Breviario
La falla de Paul Bowles
Matthew Sharpe
El Malpensante N° 41
Septiembre 16- Octubre 31 de 2002
Cuando le preguntaron cómo le gustaría pasar sus vacaciones de verano, el hijo de dieciséis años de Libby Holman, una amiga de Paul Bowles, respondió: “Quiero ir a África con Paul Bowles a que me corten la lengua”. El muchacho se refería al relato breve más famoso de Bowles, “Episodio lejano”, en el que un lingüista estadounidense viaja al Sahara con el propósito de aprender la lengua de cierta tribu nativa, sólo para descubrir que no puede hablarse lengua ninguna sin lengua en la boca. Bowles decía que había escrito este y otros relatos tras leer transcripciones de los mitos de los aborígenes norteamericanos y decidir que quería “inventar mis propios mitos, adoptando el punto de vista de la mente primitiva. La única manera que se me ocurrió de simular ese estado fue el viejo método surrealista de abandonar el control consciente y escribir cualesquiera palabras que salieran de la pluma”. En otras palabras, Bowles partió de la premisa de que la “mente civilizada” —es decir, la mente de Paul Bowles, hijo de un dentista de Queens— contenía, como una especie de substrato, la indiferenciada “mente primitiva”, cuyo punto de vista el hijo del odontólogo podía “adoptar”, cual si de un expósito se tratara, mediante un sospechoso truco de salón.
La explicación de Bowles sobre su proceso no le resta fuerza ni belleza a “Episodio lejano” ni a sus otros relatos o novelas, pero sí pone de presente lo irritante que casi siempre resulta que los escritores hablen de su propia obra. Más aún: el relato, el proceso por el cual Bowles asegura haberlo escrito y la reacción ante aquel del joven de dieciséis años sirven para esclarecer el no tan llamativo “punto de vista” de Bowles y de la generación postbélica de seudoartistas bohemios y hippies pequeñoburgueses a quienes inspiró.
Si no se la mira de cerca, la historia personal de Bowles es atractiva. En 1929, a los diecinueve años, Paul, aburrido tras su primer año en la Universidad de Virginia, echó un carisellazo para decidir entre irse a París y suicidarse. Por suerte para él —si no para nadie más— salió cara. En París conoció a Aaron Copland y se convirtió en su protegido musical. Pasó aproximadamente los siguientes treinta años realizando largos y frecuentes viajes, la mayoría de ellos a lugares del norte de África, de Centro y Suramérica y del subcontinente asiático en los cuales pocos estadounidenses o europeos habían estado. En los años treinta se afilió al Partido Comunista de los EE.UU. y, bajo los auspicios del Proyecto Federal para el Teatro, de Roosevelt, compuso música para obras escritas o dirigidas por luminarias de la talla de Orson Welles, William Saroyan y Clifford Odets. A todo lo largo de los años treinta, cuarenta y cincuenta siguió siendo solicitado como músico, oficio para el cual se inspiraba en fuentes tan diversas como Igor Stravinsky, música autóctona marroquí y grifos goteantes. Durante la adolescencia había tenido sus escarceos con la escritura creativa, y a finales de los cuarenta escribió una novela titulada El cielo protector, que se trataba de dos estadounidenses ricos y carentes de afecto que cumplen un exótico y románticamente terrible sino en el Sahara. Fue un gran éxito de ventas. Continuó escribiendo una cantidad prodigiosa de música y narrativa y siguió haciendo frecuentes y amplios viajes hasta comienzos de los sesenta, cuando la enfermedad de su esposa, la novelista Jane Bowles, lo forzó a radicarse en Tánger. Tánger fue su hogar hasta su muerte en noviembre del año 2001.
Si sí se la mira de cerca, la historia personal de Bowles no es atractiva. Sus viajes no eran tan bohemios como los pinta la mitología que surgió a sus expensas. Viajaba con una barbaridad de impedimenta. De un viaje que hizo con Jane contaba haber trasteado con “pesados baúles de ropa y dieciocho maletas grandes”. Adondequiera que iba contaba con un chofer y criados de todas las especialidades. De su permanencia en Taprobana, una isla que compró frente a las costas de Sri Lanka, hizo un comentario típico de él: “Tan pronto conseguimos al cocinero que era, la vida se tornó agradable”. Nada hay de inherentemente malo en viajar siendo rico. Yo lo haría, de serlo. Y viajar sin cocinero ni camarera ni chofer ni valet ni piano vertical ni una docena de trajes cruzados no garantiza que se experimente de manera menos indirecta el ambiente del lugar adonde uno haya ido. Pero viajar con todo lo enumerado hace que la adopción “del punto de vista de la mente primitiva” resulte más bien perversa. La manera de viajar de Bowles pone de relieve la falsedad de la nostalgia de boue [nostalgia del lodo] que se percibe en buena parte de su obra de ficción. Sus novelas y relatos están llenos de líricas descripciones de paisajes, así como de prodigiosos —y, con frecuencia, inquietantes— atisbos psicológicos, pero los escenarios que siempre representa como exóticos o mágicos son los terruños de quienes allí viven, y es improbable que esas personas se consideren a sí mismas una escenografía colorinesca para las telenovelas y los dilemas morales que viven sus ociosos y acaudalados visitantes angloestadounidenses.
En cuanto al vínculo de Bowles con el Partido Comunista, fue algo de índole casi exclusivamente estética, por decir lo menos: “Tratábamos de compensar nuestra falta de devoción por el marxismo-leninismo viendo todas las películas rusas que se proyectaban en Nueva York”. Logró colarse en el Proyecto Federal para el Teatro y se abrió paso hábilmente hacia la notoriedad pública para convertirse en el prototipo de la diva de la opulencia.
La autobiografía de Bowles, Sin parar, es la causa de gran parte de la irritación expresada en esta necrología. Es un libro tediosamente episódico que se mueve entre anécdotas siempre tal vez ya contadas, en el que alguien suelta nombres como un conejo soltaría sus cagarrutas y que ofrece atisbos retrospectivos tan enjundiosos como éste: “[Marcel Duchamp] era un hombre suave y tranquilo y, a mi parecer, sumamente inteligente”. El libro es tan a propósito antidramático y es tan poco lo que revela, que su esposa risueñamente lo tituló “Sin hablar”. Pero no todo en Bowles fue malo. Jamás se cansó de grabar en audio música aborigen de África del norte para el Instituto Smithsoniano y transcribió, tradujo y editó buenas novelas y relatos de los escritores marroquíes Mohammet Mrabet y Larbi Layachi. Por su parte escribió libros memorables que reflejaban su particular, trágica visión del mundo y, gracias a sus intrépidas exploraciones del mundo y a sus asociaciones con algunos de los grandes creadores de su época, hizo de su vida una obra de arte. Ojalá lo hubiera hecho con una gota más de autoconciencia.
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