miércoles, 23 de mayo de 2018

La suerte de traducir a Philip Roth




La suerte de traducir a Philip Roth

Trasladó al castellano parte de la obra del escritor estadounidense, a partir de 'Operación Shylock'


Ramón Buenaventura
23 de mayo de 2018



Traducir a Philip Roth fue un privilegio. Recuerdo como un verdadero festín las semanas que pasé trasladando al castellano la primera novela suya que me tocó, Operación Shylock. El placer de copiar su alta precisión lingüística, su osadía en la gestión de la gramática, su tono sostenido entre la distancia y el acercamiento pleno, su evidente búsqueda de la máxima eficacia expresiva y de la belleza (esa gran olvidada de las Letras, ya entonces, a mediados de los 90)... Si no fuera porque para explicarlo tendría que hablar más de mí que de él, diría incluso que toda mi carrera posterior, como traductor y como escritor, quedó marcada y orientada para siempre tras ese primer contacto profesional con uno de los novelistas mayores de un siglo que no ha sido precisamente escaso en grandes novelistas.


Luego se me amplió el privilegio y pude traducir al castellano otras muchas de sus novelas. Más lecciones, todas, más oportunidades de aprender a escribir y a novelar y a traducir. Las comparaciones entre grandes escritores siempre son absurdas (y a los malos más vale no compararlos), pero me atrevo a decir que en cuanto a dominio del idioma yo he tenido la suerte de trabajar con dos maestros extraordinarios: Anthony Burgess, que interpreta el inglés como una sinfonía de exuberancia incontenible, y Philip Roth, que lo interpreta como sentado al piano, entre la pausa exacta y el arrebato, mientras se ríe de la perfección. Un traductor no puede sino aprender cuando se engolfa en sus textos y trata de repetirlos en castellano, un idioma que no es mejor ni peor que cualquier otro, pero que desde luego no coincide con el inglés en el modo de utilizar los recursos lingüísticos. De hecho, este traductor recuerda como si los hubiera escrito él cada uno de los libros de Roth que ha traducido.

Es decir que estoy tan orgulloso de La contravida¸ o de Patrimonio, o de los cuatro Zuckerman, por ejemplo, como de cualquiera de mis textos.
Por otra parte, conviene señalar al lector de sus traducciones que Roth les otorgaba una importancia insólita entre los autores norteamericanos. No es frecuente que un escritor se gaste el dinero en pagar a un especialista que revise las versiones de su obra a otros idiomas. Desde España resulta muy difícil no equivocarse en la lectura de un novelista que ha convertido su judaísmo primigenio en un modo de ser norteamericano distinto y separado de casi todos los demás modos de ser norteamericano. A veces, las imágenes y parábolas de Roth nos exigen varias lecturas y no pocas consultas antes de darnos acceso a su significado. Y, claro está, en estas dificultades la ayuda del asesor es una verdadera bendición para el traductor. (He vivido otros casos en que el «asesor» era un amiguete incompetente del autor; pero dejemos eso ahora.)
Y luego estaba el béisbol, la gran afición de Roth, su gran coartada norteamericana, que pudo volverme loco en varios de sus libros. Capítulos enteros en que se narra jugada por jugada un partido de béisbol, es decir de un deporte cuya jerga ignora rigurosamente el traductor y difícilmente conocerá el lector de habla hispana (salvo en Cuba, Venezuela, Nicaragua…). Tremendo. Hubo días en que no logré traducir una incidencia completa.
Quedaré con la pena de no haber tenido nunca ningún contacto personal con Roth, ni siquiera un email ligerito. No era persona de muchos amigos; pero me habría encantado darle las gracias e incluso impacientarlo con mis explicaciones de todo lo que le debo y por qué se lo debo.
EL PAÍS






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