LO QUE HE APRENDIDO DE LA VIDA
SERGIO FAJARDO
LOS JEANS DEL GOBERNADOR
LOS JEANS DEL GOBERNADOR
El exalcalde de Medellín habla de su padre, dice que no será candidato presidencial, recuerda su encuentro con gabo y explica el trauma por el que no se pone correa. Por: Francisco J. Escobar S. Fotografías por Ricardo Pinzón Hidalgo.
Le van a disparar. Y él les tiene miedo a estos disparos. El gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo Valderrama (Medellín, 1956), está sentado sobre su silla fetiche (un pequeño y angosto pupitre escolar que tiene un gran significado para él) en la sala de juntas contigua a su despacho, donde mañana presidirá el consejo de gobierno. Son las 3:30 de la tarde de un lunes de mayo y, aquí, en pleno centro de la capital antioqueña, en su propio espacio, le van a disparar. Y serán varios disparos. Disparos inofensivos. Disparos de luz. “Hombre, es que esto de las fotos a mí me pone nervioso”, dice el gobernador. “Yo no soy un modelo, yo soy un profesor. Recuerdo que cuando era alcalde de Medellín me sugirieron que tuviera un asesor de imagen. Yo pregunté, ¿y para qué? Incluso hubo una marca que se ofreció a vestirme, lo agradecí, pero les hice otra propuesta: ¿y qué tal si en vez de darme ropa nos apoyan con un dinero para crear unas becas? ¡No volvieron a aparecer!”. Si hay algo en lo que Sergio no cede un milímetro es en modificar su manera de vestir. Su look no se toca. Así me lo hizo saber cordialmente en uno de los varios correos electrónicos que intercambiamos cuando estábamos pactando esta portada (“Yo preferiría salir como soy…”). Hoy lleva unos jeans oscuros (“estos son nuevos”), una camisa de algodón azul –un color muy típico de él– y ha traído un blazer que compró con su hijo Alejandro en una cadena de ropa informal en Estados Unidos. El clásico estilo Fajardo. “Hubo algunos que afirmaban que yo me ponía jeans para parecer más cercano a la gente. Eso es lo más ridículo del mundo. Me los pongo porque sin ellos me siento artificial. Yo crecí con tiza y tablero, daba clases y me sacudía las manos en los pantalones, y los mejores para estos trotes son los jeans”.
Los políticos y su imagen. Uno se imagina a Juan Manuel Santos en traje, a Álvaro Uribe en poncho, a Antanas Mockus sin pantalones y a Fajardo en jeans. Estos son parte de lo que él representa. “El tipo de los jeans”. Un eslogan potente, sin ser un eslogan. ¿Pose planeada? No pareciera. Le disparan en ráfaga. Pluff, pluff, pluff. El hombre frente al paredón de fusilamiento no se queja, aguanta, aunque no se siente cómodo –y no lo está porque al “tipo de los jeans” le gusta tener el control de la situación, y aquí se le escapa de las manos–. “Soy tímido, en otros escenarios pierdo la timidez, pero en este, me cuesta”. Quizás Esquire ostente la marca de haber realizado la sesión fotográfica más prolongada con Fajardo y lograr que se pusiera un blazer ajeno (“¿Y es que el mío no les funciona?”).
