SAMANTA SCHWEBLIN: “LA ESPUMA DE LOS DÍAS”, DE BORIS VIAN, ME IMPULSÓ A ESCRIBIR”
Por Emma Rodríguez
2015
Solemos mirar a las cosas, a las personas, desde los ángulos más cómodos y correctos, pero basta un ligero movimiento, un cambio de posición, para que las percepciones se modifiquen. En los relatos que componen Siete casas vacías Samanta Schweblin consigue alterar los puntos de vista para acceder a zonas de una perturbadora extrañeza. Las piezas que componen el libro con el que la autora argentina se alzó con el IV Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, tienen en común la exploración de los límites entre la normalidad y la locura.
¿Hasta qué punto estamos dominados por los prejuicios? ¿Hasta qué punto las convenciones sociales nos han vuelto seres rígidos, incapaces de ejercer la desobediencia, el desacuerdo, de permitirnos una pequeña pizca de excentricidad? son cuestiones que no podemos eludir al pasar las páginas de un libro cargado de sugerencias, revoltoso por su capacidad para alterar esas zonas de seguridad de la existencia en las que tanto nos gusta refugiarnos y que la protagonista de Salir, una de las piezas, decide hacer saltar por los aires un día en que cierra la puerta de su casa y se aleja sin llaves hacia lo imprevisto (“… Estoy desnuda bajo la bata. Soy consciente del problema, de todo el problema, pero de alguna manera, mi estado, este insólito estado de alerta, me libera de cualquier tipo de juicio…”, piensa cuando se dispone a coger el ascensor).
Así son las situaciones que plantea Schweblin. En el cuento que abre el volumen, Nada de todo esto, una mujer obsesionada por entrar en casas ajenas, se pregunta por la necesidad de acumular objetos y nos lleva a indagar en la desigualdad y en la falsa felicidad que procura la opulencia. El segundo, Mis padres y mis hijos se centra en el pudor ante la desnudez y en el modo en el que las ideas preconcebidas llegan a romper del todo la inocencia, la alegría. La exploración de los prejuicios, de los miedos que provoca el excesivo afán de protección frente a los otros, los ajenos, es el tema de fondo de Un hombre sin suerte y, en cierto modo, también de la pieza más oscura del conjunto, La respiración cavernaria. Las pérdidas y sus huecos, el resquebrajamiento de los núcleos familiares, son pilares sobre los que se sustentan unas historias en las que lo que se cuenta, lo que se muestra, tiene tanta importancia como lo que se calla o se oculta. Unas historias que nos dejan un sabor agridulce y un gran interrogante: ¿No nos estaremos perdiendo lo que de verdad merece la pena? ¿No se nos está escapando ese algo especial que debe haber en la vida?
LAS PÉRDIDAS Y SUS HUECOS, EL RESQUEBRAJAMIENTO DE LOS NÚCLEOS FAMILIARES, SON PILARES SOBRE LOS QUE SE SUSTENTAN LAS HISTORIAS DE «SIETE CASAS VACÍAS», UNAS HISTORIAS EN LAS QUE LO QUE SE CUENTA, LO QUE SE MUESTRA, TIENE TANTA IMPORTANCIA COMO LO QUE SE CALLA O SE OCULTA.
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) hace magia con los silencios y con la ambigüedad. Por eso sus relatos tienen múltiples lecturas y sus casas disponen de distintas puertas de entrada que, en función de la elección que hagamos, nos puede conducir hacia una zona de luz o de penumbra. A ella le encanta jugar con las elipsis, con los espacios en blanco. “Para mí un texto literario es siempre como una pista de coordenadas que no funciona si no hay alguien ahí, dispuesto a seguirlas. Que las cosas no estén escritas en el papel, que las palabras no sean dichas, no quiere decir que no existan, para nada. La información es muy precisa, pero se produce en la cabeza de los lectores”, explica con expresión de niña traviesa. Tal vez por eso –el gesto, el leve mohín de los labios– la conversación no puede abrirse en otra estancia que no sea la de la infancia.
– ¿Recuerdas en qué etapa de tu vida, a qué edad empezaste a escribir tus primeros cuentos? ¿Cómo eras de niña?
– Recuerdo que cuando era chica, y aún no sabía escribir, ya le dictaba pequeños textos a mi madre. Siempre he tenido la pulsión de narrar. Cuando me contaban cuentos, tendía a interrumpir, para seguir la narración a mi manera. Recuerdo que me producía mucha ansiedad pensar en el momento en el que había de producirse el impacto, la explosión final de la historia. De niña era muy observadora. Durante muchos años se me tildó de extremadamente distraída, pero lo que sucedía es que estaba centrada en mi propio mundo. No es que no fuese atenta, sino que mi atención estaba en las cosas no ordinarias.
