lunes, 21 de noviembre de 2022

Samanta Schweblin / Kentukis / Inventiva reveladora

 

Samanta Schweblin


Inventiva reveladora

La segunda novela de Samanta Schweblin, una alegoría sobre la dependencia actual de la tecnología, da prueba del don de la escritora para la ficción original


Biografía


J. Ernesto Ayala-Dip
22 de octubre de 2018

Antes de entrar en la reseña del nuevo libro de la escritora argentina Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), Kentukis, me gustaría recordar un relato suyo, incluido en su último libro de cuentos, Pájaros en la boca y otros cuentos. Se titula ‘Hacia la alegre civilización’. Mencionaré sólo la idea motriz de la pieza. Un individuo está en un pueblo perdido. Quiere volver (a la alegre civilización) pero un inaudito imprevisto se lo impide: no tiene cambio y por tanto no puede sacar el billete de vuelta del tren que lo llevó hasta allí. La sola idea de que alguien no pueda regresar porque no tiene dinero sencillo justifica que nos imaginemos no sólo la desesperación del protagonista, sino incluso la nuestra al leerlo. Indico esto para resaltar cuando la capacidad inventiva de un escritor puede ayudar a redondear una alegoría o metáfora de nuestro mundo. Veamos ahora cómo y con qué resultados opera esta inventiva en Kentukis, la segunda novela de Samanta Schweblin, tras Distancia de rescate (2015).

En Kentukis no sucede nada que no pueda ocurrir en cualquier novela. Hay un argumento, una trama dividida en capítulos, unos personajes que se van alternando a medida que la historia avanza y un final carente de cualquier sorpresa. O mejor dicho, un no final. El mundo que nos presenta Schweblin está poblado de seres humanos que un día deciden incluir en sus rutinas la presencia de los kentukis. A medida que avanzamos en la lectura, estos seres se van adueñando de esta. Están en todas partes y es como si lo vieran todo de todos. Los kentukis adquieren diversas formas: búhos, topos, cerditos, etcétera. Tienen bracitos, y patas que funcionan como piernas. Detrás de sus ojos parece que existieran unas cámaras que lo registran todo. De vez en cuando emiten algunos chillidos, grititos otras veces casi inaudibles. Los kentukis se exhiben en bazares y esperan en los escaparates. Los padres comienzan a comprar kentukis a sus hijos. Matrimonios separados agigantan su encono cuando uno de los cónyuges le reprocha al otro que deje a su hijo demasiado expuesto a los muñecos. A veces algunos dueños de estos seres (porque parece que lo son) oyen salir de sus labios expresiones de protesta, enojo cuando se niegan a socializar con sus amos (suponiendo que fuesen mascotas, aunque todo hace suponer que son mucho más que ello). En este relato los seres humanos mantienen relaciones humanas con estos “bichos”, como los degradan algunos usuarios. Al final, el mundo comienza a tener problemas con el geométrico aumento de su consumo. Algunos amos deciden enterrarlos cuando se quedan sin batería. Otros directamente los queman o los empalan. O los arrojan a los estercoleros.


No creo que esta novela se deba despachar dictaminando sólo que es una alegoría sobre la dependencia del hombre contemporáneo con los artilugios tecnológicos que lo rodean. Sobre esto trata, obviamente. Pero también es un alegato contra la excitante y gustosa alienación que nos regalamos. Los kentukis no son seres inocentes, ni siquiera a lo mejor buena gente. Eso sí, tienen algo sublime o espantoso. Pueden descubrirnos lo peor y lo mejor de nosotros. Pueden gritarnos a la cara lo malsana de nuestra bucólica e inofensiva curiosidad por los demás.


Para lograr esto que reseño (o relato), hay que ser muy, muy buena escritora. Y hay que tener, sobre todo, un don para la más pura ficción original y reveladora.


EL PAÍS



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