René Magritte |
THE MURDER
I
En
la estación Progónnaya oficiaban las vísperas. Ante la gran imagen, pintada con
viveza sobre un fondo dorado, estaba parada una multitud de empleados de
estación, sus mujeres y niños, y asimismo leñadores y aserradores que
trabajaban en las cercanías de la línea. Todos estaban parados en silencio,
hechizados con el brillo de las luces y el aullido de la ventisca, que ni por
lo uno ni lo otro se había desatado en el patio, a pesar de la víspera de
Anunciación. Oficiaba el viejo sacerdote de Vedeniápino, cantaban el salmista y
Matvéi Tiérejov.
El
rostro de Matvéi radiaba júbilo, cantaba y estiraba el cuello, como si quisiera
echar a volar. Cantaba en tenor y leía el canon en tenor también, con dulzura y
convicción. Cuando cantaban “el ojo del Arcángel”, agitaba la mano como un
sochantre e, intentando sintonizar con el bajo apagado, anciano del sacristán,
sacaba con su tenor algo sumamente complejo, y por su rostro se veía que sentía
un gran placer.
Terminadas
las vísperas, todos se dispersaron tranquilamente. Volvieron la oscuridad, el
vacío y el silencio que sólo se observa en las estaciones de ferrocarril
levantadas en pleno campo o en el bosque, cuando el viento silba y no se oye
nada más, cuando se siente todo ese vacío
que reina alrededor, toda la angustia de la vida que transcurre pausadamente.
Matvéi
vivía no lejos de la estación, en la taberna de su primo. Pero no tenía deseos
de ir a la casa. Estaba sentado con el vendedor detrás del mostrador, y contaba
a media voz:
-Nosotros
en la fábrica de azulejos teníamos nuestro coro. Y debo advertirle que, aunque
éramos simples maestros, cantábamos de verdad, excelente. A menudo, nos invitaban
a la ciudad, y cuando allá el monseñor vicario Juan, se dignaba a oficiar en la
iglesia de la Trinidad, pues los cantores del prelado cantaban en el coro
derecho, y nosotros en el izquierdo. Sólo que en la ciudad se quejaban, de que
cantábamos mucho tiempo: los de la fábrica alargan, decían. Es verdad, que la
parada de Andrei y la Alabanza las
empezábamos a las siete, y las terminábamos después de las once; así que,
pasaba que llegabas a tu casa en la fábrica, y ya era la una. ¡Era bueno!
-suspiró Matvéi-. Hasta muy bueno, Serguei Nikanórich. Y aquí, en la casa
paternal, no hay ninguna alegría. La iglesia más cercana está a cinco vérstas,
con mi salud débil no llegas allá, no hay cantores. Y en nuestra familia no hay
ninguna tranquilidad: todo el día el ruido, la maldición, la suciedad, comemos
todos de la misma taza, como los mujíks, y el schi con cucarachas... Dios no me
da salud, si no ya hace tiempo que me hubiera ido, Serguei Nikanórich.
Matvéi
Tiérejov no era aún viejo, tenía unos 45 años, pero su expresión era enfermiza,
su rostro tenía arrugas, y su barbita rala, transparente, ya había encanecido
por completo, y eso lo envejecía muchos años. Hablaba con una voz débil, con
cuidado, y al toser se agarraba el pecho, y en ese momento su mirada se hacía
inquieta y alarmada, como en las personas muy aprensivas. Nunca decía de modo
definido qué le dolía, pero le gustaba contar largamente cómo una vez, en la
fábrica, levantó un cajón pesado y se derrengó, y cómo se le formó una hernia,
que lo obligó a abandonar el servicio en la fábrica de azulejos, y volver a su
patria. Pero qué era una hernia, no lo podía explicar.
-Confieso,
que no quiero a mi primo -continuó, sirviéndose té-. Es mayor que yo, es pecado
censurar, le temo al Señor Dios, pero no lo puedo soportar. Es un hombre
altivo, severo, injurioso; para sus parientes y trabajadores es un torturador,
y no va a la confesión. El domingo pasado le pido con cariño: “¡Primo, vamos a
Pajómovo, a la misa!” Y él: “No voy a ir; allá, dice, el pope es un jugador”. Y
aquí no vino hoy porque, dice, el sacerdote de Vedeniápino fuma y toma vodka.
¡No le gusta el clero! Él mismo se oficia la misa, las horas y las vísperas, y
su hermanita en lugar del sacristán. Él: ¡recemos a Dios! Y ella con una
vocecita finita, como una pavita: ¡Señor, ten piedad!... Un pecado, sólo eso.
Cada día le digo: “¡Recapacite, primo! ¡Arrepiéntase, primo!”, y él sin
atención.
Serguei
Nikanórich, el vendedor, sirvió cinco vasos de té, y los llevó en una bandeja a
la sala de señoras. Apenas entró allí, cuando se oyó un grito:
-¡Cómo
sirves, jeta de cerdo? ¡No sabes servir!
Era
la voz del jefe de estación. Se oyó una farfulla tímida, después de nuevo un
grito enojado y áspero:
-¡Fuera
de aquí!
El
vendedor volvió fuertemente confundido.
-Hubo
un tiempo en que complacía a condes, a príncipes –profirió en voz baja- y
ahora, ve, no sé servir el té... ¡Me injurió delante del sacerdote y de las
damas!
El
vendedor Serguei Nikanórich tuvo alguna vez mucho dinero, y había sido dueño de
la cantina de una estación de primera clase, en una capital de provincia donde
se cruzaban dos vías férreas. Entonces usaba frac y reloj de oro. Pero los
asuntos le fueron mal, gastó todo su dinero en un servicio lujoso, los
sirvientes lo saquearon y, enredándose poco a poco, pasó a otra estación menos
animada. Allí se le escapó la mujer, llevándose toda la plata, y él pasó a una
tercera estación de menos categoría, donde ya no se requerían comidas
calientes. Después a la cuarta. Cambiando de lugar a menudo, y descendiendo
cada vez más bajo, llegó a Progónnaya, y aquí vendía sólo té, vodka barato y,
como aperitivos, huevos cocidos y un embutido duro que olía a alquitrán, y que
él mismo en burla llamaba “musical”. Tenía una calva por todo el parietal, unos
ojos azules saltones y unas patillas espesas, velludas, que peinaba a menudo
con un peinecito, mirándose en un espejo pequeño. Los recuerdos del pasado lo agobiaban
sin cesar; no podía habituarse de ningún modo al “embutido musical”, a las
groserías del jefe de estación y a los mujíks que regateaban; y en su opinión,
regatear en una cantina era tan indecente como en una farmacia. Sentía vergüenza
de su pobreza y humillación, y esa vergüenza era ahora toda su vida.
-Y
la primavera este año es tardía -dijo Matvéi, prestando oídos. -Y es mejor, no
me gusta la primavera. En primavera hay mucho fango, Serguei Nikanórich. En los
libritos escriben: la primavera, los pájaros cantan, el sol se pone, ¿y qué hay
de agradable ahí? El pájaro es el pájaro, y nada más. A mí me gusta la buena
sociedad, escuchar a las personas, hablar un poco de religión o cantar a coro
algo agradable, y ahí esos ruiseñores y florecitas, ¡que vayan con Dios!
Empezó
de nuevo a hablar de la fábrica de azulejos, del coro, pero el insultado
Serguei Nikanórich no podía calmarse de ningún modo, y todo el tiempo se
encogía de hombros y farfullaba algo. Matvéi se despidió y se fue a la casa.
No
había helada y ya goteaban los tejados, pero caía una nieve gruesa; ésta giraba
en el aire con rapidez, y sus nubes blancas se perseguían las unas a las otras
por la estela del camino. Y el bosque de robles a ambos lados de la línea,
apenas iluminado por la luna, que se ocultaba en algún lugar alto, tras las
nubes, emitía un rumor severo, alargado. ¡Cuando una tormenta fuerte mece los
árboles, qué terribles son éstos! Matvéi caminaba por la carretera junto a la
línea, ocultando el rostro y las manos, y el viento lo empujaba por la espalda.
De pronto, apareció un caballito pequeño, cubierto de nieve, el trineo crujió
sobre las piedras peladas de la carretera, y un mujík con la cabeza cubierta,
todo blanco también, restalló el látigo. Matvéi se volteó a mirar, pero ya no
estaban ni el trineo ni el mujík, como si todo eso sólo le hubiera parecido, y
apuró sus pasos, asustado de pronto sin saber de qué.
He
aquí el paso a nivel y la casita oscura donde vivía el guarda. La barrera estaba
alzada, y cerca se habían acumulado montañas enteras, y las nubes de nieve
giraban como brujas en sábado. Ahí la línea era cruzada por un camino viejo,
alguna vez grande, al que todavía llamaban vía. A la derecha, no lejos del paso
a nivel, junto al mismo camino, estaba la taberna de Tiérejov, una antigua
posada. Allí por las noches siempre ardía una lucecita.
