Seymour Hersh, el lunes en su despacho en Washington. XAVIER DUSSAQ |
SEYMOUR HERSH
“Soy un superviviente de la edad dorada del periodismo”
El periodista, que ha publicado en español 'Reportero' (Península), asegura que ha escrito sus memorias “por accidente”
Washington 20 JUN 2019 - 14:52 COT
El despacho de Seymour Hersh (Chicago, 82 años) es todo eso que un mitómano del periodismo podría desear: pequeño, austero y desordenado, con decenas y decenas de carpetas apiladas en el suelo. Fotos en blanco y negro, archivadores, periódicos amarillentos. Algunos premios cuelgan en la pared junto a reseñas de sus libros, una máquina de escribir antigua reposa sobre un armario y su bolsa de trabajo, una cartera de piel marrón gastada, se oculta bajo un mar de papeles. Hersh no graba entrevistas ni digitaliza los contactos para proteger a sus fuentes. Si no fuera por el ordenador de sobremesa, parecería este un viaje en el tiempo de medio siglo. Entonces, un treintañero Hersh destapó la barbarie de My Lai, durante la guerra de Vietnam. Ganó el Pulitzer. Después investigaría el Watergate, exploraría el lado sórdido de los adorados Kennedy y haría públicas las torturas de Abu Ghraib en Irak.-¿Por qué no escribe de la Administración de Trump?
-¿Está de broma? Escribí un par de historias, pero, Dios mío, en América nos gustan los Hitlers.
Hersh habla como una metralleta, salta con pértiga de un asunto a otro, intercala frases estruendosas, que requerirían una aclaración, pero le llevan a otra galaxia temática de la que cuesta traerle de vuelta. Está promocionando sus memorias, Reportero (Península), escritas casi por accidente: tenía un contrato para un libro sobre Dick Cheney, pero sus fuentes se amilanaron en el último momento por la cruzada que el Gobierno había emprendido contra las filtraciones. En vez de devolver el adelanto de la editorial, aceptó hablar de sí mismo. Hersh está considerado, junto a Bob Woodward, el gran periodista de investigación de su generación, de varias generaciones, en realidad. Azote de las versiones oficiales, lo suyo es caza mayor: de Kissinger a Bush, de Nixon a Obama.
La pregunta era por qué no escribe de la Administración de Trump. Entonces remite a su investigación sobre los ataques con gas sarín en Siria en 2017, que Washington y otras grandes potencias atribuyen a Bachar el Asad. “Escribí una historia diciendo que había muchas razones para pensar que no venía de Siria, pero no se publicó en EE UU”, lamenta. “Así son las cosas, es muy loco, tengo cosas mejores que hacer que luchar contra la prensa que quiere aferrarse a lo que cree”.
Sus pesquisas sobre los ataques químicos de 2013 también generaron recelos, pero el gran divorcio entre el viejo sabueso y los editores estadounidenses se produjo en 2015, cuando desmintió la versión oficial sobre la muerte de Bin Laden. Escribió que el líder terrorista estaba preso en Pakistán desde 2006, que Arabia Saudí pagaba el cautiverio y que, cuando Washington lo descubrió, pactó con Islamabad poder ejecutarlo. Ni The New Yorker ni The New York Times, medios en los que había trabajado Hersh, publicaron el artículo, que salió en London Review of Books y resultó muy cuestionado por el uso de fuentes anónimas o indirectas.
“Y yo permitiré con gusto que la historia sea la juez de mi obra reciente”, escribe en el libro. Pero la historia puede no darle esa oportunidad, en periodismo la verdad no basta, es necesario probarla. Y las leyendas del oficio no se libran. “La historia juzgará , pero tienes que estar abierto a ello –responde-. Y si eres de The New York Times, ¿vas a admitir que algo que escribiste, que te contó el presidente, puede no ser verdad? Tienes a un general cinco estrellas [Asad Durrani, jefe de los servicios secretos pakistaníes a principios de los 90] que ha escrito un libro diciendo que esto fue así, y se lo han prohibido". Hijo de inmigrantes judíos de la Europa del Este, Hersh se crió en una zona obrera de Chicago, donde su padre regentaba una tintorería. Estudió algunos trimestres de Derecho con poca vocación y se puso a trabajar en un Walgreens hasta que, a través de un amigo, supo de la oferta de puestos de aprendiz de periodista y probó suerte en la agencia de noticias de la ciudad.
