miércoles, 9 de noviembre de 2022

Jack London / El vagabundo y el hada

 


Jack London 

El vagabundo y el hada

The Saturday Evening Post, 1911

I

 

Tendido de espaldas dormía con sueño tan pesado y profundo que no le despertaban en absoluto los ruidos —el martilleo de los pasos de los caballos y los gritos de los carreteros— que llegaban del puente tendido sobre el arroyo. Era el tiempo de la vendimia y sobre el puente se sucedían sin interrupción las pesadas carretas cargadas de uva que remontaban el valle para dirigirse a los lagares; cada vez que una de ellas se las había con su malvado pavimento, era algo así como una explosión de sonidos, una conmoción general en la calma indolente de la tarde.

Pero el hombre no se había turbado. Su cabeza se había salido del periódico plegado que le servía de almohada. Briznas de yerba y motas de tierra seca se adherían en forma de placas a su desordenada cabellera. No era agradable verlo. Dormía con la boca completamente abierta, exhibiendo una mandíbula superior en la que faltaban varios dientes rotos de un puñetazo. Roncaba ruidosamente, gruñendo y gimiendo a veces en su penoso sueño. Estaba muy agitado: tan pronto sus brazos batían el aire en bruscos molinetes convulsivos, como rodaba de derecha a izquierda su cabeza bamboleante sobre los terrones en que reposaba. Ese nerviosismo parecía debido en parte a algún malestar interno, y, en parte, al sol que le bañaba la cara y a las moscas que zumbaban a su alrededor, se posaban y se paseaban por su nariz, sus párpados y sus mejillas —que eran, además, los únicos lugares que podían explorar, porque el resto de su cara desaparecía bajo una barba hirsuta, ligeramente canosa, aunque muy sucia y descolorida por la intemperie.

Los pómulos de su cara estaban salpicados de manchas rojas provocadas por el aflujo de sangre. Ese sueño de plomo venía con toda seguridad de una juerga reciente, que explicaba también la obstinación de las moscas en formar enjambre en torno a su boca, atraídas por las exhalaciones de alcohol.

Era un hombre de constitución poderosa, de cuello fuerte y corto, anchos hombros, con muñecas musculosas y manos callosas, deformadas por los duros trabajos manuales. Pero no parece que éstos fuesen de fecha reciente, como tampoco, por otra parte, la callosidad que aparecía bajo la mugre de una mano levantada en el aire. La palma de esa mano se abría y cerraba de tiempo en tiempo, con un movimiento nervioso y espasmódico, exhibiendo un puño enorme, huesudo e inquietante.

Nuestro hombre yacía sobre la seca yerba de un pequeño claro que descendía en suave pendiente hasta la cortina de árboles que bordeaba el riachuelo. El lugar estaba rodeado por todas partes por una simple valla de tablas, apenas visible porque casi desaparecía bajo la espesa frondosidad de las moreras silvestres, robles canijos y jóvenes madroños —esos árboles eternamente verdes de la Alta California—. Al fondo, una barrera colocada en esta baja empalizada se abría a una avenida que conducía a un coqueto bungalow, construido al estilo español de California y como si surgiera directamente del boscaje con el que tan bien armonizaba. Era verdaderamente un discreto nido, que respiraba comodidad, tranquilidad y reposo, e indicaba, con aire de apacible seguridad, que alguien sagaz había buscado un lugar ideal y había acabado por encontrarlo.

La barrera se abrió y una jovencita entró en el claro. Era una bonita niña que podría decirse que había escapado de una de esas estampas destinadas a mostrar las gracias remilgadas de las niñas. Podía tener unos ocho años; quizá más. Su leve talle y sus pequeñas piernas ceñidas por medias de seda negra, indicaban la fragilidad y delicadeza de esta encantadora rubita; pero su tez clara y sana no manifestaba el menor síntoma de anemia. Tenía cabellos de oro sujetos como hilos de araña y grandes y límpidos ojos azules, velados en parte por largas pestañas. Su rostro irradiaba dulzura y felicidad.

Llevaba una sombrilla de juguete que manejaba con precaución para que no se enganchase en las ramas de los árboles o en las zarzas, y recorría la cerca recogiendo amapolas silvestres (se trataba de un tercer brote de amapolas tardías, que no habían podido resistir la llamada del cálido sol de octubre).

