Jack London
El hijo del lobo
The Son of the Wolf by Jack London
El hombre raras veces hace una evaluación justa de las mujeres, al menos no hasta verse privado de ellas. No tiene idea sobre la atmósfera sutil exhalada por el sexo femenino, mientras se baña en ella; pero déjeselo aislado, y un vacío creciente comienza a manifestarse en su existencia, y se vuelve ávido de una manera vaga y hacia algo tan indefinido que no puede caracterizarlo. Si sus camaradas no tienen más experiencia que él mismo, agitarán sus cabezas con aire dubitativo y le aconsejarán alguna medicación fuerte. Pero la ansiedad continúa y se acrecienta; perderá el interés en las cosas de cada día, y se sentirá enfermo; y un día, cuando la vacuidad se ha vuelto insoportable, una revelación descenderá sobre él.
En la región del Yukón, cuando esto sucede, el hombre por lo común se provee de una embarcación, si es verano; y si es invierno, coloca los arneses a sus perros, y se dirige al Sur. Unos pocos meses más tarde, suponiendo que esté poseído por una fe en el país, regresa con una esposa para que comparta con él esa fe, e incidentalmente sus dificultades. Esto sirve, sin embargo, para mostrar el egoísmo innato del hombre. Nos lleva, también, al drama de “Cogote” Mackenzie, que tuvo lugar en los viejos días, antes de que la región fuera desbandada y cercada por una marea de che-cha-quo , y cuando el Klondike solo era noticia por sus pesquerías de salmón.
“Cogote” Mackenzie cargaba las marcas distintivas de un nacimiento y una vida en la frontera. Su cara llevaba el sello de veinticinco años de lucha incesante con la Naturaleza en sus manifestaciones más salvajes: los últimos dos años, los más salvajes y duros de todos, habían sido invertidos en buscar a tientas el oro que yace a la sombra del Círculo Ártico. Cuando el mal de la ansiedad se precipitó sobre él, no se sorprendió: era un hombre práctico y había visto a otros hombres sufrir el mismo golpe. Pero no dio ninguna señal de su enfermedad, excepto que trabajaba más duramente. Todo el verano luchó contra los mosquitos y lavaba en el río Suart las barras de metal, por una subvención doble. Luego, echó a flotar una balsa con troncos para casas, Yukón abajo hacia Forty Mile, y puso en ella una cabina de cuyo confort pudiera jactarse cualquiera que allí se alojara. De hecho, exhibía una promesa tan acogedora que muchos hombres elegían asociársele, y venirse a vivir con él. Pero él cortaba de cuajo sus aspiraciones con un discurso áspero, peculiar por su fuerza y brevedad, y compraba doble ración de comida en el puesto de mercancías.
Como se habrá notado, “Cogote” Mackenzie era un hombre práctico. Si necesitaba una cosa, usualmente la conseguía. Pero al hacerlo no se apartaba de su camino más de lo estrictamente necesario. Aunque era hijo del trabajo duro y de las dificultades, era contrario a una jornada de ochocientos kilómetros sobre el hielo, una segunda de tres mil kilómetros en el océano, y todavía otros cuatro mil quinientos kilómetros —o algo así— hasta alcanzar los últimos lugares escogidos, todo ello en la mera búsqueda de una esposa. La vida era demasiado corta. Así que amarró sus perros, ató una curiosa carga a su trineo, y se encaminó a través de la línea divisoria de aguas cuyas últimas vertientes hacia el Oeste eran drenadas por la cabellera del río Tanana.
Era un viajero decidido, y sus perros-lobo podían trabajar más duro y viajar más lejos, con menos comida, que cualquier otro equipo en el Yukón. Tres semanas más tarde se introdujo de dos zancadas en un campo de caza de los sticks, en las ramificaciones del Alto Tanana. Se maravilló él mismo de su temeridad, porque esa gente tenía mala reputación y se había sabido que mataron a hombres blancos por cosas tan insignificantes como un hacha afilada o un rifle roto. Pero él fue hacia ellos a mano limpia, su conducta era una mezcla deliciosa de humildad, familiaridad, sangre fría e insolencia. Se requería una muñeca hábil y un conocimiento profundo de las mentes bárbaras para recurrir a armas tan diversas; pero él era más que un maestro en este arte, y sabía cuándo conciliar y cuándo amenazar con furia como la de Jehová.