– ¿Cuáles eran esas cosas no ordinarias que te atraían, cómo fue tu primera formación?
– Pues tuve una formación un tanto extraña porque mis dos abuelos maternos eran artistas plásticos: ella pintaba y él era grabador. Desde muy pronto, entre los ocho y los doce años, me familiaricé con las tintas, los aguafuertes, las prensas. Acudía al taller de mi abuelo, Alfredo de Vincenzo, como una especie de ayudante, y ver a gente adulta trabajando durante horas en algo artístico fue una experiencia muy especial para mí, muy placentera. Me fascinaba y me esforzaba por entender ese mundo en el que yo me quedaba fuera. Aquel era un lugar importante en el mundo artístico de Buenos Aires y allí acudía mucha gente y se discutía de política, de filosofía. Recuerdo haber conocido, por ejemplo, a artistas como Liliana Porter. Fue un ambiente muy enriquecedor para mí y acabó determinando mi relación con la escritura, que siempre ha tenido más que ver con la plástica, con la materia, que con lo intelectual. Siempre he entendido la escritura como un oficio, como una actividad que se desarrolla más en el taller que en la academia. En esto tiene que ver también mi elección por estudiar cine en vez de desarrollar una carrera de letras.
– ¿Crees que escribir es cuestión de oficio? Actualmente vives en Berlín y te dedicas a impartir talleres literarios. ¿Se puede enseñar a escribir?
– Lo que tengo claro es que hay que desacralizar la idea del escritor como genio. La escritura es oficio, sí. Se puede aprender, como todo. La principal búsqueda de un escritor es hallar su mirada especial, una mirada que también hay que desacralizar porque está en cada uno de nosotros. Hay que aprender a mirar al mundo a través de uno mismo y eso se descubre en el proceso del oficio. Junto al aprendizaje estilístico, hay un aprendizaje muy íntimo, muy personal, que hay que estar dispuestos a acometer. A mis alumnos lo que les enseño es que lo que uno escribe en una primera sentada es solo material. Hay que luchar con ese material, asumirlo y entenderlo para sacar de él el mejor cuento posible.
– Empecemos a recorrer tus “casas vacías”. El primer relato puede interpretarse como una crítica muy sutil a las sociedades capitalistas, al bienestar material como prioridad. ¿Hasta qué punto el afán por tener hace que perdamos lo esencial?
– Sí. Las posesiones nos tapan lo verdadero, lo importante en la vida. Los objetos se convierten en extensiones de nosotros que nos condicionan, no de manera consciente. Este cuento, de hecho, partió, de una experiencia personal. Cuando dejé Argentina para irme a vivir a Berlín la mudanza se convirtió en una pesadilla. Me costó mucho dejar atrás objetos muy queridos, que me resultaban imprescindibles, pero no me quedó otro remedio. Y una vez abandonados sentí que experimentaba una exquisita liberación.
HAY QUE DESACRALIZAR LA IDEA DEL ESCRITOR COMO GENIO. LA ESCRITURA ES OFICIO. SE PUEDE APRENDER, COMO TODO. LA PRINCIPAL BÚSQUEDA DE UN ESCRITOR ES HALLAR SU MIRADA ESPECIAL, UNA MIRADA QUE TAMBIÉN HAY QUE DESACRALIZAR PORQUE ESTÁ EN CADA UNO DE NOSOTROS. JUNTO AL APRENDIZAJE ESTILÍSTICO, HAY UN APRENDIZAJE MUY ÍNTIMO, MUY PERSONAL, QUE HAY QUE ESTAR DISPUESTOS A ACOMETER.
– Las normas sociales, esos pudores y prejuicios aceptados, con los que tanto nos cuesta romper, están en el sustrato del segundo relato, Mis padres, mis hijos y también en El hombre sin suerte. Son dos piezas muy potentes, capaces de sacarnos de nuestras zonas de confort.
