Los ‘Naufragios’ de Cabeza de Vaca
Daniel García Valdés
14 de octubre de 20'15
Digna de un best seller o el guion de una superproducción, la biografía de Álvar Núñez Cabeza de Vaca parece una fantasía, una novela de aventuras, y superaría a la de cualquier héroe de la literatura contemporánea en cuanto a sufrimiento, valentía, ingenio, paciencia y poca fortuna. Fue un antihéroe, un hombre de orígenes humildes que emprendió un periplo para conquistar tierras, honor y riquezas, y que en su viaje recorrió un camino interior que le hizo tener piedad por aquellos a quienes tenía que considerar enemigos, hasta el punto de perder todo, ser encarcelado y terminar sus días sumido en la pobreza por defenderlos.
No era su peculiar nombre un seudónimo ni un apodo, pues ni mucho menos tenía la fisionomía de su rostro el aspecto de un bóvido. Más bien al contrario, como Juan de Ocampo describiría: «animoso, noble arrogante, los cabellos rubios y los ojos azules y vivos, barba larga y crespa, mozo de treinta y seis años (edad se estima contaba en el momento de partir a La Florida), agudo de ingenio, era Álvar un caballero a todo lucir. Las mozas del Duero enamorábanse de él y los hombres temían su acero». En verdad, su apellido materno tiene origen tras la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212, cuando un pastor indicó al ejército cristiano un sendero por donde emboscar a los almohades, que se retiraban, señalado por un cráneo de buey. Tras el éxito de la maniobra el rey Alfonso VIII de Castilla otorgó al pastor, de anterior nombre Alhaja, el título hidalgo por bondad de costumbres de Cabeza de Vaca.
Siglos más tarde uno de sus descendientes, Álvar Núñez Cabeza de Vaca nació en Jerez de la Frontera, se sospecha que en la última década del XV, incertidumbre debida a que en la época aún no existían registros de nacimiento. Fue hijo de un matrimonio de hidalgos de buen pasar, pero contando aproximadamente con ocho años de edad, sus padres fallecieron dejándole al cuidado de una tía. Cuenta de sí mismo que recibió cierta educación elemental: aprendió a leer y escribir y a hacer cuentas básicas, algo poco habitual en la sociedad española de la época y aún más insólito en América.
Dícese de él que fue un muchacho inquieto y con dieciséis años, mintiendo sobre su edad, se alistó en los tercios del ejército español. Fue a la Guerra de Italia (disputa entreFernando el Católico y Carlos VIII de Francia, que quería hacerse con el Reino de Nápoles) y participó bajo las órdenes de El Gran Capitán de las primeras grandes victorias españolas en Europa, las que comenzaron a fraguar el imperio español europeo. Después de varios años en Italia, tras ser herido en la batalla de Ravena, fue enviado a Castilla, donde participó en la guerra contra los comuneros castellanos, solapándose esta rebelión con una nueva guerra contra Francia, que había invadido Navarra. Nunca querría regresar a Nápoles, de cuya población dijo, equiparándola con los indios guaraníes, «toda es gente de guerra y poco fiar y tienen tanta astucia para guardarse de sus enemigos como si fuesen criados en plena guerra». Estas tempranas experiencias convirtieron al joven Álvar en un hombre que sabía manejar las armas y desenvolverse en un campo de batalla a la perfección. No obstante y quizás debido a esa inquietud que demostraba, hacia 1521 se dio cuenta de que el ejército no colmaba sus expectativas en parte porque, después de tanto recorrido y al no pertenecer a ninguna familia noble, no había obtenido puesto de ascenso y seguía siendo un simple hidalgo.