Cuando
Matvéi llegó a la casa, todas las habitaciones, incluso el zaguán, olían a
incienso fuertemente. Su primo Yákov Ivánich continuaba aún oficiando la
víspera. En el oratorio donde esto sucedía, en la esquina delantera, había una
urna con imágenes antiguas de los abuelos, con orlas doradas; y ambas paredes,
a derecha e izquierda, estaban cubiertas de imágenes de pintura antigua y
moderna, en urnas y simplemente así. Sobre la mesa, cubierta con un mantel
hasta el suelo, había una imagen de la Anunciación, y ahí mismo una cruz de
ciprés y un incensario, ardían velas de cera. Junto a la mesa había un
facistol. Al pasar junto al oratorio, Matvéi se detuvo y se asomó a la puerta.
Yákov Ivánich, en ese momento, leía junto al facistol; con él rezaba su hermana
Agláya, una vieja alta, enjuta, con un vestido azul y un pañuelo blanco. Estaba
ahí y la hija de Yákov Ivánich, Dáshutka, una muchacha de unos dieciocho años,
no bonita, toda llena de pecas, descalza como de costumbre, y con el mismo
vestido con que por las tardes abrevaba al ganado.
-¡Gloria a ti, que nos mostraste la luz!
-proclamó Yákov Ivánich como cantando, e hizo una profunda reverencia.
Agláya
apoyó la barbilla en su mano y rompió a cantar con una voz fina, chillona,
viscosa. Y arriba, sobre el techo, resonaban también ciertas voces confusas,
que parecían amenazar o predecir algo malo. En el segundo piso, después de un
incendio producido alguna vez, desde hacía mucho tiempo no vivía nadie, las
ventanas estaban tapiadas con tablas, y en el suelo, entre las vigas, había
botellas vacías tiradas. Ahora el viento golpeaba y zumbaba allí, y parecía que
alguien corría, tropezando con las vigas.
La
mitad de la planta baja estaba ocupada por la taberna, en la otra se acomodaba
la familia Tiérejov; así que, cuando los viajeros borrachos armaban jaleo en la
taberna, se oía todo en las habitaciones, hasta la última palabra. Matvéi vivía
junto a la cocina, en una habitación con un gran horno donde antes, cuando
estaba allí la posada, horneaban pan cada día. En esta misma habitación, detrás
del horno, se acomodaba Dáshutka, que no tenía su habitación. Ahí siempre por
las noches cantaba un grillo y andaban los ratones.
Matvéi
encendió una vela y se puso a leer un libro que le había tomado al gendarme de
estación. Mientras estaba con éste, la plegaria terminó y todos se acostaron a
dormir. Dáshutka también se acostó. Empezó a roncar en seguida, pero pronto se
despertó y dijo, bostezando:
-Tú,
tío Matvéi, no deberías encender la velita por gusto.
-Es
mi velita -respondió Matvéi-. La compré con mi dinero.
Dáshutka
se volteó un poco y se durmió de nuevo. Matvéi estuvo sentado aún largo tiempo,
no tenía deseos de dormir, y al terminar la última página, sacó del baúl un
lápiz y escribió en el libro: “Este libro lo leí yo, Matvéi Tiérejov, y hallo
que es el mejor de todos los libros que he leído, por lo que expreso mi
reconocimiento al suboficial de la dirección de gendarmes de las vías férreas,
Kuzmá Nikoláevich Zhúkov, como dueño de este libro inapreciable”. Hacer
semejantes inscripciones en los libros ajenos, él lo consideraba un deber de
cortesía.
II
El
mismo día de la Anunciación, después de despedir al tren de correo, Matvéi
estaba sentado en el buffet, tomaba té con limón y hablaba.
Lo
escuchaban el vendedor y el gendarme Zhúkov.
-Yo
debo advertirles -contaba Matvéi, -que ya, en mi temprana infancia, era
propenso a la religión. Tenía sólo doce años, y ya leía al apóstol en la
iglesia, y mis padres se calmaban bastante, y cada verano iba con mi difunta
mámienka a la peregrinación. Pasaba, que los otros chicos cantaban canciones y
cazaban cangrejos, y yo en ese tiempo con mámienka. Los mayores me aprobaban, y
a mí mismo me era agradable que tenía tan buena conducta. Y cuando mámienka me
bendecía en la fábrica, pues yo, entre tanto, cantaba de tenor en nuestro coro,
y no había mayor gusto. Por mí mismo, no tomaba vodka, no fumaba tabaco,
observaba la pureza corporal; y ese sentido de vida, se sabe, no le gusta al
enemigo del género humano; y quiso él, el maldito, perderme, y empezó a
oscurecer mi juicio, lo mismo que mi primo ahora. Lo primero, hice el voto de
no comer carne y leche los lunes, y no comer carne todos los días; y en
general, con el paso del tiempo me agarró una fantasía. Para la primera semana
de cuaresma, hasta el sábado, los santos padres pusieron la comida seca, pero
para los que trabajan y los débiles, no es pecado incluso tomar tecito; yo
mismo, hasta el mismo domingo, no tenía ni una migaja en la boca, y después, en
toda la cuaresma, no me permitía la manteca de ningún modo, y el miércoles y el
viernes así, no comía nada en absoluto. Lo mismo en las vigilias menores.
Pasaba que en la Petróvka, los nuestros de la fábrica comían schi de
lucioperca, y yo, a escondidas de ellos, me chupaba una tostada. Las personas
tienen una fuerza distinta, por supuesto, pero yo digo de mí: en los días de
vigilia no me era difícil, y hasta era así, que mientras más empeño, más fácil.
Se quiere comer sólo en los primeros días de la vigilia, y después te
acostumbras, sientes más alivio; y miras, y el fin de semana no es nada en
absoluto, y en las piernas un entumecimiento, como si no estuvieras en la
tierra, sino en una nube. Y además de eso, me imponía toda clase de deberes: me
levantaba por las noches y hacía reverencias, arrastraba piedras pesadas de un
lugar a otro, salía descalzo a la nieve, bueno, y el cilicio también. Sólo que,
con el paso del tiempo, me confieso una vez con el sacerdote, y de pronto este
ensueño: pues este sacerdote, pienso, está casado, come carne y fuma; ¿cómo
pues me puede confesar, y qué poder tiene para absolverme de los pecados, si él
es más pecador que yo? Yo hasta me cuido de la manteca de vigilia, y él,
seguro, come esturión. Fui a otro sacerdote, y éste, como en pecado, era gordo
de carnes, con sotana de seda, hacía frú-frú como una dama, y olía a tabaco
también. Fui a ayunar a un monasterio, y allí mi corazón no estaba tranquilo,
siempre me parecía como si los monjes no vivieran por las reglas. Y después de
eso, no podía encontrar de ningún modo un oficio a mi gusto: en un lugar
oficiaban muy rápido, en el otro n0 cantaban el postdigno, el cántico en honor
a la Virgen, y en el tercero el sacristán era gangoso… Pasaba, Señor, perdona
al pecador, que estaba parado en la iglesia, y el corazón me temblaba de ira.
¿Qué plegaria era esa pues? Y me parecía, como que las personas no se
persignaban bien en la iglesia, no escuchaban bien; a todos los que miraba,
todos eran unos borrachos, unos comelones, fumadores, fornicadores, jugadores,
sólo yo vivía por los mandamientos. El demonio malicioso no dormía; después
dejé de cantar en el coro, y ya no iba a la iglesia en absoluto; así ya
entendía de mí, como si fuera un hombre justo, y la iglesia, por su
imperfección, no me convenía, o sea, como el ángel caído, me envanecí en mi
orgullo hasta lo increíble. Después de eso, me empecé a preocupar, cómo armar
mi iglesia. Le alquilé un cuartito a una burguesa ignorante, lejos de la ciudad,
junto al cementerio, y armé un oratorio, como el de mi primo pues, sólo que el
mío tenía aún postigos y un incensario verdadero. En ese, mi oratorio, mantenía
la regla de la montaña sagrada del monasterio de Athos, o sea, cada día
empezaba los maitines, obligatoriamente, a medianoche, y en las fiestas docenas
solemnes en especial, oficiaba la víspera unas diez horas, y a veces doce. Los
monjes de todas formas, por regla, están sentados durante la acafista, lectura
del salterio, y la paremia, lectura de fragmentos de la Biblia, y yo deseaba
ser más servicial que los monjes, y lo hacía todo de pie. Leía y cantaba
alargado, con lágrimas y suspiros, alzando los brazos; y de la oración, sin
dormir, directo al trabajo, y además trabajaba con oraciones. Bueno, se corrió
por la ciudad: Matvéi es un santo, Matvéi cura a los enfermos y a los dementes.
