domingo, 22 de octubre de 2017

Leila Guerriero / Dónde estaba yo cuando escribí esto


Leila Guerriero

¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?

¿Existen claves infalibles para escribir una buena crónica? En este texto, leído en un seminario de escritura creativa en Bogotá, la autora repasa sus propias páginas buscando la respuesta entre el placer y la disciplina.
Lo diré corto, lo diré rápido y lo diré claro: yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano.
Es cierto que buena parte de lo que se publica consiste en textos que son al periodismo lo que los productos dietéticos son a la gastronomía: un simulacro de experiencia culinaria. Pero si me preguntan acerca de la pertinencia de aplicar la escritura creativa al periodismo, mi respuesta es el asombro: ¿no vivimos los periodistas de contar historias? ¿Y hay, entonces, otra forma deseable de contarlas que no sea contarlas bien?
Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas. En el cómic y en sor Juana Inés de la Cruz. En Cheever y en Quevedo, en David Lynch y en Won Kar Wai, en Koudelka y en Cartier-Bresson. No creo que valga la pena escribirlas, no creo que valga la pena leerlas y no creo que valga la pena publicarlas. Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma del arte.
Excepto el de inventar, el periodismo puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible, perfecto: la esencia de la esencia de la realidad. Alguien podría preguntarse cuál es el sentido de poner tamaña dedicación en contar historias de muertos reales, de amores reales, de crímenes reales. Las respuestas a favor son infinitas, y casi todas ciertas, pero hay un motivo más simple e igual de poderoso: porque nos gusta.
Yo no creo que haya nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad, ni que escribir periodismo sea una prueba piloto para llegar, alguna vez, a escribir ficción. Yo podría morirme –y probablemente lo haga– sin quitar mis pies de las fronteras de este territorio, y nadie logrará convencerme de que habré perdido mi tiempo.
Pero no han venido aquí para escuchar esa perogrullada en la que creo: que la escritura creativa no debería ser excepción en el oficio sino parte de él. Se supone que, además, debo contarles cómo se hace. O cómo creo que se hace.
Y es ahí donde empiezan todos mis problemas, porque no hay nada más difícil que explicar una ignorancia. Quizás la historia del mago ayude un poco.
Era febrero de 2007. El hombre y yo estábamos sentados a una mesa cubierta por un paño verde, en una cabaña de madera con vista a un parque desbordante de árboles y setos perfectamente diseñados. Una lámpara derramaba, sobre la mesa, un charco de luz que iluminaba naipes, dados, una navaja. Dispersos aquí y allá por el pequeño cuarto había bastones con puño de plata, sombreros, velas encendidas. La escenografía era minuciosa, y yo no podía evitar la desconfianza: parecía un escenario armado para mí. El hombre me miraba sin bondad, con ojos de búho, y yo no podía entender por qué todos decían de él que era un maestro –el mejor mago del Cono Sur– si yo no veía más que a alguien que citaba a Borges sin haber leído a Borges, y para quien los bastones con mango de plata, las velas y los sombreros eran sinónimo de buen gusto.
Hasta que le pregunté por qué, en toda su vida, no había tenido más que dos discípulos. Suspiró, como quien va a decir algo importante, y dijo esto: «Porque estoy harto de los discípulos que no quieren admitir que no saben nada. El discípulo llega acá con un desconocimiento inconsciente: no sabe nada, y ni siquiera sabe que no sabe nada. Trabaja, se esmera, transpira, y llega a tener un desconocimiento consciente: no sabe nada, pero sabe que no sabe nada. Después trabaja, se esmera, transpira: ahora sabe, y sabe que sabe. Pero debe trabajar todavía mucho más, esmerarse y transpirar hasta lograr un conocimiento inconsciente: hasta haber olvidado que sabe. Entonces, y sólo entonces, el conocimiento habrá llegado al músculo. Y hasta que no llega al músculo, el conocimiento es sólo un rumor. Pero hay poca gente dispuesta a hacer ese camino: lleva décadas».
Cuando escribía este texto recordé la historia del mago y pensé que, quizás, el verdadero trabajo de todos estos años no ha sido para mí el de escribir sino, precisamente, el de olvidar cómo se escribe. El de fundirme en el oficio hasta transformarlo en algo que se lleva, como la sangre y los músculos, pero en lo que ya no se piensa. En algo cuyo funcionamiento, de verdad, ignoro. En algo que hace que a veces, al releer alguna crónica ya vieja, contenga la respiración y me pregunte, con cierto sobresalto: «¿Pero dónde estaba yo cuando escribí esto?».