Así que abandonó el ejército y consiguió, gracias a sus estudios, entrar a servir como camarero mayor del duque de Medina Sidonia, en esos momentos y sin duda alguna, el hombre más rico de España. Existe registro de que en 1522 Álvar Núñez contrae matrimonio. Poco se sabe de su esposa y poca relevancia tuvo ya que, como veremos, Álvar pasó la práctica totalidad de su vida fuera de España. Durante seis años trabajó como hombre de confianza del duque, pero de alguna extraña manera aquel puesto de relevancia, que le podía haber facilitado riquezas y una vida muy acomodada, no le satisfizo.
El primer viaje a América
En 1527 llegó a sus oídos que se estaba preparando una gran expedición militar, una misión de conquista. La dirigía Pánfilo Narváez, un hombre del que se dice era un completo imbécil, pero que estaba emparentado con la alta aristocracia castellana y contaba con mucha influencia y dineros. Había colaborado en la conquista de Cuba y Jamaica, ganándose el favor del gobernador Diego Velázquez de Cuellar, otro inepto que le había mandado en 1518 a capturar vivo o muerto al rebelde Hernán Cortés, una misión en la que fracasó. Según relató el propio Cortés, al poco de desembarcar en Veracruz fue capturado por un grupo de guerreros del reino de Texcoco y Narváez y, para salvar su vida, entregó cobardemente a quinientos miembros de una caravana de su expedición, que fueron sacrificados en rituales mexicalis.
Recomendado por el duque de Medina Sidonia, de quien se había ganado favor, Álvar consigue el puesto de tesorero mayor de la expedición. Esta tenía por objeto la conquista de Florida, un territorio prácticamente desconocido a pesar de su cercanía con La Española, debido a que todas las expediciones que allí se habían dirigido habían terminado en tragedia. Era una zona pantanosa y de manglares, sin puertos naturales, azotada por periódicos huracanes y terribles tempestades. Una península donde era difícil obtener agua dulce, sin apenas tierras aptas para el cultivo y habitada por tribus altamente hostiles y muy agresivas a que las anteriores flotillas no habían podido hacer frente.
Sobre el papel, la expedición contaba con altas posibilidades de éxito. Más de seiscientos soldados se embarcaron en las cinco naves de Pánfilo de Narváez, lo que para la época era un ejército invasor en toda regla, muy superior por ejemplo al que Hernán Cortes utilizó para conquistar Tenochtitlán. Llegaron a Cuba y durante varias semanas estuvieron acuartelados esperando que pasara la estación de huracanes. Hubo una epidemia en que murieron decenas de soldados y doscientos más desertaron, mermando en mucho el original ejército, hasta dejarlo en cuatrocientos tripulantes, casi la mitad de los que habían salido de España. Era el preludio del desastre que los aguardaba.
En 1528 llegan a la Florida y siguen encontrándose con dificultades. Los indios atacan los esquifes a flechazos apenas intentan tomar tierra y no encuentran río navegable que les permita acceder al interior del territorio. El capitán Narváez, inspirado por anteriores gestas, decide entonces, muy erradamente, desmantelar las naves en que viajaba y construir con los materiales barcazas de poco calado con que poder adentrarse en los manglares. Apenas terminadas de calafatear, una violenta tormenta hundió las barcazas ahogando a muchos de los tripulantes y arrastrando a la playa a cientos de náufragos, sin armas, madera, herramientas, ni alimentos. Los nativos aprovecharon para realizar sucesivos ataques y emboscadas sobre los invasores y los pocos que no resultaron muertos fueron hechos esclavos. Entre ellos, Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
Seis años de esclavitud