Yo, por supuesto, no curaba a nadie, pero se sabe, tan pronto surge un cisma o
una falsa doctrina, pues no hay descanso con el sexo femenino. De todas formas,
como moscas a la miel. Me empezaron a frecuentar diversas mujeres, y viejas doncellas,
me hacían reverencias hasta los pies, me besaban las manos y gritaban que yo
era santo, y demás, y una hasta me vio una aureola en la cabeza. Se hizo
estrecho el oratorio, alquilé un cuarto más grande, y se armó una verdadera
babel, el demonio se apoderó de mí por completo, y tapó la luz de mis ojos con
sus pezuñas cochinas. Todos, como que nos volvimos salvajes. Yo leía, y las
mujeres y las doncellas viejas cantaban, y así, sin comer ni beber largo
tiempo, después de estar paradas sobre sus pies un día o más, de pronto les
empezaban unas sacudidas, como si les pegara una calentura, después de eso ya
una gritaba, ya la otra, ¡y daba tanto miedo! Yo me sacudía todo también, “como
el judío en la sartén”, yo mismo no sabía por cuál razón, y las piernas nos
empezaban a brincar. Era extraño, en verdad: no querías, y brincabas y agitabas
los brazos; y después de eso el griterío, los chillidos, todos bailábamos y
corríamos unos tras otros, corríamos hasta caernos. Y de esta forma, en una
inconciencia salvaje, caí en la fornicación.
El
gendarme se echó a reír pero, al advertir que nadie más se reía, se puso serio
y dijo:
-Eso
es molocanismo. Yo he leído, en el Cáucaso todo es así.
-Pero
no me mató con un rayo -continuó Matvéi, persignándose ante la imagen y
moviendo los labios. –Debe ser, la difunta-mámienka rezaba por mí en el otro
mundo. Cuando todos ya me tenían por santo en la ciudad, y hasta las damas y
los buenos señores empezaban a venir a mi casa en secreto, por consuelo, fui
una vez a la casa de nuestro amo, Ósip Varlámich, a despedirme, entonces era el
día del perdón, y él cerró la puerta así con el ganchito, y nos quedamos los
dos, cara a cara. Y me empezó a amonestar. Y les debo advertir, que Ósip
Varlámich era un hombre sin instrucción, pero de mente amplia, y todos lo
obedecían y temían, porque era severo, de vida misericordiosa y trabajador. Fue
alcalde y prefecto de la ciudad, quizás, unos veinte años, e hizo mucho bien;
la calle Nueva-Moskóvskaya la cubrió toda de gravilla, pintó la catedral, y las
columnas las coloreó de malaquita. Bueno, cerró la puerta y “hace tiempo, me
dijo, que quería llegar a ti, tal, mas cual… ¿Tú, me dijo, piensas que eres un
santo? ¡No, tú no eres un santo, sino un apóstata, un hereje y un malvado!..” Y
siguió, siguió… No les puedo expresar cómo hablaba, de modo sensato e
inteligente, como por escrito, y tan conmovedor. Habló unas dos horas. Me
penetró con sus palabras, se me abrieron los ojos. Escuchaba, escuchaba, ¡y
rompí a llorar así! “Sé, me decía, un hombre corriente, come, bebe, vístete y
reza como todos, y todo lo que se sale de lo corriente, pues viene del demonio.
Cuídate, decía, del demonio, tus ayunos son del demonio, tu oratorio es del
demonio; todo eso, decía, es orgullo”. Al otro día, lunes santo, Dios dispuso
que me enfermara. Me derrengué, me llevaron al hospital; me atormenté hasta el
extremo, lloraba con amargura y temblaba. Pensaba que del hospital, camino
directo al infierno, y casi no me morí. Me torturé en el lecho enfermo medio
año, y tan pronto me di de alta, pues en primer lugar me desayuné a lo
verdadero, y fui un hombre de nuevo. Me soltaba Ósip Varlámich a casa, y me
sermoneaba: “Recuerda pues, Matvéi, que todo lo que está por encima de lo
corriente, viene del diablo”. Y yo ahora como y bebo como todos, y rezo como
todos… Y si ahora sucede, que el padrecito huele a tabaco o a vino, pues no me
atrevo a censurar, porque el padrecito es un hombre corriente también. Pero tan
pronto dicen que en la ciudad o en el campo apareció un santo, que no come por
semanas e implanta sus reglas, pues ya entiendo de quién es asunto eso. Así
pues, señores míos, cómo fue la historia de mi vida. Ahora yo también, como
Ósip Varlámich, sermoneo a mi primo y a mi prima, y les reprocho, pero resulta
la voz que clama en el desierto. No me dio Dios el don.
El
cuento de Matvéi, por lo visto, no produjo ninguna impresión. Serguei
Nikanórich no dijo nada y empezó a recoger el entremés del mostrador, y el
gendarme empezó a hablar de cuán rico era el primo de Matvéi, Yákov Ivánich.
-Él
tiene unos treinta mil por lo menos -dijo.
El
gendarme Zhúkov, pelirrojo, de rostro rollizo (cuando caminaba le temblaban las
mejillas), saludable, saciado, comúnmente, cuando no había mayores, se sentaba
aclocado, poniendo una pierna sobre la otra; al conversar, se mecía y silbaba
con descuido, y en ese momento su rostro tenía una expresión satisfecha,
saciada, como si recién hubiera almorzado. El dinero se le daba, y siempre
hablaba de éste con aire de gran conocedor. Se dedicaba a la comisión y, cuando
alguien necesitaba vender una posesión, un caballo o un carruaje guardado, se
dirigía a él.
-Sí,
unos treinta mil hay, es posible, -convino Serguei Nikanórich. –Su abuelito
tenía una fortuna enorme, -dijo, dirigiéndose a Matvéi. –¡Enorme! Todo le quedó
después a su padre y a su tío. Su padre murió a edad joven, y después de él el
tío se lo llevó todo; y después, entonces, Yákov Ivánich. Mientras usted iba
con su mámienka a la peregrinación, y cantaba de tenor en la fábrica, ahí sin
usted no andaban bostezando.
-A
usted le tocan unos quince mil, -dijo el gendarme, meciéndose. –La taberna la
tienen en común, entonces, y el capital es común. Sí. En su lugar, yo hace
tiempo lo hubiera llevado a juicio. Lo hubiera llevado a juicio por sí mismo, y
mientras andara el asunto, uno contra uno, por toda la jeta, hasta sacarle
sangre…
A
Yákov Ivánich no lo querían, por que cuando alguien cree no así como los demás,
eso inquieta y desagrada, incluso, a las personas que son indiferentes a la fe.
Y el gendarme no lo quería aún, porque él también vendía caballos y carruajes
guardados.
-Usted
no quiere ir a juicio con su primo, porque usted mismo tiene mucho dinero,
-dijo el vendedor a Matvéi, mirándolo con envidia. –Bueno para el que tiene
medios, pero yo, debe ser, voy a morir así, en esta situación…
Matvéi
empezó a asegurar que él no tenía dinero en absoluto, pero Serguéi Nikanórich
ya no lo escuchaba; los recuerdos del pasado, de los insultos que soportaba
cada día llovieron sobre él; su cabeza calva sudó, se sonrojó, y empezó a
parpadear.
-¡Maldita
vida! –dijo con fastidio, y golpeó el suelo con un embutido.
III
Contaban
que la posada fue construida en tiempos de Alejandro I por una viuda que se
instaló allí con su hijo. Se llamaba Avdótia Tiérejova. A los que pasaban por
su lado en las carrozas de posta, en particular en las noches de luna, el
aspecto del patio oscuro con el tejadillo y los portones cerrados de modo
permanente les producía una sensación de angustia y vaga inquietud, como si allí
vivieran brujos o bandidos. Y siempre, al pasar de largo, el cochero volvía la
cabeza y fustigaba a los caballos. Los viajeros se quedaban de mala gana,
porque los dueños se mostraban adustos y cobraban muy caro. En el patio había
fango hasta en verano. En el fango yacían unos cerdos grasosos, enormes, y
andaban sueltos los caballos con que traficaban los Tiérejov. A menudo sucedía
que los caballos, aburridos, se escapaban del patio y emprendían una furiosa
carrera por el camino, asustando a los peregrinos. En aquel tiempo había allí un
gran movimiento, pasaban largas caravanas con mercancías y se daban casos como aquel
de hacía treinta años, por ejemplo, cuando unos arrieros enojados armaron una
pelea y mataron a un comerciante que iba de paso. A media vérsta del patio todavía
se levanta la cruz de madera, medio podrida. Pasaban coches de posta con sus
campanitas y las pesadas diligencias señoriales. Entre mugidos y nubes de polvo,
cruzaban también los rebaños de vacas y toros.