– Sí. La verdad es que todos tenemos un anhelo por respetar y ser parte de los códigos sociales, de lo que se entiende por normalidad. Pero la normalidad no existe, es una convención, un espacio al que nos aferramos y que en realidad lo que hace es recortarnos, limitarnos, obligarnos a aceptar normas, mandatos colectivos, familiares. Si algo me apetece recalcar en mis relatos es que cada uno de nosotros somos seres especiales, únicos, y, al mismo tiempo, sacudir los prejuicios de los lectores. En el primer cuento que citas, los abuelos, considerados los locos de la historia, son los portadores de la inocencia, al igual que los niños. En un momento el narrador los observa y capta toda la alegría, toda la pureza que hay en ellos, en sus acciones. En el segundo, El hombre sin suerte, los miedos están en la mente de los lectores. No podemos saber las intenciones reales del extraño que se va a pasear con la niña. Yo simplemente me limito a dibujar los actos, las escenas, sin emitir ningún tipo de juicio. Parto de situaciones que demuestran hasta qué punto los adultos estamos entrenados para ser malpensantes, para cumplir en todo momento el pacto de la normalidad. Distancia de rescate, mi primera novela, aunque en realidad es un relato largo, también afronta estos asuntos. Nos dedicamos a cuidar, a educar, a proteger, a formar, pero esto también implica deformar, transmitir reglas que no son cuestionadas. Es algo inevitable.
– La pérdida es otra de tus constantes. En tus cuentos hay pérdidas muy dolorosas, hijos que mueren y dejan un vacío, un trauma que acaba influyendo en los actos futuros de los progenitores…
– Sí. Pienso que sobrevivir a la muerte de un hijo es de las cosas más fuertes que nos pueden pasar. No parto de ninguna vivencia personal, pero me hago muchas preguntas y mi posición como narradora me lleva a probarme constantemente, a pensar cómo me sentiría en tal o cual situación, ante esos dramas que están en mi realidad y que suelo tener muy presentes porque verdaderamente me impresionan.
LA NORMALIDAD NO EXISTE, ES UNA CONVENCIÓN, UN ESPACIO AL QUE NOS AFERRAMOS Y QUE EN REALIDAD LO QUE HACE ES RECORTARNOS, LIMITARNOS, OBLIGARNOS A ACEPTAR NORMAS, MANDATOS COLECTIVOS, FAMILIARES. SI ALGO ME APETECE RECALCAR EN MIS RELATOS ES QUE CADA UNO DE NOSOTROS SOMOS SERES ESPECIALES, ÚNICOS, Y, AL MISMO TIEMPO, SACUDIR LOS PREJUICIOS DE LOS LECTORES.
– Si hay un personaje que resulta realmente antipático es el de Lola, la protagonista de La respiración cavernaria. Ella lleva la experiencia de la pérdida hasta el extremo, la transforma en resentimiento, en maldad. Es el más largo de los cuentos y puede que el más complejo.
– El cuento de Lola fue el primero que empecé a escribir y el último que terminé. No estoy acostumbrada a escribir relatos tan largos y me preocupaba mantener el equilibrio entre la morosidad, el hastío, la lentitud de la vida, del paso del tiempo, que es lo que percibe el personaje, con la tensión permanente que requería la historia. Esto fue todo un desafío para mí. Y, por otro lado, me alejaba de la impronta de mis personajes, que, por lo general, son gente buena, ingenua, tierna, gente capaz de ponerlo todo de su parte para entender lo que sucede, lo que les sucede. Pero Lola es insoportable (risas). Es muy difícil conectar con ella. Es la primera vez que aparece un personaje así. Veremos si surgen más…
– Lola no soporta a su pareja, la maltrata. La ruptura de los hilos del afecto en las familias, el desconocimiento, la incomunicación entre sus miembros, también está muy presente en Siete casas vacías.
– Es que el espacio familiar es la unidad mínima de tensión del ser humano. Los problemas familiares son lo primero en lo que pensamos cuando despertamos y lo último que nos ocupa antes de dormir. Todo lo que nos concierne, lo que nos preocupa, lo que nos duele, está ahí, reproducido en miles y miles de núcleos familiares.
– Da la impresión de que partes de emociones y de que constantemente te planteas lo extraños que somos los unos para los otros.
– Las emociones son el motor, el germen primero de todos mis relatos, sí. Se trata de emociones muy particulares que por alguna razón se me graban en el cuerpo. Es algo muy intuitivo. Me resulta difícil pensar en qué puede disparar algo así, pero cuando empieza a ocupar un espacio dentro de mí siento que tengo que escribir sobre ello y entonces surgen las ideas, los argumentos. Lo que hago es sacar esa emoción de mi cuerpo y ponerla en el cuerpo de los lectores. Y en cuanto a la extrañeza, lo extraño está en lo cotidiano, en lo más cercano. Mis primeros libros eran más fantásticos, pero con éste he abierto la puerta a un registro más realista. Precisamente por eso los relatos resultan tan fuertes, porque nos llevan a pensar que las situaciones que se plantean están próximas, podrían sucedernos.
