Peter Brook, en pie y brillando
'Punta de la lengua. Reflexiones sobre el lenguaje y el significado', lo más reciente del gran director de escena, se publica en español
Marcos Ordoñez
19 de junio de 2019
La estupenda editorial Continta me tienes se ha marcado el detalle de publicar Punta de la lengua. Reflexiones sobre el lenguaje y el significado, lo más reciente del gran Peter Brook, coincidiendo con su premio Princesa de Asturias de las Artes. Diana Luque firma la traducción. El original (Tip of the Tongue. Reflections on Language and Meaning) apareció en Nick Hern Books hará un par de años. El subtítulo huele un poco a lata, pero si han leído a Brook sabrán que nunca es aburrido. De entrada, es un libro condensadísimo, de apenas 100 páginas: parece un breviario. Corro a tomar notas, porque todo se aprovecha, desde la frase que acuñó cuando era muy joven y sigue siendo uno de sus lemas —“No des nada por sentado. Ve y compruébalo tú mismo”—, con este colofón: “Hay que permanecer en lo concreto, lo práctico, lo cotidiano, para encontrar indicios de lo invisible a través de lo visible”. Tiene mucho mérito, viniendo de un hombre que ha cumplido 94 años. Insisto: así son sus libros, breves, precisos, con humor, con preguntas que disparan el pensamiento. Hay una parte central acerca de las relaciones entre el francés y el inglés. Cosas que nunca pensé: para Brook, el idioma francés es “tan rápido, tan ágil, tan ligero, porque es la expresión de una inteligencia afilada como un estoque”. Y me encanta que a la hora de citar a un gran intérprete, elija a Madeleine Renaud, “máximo exponente del francés hablado de nuestra época”, a la que conoció a poco de llegar a París en los setenta, de la mano de Micheline Rozan y Jean-Claude Carrière (en ese tiempo las relaciones eran como cerezas).
Las 30 líneas que le dedica son una delicia. Extraigo: “Podía hablar a la velocidad del rayo y, aún así, permitir que quien escuchara sintiese y entendiera la individualidad excepcional de cada palabra. Beckett escribió para ella Pas moi”. Y me encanta leer que el tempo tan veloz de la Renaud “procede del espacio que solo la relajación puede dar”. Más tarde, a propósito de la actuación, escribe que “en cada representación, un actor debe volver siempre al estado de no saber lo que viene después”. Parece una nueva paradoja, pero creo entenderla, sobre todo cuando retorna a su clásico del espacio vacío, tan malentendido. Brook habla de cuando necesitó huir de una tradición cuyas costumbres enraizadas habían llenado la escena de pesadez: “Demasiada imaginería, demasiados decorados” que (esta frase también me encanta) “atascaban la imaginación”. Poco más tarde añade: “Hay momentos poco frecuentes en teatro, en los que un sentimiento profundo, compartido por actores y público, detiene todo en un silencio vivo: ese es el espacio vacío supremo”. Antes de apagar la luz atrapo dos aforismos casi refulgentes. Uno: “El teatro existe para que lo no dicho pueda respirar y pueda sentirse una cualidad de vida que dé un motivo a la lucha interminable”. Dos: “Cuando los tiempos son negativos, solo hay una corriente que va secretamente contra la marea: lo positivo”. Olé, maestro.
EL PAÍS
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