Cuando
tendieron la vía férrea, los primeros tiempos, en este lugar, había sólo un
apeadero, que se llamaba simplemente apartadero, y unos diez años después
construyeron la Progónnaya actual. El movimiento por el viejo camino del correo
casi se interrumpió, y por éste viajaban ya sólo los hacendados y los mujíks locales,
y en primavera y otoño pasaban turbas de obreros. La posada se convirtió en una
taberna; el piso superior se quemó, el tejado se puso amarillo con la
herrumbre, el tejadillo se derrumbó poco a poco, pero en el fango del patio
siguieron tirados aún los cerdos grasosos, enormes, rosados, repulsivos. Como
antes, los caballos se escapaban a veces del patio y, rabiosos, con las colas
alzadas, andaban por el camino. En la taberna vendían té, heno, avena, harina,
y asimismo vodka y cerveza al copeo y a la venta; las bebidas alcohólicas las
vendían con cautela, ya que nunca compraban las patentes.
Los
Tiérejov, en general, siempre se distinguieron por su religiosidad, de modo que
incluso les dieron el apodo de “los peregrinos”. Pero, acaso por que vivían
aislados como los osos, evitaban a las personas y llegaban a todo con su mente,
eran inclinados a los ensueños y las vacilaciones de la fe, y casi cada
generación creía de algún modo peculiar. La abuelita Avdótia, que construyó la
posada, era de la fe antigua, pero su propio hijo y ambos nietos (los padres de
Matvéi y Yákov) iban a la iglesia ortodoxa, recibían en su casa al clero, y le
rezaban a las nuevas imágenes con la misma devoción que a las viejas; el hijo
en la vejez no comía carne y se impuso la hazaña del silencio, al considerar un
pecado toda conversación, y los nietos tenían la peculiaridad de que entendían
la escritura no de modo sencillo, y siempre buscaban en ésta un sentido oculto,
asegurando que cada palabra sagrada debía contener algún secreto. El bisnieto
de Avdótia, Matvéi, luchó desde la misma infancia contra los ensueños, y casi
se muere; el otro bisnieto, Yákov Ivánich, era ortodoxo, pero después de la
muerte de su mujer, dejó de pronto de asistir a la iglesia, y rezaba en la
casa. Mirándolo a él, se descarrió su hermana Agláya: ella misma no iba a la
iglesia y no dejaba ir a Dáshutka. De Agláya contaban aún, como que en sus años
jóvenes iba a los flagelantes de Vedeniápino, y que continuaba siendo una
flagelante en secreto, y por eso andaba con un pañuelo blanco.
Yákov
Ivánich era mayor que Matvéi diez años. Era un viejo muy bonito, de alta
estatura, con una amplia barba canosa, casi hasta la cintura, y con cejas
tupidas, que otorgaban a su rostro una expresión severa, incluso maligna. Llevaba
un abrigo largo de buen paño o una pelliza romanóvskii negra, y en general
intentaba vestirse de modo limpio y decente; llevaba chanclos incluso en tiempo
seco. A la iglesia no asistía porque, en su opinión, en la iglesia no cumplían
la regla con exactitud, y porque los sacerdotes tomaban vino a deshora y
fumaban tabaco. En su casa leía y cantaba con Agláya cada día. En Vedeniápino
no leían el canon completo en los maitines, y no oficiaban vísperas incluso en
las grandes fiestas; él mismo leía en su casa todo lo que convenía a cada día,
sin saltarse ni una línea y sin apurarse, y en el tiempo libre leía las vidas
en voz alta. Y en la vida cotidiana se remitía a la regla de modo severo; así,
si en Cuaresma algún día, por la regla, se permitía el vino “en aras de la
labor de vela”, él seguro tomaba vino, aunque no tuviera deseo.
Leía,
cantaba, incensaba y ayunaba no para recibir de Dios ciertos bienes, sino para
el orden. El hombre no podía vivir sin fe, y la fe debía expresarse de modo
correcto, año tras año, día tras día en el orden sabido, para que el hombre se
dirigiera a Dios cada mañana y cada noche, precisamente, con las mismas
palabras e ideas que convenían al día y a la hora dadas. Había que vivir,
entonces, y rezar así, como le placía a Dios, y por eso cada día se debía leer
y cantar sólo eso, que le placía a Dios, o sea, lo que se suponía por la regla;
así, el primer capítulo de San Juan había que leerlo sólo el día de Pascua, y
de la Pascua a la Ascensión no se podía cantar el Digno es, y demás. La
conciencia de ese orden y su importancia le brindaban a Yákov Ivánich, durante
las oraciones, un gran placer. Cuando tenía que violar ese orden por necesidad,
por ejemplo viajar a la ciudad por mercancías o al banco, lo torturaba la
conciencia y se sentía desdichado.
El
primo Matvéi, llegado de la fábrica de modo inesperado, e instalado en la
taberna como en su casa, empezó a violar el orden desde los primeros días. No
quería rezar juntos, comía y tomaba té no a su hora, se levantaba tarde, tomaba
leche los miércoles y los viernes, como que por su salud débil; casi cada día,
durante la oración, iba al oratorio y gritaba: “¡Recapacite, primo!
¡Arrepiéntase, primo!” Esas palabras hacían que Yákov Ivánich ardiera de
fiebre, y Agláya, sin soportar, empezaba a maldecir. O por la noche, de modo
cauteloso, Matvéi entraba al oratorio y decía en voz baja: “Primo, vuestra
oración no le place a Dios. Porque se ha dicho: “reconcíliate primero con tu
hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”. Ustedes pues prestan dinero con
interés, venden vodka. ¡Arrepiéntanse!
En
las palabras de Matvéi, Yákov veía sólo el pretexto habitual de los hombres
vacíos e indolentes, que hablaban del amor al prójimo, de reconciliarse con su
hermano y demás, sólo para no orar, no ayunar y no leer los libros sagrados, y
se expresaban con desprecio del lucro y los por cientos, sólo porque no les
gustaba trabajar. Pues ser pobre, no ahorrar nada y no cuidar nada, era mucho
más fácil que ser rico.
Y
con todo estaba inquieto, y no podía ya rezar como antes. Apenas entraba al
oratorio y abría el libro, cuando ya empezaba a temer que ya-ya entraría su
primo y lo molestaría; y en efecto, Matvéi aparecía pronto y gritaba con una
voz trémula: “¡Recapacite, primo! ¡Arrepiéntase, primo!” La hermana maldecía, y
Yákov se salía de quicio también, y gritaba: “¡Fuera de mi casa!” Y éste a él:
“Esta es nuestra casa”.
Empezaba
de nuevo Yákov a leer y cantar, pero ya no podía calmarse y, sin advertirlo él
mismo, se quedaba pensando ante el libro; aunque consideraba que las palabras
de su primo eran una tontería, por algo, en los últimos tiempos, empezaba a
venirle a la memoria también, que al rico le era difícil entrar en el reino de
los cielos, que hacía tres años había comprado un caballo robado de modo muy ventajoso,
que aun en vida de su difunta esposa, una vez, cierto borracho se había muerto
en su taberna por el vodka…
Por
las noches, ahora, dormía no bien, con un sueño ligero, y oía cómo Matvéi no
dormía tampoco y suspiraba a menudo, extrañando su fábrica de azulejos. Y Yákov
en la noche recordaba, mientras se volteaba de un costado al otro, el caballo
robado, el borracho y las palabras del Evangelio sobre el camello.
Parecía
como si volvieran las alucinaciones de otros tiempos. Y como a propósito, a pesar
de que ya estaban a fines de marzo, nevaba todos los días y el viento zumbaba
en el bosque como si fuese invierno. No se creía que la primavera llegaría
alguna vez. El tiempo predisponía al tedio, a las peleas, al odio, y por las
noches, cuando el viento silbaba sobre el techo, le parecía que alguien vivía
allá arriba, en el piso vacío, y poco a poco las visiones empezaban a agobiar
mente, la cabeza le ardía y no podía conciliar el sueño.
IV
La
mañana del lunes santo, Matvéi oyó desde su habitación cómo Dáshutka le decía a
Agláya:
-El
tío Matvéi me dijo que respire, que no hacía falta ayunar.
Matvéi
recordó toda la conversación que había tenido la víspera con Dáshutka, y de
pronto se sintió ofendido.
-¡Muchacha,
no peques! –dijo con voz gimiente, como un enfermo. –Sin los ayunos no se
puede, nuestro mismo Señor ayunó cuarenta días. Yo sólo te expliqué, que para
una persona enferma, el ayuno no es de provecho.
-Y
tú sólo escucha a los fabriles, ellos te van a enseñar el bien -profirió Agláya
de modo burlón, lavando el suelo (en los días laborales, comúnmente, lavaba los
suelos y se enojaba con todos). –En la fábrica, se sabe qué ayuno es. Tú mira,
pregúntale a tu tío pues, pregúntale por su “almita”, cómo él con ella, con la
gansita, en los días de ayuno, se zampaba la leche. A los otros pues les
enseña, y él mismo se olvidó de la gansita. Y pregúntale: ¿a quién le dejó el
dinero, a quién?
