sábado, 7 de octubre de 2017

Guía sentimental para leer a Kazuo Ishiguro

Kazuo Ishiguro
Poster de T.A.
Guía sentimental para leer 

a Kazuo Ishiguro

Lo que hace del estilo del Nobel algo valioso es el uso, sobre todo y ante todo, literario del lenguaje


David Alandete
5 de octubre de 2017













Siempre ha sido difícil comenzar una novela de Kazuo Ishiguro. Seamos francos: hasta que le han dado el Nobel la crítica ha sido feroz con él. Aún recuerdo el comienzo de la reseña que en 2000 le dedicó The New York Times al primer libro que leí de él, la novela de detectives Cuando éramos huérfanos. “Una novela decepcionante”, escribía con displicencia el crítico, que elucubraba sobre si el texto lo había escrito en colaboración con un programa informático, de lo automatizado y esquemático que le parecía su estilo.


Entonces me había propuesto leer los libros en inglés solo en su idioma original y Cuando éramos huérfanos era el segundo o tercero con el que me atrevía. No imaginé que sería tan difícil, desafiado por el estilo denso de un inglés que me parecía excesivamente engolado. Con el tiempo me daría cuenta, como todos los que hemos aprendido a amar a Ishiguro, que en realidad lo que hacía a ese estilo tan particular era el uso, sobre todo y ante todo, literario del lenguaje. Y esta es una señal muy importante del comité que concede los Nobel.
Hay que tener en cuenta que el año pasado la Academia premió a Bob Dylan, ante el estupor de muchos literatos, y que el año anterior había honrado a Svetlana Alexeiévich, una impecable y valiente periodista en cuya obra el estilo queda anulado para dejar brillar la materia prima, la fuente, los testimonios. Ishiguro es todo lo contrario. En él, el lenguaje y su uso artístico se hacen opacos, se dejan notar, acaban pesando. Ishiguro es un artesano, un orfebre de las palabras y de los géneros, con los que ha jugado siempre de forma muy audaz.
Si descubrí a Ishiguro como lector con una novela de detectives, en realidad me enamoré de su obra con Nunca me abandones, su versión lírica e intimista de la ciencia ficción y la distopía, que tan de moda están gracias a la actual época dorada de las series de televisión. Aún recuerdo cómo una buena amiga, que ya había acabado el libro, me desaconsejaba su lectura, porque, decía, el final de la novela se vislumbraba desde casi las primeras páginas.
Lo que a ella le parecía un problema para mí resultó una bendición. No hay misterio ni tensiones innecesarias que distraigan al lector. Tanto Nunca me abandones como su última obra, El gigante enterrado, ambientada en un mundo de fantasía artúrica, son las historias angustiosas de personas perdidas que buscan su lugar en el mundo, tratando de escapar de su particular caverna de Platón. La maestría de Ishiguro, lo que le hace tan merecedor de este premio, es que crea un plano superior de comprensión para el lector.
En realidad el escritor actúa en esas novelas como Alfred Hitchcock en sus películas. El lector sospecha pronto qué le ocurre a Kathy o a Axl y quiere a veces gritarles las soluciones a los personajes, que se mueven en un mundo injusto de engaños y manipulaciones. Pero al final lo que importa es la experiencia personal de esos protagonistas, su lucha por encontrar un lugar en el mundo, más que la trama en el nivel más superficial de la novela.
Lo mismo hizo Ishiguro en su libro más célebre y mejor recibido por los críticos, Los restos del día, que es también la subversión de otro género, el de la novela romántica británica. Como en casi todas sus novelas, poco sucede en apariencia en esta melancólica historia de un mayordomo de lealtad inquebrantable, pero en los niveles más profundos hay una violencia y un caos latentes que nos enfrentan a preguntas trascendentales: ¿Quiénes somos? ¿Somos libres? ¿Es el pasado solo fruto de nuestras decisiones? ¿Y el futuro?
Autor de solo siete novelas, Ishiguro es ante todo un escritor, un escritor además de literatura de la grande. No importa por donde abordarle. Lo importante es hacerlo con la seguridad de que la lectura de sus libros producirá una gran desazón y llevará al lector a preguntarse por él mismo y por su lugar en la sociedad. Y eso es un valor que le hace merecedor ya no sólo del Nobel, sino de la gratitud de todos los que hemos aprendido a amar la literatura con él.



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