***
Dicen que, al atardecer, el gran cocinero Michel Bras llevaba a sus ayudantes a la terraza de su restaurante en la campiña francesa y los obligaba a permanecer allí hasta que el sol se ocultaba en el horizonte. Y entonces, señalando el cielo, les decía: «Muy bien: ahora vuelvan a la cocina y pongan eso en los platos».
Así como el respeto exacto de las proporciones y los tiempos de cocción no alcanza para explicar una receta sublime, una gran crónica tampoco es producto de un buen comienzo mezclado con un puñado de frases respetables embutidas en una estructura de perfección quirúrgica.
Para empezar por algún lado, habría que decir que el arte del buen cronista empieza a la intemperie o, al menos, fuera de su casa, con los días, semanas o meses que pasa junto al objeto de su crónica, cazando situaciones, tomando nota de cada detalle y volviéndose voluntariamente opaco. Sin esa actitud de acecho discreto, nunca traicionero, no hay crónica posible. Yo he permanecido semanas junto a personas tan disfuncionales como una pesadilla agónica de Marilyn Manson, completamente olvidada de mí –de mi incomodidad, de mi cansancio, de mi hastío–, sólo concentrada en ser, lo más pronto posible, cincuenta kilos de carne sin historia: alguien que no está ahí; alguien que mira.
Son semanas de eso. Y después hay que volver a casa, y escribir diez páginas, y aspirar a que sean diez páginas perfectas.
***
No soy partidaria del cliché de la tortura: de la imagen del periodista que sufre, que escribe de noche sentado sobre una pila de clavos y de libros de Cioran. Yo escribo durante el día, hago gimnasia, casi no fumo, no tomo café, pero cada vez que me dispongo a escribir deseo, con todo mi corazón, ser otra cosa: cantante de rock, diseñadora de modas, doble de riesgo. Abrazar cualquier profesión que me aleje del hastío que me producen esos días monótonos en los que, de todos modos, ya he aprendido a internarme casi sin quejas, con resignación y confianza, y sin más luz que me guíe que las tres o cuatro frases del principio.
Que no es poco.
Un buen principio debe tener la fuerza de una lanza bien arrojada y la voluntad de un vikingo: ser capaz de empujar a la crónica a su mejor destino, y caer con la brutalidad de un zarpazo en el centro del pecho del lector. Con un buen principio lo demás es fácil: sólo hay que estar a la altura, hacerle honor a esos párrafos primeros. Yo, que no obedezco nunca a nadie, obedezco a mis principios con sumisión arrebatada: sé que son el único leño al que podré aferrarme en ese océano de palabras donde no encontraré, por mucho tiempo, lógica, orden, ni prolijidad.
Y aunque aparecen cuando quieren, sin dejarse sobornar por lógica alguna, no empiezo a escribir a menos que tenga, con mucha suerte, uno; con mala suerte, dos y, con pésima suerte, varios principios.
En 2006 escribí la historia de un transexual de 14 años que solicitaba una operación de cambio de sexo. El caso era inédito, no sólo por su juventud extrema, sino por el apoyo público y combativo de sus padres, dos profesionales de clase media. Pasé días releyendo las desgrabaciones, imaginando posibles comienzos antes de dormir, durante la cena y en el metro, en el trabajo y en la calle. Hasta que una noche, mientras cocinaba, apareció. Empezaba así:
Esa tarde, toda la tarde, Amanda trajinó la casa escondiendo tijeras y cuchillos, navajas y hojas de afeitar. Porque la vio mal –nerviosa, diría después–, y sospechó: su hija, Eugenia, entraba y salía de los cuartos cerrando puertas con furia, los ojos dos ascuas vivas, y Amanda preguntaba «¿Qué te pasa, Euge, por qué, por qué?», más por calmarla que por esperar respuesta: hacía dos años que sabía por qué.
Esa tarde de agosto de 2005, Eugenia, 15 recién cumplidos, furtiva como un gato, encontró al fin lo que buscaba: un filo. Entonces se encerró en el baño, se quitó la ropa y se hizo un tajo –hondo– en esa parte suya que la asquea: el sexo que lleva entre las piernas. El pene.
Aquella niña bruscamente fundida en varón que intenta mutilar el sexo que la asquea decía, de la ambigüedad, todo lo que yo era capaz de decir.
Claro que así como hay principios que cuestan lo suyo, hay otros que aparecen enseguida.


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