Matvéi
escondía de todos con cuidado, como una herida infectada, que en ese mismo
período de su vida, cuando saltaba y corría durante la oración con las viejas y
las muchachas, había entrado en relación con una burguesa y tenido un hijo. Al
irse a casa, le había dado a esa mujer todo lo que ahorró en la fábrica, y le
pidió al dueño para su viaje, y ahora tenía sólo unos rublos, que gastaba en té
y velas. La “almita” le informó después que el niño había muerto, y le preguntó
en la carta cómo proceder con el dinero. Esa carta la había traído de la
estación un trabajador, Agláya la interceptó y la leyó, y después le reprochaba
cada día a Matvéi por la “almita”.
-¡Una
broma, novecientos rublos! –continuó Agláya. -¡Le diste novecientos rublos a
una gansa ajena, a una yegua fabril, que te revientes! –Ya se paraba y gritaba
de modo estridente: -¿Te callas? ¡Y yo te reventaría, lambrija! ¡Novecientos
rublos, como un kopecito! Se los hubieras firmado a Dáshutka, una tuya, no una
ajena, o los hubieras mandado a Biéliev, a los huérfanos de María, infelices.
¡Y no hacía falta tu gansita, que sea tres veces maldecida, anatema, diabla,
que no llegue al día luminoso!
Yákov
Ivánich la llamó con un grito, ya era hora de empezar las horas. Ella se lavó,
se puso un pañuelo blanco, y fue ya serena, modesta, al oratorio de su amado
hermano. Cuando hablaba con Matvéi o le servía té a los mujíks en la taberna,
era una vieja flaca, mala y de ojo perspicaz, pero en el oratorio tenía un
rostro puro, tierno, como que rejuvenecía toda, se sentaba con maneras, e
incluso ponía labios de corazón.
Yákov
Ivánich empezó a leer las horas en voz baja y con tristeza, como siempre leía
en cuaresma. Leído un poco se detuvo, para prestar oídos al sosiego que había
en toda la casa, y después continuó leyendo, sintiendo placer; ponía las manos
de modo oracional, los ojos en blanco, meneaba la cabeza, suspiraba. Pero de
pronto se oyeron unas voces. A casa de Matvéi habían venido de visita el
gendarme y Serguei Nikanórich. A Yákov Ivánich le daba vergüenza leer en voz
alta y cantar, cuando había extraños en la casa, y ahora, al oír las voces,
empezó a leer en susurro y con lentitud. En el oratorio se oía cómo decía el
vendedor:
-El
tártaro de Schépovo da su negocio por mil quinientos. Se le puede dar ahora
quinientos, y un endoso por lo restante. Así mire, Matvéi Vasílich, sea leal,
présteme esos quinientos rublos. Le doy un dos por ciento al mes.
-¡Qué
dinero tengo yo! –se admiró Matvéi. -¡Qué dinero tengo yo!
-Dos
por ciento al mes, le viene como caído del cielo -explicó el gendarme. –Y que
usted tiene su dinero, sólo lo tiene, y no hay ningún resultado.
Después
los visitantes se fueron, y sobrevino un silencio. Pero apenas Yákov Ivánich
empezó a leer en voz alta y a cantar de nuevo, cuando de detrás de la puerta se
oyó una voz:
-¡Primo,
permítame un caballo para ir a Vedeniápino!
Era
Matvéi. Y Yákov de nuevo sintió en su alma inquietud.
-¿En
qué pues va a ir? –preguntó, tras pensarlo. –En el bayo, el trabajador se llevó
un cerdo, y en el potro, yo mismo voy a ir a Shutéikino, tan pronto termine.
-Primo,
¿por qué usted puede disponer de los caballos, y yo no? –preguntó Matvéi con
irritación.
-Porque
yo no voy a pasear, sino por un asunto.
-Los
bienes los tenemos en común, entonces, los caballos son comunes, y debe
entender eso, primo.
Sobrevino
un silencio. Yákov no rezaba y esperaba, que Matvéi se alejara de la puerta.
-Primo,
-decía Matvéi, -yo soy un hombre enfermo, no quiero la posesión, que vaya con
Dios, disponga, pero deme siquiera una pequeña parte para el alimento, en mi
enfermedad. Démela, y me voy.
Yákov
callaba. Tenía muchos deseos de desligarse de Matvéi, pero no podía darle
dinero, ya que todo el dinero estaba en el negocio; y en toda la estirpe de los
Tiérejov, no había habido un ejemplo de que los hermanos dividieran, dividir
era arruinarse.
Yákov
callaba y esperaba a que se fuera Matvéi, y miraba a su hermana, como temiendo
que se metiera, y empezara de nuevo la maldición que hubo por la mañana. Cuando
Matvéi se fue finalmente, continuó leyendo, pero ya no había placer, le pesaba
la cabeza y se le nublaban los ojos con las reverencias hasta el suelo, y era
aburrido escuchar su voz baja, triste. Cuando tenía esa caída de ánimo por las
noches, se lo explicaba con que no tenía sueño, pero por el día eso lo
asustaba, y le empezaba a parecer que tenía sentados unos demonios en la cabeza
y en los hombros.
Terminado
de algún modo con las horas, insatisfecho y enojado, fue a Shutéikino. Aún en
otoño unos cavadores habían excavado una cuneta de deslinde, y se gastaron en
la taberna dieciocho rublos, y ahora había que hallar en Shutéikino al
contratista, y cobrarle el dinero. Con el calor y las ventiscas el camino se
había estropeado, se puso oscuro y lleno de baches, y por lugares ya se hundía;
la nieve en los costados se asentaba por debajo del camino, de modo que se
debía ir como por un terraplén estrecho, y desviarse en los encuentros era muy
difícil. El cielo estaba ceñudo aún desde la mañana, y soplaba un viento crudo…
Al
encuentro venía un largo convoy: las mujeres llevaban ladrillos. Yákov tuvo que
desviarse del camino; su caballo entró en la nieve hasta la panza, el trineo
solito se inclinó a la derecha, y él mismo, para no caerse, se inclinó a la
izquierda, y estuvo así todo el tiempo, mientras el convoy avanzaba por su lado
con lentitud; oía a través del viento cómo crujían los trineos y respiraban los
caballos flacos, y cómo las mujeres decían de él: “Va el peregrino”; y una,
echando una mirada a su caballo con lástima, dijo con rapidez.
-Parece
que la nieve va a estar hasta San Jorge. ¡Se atormentó!
Yákov
estaba sentado incómodo, encorvado, y entornaba los ojos por el viento, y ante
él aún pasaban ya los caballos, ya el ladrillo rojo. Y acaso porque se sentía
incómodo y le dolía el costado, de pronto sintió fastidio, y el asunto por el
que iba ahora le pareció no importante, y entendió que podría enviar al
trabajador a Shutéikino mañana. De nuevo por algo, como en la noche de insomnio
anterior, recordó las palabras sobre el camello, y después le vinieron a la
cabeza diversos recuerdos, ya del mujík que le vendió el caballo robado, ya del
borracho, ya de las mujeres que le traían samovares de empeño. Por supuesto,
cada mercader intentaba tomar más, pero Yákov sentía fatiga porque era un
comerciante, sentía deseos de irse a algún lugar, lejos de ese orden, y se
sintió aburrido por la idea de que hoy, aún tenía que leer la víspera. El
viento le golpeaba el rostro y le zumbaba en el cuello, y parecía que le
susurraba todas esas ideas, trayéndolas del ancho campo blanco… Mirando ese
campo, conocido desde la infancia, Yákov recordó que había tenido, exactamente,
esa misma inquietud, y esas mismas ideas en sus años jóvenes, cuando lo
poseyeron los ensueños y su fe vacilaba.
Le
daba espanto quedarse solo en el bosque; volteó atrás y fue en silencio tras el
convoy, y las mujeres se reían y decían:
-Volvió
el peregrino.
En
la casa, con motivo de la vigilia, no habían cocinado nada ni puesto el
samovar, y por eso el día parecía muy largo. Yákov Ivánich hacía tiempo ya que
había librado al caballo, mandado harina a la estación, y unas dos veces se
dispuso a leer el Salterio, y hasta la noche aún era lejos. Agláya ya había
lavado sus suelos y, sin nada que hacer, ordenaba su baúl, cuya tapa estaba
cubierta por dentro de etiquetas de botellas. Matvéi, con hambre y triste, se
sentaba y leía, o se acercaba al horno holandés y examinaba largamente los
azulejos, que le recordaban la fábrica. Dáshutka dormía, después, al despertar,
fue a abrevar al ganado. Cuando sacaba agua del pozo, se le rompió la cuerda y
el balde cayó al agua. El trabajador empezó a buscar un bichero, para sacar el
balde, y Dáshutka andaba tras él por la nieve fangosa, descalza, con unos pies
rojos, como de ganso, y repetía: “¡Es hondo!” Quería decir que el pozo era más
profundo de lo que podía alcanzar el bichero, pero el trabajador no la entendía
y, evidentemente, lo cansó, ya que de pronto se volteó y la maldijo con malas
palabras. Yákov Ivánich, que salía al patio en ese momento, oyó cómo Dáshutka
respondía al trabajador con un largo retruécano, de maldición selecta, que
habría podido aprender sólo en la taberna, con los mujíks borrachos.