Tras haber recogido las de un lado de la valla, continuó con las del otro. Al atravesar el cercado, tropezó, a mitad del camino, con el dormido vagabundo. La sorpresa le produjo un pequeño sobresalto; pero en su sobrecogimiento no había el menor temor. Se paró, contempló un largo rato al hombre tendido, y, ya iba a dar media vuelta, cuando éste se agitó y movió su mano entre los terrones. La niña se dio cuenta de que el sol le daba al durmiente en pleno rostro y que las moscas, zumbando, le acosaban. Sus rasgos adquirieron una expresión de tierna solicitud y durante unos instantes se preguntó qué podía hacer; después, avanzó de puntillas hasta ponerse al lado del hombre dormido, interpuso su sombrilla entre el sol y él, y espantó las moscas. Al cabo de un momento, se sentó resueltamente a su lado para estar más cómoda. Pasó una hora. De vez en cuando, trasladaba su pequeña sombrilla de la mano cansada a la otra… Al principio, el durmiente había continuado removiéndose; pero una vez liberado de las moscas y protegido del sol, se tranquilizó y cesaron sus movimientos. Sin embargo, en varias ocasiones asustó a la niña; la primera, bruscamente y sin el menor aviso. El hombre, angustiado por algún sombrío sueño, había murmurado: «¡Dios! ¡Qué profundo es! ¡Qué agujero!». Aunque algunos ligeros temblores sacudieron su sombrilla, la niña, sobreponiéndose a la emoción, continuó su tarea de ángel guardián voluntario.

Poco después se produjo un rechinar de dientes. Parecía que el hombre era presa de un dolor atroz; sus dientes se apretaban uno contra otro de modo tan terrible que parecían ir a estallar en pequeños fragmentos… Un poco más tarde, todos los miembros del pordiosero se pusieron rígidos. Sus manos se crisparon y sus rasgos adquirieron una expresión de salvaje resolución, que le inspiraba su pesadilla; algún horror que se le presentaba en sueños hizo que temblaran sus párpados, que parecían a punto de abrirse; sus labios se movieron y murmuraron:

—¡No! ¡Por Dios! ¡No! ¡No quiero hacer de cordero!

Sus labios se inmovilizaron por un momento y volvieron luego a agitarse:

—¡Sucio guardián! ¡Podrás maniatarme, hacerme pedazos, pero de mí no has de sacar sino sangre! ¡Es todo lo que en este agujero tú y los tuyos habéis sabido sacarme!

El hombre, después de ese estallido, prosiguió apaciblemente su sueño. La niña, mientras tanto, continuaba manteniendo encima de él su pequeña sombrilla; miró después, con asombro mezclado de temor, al ser hirsuto y sucio que dormía a sus pies y trató de situar el fenómeno en lo poco que conocía de la vida. A sus oídos llegaban gritos de hombres, el paso de caballos sobre el puente y el chirrido de carretas cargadas con mucho peso. Hacía un caluroso día de verano californiano, sin la menor brizna de aire. En el azul del cielo flotaban a la deriva ligeros grumos nubosos; pero, hacia el oeste, espesas nubes anunciaban lluvia. Una abeja dejaba oír su zumbido y se acunaba suavemente en el aire al lado de la niña. Las llamadas de la codorniz llegaban desde lejanos montes; y, proveniente de los campos próximos, llegaba la canción de la alondra. Ross Shanklin, sordo a estos sonidos, continuaba durmiendo; Ross Shanklin, el vagabundo, el proscrito, el ex presidiario 4379; el ser rudo, indomable, que había desafiado a sus guardianes y sobrevivido a las peores brutalidades.

Natural de Texas, pertenecía a esa vieja raza de pioneros siempre tan tenaces, firmes y obstinados; pero había tenido la suerte de espaldas. A los diecisiete años había sido detenido por un robo de siete caballos —del cual era inocente— y condenado a catorce años de prisión. Esa pena, exagerada en cualquier circunstancia, lo había sido todavía más en un caso como el suyo en que no se había podido esgrimir contra él ningún antecedente. Incluso las gentes que le consideraban culpable habían estimado que dos años era sobrado castigo para un adolescente. Pero el fiscal general del condado, que cobraba de acuerdo a las condenas que conseguía, había encontrado siete cargos contra él, lo que le garantizaba siete primas. Dicho de otra manera, ese digno magistrado valoró en un puñado de dólares doce años de la existencia de Ross Shanklin.