Dice del periodo en que estuvo sometido a esclavitud que fue un auténtico suplicio. Sufrió malos tratos, comía las sobras de los perros, se le encargaban los trabajos más penosos y cambió varias veces de amo, pero se impuso a estas adversidades con una capacidad de supervivencia sorprendente. Cuenta que terminó siendo cedido a una especie de chamán o curandero que viviría un poco más alejado del poblado. Álvar comenzó a distinguir las plantas sanadoras, se instruyó en diferentes rituales y danzas para ahuyentar malos espíritus, aprendió el idioma y comenzó a convertirse así en algo más que un simple esclavo, casi integrado entre los nativos, empezando a ganarse su confianza. No obstante, nunca abandonó el deseo de recobrar la libertad. «Hube de quedar con estos últimos indios más de un año, y por el mucho trabajo que me daban y mal tratamiento que me hacían, determiné huir de ellos y dirme a los que moran en los montes, que se llaman los de Charruco, porque yo ya no podía sufrir la vida que con estos otros tenía.» Aprovechando un descuido de su dueño, un día decidió que debía volver con los suyos. No podía huir hacia el este o el sur, ya que se toparía con el mar y terminaría siendo nuevamente cazado. Sabía que sus captores comerciaban con otras tribus del norte, ya que el mismo Cabeza de Vaca había intervenido en varios trueques, y que en aquella área no había asentamiento español, así que también descartó esa idea. Solo le quedaba una opción. Si bien no sabía exactamente dónde se encontraba, ni conocía remotamente el territorio (nunca antes pisado por un europeo) al que se enfrentaba, pensó que si se dirigía hacia el oeste tarde o temprano terminaría llegando a Nueva España, el actual México.
El peregrino chamán europeo
Llevaba tiempo caminando, subsistiendo gracias a algunos intercambios que hacía con aquellas tribus que no eran hostiles, y que por ser mercader le respetaban: «Con mis tratos y mercaderías entraba tierra adentro todo lo que quería, y lo principal de mi trato eran pedazos de caracoles y conchas con que ellos cortan». Cerca de la desembocadura del río del Espíritu Santo, ahora llamado Mississippi, se encontró con unos indios quevenes que le dijeron que más adelante y al otro lado del río había tres hombres como él, que resultaron ser miembros de su expedición, dos españoles y un esclavo negro, que habían corrido su misma suerte y también consiguieron escapar por las mismas fechas. Uno de ellos era Alonso del Castillo Maldonado, hijo de un noble empobrecido de Salamanca, que había hecho carrera militar para acabar alistándose en la expedición de Narváez con grado de capitán. Le acompañaba Andrés Dorantes de Carranza, también Salmantino de Béjar y con igual rango, y el esclavo de este último, Estebanico, también llamado Esteban el Negro, del que Cabeza de Vaca dijo «era negro alárabe natural de Azamour (actual Azemmour, en la costa atlántica de Marruecos, pocos kilómetros al sur de Casablanca)». Fue, casi con seguridad, el primer africano en pisar tierra continental estadounidense.
Los cuatro decidieron seguir el plan de Álvar para intentar llegar a Nueva España. «Yo les dije que mi propósito era pasar a tierra de cristianos, y que en ese rastro y busca iba.» Llevaban pocas semanas caminando, según cuenta en su relato, cuando los emboscaron y volvieron a hacer prisioneros. Ocurrió que, al llegar al poblado de sus captores supieron que el hijo del jefe estaba enfermo de gravedad y los chamanes de la tribu no habían conseguido mejorar su salud con ritual alguno. Estaban nuestros protagonistas encerrados y bajo vigilancia, creyendo que había terminado su fortuna y pronto se les daría muerte, y en su desesperación se pusieron a rezar en voz alta. Los indios, al escucharles orar creyeron que estaban realizando algún tipo de conjuro mágico y al ser preguntados Cabeza de Vaca vio una oportunidad y respondió que sí, y les contó que había sido aprendiz de un chamán. Fue llevado a la choza donde se hallaba el moribundo príncipe indio y relata que, intentando ganar tiempo, se puso a rezar todo lo que recordaba haber visto hacer a los sacerdotes en la misa, a persignarse, a danzar como viera a su antiguo dueño curandero, a ponerle compresas de hierbas y ungüentos, y a hacer todas las pantomimas que se le ocurrieron. Y ocurrió, por pura casualidad, que durante la puesta en escena de tan extravagante ritual bajó la fiebre del enfermo y comenzó a restablecerse, a hablar y a ingerir alimento. Imagínense la reacción de los supersticiosos miembros de la tribu, que pasaron de tratar a los prisioneros como condenados al patíbulo a considerarlos seres poderosos capaces de curar lo que ni sus propios chamanes habían podido.