-¿Qué
dices tú, desvergonzada? –le gritó, e incluso se asustó. -¿Qué palabras dices
tú?
Y
ella miraba a su padre de modo perplejo, estúpido, sin entender por qué no se
podían pronunciar esas palabras. Él quiso darle un sermón, pero le pareció
salvaje, oscura, y por primera vez, en todo el tiempo que llevaba en su casa,
entendió que ella no tenía ninguna fe. Y toda esa vida en el bosque, en la
nieve, con los mujíks borrachos, con la maldición le pareció tan salvaje y
oscura como esa muchacha, y en lugar de darle un sermón, sólo dejó de la mano y
regresó a la habitación.
En
ese momento, llegaron de nuevo a ver a Matvéi el gendarme y Serguéi Nikanórich.
Yákov Ivánich recordó que estos hombres tampoco tenían ninguna fe, y que eso no
les inquietaba en absoluto, y la vida empezó a parecerle extraña, insensata y
oscura, como la de los perros; se paseó sin gorro por el patio, después salió
al camino y anduvo con los puños apretados; en ese momento empezó a nevar
copos, la barba se le movía con el viento, y sacudía la cabeza, como si algo le
aplastara la cabeza y los hombros, como si se hubieran sentado en éstos unos
demonios, y le parecía que andaba no él, sino una suerte de fiera enorme,
terrible, y que si gritaba, su voz se extendería como un rugido por todo el
campo y el bosque, y asustaría a todos…
V
Cuando
regresó a la casa, el gendarme ya no estaba, y el vendedor estaba sentado en la
habitación de Matvéi, y sacaba cuentas. Éste antes, a menudo, casi todos los
días, estaba en la taberna; antes iba a ver a Yákov Ivánich, en los últimos
tiempos a Matvéi. Siempre sacaba cuentas, y su rostro se tensaba y sudaba, o
pedía dinero, o, alisando sus patillas, contaba de cómo alguna vez, en la
estación de primera clase, había preparado ponche para los oficiales mezclando
vino blanco, ron y cognac, y había servido él mismo la sopa de acipenser en los
almuerzos solemnes. En este mundo no le interesaba nada, excepto los buffets, y
sólo sabía hablar de comidas, servicios y vinos. Una vez, al servirle el té a
una mujer joven, que le daba el pecho a un niño, y deseando decirle algo
agradable, se expresó así:
-El
pecho de la madre es la cantina del niño.
Sacando
cuentas en la habitación de Matvéi, le pedía dinero, decía que ya no podía
vivir en Progónnaya, y repetía varias veces en tal tono, como si se dispusiera
a llorar:
-¿A
dónde pues voy a ir? ¿A dónde voy a ir ahora, dígame por favor?
Después
Matvéi llegó a la cocina y empezó a pelar unas patatas hervidas, que había
escondido, probablemente, desde el día de ayer. Había silencio, y a Yákov
Ivánich le pareció que el vendedor se había ido. Hacía tiempo ya que era hora
de empezar la víspera, llamó a Agláya y, pensando que en la casa no había
nadie, rompió a cantar sin cohibición, en voz alta. Cantaba y leía, pero
mentalmente pronunciaba otras palabras: “¡Señor, perdónanos!, ¡Señor,
sálvanos!”, y una tras otra, sin cesar, hacía reverencias hasta el suelo, como
deseando fatigarse, y sacudía la cabeza, de modo que Agláya lo miraba con
asombro. Temía que entrara Matvéi, y estaba seguro de que entraría, y sentía
una furia contra él, que no podía vencer ni con la oración, ni con las
reverencias frecuentes.
Matvéi
abrió la puerta suavemente y entró al oratorio.
-¡Pecado,
qué pecado! –dijo con reproche y suspiró. –¡Recapacite! ¡Arrepiéntase, primo!”
Yákov
Ivánich, apretados los puños, sin mirarlo, para no pegarle, salió del oratorio
con rapidez. Así, como hacía poco en el camino, sintiéndose una fiera enorme,
terrible, pasó a través del zaguán al aposento gris, sucio, saturado de neblina
y humo, donde los mujíks comúnmente tomaban té, y allí caminó de una esquina a
la otra largo tiempo, pisando fuerte, de modo que la vajilla tintineó en los
estantes y las mesas temblaron. Ya tenía claro qué él mismo estaba insatisfecho
con su fe, y ya no podía rezar cómo antes. Había que arrepentirse, había que
recapacitar, ajuiciarse, vivir y rezar de algún modo, de otra forma. ¿Pero cómo
rezar? ¿Y podía ser, todo esto sólo turbaría al demonio, y nada de esto haría
falta?.. ¿Cómo ser? ¿Qué hacer? ¿Quién le podía enseñar? ¡Qué impotencia! Se
detuvo y, tras tomarse la cabeza, empezó a pensar, pero el que Matvéi se
hallara cerca le impedía pensar de modo sereno. Y fue a la habitación con
rapidez.
Matvéi
estaba sentado en la cocina ante una escudilla de patata, y comía. Ahí, cerca
del horno, estaban sentadas frente a frente Agláya y Dáshutka, devanando la
madeja. Entre el horno y la mesa, a la que estaba sentado Matvéi, se alargaba
una tabla de planchar, sobre ésta había una plancha fría.
-¡Primita
-pidió Matvéi -permítame la manteca!
-¿Quién
pues come manteca en un día así? –preguntó Agláya.
-Yo,
primita, no soy un monje, sino un laico. Y por mi salud débil, puedo no ya
manteca, sino hasta leche.
-Sí,
en su fábrica se puede todo.
Agláya
tomó del estante una botella con manteca de víspera, y la puso delante de
Matvéi, golpeando enojada con una sonrisa maligna, evidentemente, satisfecha de
que era tan pecador.
-¡Y
yo te digo que tú no puedes comer manteca! –le gritó Yákov. Agláya y Dáshutka
se estremecieron, y Matvéi, como si no oyera, se echó manteca en la escudilla y
continuó comiendo. –¡Y yo te digo que tú no puedes comer manteca! –gritó Yákov
aún más fuerte, se enrojeció todo y, de pronto, agarró la escudilla, la levantó
por encima de la cabeza y, con todas sus fuerzas, la lanzó contra el suelo, de
modo que los pedazos volaron. -¡No te atrevas a hablar! –gritó con voz
frenética, aunque Matvéi no había dicho ni una palabra. –¡No te atrevas!
–repitió y golpeó la mesa con el puño.
Matvéi
palideció y se levantó.
-¡Primo!
–dijo, siguiendo masticando. –¡Primo, recapacite!
-¡Fuera
de mi casa en este instante! –gritó Yákov; le era repulsivo el rostro arrugado
de Matvéi, su voz, las migajas en sus bigotes, y el hecho de que masticara.
-¡Fuera, te dicen!
-¡Primo,
cálmese! ¡Lo poseyó el orgullo diabólico!
-¡Cállate!
-Yákov pateó-. ¡Vete, diablo!
-Usted,
si desea saber -continuó Matvéi en voz alta, empezando a enojarse también, -es
un apóstata y un hereje. Los malditos demonios le ocultaron la luz verdadera,
su oración no le place a Dios. ¡Arrepiéntase, mientras no es tarde! ¡La muerte
del pecador es atroz! ¡Arrepiéntase, primo!
Yákov
lo agarró por los hombros y lo arrastró fuera de la mesa, y él palideció aún
más y, asustado, turbado, empezó a farfullar: “¿Qué es esto pues? ¿Qué es esto
pues?” –y, apoyándose, haciendo un esfuerzo para liberarse de las manos de
Yákov, sin intención, se aferró de su camisa cerca del pecho y le rompió el
cuello, y a Agláya le pareció que él quería pegarle a Yákov; gritó, agarró la
botella con la manteca de víspera y, con todas sus fuerzas, golpeó a su odiado
primo directo en el parietal. Matvéi se tambaleó, y su rostro, en un instante,
se tornó apacible, indiferente; Yákov, respirando con dificultad, excitado y
sintiendo placer por que la botella, al golpear la cabeza, graznó como viva, no
lo dejaba caer, y varias veces (eso lo recordaba muy bien) le señaló a Agláya
con el dedo la plancha, y sólo cuando corrió por sus manos la sangre y se oyó
el llanto fuerte de Dáshutka, y cuando la tabla de planchar cayó con ruido, y
sobre ésta se derrumbó Matvéi tristemente, Yákov dejó de sentir furia, y
entendió qué había sucedido.
