Leila Guerriero
El muerto
La muy mala noticia de esta muerte es, en realidad, la información que Videla se lleva con él
EL PAÍS 17 MAY 2013 - 19:09 CET
Me entero en tiempo real —abro el diario en la web y brota el título, subido en ese minuto: “Murió Jorge Rafael Videla, símbolo de la dictadura militar”— y lo primero que siento es una lejana taquicardia. Después, una procesión de recuerdos que, comparados con los que recuerdan otros —hijos de desaparecidos, sobrevivientes, exiliados, militantes profundos— son de una inocuidad y una inocencia vergonzosas. Nada demasiado puntual, más bien un perfume de época: Videla como el rostro que tiñó de horror gris la infancia y la primera adolescencia de los que por 1976, cuando empezó la dictadura militar que él encabezaba, teníamos nueve años. Nuestros padres enterrando libros en el patio de la casa; los nombres de ciertos amigos de la familia circulando con una cautela de cristal; los adultos viajando a Uruguay para ver las películas que el régimen prohibía. La cara sin pintar en el colegio, el pelo recogido, la obligatoria falda: una pubertad acorralada, un cotillón del mal, si se lo compara con la bestialidad de los recuerdos que guardan otros. Pero lo primero es eso: una lejana taquicardia, una gris procesión.
Después pienso que, ahora que Videla ha muerto, muchos van a decir lo que debe decirse: que la muerte, ni siquiera esta, alivia. Que la muerte nunca puede ser una buena noticia. Y yo —yo— creo que la muy mala noticia de esta muerte es, en realidad, la información que retacea: todo lo que Videla —que nunca se arrepintió de nada, que siempre reivindicó la metodología de esa maquinaria de estado que tragaba gente y escupía sus huesos— se lleva con él. Datos, nombres, fechas, sitios. Todo lo que no dijo que ya no dirá. (Porque, condenado primero, indultado después, vuelto a condenar más tarde, nadie hizo, con él, lo que él hizo que se hiciera con otros: obligar a decir).
Después pienso lo que he pensado siempre: que Jorge Rafael Videla, cabeza de la dictadura militar que empezó en la Argentina en 1976 y que estableció el secuestro y la desaparición de mujeres y hombres, y la tortura de la carne como método y política de estado, era argentino: hijo de argentinos, vecino de argentinos, educado en colegios argentinos, amigo (amigo) de argentinos, colega de militares argentinos, cliente de comercios y bancos y kioscos argentinos, usuario de medios de transporte público argentinos. Jorge Rafael Videla no llegó a este país con convicciones, ideas o comentarios escuchados o aprendidos en el Polo Norte o en los anillos de Saturno. Nació en un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires, tercero de cinco hijos, fruto de la unión entre un coronel y su mujer. Quiero decir que Videla se hizo acá: que acá fue donde, en algún momento, todo lo que vino después —el golpe de estado, el secuestro, la desaparición, la tortura, la aniquilación de cuerpos y de pensamientos, el robo de niños— empezó a parecer —a parecerle— lógico y posible: un plan coherente. Un plan.
Y pienso, finalmente, esto: a la hora en que escribo esta columna, el viernes 17 de mayo de 2013, los más contundentes diarios de la Argentina tienen la noticia central, que anuncia la muerte de Jorge Rafael Videla, cerrada a los comentarios de los lectores. Y yo me pregunto qué es lo que, todavía, no podemos decir. Qué es lo que, todavía, no somos capaces de escuchar. Cómo es que, aún, no hemos encontrado la manera.
Leila Guerriero (Junín, 1967) es periodista argentina, autora de Frutos Extraños (Alfaguara) y Plano Americano (Universidad Diego Portales)
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