[Samanta Schweblin estuvo recientemente en Madrid, parada obligatoria en su ruta promocional tras obtener el Premio Ribera del Duero. Cuando le propusimos elegir un rincón donde no le importase quedarse a leer una tarde entera, eligió la librería Cervantes y compañía, concretamente un cómodo sofá en la parte baja del local. No trajo libro consigo (“cuando estoy de viaje prefiero leer en mi tableta”) y buscó en las estanterías un ejemplar de una de sus obras de cabecera, El tercer policía, de Flann O’Brien, un libro que nunca se cansa de recomendar y que le gusta describir del siguiente modo: “Si Kafka hubiera sido un furioso existencialista, y hubiera escrito novelas policiales, el resultado sería El tercer policía”]
– ¿Qué primeras lecturas recuerdas?
– Lo primero que recuerdo es que me encantaba un libro enorme sobre un elefante, La historia de Babar, de Jean de Brunhoff. Mi madre tenía un jardín de infantes, así que, por herencia, tuve una biblioteca muy grande de libros para chicos. Recuerdo los cuentos de María Elena Walsh y de Elsa Bornemann. Y después, cuando ya empecé a intentar leer cosas de la biblioteca de mis padres, una obra titulada Una leona de dos mundos, de la naturalista Joy Adamson. De ahí pasé, como primera lectura adulta, a un libro que ahora no me animo a releer, pero que en su momento me dejó absolutamente obnubilada y me abrió la gran puerta a la literatura: El corazón de piedra verde, de Salvador de Madariaga.
– ¿Qué tipo de literatura te ha gustado siempre?
– Me atrae todo tipo de literatura, siempre y cuando sienta que me de algo a cambio, por sus mundos nuevos o, todavía mejor, por lo desconocido que descubro en mundos que ya conozco.
– ¿Un libro, o algunos libros, transformadores, que hayan modificado tu mirada?
– La espuma de los días, de Boris Vian, fue mi primera lectura transformadora, quizá incluso la primera que me dio unas ganas incontenibles de ponerme a escribir, que me impulsó a hacerlo. También La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Y luego, la enorme Crimen y Castigo de Dostoievski. Pero no hace falta que me vaya tan atrás para hablar de libros transformadores. Mi descubrimiento del año pasado fue Amy Hempel. ¿Cómo puede ser que no la haya leído antes? Es una maravilla de las maravillas.
– ¿Autores-as que te hayan influido especialmente?
– Supongo que la escuela norteamericana, la tradición de Flannery O’Connor, Patricia Highsmith, Eudora Welty, o autores un poco más contemporáneos como Salinger o Cheever. Y por otro lado algunos libros clave de la tradición latinoamericana, como la obra de Juan Rulfo, Antonio di Benedetto, Adolfo Bioy Casares, junto a algunos títulos de María Luisa Bombal o de Horacio Quiroga.
NO HACE FALTA QUE ME VAYA MUY ATRÁS PARA HABLAR DE LIBROS TRANSFORMADORES. MI DESCUBRIMIENTO DEL AÑO PASADO FUE AMY HEMPEL. ¿CÓMO PUEDE SER QUE NO LA HAYA LEÍDO ANTES? ES UNA MARAVILLA DE LAS MARAVILLAS.
– ¿Qué lecturas recomendarías para afrontar el presente?
– Pues justo el libro que ahora tengo entre las manos. Hay que leer El tercer policía, de Flann O’Brien. Ahí está todo explicado.
– ¿Autores de cabecera, a los que vuelves una y otra vez?
– Creo que la novela breve Muy lejos de casa, de Paul Bowles, ha sido el libro que más veces he releído. Tiene algo muy especial para mí, creo incluso que cuestiones personales difíciles de descubrir por mí misma. Es como un mantra de angustiante belleza.
– ¿Tienes rituales de lectura: una hora especial, un lugar, alguna manía?
– Necesito silencio, y saber que cuento con varias horas por delante sin que nadie ni nada me interrumpa.
– ¿Qué libro o libros te llevarías a una isla desierta?
– Supongo que alguno del tipo Cómo sobrevivir en una isla desierta. Sería lo más apropiado, ¿no?
Siete casas vacías, libro con el que Samanta Schweblin ha ganado el IV Premio Internacional Ribera del Duero, ha sido publicado por la editorial Páginas de Espuma.
– Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en la librería madrileña Cervantes y Compañía.
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