El desgraciado había llevado desde entonces una vida infernal. Se había evadido varias veces del penal; lo habían vuelto a capturar y había padecido no pocos tormentos. Colgado de una cuerda, le habían azotado hasta hacerle perder el conocimiento; reanimado de nuevo, le habían vuelto a azotar. Había permanecido noventa días seguidos en el fondo de una mazmorra y había conocido los tormentos de la camisa de fuerza.

El Estado había alquilado para perseguirle a unos traficantes de carne humana; perros sabuesos siguieron su pista por pantanos cenagosos; por dos veces fue herido a tiros. Durante seis años seguidos tuvo que cortar en una penitenciaría cuerda y media diaria de bosque; tanto si estaba enfermo como con salud debía cumplir tan dura tarea porque si no le esperaban las disciplinas de plomo o la cuerda de nudos.

No hace falta decir que este régimen no había dulcificado el temperamento de Ross Shanklin. Se había burlado de todo, había odiado, jurado, deshonrado, desafiado a Dios y al Diablo. Había visto a presidiarios tan maltratados por sus guardianes, que quedaron enfermos o idiotas para el resto de sus días. Había visto a otros —sus propios compañeros de celda— que, empujados al crimen por la brutalidad de sus carceleros, subían al cadalso maldiciendo a Dios. Una vez se refugió en una guerrilla, en donde once presidiarios cayeron abatidos por las balas de fusiles y revólveres. Había participado en un motín en el que trescientos forzados, en el patio de la cárcel y con las ametralladoras apuntándoles, habían sufrido que los brutos que les guardaban les recordasen el deber de la disciplina a golpes de pico.

Había conocido todas las infamias de la crueldad humana, y de todas estas pruebas consiguió salir sin doblegarse. Había odiado al mundo entero y luchado sin parar; hasta que, por fin, con el corazón lacerado, respirando brutalidad y ansias de venganza, vio lucir el día de su libertad. Se le arrojó a la calle con un peculio de cinco dólares que representaba años de trabajo infernal en el que se había dejado lo mejor de su vida… Y en el curso de los años que siguieron trabajó poco. Detestaba y despreciaba el trabajo. Había recorrido los caminos reales, mendigado y robado al azar de las circunstancias, y había cogido las mayores borracheras siempre que se le presentó la ocasión.

 

La niña le estuvo mirando hasta que se despertó. Igual que las fieras, todo su ser tomó conciencia de sí mismo en cuanto abrió los ojos. La primera cosa que percibió fue la sombrilla, interpuesta de manera tan extraña entre él y el cielo. No se sobresaltó ni se movió, aunque todo su cuerpo pareció tensarse ligeramente. Su mirada descendió a lo largo del mango de la sombrilla, se detuvo en los pequeños dedos que la sostenían y, después, se trasladó del brazo de la niña a su cara. Lanzó sobre la niña una mirada directa y penetrante, sin el menor movimiento de los párpados; ésta, al cruzar sus ojos con los de él, sintió que temblaba bajo el brillo de esas pupilas frías, inexorables. Sus ojos escrutadores eran verdaderos ojos de presidiario, los ojos de un hombre que había aprendido a hablar poco, hasta casi olvidar el uso de la palabra…

—¡Bueno! —dijo por fin, sin hacer el menor esfuerzo por cambiar de posición—. ¿A qué juegas, pequeña?

Su voz, desabrida y cascada, que se había endurecido con las primeras palabras, se dulcificó después, como si obedeciera a un débil sentimiento de benevolencia olvidado desde hacía mucho tiempo…

—Buenos días —respondió ella—. No juego; le daba a usted el sol en la cara y mamá recomienda que no se duerma nunca a pleno sol.

El timbre dulce y claro de la niña sonaba agradablemente a sus oídos y se extrañó de no haberse dado cuenta hasta entonces de ese detalle de las voces infantiles. Se irguió poco a poco hasta quedar sentado y la contempló durante largo rato. Comprendía que tenía que decir algo, pero a él las palabras le salían con dificultad.

—Espero que haya dormido bien —dijo gravemente la pequeña.

—¡Eso, por supuesto! —respondió él sin dejar de mirarla, estupefacto por su grácil fragilidad y la delicadeza de su tez.

—¿Cuánto hace que tenías ese cacharro encima de mi cabeza?

