autor ruso-estadounidense Masha Gessen ha lamentado en The New Yorker que la serie no describa en sus justos términos las relaciones de poder dentro del sistema comunista, donde nadie fusilaba a nadie ya a finales de los años ochenta y donde ningún científico se atrevía a desafiar al burócrata de turno criticando de manera explícita el método de toma de decisiones: la resignación, no el enfrentamiento, era la nota dominante. En ese sentido, la serie cuenta con que asistiremos a la dramatización del accidente con la fecha de la disolución de la Unión Soviética en mente; si el mismísimo Gorbachov especuló con el efecto que tendría Chernóbil en el colapso del sistema soviético, cómo no vamos a establecer nosotros una relación sucesiva de causa y efecto desde el sillón de casa.
Sin embargo, Aleksiévich no sólo describe a través de su eficaz método polifónico la ruina interior –moral y material– del sistema comunista, sino que ofrece también sus reflexiones sobre el accidente nuclear como tal con independencia de su carácter «soviético». Son, decisivamente, reflexiones teñidas por la experiencia: directa (como habitante de la Bielorrusia soviética) e indirecta (a través de los testimonios que recoge su libro). En la sección en que Aleksiévich se entrevista a sí misma, leemos que Chernóbil fue «el acontecimiento más importante del siglo XX, a pesar de las terribles guerras y revoluciones que marcan esta época». La razón es que el accidente pone al ser humano en contacto con una realidad que no es humana y le supera. Se trata de una «catástrofe del tiempo» que abre una cronología propia del llamado «tiempo profundo»: los radionúcleos diseminados a causa de la explosión vivirán cien o doscientos mil años, una eternidad para el punto de vista humano. Aleksiévich nos regala una imagen prodigiosa cuando dice que el sarcófago construido inicialmente para aislar el núcleo es «una pirámide del siglo XX». Y de ahí, en fin, el sobrecogimiento que causaba el accidente a quienes tenían contacto con él: «No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras». ¡Mudez del animal elocuente!
Esta perspectiva, que vincula el uso imprudente de la tecnología con la producción de una temporalidad que supera nuestros horizontes imaginativos, ha conocido una destacada reactivación en los últimos años con la hipótesis del Antropoceno. Recordemos que éste designa una nueva época geológica cuya causación obedecería a la vasta escala del impacto humano sobre la Tierra. Es sabido que el marcador estratigráfico que con más insistencia suena como «estaca dorada» que marca en el registro fósil el tránsito de una época geológica a otra no es otro que los isótopos radioactivos diseminados por todo el planeta con motivo de los ensayos atómicos de los años cuarenta y cincuenta. Y entre las denominaciones que tratan de dar un sentido alternativo al «Antropoceno» no sólo se cuentan las de «Capitaloceno» (que pone el foco en el capitalismo) o «Tecnoceno» (que lo pone en la técnica), sino que también las hay que subrayan la relevancia de lo atómico. Así, Andrew Glikson ha propuesto que hablemos del «Plutoceno», era geológica que empieza con el test atómico que tuvo lugar en Trinity en 1945, momento en que, a su juicio –la imagen tenía que aparecer–, el ser humano abre la caja de Pandora. Ésta es, ciertamente, una interpretación frecuente del sentido de Chernóbil que la serie, sin embargo, no enfatiza, sugiriendo implícitamente que el accidente se debe más bien a un sistema perverso. A cambio, está muy presente en las meditaciones de Aleksiévich:
El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios.
Esta misma interpretación hizo fortuna en las ciencias sociales y las humanidades. En primer lugar, a causa de una larga tradición de pensamiento que vincula –ya desde el jardín del Edén– la empresa científica con el fruto prohibido: nuestro juicio por defecto en caso de desastre tecnológico apunta hacia esa presunta hibris periódicamente castigada por los dioses. Pero también, en segundo lugar, por la inesperada forma en que la realidad quiso confirmar la plausibilidad del concepto, hoy bien conocido, de la «sociedad del riesgo». Ulrich Beck era un joven sociólogo alemán que a mediados de los años ochenta llevaba un tiempo trabajando en el manuscrito de su Risikogesellschaft, escrito bajo el influjo de las protestas antinucleares en la Alemania Occidental. En los meses que rodearon la publicación del libro, que no aparecería en inglés hasta seis años más tarde y se publicaría (muy mal traducido) al español en 1998, acontecieron tres terribles sucesos: el transbordador Challenger explotó cuando despegaba de Florida (induciendo la redacción de Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, ensayo monumental de Rafael Sánchez Ferlosio); el Rin se incendió tras una explosión en la planta química de Sandoz en Basilea; y explotó el reactor número 4 de Chernóbil. ¡Menuda racha! Beck diría después que estaba corrigiendo las pruebas de su manuscrito cuando se percató de algo que terminó por desempeñar un papel central en su teoría sociológica: la posibilidad de que un accidente sucedido en Ucrania pudiera –formas siniestras de la globalización– afectar a Alemania.
