Tras 16 años de silencio, el escritor norteamericano autor de 'La carretera' y premio Pulitzer publica dos obras interconectadas a través de sus protagonistas
Mauricio Bach
5 de noviembre de 2022
El regreso de Cormac McCarthy (Providence, 1933) con ochenta y nueve años y tras dieciséis sin publicar nada –desde La carretera en 2006 y la pieza teatral The Sunset Limited que apareció el mismo año– puede calificarse, por una vez sin exagerar, de acontecimiento literario. Quien está considerado por muchos como el mejor escritor norteamericano vivo reaparece además no con una, sino con dos novelas, que aquí se publican juntas (en EE.UU. aparecen en dos volúmenes independientes). Las dos están interconectadas entre sí por sus protagonistas, los hermanos Bobby y Alicia Western y narran cada una la historia de uno de ellos, tal como sucedía en Franny y Zooey de Salinger.
El pasajero se centra en Bobby en los años ochenta en Nueva Orleans, aunque Alicia está presente en diversos capítulos intercalados en cursiva. Stella Maris está protagonizada por Alicia, diez años antes, durante su internamiento en un psiquiátrico por su esquizofrenia paranoide y la novela consiste en las sucesivas conversaciones con su psiquiatra. Los dos hermanos están unidos por tres elementos: el amor incestuoso no necesariamente consumado; la obsesión por la ciencia y la filosofía, y por último el sentido de culpa que arrastran porque el padre fue uno de los científicos que trabajó con Oppenheimer en el proyecto Manhattan para la construcción de la bomba atómica. Esta dimensión apocalíptica de la humanidad atraviesa ambas novelas.
McCarthy vivió varios años en Europa y recaló una temporada en Ibiza, de modo que conoce ese entorno
El pasajero tiene un doble arranque extraordinario. Primero, en una suerte de brevísimo prólogo, se describe cómo un cazador descubre el cadáver de Alicia, que se ha suicidado. Solo esta página ya justificaría la lectura del libro: es una muestra de la destilada y arrolladora prosa de McCarthy, de estirpe faulkneriana y con un vigor contenido al alcance de muy pocos escritores. Tras el primero de los capítulos dedicados a Alicia (que reproducen sus alucinaciones, rodeada de personajes estrafalarios, y son lo más discutible y cansino de esta novela), el inicio de la historia de Bobby es también impresionante.
Trabaja como buzo de rescate y con un compañero descienden hasta un avión privado que se ha hundido en el mar y descubren en su interior ocho cadáveres. Pero hay un problema: debería haber nueve cuerpos y además la caja negra ha desaparecido. Poco después Bobby recibe la visita de dos presuntos agentes del gobierno que le hacen preguntas, en la prensa no hay ni rastro del accidente aéreo, uno de sus amigos fallece ahogado y él empieza a tener la sensación de que lo persiguen, sin saber nunca por qué.
Es uno de esos arranques atrapalectores, pero no tarda en quedar claro que a McCarthy (en la línea de David Lynch en Twin Peaks ) resolver el misterio no le interesa demasiado. Poco a poco esta trama policiaca se diluye y da paso a la huida del protagonista. Una huida cargada de angustia existencial, ya que acaso logre escapar de sus perseguidores, pero nunca de sí mismo. McCarthy se desliza hacia el territorio de lo kafkiano, de los dramas del absurdo de Harold Pinter, y desemboca en las parábolas cargadas de culpa, pecado y destrucción de Herman Melville o Nathaniel Hawthorne, e incluso, en las páginas finales llegan a asomar ecos bíblicos.
Una curiosidad: la novela acaba en Formentera. Esto tiene una explicación biográfica: en la década de los sesenta del pasado siglo, McCarthy vivió varios años en Europa y recaló una temporada en Ibiza, de modo que conoce ese entorno.
Las continuas referencias científicas y filosóficas vienen porque es patrono del Santa Fe Institute y lleva años conversando con científicos y filósofos
En su fuga, Bobby mantiene largas conversaciones con singulares personajes, como una mujer trans llamada Debussy Fields, un mago reciclado en detective… En ellas asoman disquisiciones científicas (sobre física cuántica) y filosóficas (sobre si es posible conocer la realidad), y hasta una teoría conspiranoica sobre el asesinato de Kennedy. Por momentos parece que estamos leyendo a Pynchon o DeLillo en lugar de a McCarthy.
La incorporación de continuas referencias científicas y filosóficas tiene también una explicación biográfica: el escritor es patrono del Santa Fe Institute y al parecer lleva años conversando con científicos y filósofos, lo cual le ha llevado a meter estos debates –en ocasiones con calzador– en estas novelas, cuya configuración le permite dar rienda suelta a las elucubraciones y disquisiciones.
McCarthy alcanzó su madurez como narrador con Meridiano de sangre y la llamada Trilogía de la frontera a finales del siglo XX y se vio propulsado en una engañosa popularidad (que no buscó y, siempre reacio a conceder entrevistas, intentó esquivar) a principios del XXI con No es país para viejos (llevada al cine por los Coen) y La carretera , novela postapocalíptica que es sin duda la culminación de su carrera (llevada al cine por John Hillcoat). Apunto lo de engañosa popularidad porque nunca ha sido un escritor fácil, como demuestran estas dos crípticas novelas.
Siguen en ellas presentes los elementos definitorios de su literatura: la prosa adusta y afilada, los diálogos sin guion y muchas veces sin acotación alguna para indicar quién habla, el gusto por los climas opresivos, el empeño en indagar en la culpa y el pecado, la violencia (aquí más soterrada, sustituida por la angustia)… Pero estas novelas basculan hacia la reflexión y la especulación –en ocasiones cayendo en la pura divagación– y el interés por explorar la dimensión metafísica del ser humano y las grandes preguntas por el sentido de la vida, temas que ya anunciaba la pieza teatral The Sunset Limited, meditación sobre la fe y el ateísmo. McCarthy apuesta muy alto y avanza en equilibrio sobre el alambre entre lo sublime y lo ridículo.
Sin ser novelas redondas, El pasajero y Stella Maris contienen toneladas de gran literatura, servida por una prosa imbatible muy bien traducida al castellano por Luis Murillo Fort. Los dos hermanos Western huyen, uno físicamente, la otra hacia la locura. Su destino es trágico y solo puede ser redimido por el amor, como deja claro el desolado y bellísimo final de El pasajero.
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