—¡O… oh! —exclamó ella, reflexionando—. Desde hace mucho, mucho tiempo. Ya empezaba a creer que no se iba a despertar nunca.

—¡Y yo, pequeña, al verte, te he tomado por un hada!

Se alegró en su fuero interno de esa entrada en materia.

—¡Oh, no! ¡Yo no soy un hada! —dijo ella, sonriente.

La vista de los pequeños dientes de la niña, blancos, inmaculados y tan bien alineados, le conmovía…

—Hacía simplemente con usted el papel de buen samaritano —añadió ella.

—¡Vaya, no he oído hablar jamás de ese señor!

Como desde su adolescencia no se había vuelto a encontrar frente a frente con un niño, tenía que darle muchas vueltas a la cabeza para encontrar tema de conversación.

—¡Habráse visto, no saber quién es el buen samaritano! Entonces, ¿no sabe historia sagrada? En aquellos tiempos un hombre partió para Jericó…

—¡Hombre! ¡Yo creo que conozco ese pueblucho!

—¡Ah! ¡Ya me había imaginado yo que a usted le gustaba viajar! —exclamó ella, dando palmadas—. Quizá, hasta ha visto el lugar mismo…

—¿Qué lugar?

—¡Cuál va a ser! El lugar donde él cayó en manos de unos ladrones, que lo dejaron por muerto en el camino. Y entonces llegó el buen samaritano, le curó las heridas con vino y aceite… ¿Usted cree que el aceite era de oliva?

Movió lentamente la cabeza:

—¡Aah… ya veo que lo que quieres es ponerme en apuros, pequeña! ¡No tengo ni idea! El aceite de oliva es con el que guisan los «macarronis»; yo nunca he oído decir que sirviese para reparar cabezas abiertas.

Ella reflexionó un momento:

—Bueno, nosotros también empleamos aceite de oliva para guisar. Somos entonces «macarronis». No sabía lo que eso quería decir; creía que era una palabra en jerga.

—Y el buen samaritano le puso aceite en la cabeza —repitió el vagabundo, mascullando la frase como para evocar antiguos recuerdos—. Me parece recordar que un pastor me largó unas palabras sobre ese buen individuo. Pero sabes, pequeña, lo he buscado durante toda mi vida sin encontrarlo nunca. No, ya no existen samaritanos.

—¿Y yo? ¿No hago yo ahora de buen samaritano? —preguntó la niña con viveza.

La miró un instante asombrado. Sus orejas eran transparentes. Admiró la delicadeza de su tez, el azul de sus ojos, el oro de sus cabellos que los rayos del sol hacían resplandecer. Le sorprendía su fragilidad. Imaginó lo fácil que sería destrozar aquel pequeño ser, y su vista se dirigió al punto a su propia mano nudosa, enorme como una pata de animal, para pasar a la manita de la niña, por la que casi se veía circular la sangre. Conocía la fuerza de sus músculos y todas las artes que los hombres emplean para maltratar a sus semejantes. En realidad su ciencia terminaba ahí y, de momento, su cerebro trabajaba en terreno familiar. Era la manera que tenía este paria de valorar la extraña belleza de la niña. Pensó en el modo de agarrar esos pequeños dedos —¡bah, no haría falta apretar mucho!— para reducirlos a papilla. Pensó en los puñetazos que había asestado sobre cabezas que quedaron con los cráneos hundidos, y se dijo a sí mismo que el más flojo de ellos habría aplastado aquella bella cabecita como si fuese una cáscara de huevo. Una mirada a sus pequeños hombros y a su débil talle le bastó para estar seguro de que, empleando las dos manos, podría descuartizarla…

—Entonces, ¿no hago yo ahora de buen samaritano? —repetía ella con insistencia.

 

El sonido de la voz le hizo volver en sí… o, mejor dicho, le hizo escapar —pues de eso se trataba— de sus abismos íntimos. Tenía gran interés en proseguir la conversación; hasta temía que acabara:

—¿Qué…? —respondió—. ¡Ah, sí! ¡Desde luego que haces de buen samaritano, aunque no tengas aceite de oliva!

Después, el pensamiento que le había pasado por la cabeza le hizo añadir:

—Pero, ¿no tienes miedo, pequeña?

Ella le miró sin comprender:

—Sí, tengo miedo de… mí misma —añadió turbada.

Y soltó una alegre carcajada.

