Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Katherine Mansfield
EL BARÓN
Traducción de Clara Janés Nadal
The Baron by Katherine Mansfield
-¿Quién es? -pregunté-. ¿Y por qué se sienta siempre solo, dándonos la espalda?
-¡Ah! -susurró la esposa del consejero superior del gobierno-. Es un barón.
Me miró solemnemente y con algo de desdén, con esa expresión de "que-curioso-no-haber-advertido-eso-a-simple-vista".
-Pero eso no es culpa tuya, pobrecillo -dije. Sin duda, esa desgracia no debería excluirle de los placeres del intercambio natural.
Si no hubiera sido por el tenedor, creo que se hubiera santiguado.
-A buen seguro, usted no puede entenderlo. Es uno de los principales barones.
Algo más que excitada, se volvió para hablar con la señora del que estaba a su izquierda.
-Mi tortilla está vacía, vacía -protestaba-. ¡Y ésta es la tercera que pruebo!
Yo miraba al barón principal. Estaba comiendo ensalada, tomaba una hoja de lechuga entera con el tenedor y la engullía despacio, con la destreza de un conejo; era fascinante observar la operación.
Pequeño, ligero, de escaso cabello y barba negros y tez amarillenta, vestía invariablemente trajes de estameña negra y camisas de algodón basto, sandalias negras y gafas con montura negra, las más grandes que hubiera yo visto jamás.
El señor maestro superior, que estaba sentado frente a mí, me sonreía con benevolencia.
-Debo ser interesante para usted, gnädige Frau * (Distinguida señora), poder mirar... por supuesto ésta es una casa muy fina. Había una dama de la corte española, aquí, en verano; estaba mal del hígado. Hablábamos con frecuencia.
Puse cara de gratitud y humildad.
-En Inglaterra, en las casas de huéspedes, no se encuentra ya primera categoría, como en Alemania.
-No, desde luego -repliqué hipnotizado aún por el barón, que parecía un pequeño gusano de seda amarillo.
-El barón viene todos los años, por los nervios -prosiguió el señor maestro superior-. Nunca ha hablado con ninguno de los huéspedes, todavía -una sonrisa cruzó por su rostro.
Me pareció extasiado contemplando una espléndida ruptura de aquel silencio, un deslumbrante cambio de cortesías en un nebuloso porvenir, el espléndido sacrificio de un periódico a Aquel Ensalzado, un danke schön * (Muchas gracias) que transmitir a las generaciones futuras.
En aquel momento el cartero, con aire de oficial del ejército alemán, entró con el correo. Echó mis cartas sobre mi budín de leche, se volvió hacia una camarera y les susurró algo. Ella se retiró corriendo. El gerente del hotel entró con una bandeja. En ella había una postal que, inclinado reverente la cabeza, alcanzó al barón.
En cuanto a mí, me decepcionó que no se produjese una salva de veinticinco cañonazos.
Al final de la comida nos sirvieron café. Observé que el barón tomaba tres terrones de azúcar. Dos los echó en la taza, y el tercero lo envolvió en uno de los bordes de su pañuelo. Era siempre el primero en entrar en el comedor y el último en abandonarlo, y en una silla vacía, a su lado, colocaba una pequeña bolsa de cuero negro.
Por la tarde, asomada a la ventana, le vi pasar calle abajo. Caminaba con paso vacilante y llevaba consigo la bolsa. Cada vez que pasaba junto a un farol se encogía un poco, como si temiera que le golpease, o tal vez por un sentimiento de rechazo a la contaminación plebeya...
Me pregunté adónde iría y porque llevaba bolsa. Nunca le había visto en el casino ni en la casa de baños. Parecía perdido, los pies se le escurrían de las sandalias. Me sorprendí compadeciéndolo.
Aquella tarde estábamos unos cuantos reunidos en el salón discutiendo el día de Kur * (Cura) con febril imaginación. La esposa del consejero superior del gobierno estaba sentada a mi lado tejiendo un chal de punto para la menor de sus nueve hijas, que se hallaba en aquel frágil e interesante estado...