Habla sin rodeos, si algo no le gusta, lo dice. Es frentero –aunque no tan explosivo como en sus años académicos; ahora, afirma, es más reflexivo–. Si alguien no le cae bien, aunque se muerda la lengua, su cara lo delata. Es un líder que luce seguro de sí mismo, quizá se equivoque, quizá no, tal vez nos engañe a todos, pero su equipo le cree. Eso lo pude ver al día siguiente de esta sesión fotográfica, cuando Fajardo me invitó a uno de sus consejos de gobierno antes de continuar nuestra conversación. En la sala había más de cuarenta personas (muchas de ellas jóvenes, con proyectos importantes en sus manos). El gobernador escucha. Anota –son famosas sus libretas llenas de frases y garabatos; sus apuntes, de hecho, son los que se ven en la apertura de este artículo– y luego argumenta. Exige. “Sé que a veces les pido demasiado, pero todos ustedes sabían en qué se estaban metiendo, aquí nadie vino obligado”. Hacia el mediodía se disuelve la reunión. Caminamos por la terraza de la gobernación. “Usted me preguntaba ayer al final de la tarde por mis defectos. Yo le dije que les exijo mucho a las personas que me rodean y a veces me olvido de cuidarlas un poco más, de ser más comprensivo. Me faltó decirle que soy impaciente, afanado”. Cuando termina la frase aparece su esposa, Lucrecia –se casaron el año pasado–, la mujer que siempre lo ha definido como el hombre de las tres eses: “sexy, sabio y sensato”. Lo saluda con un beso en la boca. Le digo que estoy tratando de sacarle el lado flaco a su marido, quien acaba de aceptar que es acelerado. “Es una cosa aterradora. Yo pertenezco al mundo de los lentos, al slow life movement, en cambio este es una motoneta. Le tengo otro defecto”. Fajardo la mira expectante. “Le cuesta aceptar las críticas”. Él sonríe y se defiende: “¿De verdad? No lo puedo creer”. Lucrecia se despide. El gobernador me invita a almorzar a su despacho (durante estos dos días de fotos y entrevistas no hubo asesores de prensa revoloteando a su lado, tampoco una hilera de escoltas o consejeros que dijeran qué se le podía preguntar o qué no, solo la presencia de fondo y detrás de la puerta, de su fiel asistente, Luz Stella Franco). En cinco minutos Fajardo ha terminado su almuerzo y ordena el séptimo café del día: “Mi doping es el tinto”. Él sigue sentado en su pupitre –nunca usa la pequeña sala con asientos de cuero ubicada en un rincón de su oficina, no le gusta–, la grabadora sigue encendida. Esto fue lo que nos contó Sergio Fajardo durante ese par de días en Medellín (tras los disparos). Esto es lo que ha aprendido de la vida.
> Recuerdo que me caí, ni siquiera fue una gran caída, solo un golpe seco. Estaba dando una curva en la vía que va de Medellín rumbo al aeropuerto de Rionegro, antes de llegar al roundpoint de Sajonia. Ya había terminado el recorrido, me estaba devolviendo para tomar aire, y me caí de la bicicleta. Cuando estaba en el suelo pensé: “tiene que ser una bobada”. Pero el dolor fue impresionante y desde ese momento hasta cuando me operaron en la clínica (hacia las 4 de la tarde), el dolor fue tremendo. La lesión también: me quebré la cadera en mil pedazos.
> Fue una época dura. Me caí, no ganamos las elecciones presidenciales con el Partido Verde, yo estaba sin trabajo y me preguntaba, ¿de qué voy a vivir ahora? Sentí la soledad, porque, después de que llega la derrota mucha gente desaparece. En esos momentos ratifiqué lo efímero de todo esto. Uno no puede estar apegado al poder, uno no puede contraer esa enfermedad. Eso me lo repito todos los días: “no estar apegado al poder”. Me tocó levantarme, monté en silla de ruedas, di conferencias por el mundo y aprendí mucho de esa experiencia. Hay que saber ir por la vida ligero de equipaje.
> A pesar del accidente sigo siendo feliz montado en una bicicleta. Me subo en ella con la misma alegría que sentí cuando tenía como dos años y monté por primera vez. Me caí, a los 10 años me atropelló un carro, tuve una fisura en el cráneo, me raspé, tuve dos operaciones, la segunda fue una prótesis de cadera, pero siempre que me alivio, vuelvo y monto. No me dejo ganar por el miedo. Lo que ya no puedo hacer es trotar.
> Sí, tengo una prótesis pero la cadera no es un problema. No me duele. Voy bien.