—Mamá siempre me aconseja que no tenga miedo de nada. Dice que si se es bueno y no se piensa sino en el bien de los demás, también los demás serán buenos.

—¿De verdad? ¿Solo pensabas cosas buenas de mí cuando me protegías del sol? —preguntó maravillado.

Ella le confesó:

—Solo me resulta difícil pensar bien de las abejas y de los bichos que se arrastran.

—Pero hay algunos hombres que son tan malos como los reptiles —insinuó él.

—Mamá dice que no, que no hay nadie malo de por sí.

—¡Bah! —afirmó el otro triunfalmente—. ¡Apuesto a que cierra la puerta por la noche con doble candado!

—Está equivocado; no lo hace. Mamá no teme a nada. Por eso me deja jugar sola aquí fuera cuando tengo ganas. Mire, el otro día entró un ladrón. Mamá subió directamente a su habitación y lo sorprendió allí. ¿Quién cree que era? Pues un pobre que tenía hambre. Fue a la cocina y le trajo un montón de comida; después le ha encontrado trabajo.

¡Ross Shanklin no salía de su asombro! ¡Este nuevo aspecto de la naturaleza humana le parecía inconcebible! El destino le había obligado a vivir en un mundo de sospecha y de odio, de fechorías y de maldad. Cuando deambulaba de noche por las calles de las ciudades veía cómo escapaban los niños al verle y, chillando de miedo, se refugiaban junto a sus madres; las mujeres mismas, cuando pasaba por las callejuelas ante sus puertas, retrocedían de modo instintivo.

La niña, que daba palmadas y gritaba alegremente, le sacó de su estupor:

—¡Ya sé quién es usted! Es usted un hombre raro, un amante de la naturaleza. ¡Por eso dormía sobre la yerba!…

Saboreó la ironía inconsciente de la niña y contuvo la risa a duras penas…

—¡Eso son los vagabundos, los pordioseros: gente a la que le gusta el aire libre! —prosiguió—. A menudo me lo había preguntado. A mamá le gusta la vida al aire libre. Yo duermo por la noche bajo la galería, y ella también. Está usted en nuestra finca. Habrá tenido que saltar la valla. Eso me lo deja hacer mamá cuando me pongo lo que ella llama ropa de escalar; pantalones cortos, sabe usted… Pero quiero decirle una cosa; uno no sabe nunca cuándo ronca, porque está dormido. ¡Pero usted hacía algo peor; rechinaba los dientes, y eso está mal! Antes de dormirse, todas las noches, tiene que decirse a sí mismo: «¡No voy a rechinar los dientes! ¡No voy a rechinar los dientes!». ¡Y así, sin parar, hasta que pierda la costumbre!

»Los malos modos son siempre costumbres. Los buenos también. Y de nosotros depende que nuestras costumbres sean buenas o malas. Mire, yo tenía la manía de fruncir las cejas, lo que me llenaba la frente de arrugas. Mamá me recomendó que me quitara esa costumbre y me explicó que cuando plegaba las cejas y la frente es que había pliegues en mi cabeza, y que era malo tener recovecos en la mente. Me alisó después las cejas y la frente con su mano y me dijo que mis pensamientos tenían siempre que estar así de lisos; que mi cabeza tenía que estar igual de lisa por dentro que por fuera. Y si usted supiera, ¡ha sido la mar de fácil! ¡Hace ya muchísimo tiempo que no frunzo las cejas! He oído decir que uno podía limar sus dientes sin más que pensar en ello; pero yo no lo creo y mamá tampoco.

Después de haber soltado esa perorata de una sola tirada, se paró para tomar aliento. El hombre callaba; tal torrente de palabras le había dejado desconcertado. Además, dormir con la boca abierta, como los borrachos, le había dado mucha sed. Pero antes que perderse uno solo de estos preciosos instantes, prefería soportar el tormento de su paladar y su garganta apergaminados. Pasó la lengua por sus secos labios y, al fin, logró articular:

—¿Cómo te llamas, pequeña?

—Jane.

En la mirada de ella había una pregunta que no tuvo necesidad de formular:

—Y yo… Ross Shanklin —dijo espontáneamente, dando, por primera vez desde tiempo inmemorial, su verdadero nombre.

—Supongo —continuó la niña— que habrá viajado usted mucho.

—¡Desde luego que sí; pero no tanto como hubiera querido!