El autor de El lado oscuro de Camelot o El precio del poder se siente, como explica en el libro, “un superviviente de la era dorada del periodismo”. “Los que trabajábamos en prensa escrita no teníamos que competir con canales de noticias de 24 horas, los periódicos nadaban en la abundancia gracias a los ingresos por publicidad y anuncios clasificados, y yo tenía libertad para viajar adonde y cuando quisiera”.
Las más de 400 páginas de sus memorias recogen ese estilo de trabajo en peligro de extinción, en el que se llama a la puerta de políticos o altos cargos en medio de la noche y se vuela a cualquier lugar del mundo para intentar hablar con una fuente cara a cara, sin tener seguridad siquiera de conseguirlo. El relato incluye episodios sorprendentes, como cuando Lyndon B. Johnson defecó en la carretera ante un periodista del Times, Tom Wriker, para mostrarle desprecio por su “análisis periodístico”, o la noticia que no escribió, sobre el maltrato del presidente Nixon a su esposa, algo de lo que se arrepiente.
Tiene un hijo reportero al que no da ningún consejo. “No lo hubiese seguido, nunca me habla de su trabajo, yo no quería que trabajara en esto”, asegura. ¿Por qué? “Porque sería duro para él. Cuando estaba en Columbia, tenía 19 o 20 años, la New Yorker le pidió que trabajase de fact-checker, fue cuatro años, entonces yo allí era importante y… no sé, creo que era una situación rara para él”, explica. A los periodistas que no son sus hijos, en cambio, sí les recomienda algo: “que lean antes de escribir y que se quiten de en medio de la historia”.
Se queja del acercamiento entre periodistas y políticos y de la fascinación por los gobernantes –“Vi mucha deferencia hacia la autoridad en España, Franco está vivo”, espeta entre risas-, pero lo que más le preocupa es la economía de esta industria. “No hay dinero, ya no se puede gastar tanto en una historia, el periodismo de investigación no está muerto, medios como el The New York Times hacen cosas, pero tiene muchas dificultades”, lamenta. También critica el foco que los medios estadounidenses han puesto en la injerencia de Rusia en las elecciones. “Le digo que hay una contrahistoria ahí”. El viejo sabueso, sepultado por papeles en su pequeña oficina de Washington, sigue hambriento de exclusivas.
“ASSANGE HIZO LO MISMO QUE YO HAGO”
Seymour Hersh se lleva las manos a la cabeza ante las nuevas acusaciones de EE UU contra Julian Assange. El fundador de Wikileaks ya no está imputado solo por conspirar para entrar en los ordenadores del Pentágono; desde mayo pesan sobre él 17 nuevos cargos por difundir material secreto. Aplicarle la Ley de Espionaje de 1917, que es lo que supone este giro, abre el debate sobre la segunda enmienda de la Constitución, que blinda la libertad de prensa. Tras los papeles del Pentágono, en 1971, los periodistas quedaron protegidos; la justicia podía perseguir la filtración de material clasificado, pero no su publicación.
“Es terrible, si él va, The New York Times va, porque publicaron lo que él hizo. Es horrible, pero esto lo empezó Obama, Obama procesó a nueve personas… [empleados del Gobierno, por filtraciones]”, advierte. Assange, continúa, “hizo lo que yo hago para ganarme la vida. Yo, desde luego, le pido a la gente que me dé información secreta. Y a veces se prestan, pero yo lo pido”.
¿Si Assange estuviera trabajando para Rusia cambiaría esta perspectiva? “¿En serio lo piensa? Los rusos hacen muchas cosas malas pero no creo que sean tan idiotas de contratar a Assange. Assange solo trabaja para sí mismo”, afirma.
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