Cambió el estatus de los cuatro hombres y se les permitió, tal vez por temor al poder mágico que poseían, proseguir su viaje sin ser molestados por el territorio. Como suele ocurrir, los rumores corren más que las propias personas y estos se suelen ir agrandando y exagerando con el boca a boca. Cabeza de Vaca descubrió que allí por donde pasaran eran esperados con ansia para ejercer su magia con los enfermos y eran recibidos como ilustres por las diferentes tribus. Se inventaron un complejo ritual con que actuar ante los enfermos a que eran conducidos. Teatralizaban cada vez más sus actos y su fama de extranjero con grandes poderes se fue acrecentando cada vez más en el viaje hacia el oeste. Tanta fama de hombre sobrenatural adquirió que muchos de los supuestamente sanados comenzaron a seguirlos, en una especie de peregrinar junto a un hombre santo, hasta alcanzar varios cientos de discípulos. La admiración de los indios propició por un lado que Cabeza de Vaca tomara a una india como esposa, con la que se sabe tuvo dos hijos, y por otro que los seguidores, sabedores de que el Maestro gustaba de las piedras preciosas, comenzaran a agasajarlos con piezas de oro y plata, diamantes y diversas gemas, que para ellos no tenían más valor que el ornamental. «Los indios que tienen casa de asiento, y los de atrás, ningún caso hacen de oro y plata, ni hallan que pueda haber provecho de ello.»
En 1536, cerca del río Sinaloa, se toparon con una expedición española. Álvar se adelantó hacia el comandante de la expedición seguido de aquellos cientos de indios y se identificó. A pesar de sus explicaciones, y de haber el capitán Diego de Alcaraz dado su palabra de «ir a dar a los indios a los que les enviábamos asegurados y de paz, regraciándoles el trabajo que con nos habían pasado», al ver aquel numeroso grupo el comandante al frente ordenó el ataque sobre estos. Cuenta Álvar con gran tristeza y apreciable desacuerdo que aquello fue una masacre y un rapto injustificado: «… los cristianos nos enviaron, debajo de cautela porque no viésemos ni entendiésemos lo que de hecho hicieron, andábamos a les buscar libertad y paz y sucedió al contrario». Se refleja su pesar al describir cómo aquellos que «eran la gente del mundo que más aman a sus hijos y mejor tratamiento les hacen», con los que había convivido tantos años y a los que había llegado a entender y apreciar, eran apresados sin distinción de causa.
Habían pasado casi tres años caminando, atravesando los territorios de los indios apalaches, apaches, comanches, cherokees y navajos. Desde algún punto de la costa este del actual estado de Florida, en Estados Unidos, para llegar a la frontera del territorio conquistado en Sinaloa, habían recorrido los actuales estados de Florida, Alabama, Mississippi, Luisiana, Texas, Nuevo Méjico y Arizona, hasta llegar a la Baja California. Atravesaron pantanos atestados de caimanes, vadearon grandes ríos insalvables como el Mississippi, Pecos, Río Bravo o Río Grande, sierras, desiertos interminables y praderas plagadas de bisontes, y llegaron a territorio español en el norte del golfo de California cargados con decenas de sacos de joyas. Los cuatro exesclavos, tras nueve años de penurias, regresaban a la civilización siendo inmensamente ricos.
La segunda aventura americana
Álvar regresó a España y contrató un secretario al que ordenó transcribir el relato de sus peripecias en un libro que tituló Naufragios, publicado por primera vez en Zamora en 1542, tras lo que se comenzó a repartir por el territorio de forma manuscrita. Antes, en 1539, presentó al rey una versión más reducida de sus vivencias, a modo de informe, ya que había sido uno de los únicos cuatro supervivientes de los setecientos de la expedición de Narváez.