—Papá siempre quería viajar, pero tenía demasiado trabajo en su oficina. Nunca tenía distracciones. Pero una vez, cuando yo nací, fue a Europa con mamá. Los viajes cuestan mucho.

Ross Shanklin no sabía exactamente si sumarse o no a esa opinión. Ella le robó la idea que iba a expresar:

—Pero los vagabundos no necesitan mucho dinero para viajar. ¿Por eso tú lo eres?

Hizo seña de que sí con la cabeza, y humedeció de nuevo sus labios…

—Mamá dice que es muy triste que los hombres tengan que andar por los caminos buscando trabajo. Pero en el campo hay trabajo. Todos los granjeros del valle necesitan obreros. ¿Usted ha trabajado?

Negó con la cabeza, reprochándose a sí mismo que le avergonzase confesarlo. Era refractario al trabajo y cuanto más lo pensaba más se convencía de que tenía razón al despreciarlo. Pero ese pensamiento fue ahuyentado por otro. Esta graciosa criatura era hija de un hombre; una de las recompensas que tiene el trabajo.

—Me gustaría mucho tener una hija como tú —exclamó, emocionado de pronto al sentir despertar el instinto de paternidad, tan nuevo para él…—. ¡Sí, por una cosa así me rompería las manos… haría lo que fuese!

Ella adquirió un aire preocupado y le miró con toda la gravedad que requería el caso:

—¿Entonces, no está usted casado?

—Ninguna mujer quiere saber nada de mí.

—¡Oh, sí! Seguro que encontraría si…

No insistió para no humillarlo, pero se limitó a dirigir sobre su persona una mirada que evidenciaba su reprobación por la suciedad y los harapos…

—¡Anda, sigue —le gritó—, no cortes tan bonito sermón! ¡Échamelo en cara! Si me lavase, ¿eh? Si llevase ropa limpia. Si fuese correcto… Si tuviese una situación estable… Si, en definitiva, no fuese quien soy.

Ella aprobaba cada una de estas frases con un signo de cabeza. Él continuó apresuradamente:

—¡Pues yo no soy de esa clase! ¡Soy un don nadie, un vagabundo y no quiero trabajar; eso es todo! ¡Y la suciedad me gusta!

La niña le respondió con una expresión llena de reproche:

—¿Entonces era una broma lo que decía hace un momento de que le gustaría tener una hija como yo?

Esa ingenua respuesta le dejó sin voz, porque el nuevo instinto que acababa de despertarse en él respondía a un deseo profundo de su conciencia.

La niña notó su apuro y, con espontánea delicadeza, intentó cambiar de conversación:

—¿Usted cree en Dios? —preguntó.

—Yo jamás me lo he tropezado. Y tú, pequeña, ¿qué piensas de Él?

Su respuesta fue un tanto colérica. Mostraba su total desaprobación.

—Es usted un hombre muy extraño y que se sube muy pronto a la parra —dijo ella—. Jamás había visto a nadie encolerizarse tan pronto a propósito de Dios, el trabajo o la propiedad.

—¡Dios! ¡Pero si nunca ha hecho nada por mí! —murmuró en tono rencoroso. Por su mente pasaban los largos años de trabajo embrutecedor en los campos de forzados y en las minas…—. ¡Y no quiero más trabajo!

Se estableció un silencio embarazoso.

La contemplaba como paralizado por esa súbita sed de amor paternal, enfadado consigo mismo por su mal humor y dándole vueltas a la cabeza para encontrar algo que decirle. La mirada de la niña se perdía a lo lejos en las nubes, mientras él la devoraba con los ojos. Alargó torpemente el brazo y, disimuladamente, rozó con su sucia mano el volante de su vestido. Creía contemplar la cosa más maravillosa del mundo… Desde el monte seguía llegando el canto de la codorniz, y el ruido que las segadoras-agavilladoras hacían allá abajo en los campos pareció aproximarse de pronto. Una profunda soledad le oprimía:

—¡Yo no quiero nada… yo no sirvo… para nada! —masculló de repente con voz estrangulada.