> Mi papá siempre significó paz. Fue un hombre sencillo, tranquilo, era muy difícil verlo ofuscado, bravo o molesto por algo. Estar junto a él me daba tranquilidad. En las mañanas se afeitaba, ponía la radio y yo me sentaba ahí a acompañarlo. Escuchaba La cabalgata deportiva Gillette. Algunas veces me iba con él a la oficina, me gustaba verlo trabajar. Era de un trato amable con la gente, no hablaba mal de nadie. Siempre me apoyó. Me dio toda la libertad y nunca pretendió que fuera una cosa o la otra. Respetó mis elecciones. Recuerdo que cuando vivíamos en la casa que quedaba a la entrada de Envigado, el ruido del carro, hacia las siete de la noche, nos avisaba de su llegada. Yo salía corriendo a abrirle el garaje. A veces no lo oíamos entrar y él nos silbaba para avisarnos. Era un hombre sabio, una persona muy bella.
> No conocí a mi abuelo paterno. Murió cuando mi papá tenía 12 años. Tampoco a la abuela, que falleció cuando él tenía 19. Mi padre hablaba muy poco de esas épocas, pero recordaba la manera sencilla en la que vivían y los esfuerzos que hizo su madre para que ellos estudiaran. Hace poco hablaba con mi esposa, Lucrecia, sobre lo bien que se siente saber que hay una persona en el mundo que está ahí para uno, una que, sin importar el momento o el día, está disponible. Una persona que lo hace sentir a uno a salvo. Esa persona era mi papá. Y ya no está.
> Yo siento su presencia por aquí, en esta zona de la ciudad; mi padre diseñó muchos proyectos en Medellín, una ciudad que adoraba.
> Mi mamá es totalmente distinta a mi papá. Ella es el ímpetu, la echada para adelante, la guerrera, una explosión de energía. Muy paisa. Religiosa, disciplinada y templada. Quizá no le gustaban ni mi pelo largo, porque siempre fui el peludo; ni mi ropa, pero no me paraba bolas. Ella tiene esa turbina y ese huracán que yo también traigo. Mi papá la calmaba. Yo soy una mezcla de ellos dos. La otra que tiene un volcán por dentro es Lucrecia.
> Hay dos cosas ciertas. 1) Los orígenes de los Fajardo son de Chiquinquirá, el padre de mi padre era boyacense. 2) Los Fajardo de mi generación somos hinchas del Deportivo Independiente Medellín.
> Así como la bicicleta está en mis genes, el DIM también. A mí me tocó esa racha de 45 años sin que el equipo ganara un título. Eso fue un calvario en muchos sentidos, pero todo ese tiempo sin victorias tiene un significado especial para nosotros, los verdaderos hinchas del Medellín. Como me decía un amigo: “Yo quiero al Medellín, aunque gane”. Cuando el equipo pierde a mí me queda como un fastidio, un malestar. Durante los partidos me escribo mensajes con mi hijo Alejandro, quien está en Estados Unidos. Él también es del “Poderoso”, ¿no le digo?, es genética la cosa.
> La primera vez que fui al estadio jugaba el Medellín contra el Peñarol de Uruguay. Fue una emoción muy grande. Aún hoy, cuando puedo asistir a un partido, voy al mismo sector al que iba con mi papá, antes se llamaba preferencial, ahora es occidental baja. A veces me toca con muchos hinchas del Nacional al lado, y no pasa nada, hay mucho respeto, son muy amables conmigo. No voy al palco.
> Vi jugar a Pelé, saludé a Maradona, vi a Messi, a quien considero el mejor jugador de la historia del fútbol, en el Camp Nou, en Barcelona; pero aún no he podido conocerlo.
> Estudié en Bogotá, en la Universidad de los Andes. Vivía en Chapinero, todavía me acuerdo de la dirección: calle 61 No. 7-40, apto. 302, el edificio sigue ahí. Vivíamos tres en ese apartamento, dos éramos del Medellín, y el otro, del Nacional. Y había otro buen amigo que nos visitaba mucho, que también era del verde. Cuando había clásicos nos jugábamos nuestro propio partido en el apartamento. Era una locura, más de una vez había un balonazo y ¡pum!, ahí iba a dar el vidrio.