La tesis de Beck es que, si en las sociedades premodernas las amenazas y peligros eran contempladas, sobre todo, en términos de destino o imposición externa, el riesgo contemporáneo tiene que ver con las transformaciones inherentes a la modernización: el desarrollo tecnológico crearía riesgos de un tipo antes desconocido. El fallecido sociólogo se refería así a «aquellas sociedades confrontadas con los desafíos de la posibilidad autocreada, en principio oculta y después cada vez más visible, de la autodestrucción de toda vida en este planeta». En fin: si la vocación de la modernidad es acabar con la ambivalencia, ésta regresa con inesperada fuerza por la puerta de atrás del desarrollo tecnológico. El riesgo tiene así su origen en la imposibilidad de predecir con total certidumbre las consecuencias de nuestras acciones y decisiones. Ahora bien, el surgimiento de estos nuevos riesgos no sería resultado de una anomalía o del funcionamiento anormal de las instituciones sociales, sino el producto de la evolución misma de la modernidad. Lejos de derivar en posmodernidad, la sociedad se adentra en un proceso de modernización reflexiva que se caracteriza por la radicalización y universalización de sus consecuencias. De ahí que la producción social de este nuevo tipo de riesgos –entre los que destacarían la crisis ecológica y la tecnología nuclear– pueda considerarse una transformación de la propia modernidad, que Beck –al igual que Anthony Giddens–denominará «modernización reflexiva». Es, en buena medida, una cuestión de percepción: «La sociedad industrial se ve y se critica a sí misma como sociedad del riesgo». Ni que decir tiene que accidentes como Chernóbil ejercen una influencia capital en esa autorrepresentación social.
Por su parte, el accidente en la central japonesa de Fukushima del 11 de marzo de 2011 vino a recordar esos riesgos, a pesar de que su causa fuera tan poco humana como un terremoto de magnitud 9 en la escala de Richter; la canciller Angela Merkel tomó el pulso a la opinión pública y decidió poner plazo al cierre de las centrales alemanas, abriendo con ello una Energiewende o nueva política energética hasta ahora poco exitosa en la transición de los combustibles fósiles a las energías renovables. Pero, como los estudios culturales del riesgo han venido enseñándonos, no hay tal cosa como un riesgo «objetivo»: hay percepciones del riesgo. Y en ellas desempeñan un papel capital los medios de comunicación, además de la cultura de recepción correspondiente y los movimientos de protesta que, desde los años sesenta, alertan sobre los riesgos tecnológicos.
Sea como fuere, lo que me interesa es poner de manifiesto cómo Chernóbil constituye un hito en la formación de la conciencia tardomoderna del riesgo, y cómo contribuye asimismo a distorsionarla. Es algo inherente al propio concepto de «sociedad del riesgo»: una sobrevaloración del riesgo y una minusvaloración del control de riesgos. En su momento, el también sociólogo Niklas Luhmann ya mostró una cierta dosis de escepticismo hacia las tesis de los sociólogos de la modernidad reflexiva. Teórico de sistemas, Luhmann deploraba «la extravagante preocupación con las improbabilidades extremas» y llamaba la atención sobre el hecho de que las cosas pueden ir mal debido a tantas causas improbables que el cálculo racional es sencillamente imposible. Hablar de riesgo, término que parece tener su origen moderno en el vocabulario marítimo, supone que podemos identificar una decisión a la que imputar la pérdida o el daño. Y eso es algo que la complejidad social no siempre permite, lo que de alguna manera nos obliga a «inventar decisiones» a las que imputar el daño producido. Es así posible, concluye Luhmann, que la sociedad moderna atribuya demasiada importancia a las decisiones: como si se consolara con ello de su impenetrable complejidad.
Pero, en lo que al riesgo se refiere, Chernobyl –la serie– acierta. El riesgo existe: es el precio que se paga por el despliegue de la acción humana en el mundo. Pero hay sistemas institucionales y políticos en los que el riesgo sistémico será objeto de un control más exhaustivo que en otros; y donde, por tanto, la probabilidad de un accidente será menor. Si le damos la vuelta a la moneda y no nos fijamos en la «sociedad del riesgo» en el sentido que Ulrich Beck da al concepto, ¿acaso no tenemos delante algo más parecido a una «sociedad del control del riesgo» que funciona de manera eficaz? Al menos, si tenemos en cuenta la infinidad de accidentes que deberían producirse diariamente si consideramos el número potencial de riesgos existentes en el interior de una sociedad en la que las interacciones humanas y sociotecnológicas se cuentan por billones. ¿Cuál es la norma y cuál es la excepción? A la hora de emitir juicios sobre el mundo de la modernidad, no estaría de más hacernos esa pregunta. Ni interpretar también Chernobyl bajo esa misma luz.

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