-¡Que
se muera, potro de fábrica! –profirió con repulsión Agláya, sin soltar de la
mano la plancha; el pañuelo blanco, salpicado de sangre, se le resbaló hacia
los hombros, y sus cabellos canosos se soltaron. -¡Por ahí tiene el camino!
Todo
era terrible. Dáshutka estaba sentada en el suelo, cerca del horno, con la
madeja en las manos, sollozaba y se inclinaba, diciendo en cada reverencia:
“¡ay!, ¡ay!” Pero nada fue tan terrible para Yákov, como la patata hervida en
la sangre que temía pisar, y había aún algo terrible que lo oprimía como un
sueño pesado, y parecía lo más peligroso, y que no podía entender de ningún
modo en un primer instante. Era el vendedor Serguei Nikanórich, que estaba
parado en el umbral con las cuentas en las manos, muy pálido, y miraba con
horror lo que sucedía en la cocina. Sólo cuando él se volteó y fue al zaguán
con rapidez, y de ahí afuera, Yákov entendió quién era, y fue tras él.
Se
limpiaba las manos con la nieve al andar, pensaba. Le vino la idea, de que el
trabajador le había pedido ir a pasar la noche a su pueblo, y se había ido
hacía tiempo; ayer habían degollado a un cerdo, y había manchas de sangre
enormes en la nieve, en el zaguán, e incluso un costado del brocal de troncos
estaba salpicado de sangre, de modo que si ahora toda la familia de Yákov
estaba llena de sangre, eso podría no parecer sospechoso. Ocultar el asesinato
sería torturante, pero el hecho de que viniera el gendarme de la estación, que
iba a silbar y sonreír de modo burlón, vinieran los mujíks y les ataran las
manos fuerte a Yákov y Agláya, y con aire triunfal los llevaran al distrito, y
de ahí a la ciudad, y por el camino todos los señalaran y dijeran contentos:
“¡Se llevan a los peregrinos!”, eso le parecía a Yákov lo más torturante de
todo, y tenía deseos de alargar de algún modo el tiempo, para sufrir esa
vergüenza no ahora, sino alguna vez después.
-Yo
le puedo prestar mil rublos… -dijo, alcanzando a Serguei Nikanórich. –Si le
dice a alguien, pues no hay ningún provecho de eso… y al hombre, de todos
modos, no lo vas a resucitar, -y apenas alcanzando al vendedor, que no se
volteaba a mirar e intentaba ir con más rapidez, continuó:
-Y
mil quinientos puedo darle…
Se
detuvo porque se sofocaba, y Serguei Nikanórich fue adelante con la misma
rapidez, temiendo probablemente que lo mataran asimismo. Sólo ya sorteado el
paso a nivel y cruzada la mitad de la carretera, que llevaba del paso a nivel a
la estación, se volteó a mirar con rapidez, y fue con más lentitud. En la estación
y por la línea brillaban ya las luces rojas y verdes; el viento se había
calmado, pero aún caían copos de nieve, y el camino albeaba de nuevo. Pero he
aquí, casi junto a la misma estación, Serguei Nikanórich se detuvo, pensó un
instante y, de modo decidido, fue atrás. Se hacía oscuro.
-Dígnese
mil quinientos, Yákov Ivánich, -dijo en voz baja, con todo el cuerpo temblando.
-Acepto.
VI
El
dinero de Yákov Ivánich estaba en un banco de la ciudad, y fue invertido en una
segunda hipoteca; en su casa tenía muy poco, sólo lo necesario para el
corriente. Al entrar a la cocina, buscó a tientas la latita de cerillos y,
mientras ardía el azufre con fuego azulado, alcanzó a discernir a Matvéi, que
yacía como antes en el suelo, cerca de la mesa, aunque ya estaba cubierto por
una sábana blanca, y se veían sólo sus botas. Cantaba un grillo. Agláya y
Dáshutka no estaban en las habitaciones: ambas estaban sentadas en el salón de
té, detrás del mostrador y, calladas, devanaban las madejas. Yákov Ivánich, con
una lámpara, pasó a su habitación, y sacó de abajo de la cama un baulito, donde
estaba el dinero corriente. Esta vez se habían acumulado sólo cuatrocientos
veinte en billetes menores, y treinta y cinco rublos de plata; los billetes
tenían un hálito no bueno, pesado. Tomado el dinero en el gorro, Yákov Ivánich
salió al patio, después por los portones. Andaba y miraba a los lados, pero no
estaba el vendedor.
-¡Me
cag…! –gritó Yákov.
En
el mismo paso a nivel, junto a la barrera, se destacó una figura oscura que, de
modo indeciso, fue hacia él.
-¿Qué
usted, siempre anda y anda? –profirió Yákov con fastidio, al reconocer al
vendedor. –Aquí tiene: ahí falta un poco para quinientos… No hay más en la
casa.
-Está
bien… Le estoy muy agradecido, -farfulló Serguei Nikanórich, tomando el dinero
con ansiedad y metiéndolo en el bolsillo; temblaba todo, eso se advertía a
pesar de la tiniebla. –Y usted, Yákov Ivánich, esté tranquilo… ¿Para qué voy a
hablar? Mi asunto es así, yo estaba, pero me fui. Como se dice, saber no sé
nada, ver no veo… -y ahí agregó con un suspiro: -¡Maldita vida!
Por
un instante estuvieron parados callados, sin mirarse el uno al otro.
-Así,
eso usted, por una tontería, Dios sabe cómo… -dijo el vendedor temblando.
–Estoy sentado, cuento para mí, y de pronto un jaleo… Miro a la puerta, y usted
por una manteca de víspera… ¿Dónde está ahora?
-Está
allá, en la cocina.
-Si
lo llevara a algún lugar… ¿Para qué esperar?
Yákov
lo acompañó hasta la estación callado, después regresó a la casa y enganchó un
caballo, para llevar a Matvéi a Limárovo. Decidió que lo llevaría al bosque de
Limárovo y lo dejaría allí en el camino, y después le diría a todos que Matvéi
se había ido a Vedeniápino y no había regresado, y todos pensarían entonces que
lo habían matado los caminantes. Sabía que no engañaría a nadie con eso, pero
moverse, hacer algo, afanarse no eran tan torturante como estar sentado y
esperar. Llamó a Dáshutka y llevó con ella a Matvéi. Y Agláya se quedó a
recoger la cocina.
Cuando
Yákov y Dáshutka regresaban, los retuvo en el paso a nivel la barrera bajada.
Iba un largo tren de mercancía, que arrastraban dos locomotoras respirando con
dificultad, y echando por el hueco haces de fuego púrpura. En el paso a nivel,
a la vista de la estación, la locomotora delantera emitió un silbido
penetrante.
-Silba…
-profirió Dáshutka.
El
tren pasó finalmente, y el guarda, sin prisa, levantó la barrera.
-¿Eres
tú, Yákov Ivánich? –dijo. –No te reconocí, vas a ser rico15.
Y
después, cuando llegaron a la casa, había que dormir. Agláya y Dáshutka se
acostaron juntas, tendidas en el salón de té, en el suelo, y Yákov se instaló
en el mostrador. Antes de acostarse, no rezaron a Dios ni encendieron las
lámparas. Todos los tres no durmieron hasta la misma mañana, pero no dijeron ni
una sola palabra, y toda la noche les pareció que arriba, en el piso vacío,
alguien andaba.
A
los dos días llegaron de la ciudad el comisario de policía y el inspector, e
hicieron un registro primero en la habitación de Matvéi, después por toda la
taberna. Interrogaron ante todo a Yákov, quien demostró que Matvéi, el lunes
por la tarde, había ido a Vedeniápino a ayunar y que, debía ser, lo habían
matado por el camino los aserradores, que trabajaban ahora por la línea. Y
cuando el inspector le preguntó por qué sucedió así, que a Matvéi lo hallaron
en el camino y su gorro estaba en la casa -¿acaso se fue a Venediápino sin
gorro?-; y por qué alrededor de él, en el camino, no hallaron ni una gota de
sangre, mientras que tenía la cabeza destrozada, y la cara y el pecho estaban
negros de sangre, Yákov se turbó, se extravió y respondió:
-No
puedo saber.
Y
sucedió precisamente lo que tanto temía Yákov: vino el gendarme, el policía
fumaba en el oratorio, y Agláya se abalanzó sobre él con injurias, e insultó al
comisario de policía, y cuando sacaron después a Yákov y Agláya por el patio,
en los portones se juntaban los mujíks y decían: “¡Se llevan al peregrino!”, y
parecía que todos se alegraban.
El
gendarme demostró directamente en el sumario, que a Matvéi lo habían matado
Yákov y Agláya, para no dividir con él, y que Matvéi tenía su propio dinero, y
que si éste no había aparecido en el registro pues, evidentemente, se lo habían
apropiado Yákov y Agláya. Y le preguntaron a Dáshutka. Ésta dijo que tío Matvéi
y tía Agláya se injuriaban, y casi se peleaban todos los días por dinero, y que
su tío era rico, ya que incluso le había regalado a cierta “almita” suya
novecientos rublos.