> Hubo muchas anécdotas, un día pactamos otro partido. Mi amigo y yo nos fuimos un rato, y nos aparecimos de pantalón y blazer, les dijimos: “¡les vamos a jugar elegante!”. También jugamos contra unos costeños, de Santa Marta, en un patiecito del edificio. Esos partidos eran a muerte.
> Antes de dar el salto a lo público, de ganar la alcaldía, yo vivía en un ambiente distinto, el académico. Un medio donde a nadie le importaba cómo tenía el pelo o qué ropa me ponía. La universidad me permitía esa cercanía con mis hijos. Pude estar con ellos, con Mariana y Alejandro, desde muy chiquitos. De hecho, yo estuve en ese momento que para mí ha sido el más emocionante de todos, el de su nacimiento. Los vi nacer, estuve en el parto. Con mi primera esposa, María Clara, disfrutamos mucho de sus embarazos. Yo acompañé, cambié pañales, fue una época muy bonita. Era un mundo relativamente sencillo donde tenía más tiempo para mi familia.
> Romper con ese vínculo, o no poder estar tan cerca de ellos, ha sido doloroso. Cuando pienso en mis hijos se me llena el alma. Cada uno tiene su mundo y son conscientes de lo que ocurre, van bien, construyéndose sus propios caminos.
> Yo estoy totalmente a favor del proceso de paz, de eso no le quepa la menor duda. La primera vez que yo escribí en un periódico, por allá a mediados de los ochenta, fue sobre la importancia de un proceso de paz y de resolver el conflicto en nuestro país. Me preguntan mucho sobre este tema después de una entrevista que le di a Yamid para el diario El Tiempo, en febrero de este año. En ese momento había una cantidad de incertidumbres, y hoy todavía quedan algunas. Se necesita un liderazgo muy grande para sacar esto adelante. El Presidente ha sido muy cauteloso, demasiado para mi gusto, en cuanto a estar pendiente de las negociaciones en La Habana. Tenemos que perdonar, pero no olvidar. Esta es una oportunidad muy importante para el país. Y nosotros la apoyamos.
> Yo tengo una muy buena relación con el presidente Juan Manuel Santos. Él ha sido muy cordial con nosotros. Aquí hemos trabajado en mi despacho, y le he dado sándwich de almuerzo, eso es lo que suelo comer en la oficina. Eso sí, un buen sándwich.
> No soy ni ‘santista, ni ‘uribista’. No pertenezco a ningún bando. Cuando usted plantea lo que es, cuando usted encuentra su propia definición a partir de otras personas, entonces usted deja de ser usted. Si sale y dice “soy uribista” o “soy santista”, pues quedó marcado. Nosotros nos definimos por nuestro propio trabajo. Somos auténticos. Algunos dirán que tan creído, que tan arrogante; yo no les paro bolas, esto es pura convicción.
> Con el Partido Verde tocamos unas fibras muy profundas en Colombia. Representábamos una alternativa distinta a los partidos y la política tradicional en muchas formas y sentidos, eso desató una pasión extraordinaria. Lo vivimos en cada región del país que visitábamos. Faltando un mes para las elecciones presidenciales nosotros íbamos a ganar. No ganamos porque no fuimos capaces, o porque quizá no estábamos preparados para lograrlo. Y estoy hablando en plural. Ni nos hicieron trampa, ni nos robaron. Pero la gran amargura que me queda es que nunca nos sentamos a hacer un análisis cuidadoso sobre qué había sucedido. No fuimos capaces de decir: “continuemos, sigamos por este camino”. Y eso pasó por la incapacidad de un grupo de personas, de los que lideramos ese proceso. Los detalles internos no vale la pena repasarlos ahora. No estuvimos a la altura.
> Empezaron a surgir una cantidad de peleas y disputas que no logramos superar. En ese momento yo dije “chao, me voy a Medellín a trabajar”. Y aquí ganamos la gobernación de manera arrasadora. Pero todo eso que pasó en Bogotá, la ruptura con Mockus, es una lástima, un despilfarro.