Salvo por la expresión de sus ojos azules, la niña parecía indiferente a las palabras del hombre. El silencio era más embarazoso que nunca. Él hubiera dado el mundo entero simplemente por posar sus labios en la franja del vestido sobre la que reposaba su mano. Pero tenía miedo de asustar a la niña. Trataba de decir algo, pasaba la lengua por sus labios apergaminados y procuraba en vano articular una frase. Finalmente acabó declarando…

—No estamos aquí en el valle de Sonoma, sino en un país de hadas. ¡Y tú eres un hada! ¿Me he dormido en pleno ensueño? Me gustaría mucho poder responder a eso. Tú y yo no sabemos de qué hablar porque, como eres un hada, desconoces el mal, mientras que yo pertenezco al mundo de los ruines, de los malvados.

Después de este esfuerzo oratorio de cortos vuelos, se quedó boquiabierto, como un pez fuera del agua.

—¡Oh! —exclamó la niña mientras aplaudía—. Me tiene que hablar del mundo de los ruines, de los malvados. Me muero de ganas de saber lo que es eso.

La miró muy sorprendido. Recordaba los desechos humanos que había encontrado en los bajos fondos. ¡No, esta niña no era un hada! Era una criatura de carne y hueso. La posibilidad del mal existía en ella y podía destruir su existencia; al igual que había surgido en él a la edad en que le amamantaba su madre… ¡Y la ingenua niña ardía en deseos de saber!…

—¡No! —dijo en tono superficial—. El hombre que tienes delante y que viene del mundo de los ruines y los malvados no te contará nada de eso. Te hablará, por el contrario, de las cosas buenas de ese mundo. Va a hablarte de lo mucho que le gustaban los caballos cuando era joven, del primer caballo que montó y del primer caballo que tuvo. ¡Sabes, los caballos no se parecen a los hombres, son mucho mejores que ellos! El caballo es limpio y sano… de la cabeza a la cola. Y voy a confiarte una cosa, mi pequeña hada: no hay nada mejor en el mundo que hablarle al caballo de uno, tras la fatigosa cabalgada de todo un día, y ver cómo se levanta rápido al oír la voz de su amo, por muy agotado que esté el pobre animal, y sigue el camino valientemente, renqueando… ¡Los caballos! ¡A mí que me hablen de caballos! ¡Para mí no hay otra cosa! ¡Estoy loco! ¡Claro que sí! ¡En tiempos yo fui «cow-boy»!

La niña batió las palmas gozosamente y el ardor de su curiosidad juvenil hizo brillar en sus ojos una llama de alegría.

—¡Un cow-boy! ¡Un cuidador de caballos de Texas! ¡Con las ganas que he tenido siempre de ver uno! Un día oí decir a papá que los cow-boys tenían las piernas arqueadas. ¿Las tuyas son así?

—¡Claro que fui cow-boy! —respondió—. ¡Pero de eso hace siglos! Sí que es verdad que tengo las piernas un poco arqueadas. Cuando se es joven y se tienen los huesos blandos, no se puede estar siempre a caballo sin que las piernas se tuerzan un poco, ¿comprendes, pequeña? Y cuando yo empecé apenas tenía tres años; y, además, con un caballo de tres años que apenas estaba domado. Tenía que llevarlo junto a una cerca, trepar por ella y, desde lo alto, dejarme caer sobre el lomo del caballo. Era un «pinto», un verdadero demonio saltando y dando coces. Pero yo hacía de él lo que quería. Estoy convencido de que sabía que yo no era más que un crío. ¡Hay caballos que saben mucho más de lo que uno se piensa!

 

II

 

Ross Shanklin se expansionó a su gusto durante media hora sobre sus recuerdos ecuestres, sin olvidar la alegría suprema que experimentaba al contacto de su mano con el vestido de la niña… El sol descendía lentamente hacia el horizonte, el canto de la codorniz se hacía más insistente y el ruido de las carretas vacías que pasaban incesantemente por el puente, más sonoro. De pronto, se oyó una voz de mujer:

—¡Jane! ¡Jane! ¿Dónde estás, querida?

La niña respondió: «Estoy aquí». Y Ross Shanklin vio a una mujer, que llevaba un vestido de tela ligera, salir del bungalow y pasar la cerca. Era una mujer joven, esbelta y bonita, de andar tan ondulante que a los ojos extasiados del mendigo le parecía una sílfide flotando en el aire.

—¿Qué es lo que has hecho en toda la tarde? —preguntó a la niña al llegar junto a ellos.

—He estado charlando, mamá —respondió la niña—. Ha sido muy divertido.