-Pero no tiene más remedio que salir bien -me decía-; angelito, se ha casado con un banquero, el sueño de su vida.
Debíamos de estar reunidas unas ocho o diez, las casadas haciéndonos confidencias incluso sobre la ropa interior y las peculiares características de nuestros maridos; las solteras, hablando de la ropa de vestir y de los atractivos de los posibles.
-Los tejo yo misma -oí gritar a la señora Lehrer-, de gruesa lana gris. Gasta un par cada mes, además de dos cuellos blandos.
-Y entonces -susurró la señorita Lisa- él me dijo: "Desde luego, usted me gusta. Tal vez escriba a su madre".
De pronto se abrió una puerta y entró el barón.
Lo hizo despacio, vacilando; cogió un palillo de un plato que estaba encima del piano y volvió a salir.
Una vez cerrada la puerta, lanzamos al aire un grito de triunfo: era, que supiéramos, su primera entrada en el salón. ¿Quién podía decir lo que nos reservaba el porvenir?
Los días se convertían en semanas. Nosotros seguimos juntos, y yo continuaba obsesionada por aquella figura pequeña y solitaria, de cabeza gacha, como abrumada por el peso de las gafas.
Entraba con su bolsa negra, se retiraba con su bolsa negra, y eso era todo.
Por último, el gerente del hotel nos dijo que el barón se iba al día siguiente.
"¡Oh! -pensé-, seguro que no puede esfumarse en la oscuridad, perderse sin decir nada. Seguro que presentará sus respetos a la esposa del consejero superior del gobierno, o a la viuda del teniente de campo una vez al menos, antes de marcharse".
Aquella tarde llovió mucho. Yo salí, para ir al correo, y, mientras estaba en el umbral, sin paraguas, buscando arrojo para lanzarme a la calle llena de barro, una voz vacilante y minúscula pareció llegarme de por debajo del codo.
Era el barón principal, con su bolsa negra y un paraguas. ¿Me había vuelto loca? ¿Estaba cuerda? Me estaba pidiendo que compartiera su paraguas. Pero yo estuve muy amable, un poquito tímida, con la debida reverencia. Caminamos juntos por el barro y el agua de lluvia.
Compartir un paraguas, reconozcámoslo, no deja de ser una gran intimidad, como quitarle a un hombre pelusas del abrigo... una pequeña e ingenua osadía.
Ardía en deseos de saber por qué se sentaba solo, por qué llevaba la bolsa, que hacía durante el día. Pero él, por su propia iniciativa, me proporcionó información.
-Me temo -dijo- que mi equipaje se habrá empapado. Lo llevo siempre conmigo, en esta bolsa (¡uno necesita tan poco!), porque los criados no son de fiar.
-Una idea inteligente -contesté. Y luego-: ¿Porqué nos ha privado usted del placer...?
-Me siento solo para poder comer más -dijo el barón según escrutaba el crepúsculo-. Mi estómago necesita una gran cantidad de comida. Pido raciones dobles y me las como en paz.
Lo cual sonaba tan fino como propio de un barón.
-¿Y qué hace a lo largo del día?
-Comer en mi habitación -replicó con una voz que daba por concluida la conversación y casi lamentaba haber ofrecido el paraguas.
Cuando llegamos al hotel se produjo poco menos que un tumulto.
Subí corriendo la mitad de la escalera y en tono audible di las gracias al barón desde el rellano.
Contestó claramente:
-De nada.
Fue muy amable por parte del señor maestro superior enviarme un ramo de flores aquella noche, y la esposa del consejero superior del gobierno ¡me pidió el diseño de un gorrito infantil!
Al día siguiente el barón había partido.
Sic transit gloria germanici mundi. *
(* En latín, "Así pasa la gloria del mundo", fórmula clásica pronunciada en la misa, durante la Elevación, que aquí altera humorísticamente con el inserto germanici, "del mundo alemán". N. de la T).
No hay comentarios:
Publicar un comentario