Tendría más de cuarenta y cinco años, gozaba de fama, fortuna y del favor del rey, y bien podría haber comprado un ducado y haberse dedicado a pasar el resto de sus días entretenido con la administración, disfrutando de opulencia. Pero cuando su «Sacra, Cesárea y Católica Majestad» le ofreció el puesto de Adelantado y Gobernador del Río de La Plata y del Paraguay, un territorio recientemente conquistado, habitado por pueblos hostiles que se negaban a ser sometidos y cuyas expediciones no habían reportado hasta el momento ningún beneficio económico y sí muchas muertes, aceptó sin pensarlo y dispuso inmediatamente los preparativos
Álvar Núñez Cabeza de Vaca gastó prácticamente la totalidad de su fortuna en construir una armada y en contratar navegantes, soldados y avituallarse, además de la obligación registrada en el Archivo General de Indias de «… gastar ocho mil ducados en caballos, mantenimientos, vestidos, armas, munición y otras cosas para entregar a la población de dichas provincias», y partió de España con la intención de presentarse en Asunción como digno gobernante de la región. Pero una vez más el mar no estaba de su lado. A la altura de las costas del sur de Brasil, una fuerte tempestad destrozó la flota y naufragó de nuevo. Llegó a una playa desconocida medio desmayado, desnudo, atado a un madero. Se volvía a encontrar despojado de todo y no teniendo más remedio, una vez más, echó a andar. Descubrió para los europeos las cataratas de Iguazú describiendo que «da el río un salto por unas peñas arriba muy altas, y da el agua en lo bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye, y la espuma del agua como cae con tanta fuerza sube en alto dos lanzas o más», y siguiendo el río Paraná llego hasta donde desemboca su afluente el Paraguay, remontándolo hasta llegar al Fuerte y Villa de Asunción, meses después de dejar la costa.
Hay que entender la conquista española de América, en cierta forma, como una empresa privada. La corona, que no andaba económicamente boyante, daba permiso a un empresario, por así decirlo, para financiar una expedición y conquistar un territorio con la promesa de gobernarlo y la condición de pagar unos impuestos. Ocurría que después de un tiempo y si los territorios eran rentables, después de haber hecho la parte más difícil, se despojaba al conquistador de sus poderes y un gobernador pasaba a tomar el control para, básicamente, rescindir privilegios y pagar más impuestos a la corona. Así que cuando Álvar Núñez Cabeza de Vaca llegó al Paraguay se encontró con Martínez de Irala, que había conquistado el territorio y era su gobernador, el recibimiento no fue bueno. Venía a arrebatarle, al fin y al cabo, un territorio por el que había invertido fortuna, luchado, sacrificado vidas. Además, la mayoría de la población española eran antiguos soldados que habían combatido a sus órdenes y que acataron la autoridad de Cabeza de Vaca, puesto que venía con nombramiento del rey, pero nunca perdonaron la ofensa sobre su capitán.
Ocurrió que para los españoles, los indios con que convivían no eran gente de fiar. Habían guerreado durante años contra ellos y eran muy duramente tratados. Pero Alvar tenía otro concepto de los indios: había sido esclavizado por los nativos durante años, cierto, pero también había convivido en paz con otros muchos. Había compartido alimento y fuego con ellos, había tomado esposa, e incluso tenía dos hijos indios en algún lugar del desierto de Nuevo México. Se propuso hacer cumplir las Leyes de Indias, que protegían a los nativos, y los españoles comenzaron a ser reprendidos por la dureza con que trataban a los americanos: por los castigos, por las violaciones y los abusos.