Ross Shanklin se había levantado rápidamente y permanecía de pie, atento y molesto. La niña se agarró a la mano de su madre. Esta, por su parte, volviéndose hacia el hombre, le dirigió una mirada franca, en la que se leía una bondad casi fraternal —algo completamente nuevo para él.

«Esta es una mujer que no tiene miedo», se dijo para sus adentros. ¡No había en esa mirada ni sombra de la timidez que leía de ordinario en los ojos de otras mujeres! Y se daba perfectamente cuenta de que su mirada rehuía aquellas pupilas claras, del avergonzado aspecto que tenía frente a tal pureza:

—Buenas tardes —le dijo ella con voz dulce y natural.

—Buenas tardes, señora —respondió al saludo, consciente de la entonación ronca y pastosa de su voz.

—¿Y también usted ha pasado un rato interesante?

La mujer le sonrió amablemente.

—¡Desde luego, señora! Le estaba hablando de caballos a su hija…

—¡Sabes, mamá, ha sido cow-boy! —gritó la niña.

La madre dirigió al hombre una sonrisa de agradecimiento y envolvió a su hija en una cariñosa mirada. Por la mente de Ross Shanklin pasó entonces un pensamiento generoso. Qué horrible sería hacer daño a dos seres tan simpáticos. Llegó incluso a desear que les amenazase algún terrible peligro, para poder defenderlas con todas sus fuerzas hasta la muerte.

—Vamos, querida. Se hace tarde. Volvamos.

 

Tuvo unos segundos de vacilación y dijo a Ross Shanklin, mirándole:

—¿Quiere usted comer alguna cosa?

—¡No, señora! Se lo agradezco lo mismo, señora, pero no tengo hambre.

—Entonces, Jane, di adiós al señor —indicó a su hija—. Adiós, señor.

Tendiendo la mano y con un brillo travieso en los ojos, dijo la niña:

—¡Adiós al señor que viene del mundo de los ruines y los malvados!

El contacto de aquella mano, que apretaba la suya, era para él la coronación de una aventura maravillosa.

—¡Adiós, pequeña hada! —murmuró—. ¡Vamos! ¡Yo también tengo que irme!

Pero no se resignaba a marcharse. Con la mirada fija vio cómo la aparición se esfumaba tras la cerca. Y, de pronto, el día le pareció vacío. Con aire indeciso paseó la mirada en torno suyo; después, escaló la cerca, franqueó el puente y marchó camino adelante con paso cansino. Caminaba soñando, sin preocuparle nada, ni dónde ponía los pies ni a dónde le conducían sus pasos, tropezando a veces en las polvorientas rodadas.

Hasta uno o dos kilómetros más lejos, en una encrucijada, no volvió a la realidad. Vio ante él una taberna; se paró y la examinó un momento; se relamió los labios, metió la mano en uno de los bolsillos de su pantalón y palpó una pieza solitaria:

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Dios mío!

Tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse; pero pasó de largo y prosiguió su camino.

Llegó a una gran finca, una explotación importante a juzgar por el aspecto imponente de la vivienda y el número de graneros y dependencias. Bajo la galería, fumando un puro y en mangas de camisa, estaba el granjero, hombre de edad media y mirada viva:

—¿No tendrá trabajo para mí? —preguntó Ross Shanklin.

Mirándole apenas, el hombre respondió:

—¡Un dólar por día y la comida!

Ross Shanklin tuvo un pequeño sobresalto, y, tomando valor añadió:

—Sé vendimiar o lo que haga falta. ¿No tendrá un empleo fijo para mí en una finca tan grande? Entiendo de caballos; casi he nacido a lomos de ellos. Sé conducir un tiro de caballerías, labrar, criar cualquier animal y todo lo que se puede hacer con un jamelgo.

El otro lo recorrió de pies a cabeza con mirada incrédula y concluyó:

—¡Pues no se diría!

—Puede ser. Pero no me juzgue por mi aspecto. Todo lo que le pido es que me ponga a prueba. Le prometo que sabré cumplir mi trabajo.

El granjero reflexionó un instante, echó una mirada inquieta a un banco de nubes tras el que acababa de ocultarse el sol, y declaró:

—¡Está bien! Necesito un carretero; le cojo a prueba. ¡Vaya a comer con los muchachos!

La voz se le ahogó a Ross Shanklin en su seca garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para responder:

—¡Gracias, no se arrepentirá! ¿Dónde puedo echar un trago de agua y lavarme un poco?





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