Philip Roth en Nueva York |
¿Quién se atrevería a publicar hoy de nuevas a Philip Roth?
En ‘El lamento de Portnoy’ elevó su canto a la masturbación y en ‘La mancha humana’ predijo la censura presente contra la literatura más salvaje
Jesús Ruiz Mantilla
Madrid, 23 de mayo de 2018
Ha muerto Philip Roth. Hoy toca alabarlo. Vendrán sentidos recuerdos, análisis sobre su gigantesca carrera novelística y terapias aplicadas a sus alter egos. Pero hay una pregunta que al recordar las páginas de novelas suyas como El lamento de Portnoy, La mancha humana, Sale el espectro, El teatro de Sabbath o El animal moribundo, por agarrar algunas al vuelo, flotará en el ambiente: ¿Quién se atrevería a publicarlo hoy? En la época en que toca enmendar la plana a Nabokov por su Lolita, ¿quién echaría el resto para dejar volar a gloriosos salidos como Nathan Zuckerman o David Kepesh?
Si Philip Roth es un escritor que nos cruje por dentro no se debe tanto a su habilidad para la franqueza, si no a su sensibilidad para retratar la desolación de una era huérfana. Su fenómeno y su actitud libérrima dentro del panorama de las letras norteamericanas explican sus inicios y su consolidación en la ola abierta de los sesenta, cuando libre de prejuicios –o quizás demasiado atado a ellos-, como previa catarsis, entonó su canto a la masturbación en El lamento de Portnoy.
Aquello y sus obras posteriores, centradas radicalmente en el sexo como motor último de cada una de nuestras acciones, no le llevaron al Nobel, pero sí a ingresar vivo –y como auténtica excepción- en la pléyade de Library of América. Se trata de una colección dedicada a clásicos muertos, ante todo. Con eso se escudó para la eternidad.
De no ser así, si Philip Roth iniciara ahora su peregrinaje con manuscritos a cuestas como auto en ciernes o principiante, en vez de proporcionar jugosos ingresos a la agencia Wyllie o haberse convertido en una de las voces más crudas y reconocidas de su país, lo tendría más que difícil.
El sexo sin tapujos ni fronteras de raza, condición ni edad, no sólo planea, sino que define la obra de Roth. El sexo como verdadera y última frontera moral
De alguna manera vislumbró la cada vez más pesada amenaza del puritanismo al publicar La mancha humana. Es la última entrega de lo que llamó su trilogía sobre América, de la que forman también parte Pastoral americana y Me casé con un comunista. En la última entrega entraba de lleno en la era Clinton, con el espejo del caso Lewinski por medio. La tabla de salvación que supone para su protagonista –un viejo y controvertido profesor- su tórrida relación con una limpiadora de la universidad donde trabaja, hubiese cosechado su crucifixión en las redes. Lo mismo que la obsesión de David Kepesh por una joven alumna latina en El animal moribundo, o las constantes pulsiones de ese sátiro titiritero continuamente desmadrado en El teatro de Sabbath.
Porque el sexo sin tapujos ni fronteras de raza, condición ni edad, no sólo planea, sino que define la obra de Roth. Sexo como verdadera última frontera moral. Sexo arrebatado, como la tabla enmohecida del náufrago, como el último suspiro en el pantano, es lo que sirve de eje y timón a toda su intensa y rabiosa trayectoria. Un sexo explícito y desolado, febril y en huida, sin más avituallamiento que la caricia y el orgasmo. Un sexo jovial y macabro como refugio lo amarra y lo libera.
Y un sexo como excusa –ahí es donde duele- para disparar contra todo lo que le rodea: primero en la frente del mismo autor que se abre en carnes dentro de cada página. Pero luego contra todas las convenciones y condiciones que le obligan a hallar en sí mismo su propia razón de ser. Contra la familia, la religión, la patria del barrio (Nueva Jersey), los altares del saber, las jerarquías académicas, los alumnos pervertidos en unidades de vigilancia como anuncio de un negro futuro de cadenas mentales, la cansina y opresora hipocresía, la sombra del padre, la incierta pero palpable soledad. Pero en su caso, ya está hecho. Sólo queda hoy liberarse de prejuicios y lanzarse vorazmente a leerlo.
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