> ¿Qué pasará con el Partido Verde? No lo sé. Ahí hay un liderazgo político, unas personas responsables de la construcción del partido, con quienes yo no tengo ningún tipo de comunicación. Ahora, ¿cuándo se verá qué pasa?, en las próximas elecciones. Y hoy el panorama no es muy halagador, el Partido Verde puede tener dificultades muy serias en pasar el umbral y mantener su personería jurídica. Ese sería un cierre muy triste para lo que comenzó hace cuatro años como una ola verde que desató tantas pasiones. Pero ahí yo ya no puedo opinar, están los que lideran y veremos hacia dónde llevan al partido.
> Casi nunca me pongo corbata, y nunca uso correa. Ante esto último a veces, y en broma, suelo decir que no la necesito porque los tengo “muy bien puestos”. Más allá del chiste, tengo mi propia teoría al respecto. Yo tuve una novia por allá a los 12 años. En esas épocas en las que uno se declaraba. Un día me regaló una correa, pero me quedaba grandísima, me daba como tres vueltas y creo que desde ahí tengo un bloqueo con el tema. Ella me dio una correa y, vea usted, yo le di un disco, un acetato de Gigliola Cinquetti, Dios cómo te amo, ese fue mi regalo. Y uno lo entregaba y salía corriendo.
> Con un trabajo como el que tengo, es difícil llevar una relación de pareja sana. Pero Lucrecia y yo lo hemos logrado. Hemos pasado por muchas. El año pasado, formalmente, nos casamos. Es una mujer inteligente, atractiva, autónoma y atrevida. No es una “cartera”. Llevamos una relación intensa y apasionante.
> No soy un experto en la cocina, pero ayudo, acompaño, hago barra, preparo una ensalada o un mojito.
> Me han puesto muchas demandas, cerca de cien. Por todas he respondido. Mi estrategia y mi defensa jurídica es la verdad, no he hecho nada incorrecto. Sé que para algunos grupos de poder soy un obstáculo, y que cada vez que sale una encuesta favorable gano más enemigos, pero yo no me dejo sacar de mi carril. Sigo tranquilo.
> Hoy, se lo juro, no me estoy moviendo para ser candidato presidencial. Eso es algo que pensaré cuando termine mi compromiso con ‘Antioquia la más educada’. Yo me monté en un huracán que no ha parado, ha sido un recorrido largo, de casi 16 años. Y tengo que hacer un alto en el camino, pensar qué quiero, revisar todo este equipaje. Adoro lo que hago, pero hay una parte de este mundo que me parece horrorosa, que me fastidia, y es ese mundo subterráneo, el de la política de las cañerías, de la trampa, la mentira, el engaño, la manera como se compran personas y conceptos, el tapar y el agredir.
> Yo iba en el carro con mi conductor y me llamaron de una emisora. Pensé que la llamada se había caído y dije, sin saber que estaba al aire, que me había quedado hablando como una “güeva”. No suelo decir malas palabras. Ya sé que la próxima vez diré: “Y yo aquí, hablando solo como una pelota”.
> Después de muchos años pude conocer a Gabriel García Márquez. Creo que fue en 2007. Antes de ir a su casa en Cartagena, empaqué el ejemplar de Cien años de soledad que era de mi papá (la primera edición). Gabo me abrió la puerta vestido de blanco y casi me desmayo de la emoción. Almorzamos. Estaban su esposa y una hermana de ella. Nos fuimos a su estudio y comenzamos a charlar. Le dije: “Maestro, a mí me han dicho que usted les tiene bronca a los antioqueños”, él me respondió, “No, a mí la que no me gusta es Bogotá”. Me contó que su esposa había vivido en Medellín y cómo él había venido a visitarla. Luego me miro y me dijo: “Ya me parece difícil de creer que haya alguien que quiera ser alcalde de Medellín, pero lo más increíble es que esté contento”. Me lo dijo con una gran sonrisa. Ese fue mi día con García Márquez en la vida. Esas son las cosas que uno guarda.
> ¿Soy un soñador? No tenga la menor duda.
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