Durante dos años que estuvo al frente del Río de la Plata acometió varias expediciones, pero no encontró nunca lugar apropiado para nuevos asentamientos en la selva paranaense, ni poblaciones con riquezas de las que apropiarse como había ocurrido en México. Epidemias, emboscadas, hambre y pérdida de vidas fueron la tónica de estas aventuras. Además, la benevolencia con que trataba a los nativos fue contraproducente, pues en cuanto se daba la vuelta, los indios eran tratados con el doble de dureza, a modo de represalia. A consecuencia de estos maltratos fue que en 1543 se produjo una sublevación de los indígenas, con la práctica destrucción de la ciudad de Asunción. Los soldados españoles, con la excusa de que no había actuado diligentemente para atajar la rebelión, organizaron un motín que terminó con la captura y encarcelamiento de Cabeza de Vaca. Fue depuesto de su cargo, se redactó un sumario, y se fletó un barco Paraná abajo que luego puso rumbo a España, con Álvar preso y acusado de gravísimos hechos.
El olvido
En 1545, con aproximadamente cincuenta y cinco años, llega al puerto de Sevilla, engrilletado, pobre, habiendo fracasado y despojado de cualquier título. Se le abrió un proceso cuyo sumario nos es desconocido y tras seis años de juicios se le condena a diez mil ducados de multa y se sentencia, según el Archivo General de Indias: «… le suspendemos perpetuamente del oficio de gobernador, adelantado u otro oficio de justicia en todas las Indias y tierra firma de su Majestad (…) le condenamos a destierro perpetuo de todas las dichas Indias y no lo quebrante bajo pena de muerte, y así mismo le condenamos que por tiempo y espacio de cinco años cumplidos siguientes sirva a su Majestad en Orán (adonde eran condenados los hidalgos a trabajar como soldados sin sueldo) con sus armas y caballos a su costa y esté en el dicho servicio por el dicho tiempo so pena de que sea doblado el castigo otros cinco años (…) Valladolid, a veinte días del mes de marzo de 1551 años». Se sabe que pasó seis años en este territorio argelino hasta que regresa, aproximadamente en 1557, a Sevilla, siendo ya un anciano. Se dice que se volvió comerciante y marchó a Venecia, o que se hizo fraile y se internó en un convento, pero estas afirmaciones no son más que rumores. Aproximadamente en 1560 falleció, pero la fecha tampoco es exacta.
Como ocurrió con tantos otros conquistadores, tantos aventureros fracasados, a su muerte se corrió un velo sobre sus hazañas, hasta que a principios del siglo XX se encontró un manuscrito con la edición de Naufragios de 1555 publicada en Valladolid, que incluía el viaje del autor al Río de La Plata, consiguiendo poner luz a la vida de este jerezano.
Cabeza de Vaca fue un hidalgo que intentó por todos los medios ser conquistador, pero que fracasó en todos sus intentos del mismo modo que fracasó la inmensa mayoría de los hombres que en el siglo XVI se lanzaron a las Américas. No nos legó tan solo una vida fantástica llena de peripecias y aventuras, sino que fue un hombre que nos dejó una historia que nos permite conocer, quizás, una versión más real de la experiencia de los españoles en la conquista de América. Mucho más real, desde luego, que los heroicos relatos de Hernán Cortés o Pizarro. Da la sensación al repasar las biografías de estos últimos de que bastaba bajar del esquife montado a caballo para que los imperios se rindieran, se considerara al español un dios y le entregaran el oro unos nativos semihumanos cuyo primitivismo justificaba el derecho de conquista y la destrucción de culturas ancestrales. La realidad para los españoles que se embarcaban en estas empresas era la de una vida durísima, una exposición continua a naufragios, adversidades, sed, hambre, enfermedades y, la mayoría de las veces, un final trágico. Gracias a Cabeza de Vaca conocemos un testimonio verídico de cómo fueron aquellas relaciones entre civilizaciones tan diferentes. Gracias a él estamos un poco más cerca de la verdad.
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