Dáshutka
se quedó sola en la taberna; nadie venía ya a tomar té y vodka, y ella ya
recogía las habitaciones, ya comía miel y rosquillas; pero a los pocos días
interrogaron al guarda del paso a nivel, y éste dijo que el lunes, al caer la
tarde, había visto cómo Yákov venía con Dáshutka de Limárovo. Arrestaron a
Dáshutka también, la llevaron a la ciudad y la metieron en la cárcel. Pronto,
por las palabras de Agláya, se supo que durante el asesinato estuvo presente
Serguei Nikanórich; hicieron un registro en su casa y hallaron dinero en un
lugar no común, en una bota de fieltro debajo del horno, y era todo dinero
menudo, había unos trescientos en billetes de a rublo. Él juraba que había
ganado ese dinero vendiendo, y que no había estado en la taberna ya más de un
año; y los testigos demostraron que él era pobre, y tenía mucha necesidad de
dinero en los últimos tiempos, e iba a la taberna todos los días, para tomarle
prestado a Matvéi; y el gendarme contó cómo, el día del asesinato, él mismo fue
dos veces con el vendedor a la taberna, para ayudarlo a que le hicieran el
préstamo. Recordaron, a propósito, que el lunes por la tarde Serguei Nikanórich
no salió al tren de pasajeros y de mercancía, y se fue a algún lugar. Y a él
también lo arrestaron y enviaron a la ciudad.
A
los once meses fue el juicio.
Yákov
Ivánich había envejecido fuertemente, adelgazado, y hablaba ya en voz baja,
como un enfermo. Se sentía débil, mezquino, menor de estatura que todos, y
parecía como que, por la tortura de la conciencia y los ensueños, que no lo
dejaron tampoco en la cárcel, su alma había envejecido y adelgazado tanto como
su cuerpo. Cuando salió a cuento que no asistía a la iglesia, el presidente le
preguntó:
-¿Usted
es cismático?
-No
puedo saber -respondió.
Ya
no tenía ninguna fe, no sabía y no entendía nada, y la fe anterior le era ahora
repulsiva, y le parecía insensata, oscura. Agláya no se resignaba en absoluto,
y continuaba maldiciendo al difunto Matvéi, culpándolo de todas las desgracias.
A Serguei Nikanórich, en lugar de las patillas, le creció la barba; en el
juicio sudó, se sonrojó y, evidentemente, se avergonzó de su bata gris, y de
que lo sentaran en un banco con simples mujíks. Se justificaba con embarazo y,
deseando demostrar que no había estado en la taberna un año entero, entraba en
discusión con cada testigo, y el público se reía de él. Dáshutka, mientras
estuvo en la cárcel, engordó; en el juicio no entendía las preguntas que le
hacían, y dijo sólo que cuando mataban a tío Matvéi, ella se asustó mucho, y
después nada.Todos los cuatro fueron hallados culpables de asesinato con fines
de lucro. Yákov Ivánich fue condenado a veinte años de trabajo forzado, Agláya
a trece y medio, Serguei Nikanórich a diez, Dáshutka a seis.
VII
En
la rada de Due, en Sajalín, a la caída de la tarde, se detuvo un barco
extranjero y solicitó carbón. Le rogaron al capitán esperar hasta la mañana,
pero éste no deseaba esperar ni una hora, diciendo que, si el tiempo se
estropeaba por la noche, se arriesgaría a irse sin carbón. En el Estrecho
tártaro el tiempo podía cambiar, bruscamente, en una media hora, y entonces las
orillas sajalinianas se tornaban peligrosas. Y ya refrescaba y se desataba
bastante oleaje.
Desde
la cárcel de Voevódskii, la menos atractiva y más severa de todas las cárceles
de Sajalín, arrearon a la mina a una partida de reclusos. Les esperaba cargar
de carbón las barcazas, después llevarlas a remolque con una lancha de vapor
hasta la borda del barco, que estaba a más de mediavérsta de la orilla, y ahí
debía empezar el trasbordo, un trabajo torturador cuando la barcaza golpeaba el
barco, y los obreros apenas se mantenían en pie por el mareo. Los forzados,
recién levantados de la cama, soñolientos, iban por la orilla, tropezando en las
tinieblas y sonando los grilletes. A la izquierda se veía apenas la alta orilla
abrupta, sumamente sombría, y a la derecha había una negrura continua,
absoluta, en la que el mar gemía, emitiendo un sonido alargado, monótono: “a…
a… a… a…”, y sólo cuando el vigilante prendía la pipa, y se iluminaba
fugazmente el escolta con el fusil, y dos-tres reclusos cercanos de rostros
rudos, o cuando se acercaba con el farol al agua, se podían discernir las
crestas blancas de las olas primeras.
En
esa partida se hallaba Yákov Ivánich, llamado en el presidio “el escoba”, por
su barba larga. Por el nombre y el patronímico ya hacía tiempo que nadie lo
nombraba, y lo llamaban simplemente Yákov. Estaba aquí mal visto, ya que a los
tres meses de su llegada al presidio, sintiendo una fuerte, invencible añoranza
por la patria, sucumbió a la tentación y se escapó, y pronto lo atraparon, lo
condenaron a prisión perpetua, y le dieron cuarenta latigazos; después, unas
dos veces más, lo azotaron en castigo por desfalco de ropa estatal, aunque esa
ropa ambas veces se la habían robado. La añoranza por la patria le había
empezado desde aquel mismo entonces, en que lo llevaron a Odesa, y el tren de
reclusos se detuvo de noche en Progónnaya, y Yákov, pegado a la ventana,
intentó ver el patio natal, y no vio nada en las tinieblas.
No
había con quien hablar del lado patrio. A su hermana Agláya la habían enviado
al presidio a través de Siberia, y se ignoraba dónde estaba ahora. Dáshutka
estaba en Sajalín, pero se la habían entregado a algún colono como querida, en
una aldea lejana: no había ningún rumor de ella, y sólo una vez un colono,
caído en la cárcel de Voevódskii, le contó a Yákov como que Dáshutka tenía ya
tres hijos. Serguéi Nikanórich servía de lacayo en casa de un funcionario no
lejos, ahí mismo, en Due, pero no se podía contar con verlo alguna vez, ya que
a él le daba vergüenza tener relación con forzados de título simple.
La
partida llegó a la mina y se instaló en el muelle. Decían que no habría carga,
ya que el tiempo se estropeaba y el barco como que se disponía a irse. Se veían
tres luces. Una de éstas se movía: eso la lancha de vapor iba al barco y ahora,
al parecer, regresaba ya para informar si habría trabajo o no. Temblando con el
frío otoñal y la humedad marina, arropándose con su pelliza corta, rota, Yákov
Ivánich miraba fijamente, sin parpadear, hacia el lado donde estaba la patria.
Desde que había vivido en una cárcel con hombres, que conducían corriendo allí
desde distintos lugares, con rusos, jojóles16, tártaros, georgianos, chinos,
chujónes, gitanos, hebreos, y desde que había prestado oídos a sus
conversaciones, observado a saciedad sus sufrimientos, había empezado de nuevo
a elevarse a Dios, y le parecía que, finalmente, conocía la fe verdadera, esa
misma que tanto ansiaba, y que tanto tiempo había buscado y no hallado toda su
estirpe, empezando desde la abuelita Avdótia. Todo ya lo sabía y entendía,
dónde estaba Dios y cómo se le debía servir, pero sólo una cosa no entendía,
¿por qué la suerte de los hombres era tan diversa, por qué esa fe sencilla, que
otros recibían de Dios gratis con la vida, le había salido a él tan cara que,
por todos esos horrores y sufrimientos que, evidentemente, iban a continuar sin
interrupción hasta su misma muerte, a él le temblaban como a un borracho las
manos y las piernas? Escrutaba con intensidad las tinieblas, y le parecía que
veía la patria a mil vérstas, a través de esa negrura, que veía el gobierno
natal, su distrito, Progónnaya, veía la oscuridad, el salvajismo, la
insensibilidad y la indiferencia estúpida, severa, bestial de los hombres que
había dejado allí; su vista se nubló con las lágrimas, pero aún miraba la
lejanía, donde casi-casi brillaban las luces pálidas del barco, y el corazón se
le encogía de añoranza por la patria, y tenía deseos de vivir, de volver a
casa, de contar allá sobre su nueva fe, y salvar de la perdición siquiera a un
hombre, y de vivir sin sufrimiento siquiera un día.
La
lancha llegó, y el vigilante anunció en voz alta que no habría carga.
-¡Atrás!
–comandó. -¡Firmes!
Se
oía cómo en el barco levaban la cadena del ancla. Soplaba ya un viento fuerte,
penetrante, y en algún lugar arriba, en la orilla abrupta, crujían los árboles.
Probablemente, empezaba una tormenta.
1895.
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