Ante todo, rindió homenaje al jefe Thling-Tinneh, presentándose ante él con un par de libras de té negro y tabaco, y ganando de tal modo su bienvenida más cordial. Después se mezcló con los hombres y con las mujeres solteras, y esa noche dio un potlach. La nieve había golpeado a todo lo ancho de una figura oblonga, quizás de una treintena de metros de largo y cuatrocientos metros de ancho. Justo en el centro se había encendido una larga hoguera, cada uno de cuyos lados estaba prolijamente alfombrado con ramajes. Las tiendas estaban abandonadas, y el centenar aproximado de miembros de la tribu prestaba sus lenguas a los cantos folklóricos en honor de su huésped.
Los últimos dos años habían enseñado a “Cogote” Mackenzie los no muchos centenares de palabras de su vocabulario, y había conquistado igualmente sus hondos sonidos guturales, sus locuciones y construcciones de estilo japonés, y las partículas honoríficas y aglutinantes. Así, construía las oraciones de esa especial manera, satisfaciendo su instintiva vena poética con vivas descargas de elocuencia y contorsiones metafóricas. Luego de que Thling-Tinneh y el chamán hubieron respondido de modo apropiado, él obsequió baratijas a los hombres de la tribu, se unió a sus cantos, y probó ser un experto en el juego de envite de “las cincuenta y dos estacas”.
Le fumaron el tabaco, y quedaron complacidos. Pero entre los hombres más jóvenes había una actitud desafiante, un espíritu fanfarrón fácilmente advertible por las torpes insinuaciones de las indias desdentadas y las risas tontas de las muchachas solteras. Ellas habían conocido pocos hombres blancos —“Hijos del lobo”—, pero de esos pocos habían aprendido lecciones extrañas.
Pese a todo su aparente descuido, “Cogote” Mackenzie no había dejado de notar este fenómeno. En realidad, envuelto en sus pieles de dormir pensó seriamente en todo eso, y vació muchas pipas hasta planear una estrategia. Solo una muchacha había capturado su imaginación: no era otra que Zarinska, hija del jefe. En sus rasgos, formas y porte, ella respondía más cercanamente al tipo de belleza del hombre blanco y era casi una anomalía entre sus hermanas de tribu. Podría poseerla, hacerla su esposa y darle un nombre —¡ah, le daría el nombre de Gertrudis!—. Habiendo decidido esto, se volvió sobre un costado y se hundió en el sueño, auténtico hijo de su raza conquistadora, un Sansón entre los filisteos.
Era un trabajo lento, pero el juego de las varillas resultó reñido. “Cogote” Mackenzie maniobró hábilmente, con una despreocupación que ayudaba a desconcertar a los jugadores.
Puso gran cuidado en impresionar a los hombres de que era un tirador seguro y un cazador poderoso, y el grupo resonó en aplausos cuando abatió un alce a seiscientos metros. Una noche visitó la tienda —hecha con pieles de alce y caribú— del jefe Thling-Tinneh, hablando a lo grande y derrochando tabaco con mano pródiga. No dejó de dispensar parecidos honores al chamán, porque comprendía la influencia del curandero sobre su pueblo, y estaba ansioso de hacer de él un aliado. Pero aquella notabilidad se mostraba alta y desdeñosa, rehusaba ser aplacada, y era indudablemente un enemigo en potencia.
Aunque no se presentó ninguna brecha para una entrevista con Zarinska, Mackenzie le robó más de una mirada, dando claras señales de su intención. Y en cuanto ella lo supo, enseguida se rodeó coquetamente con un cinturón de mujeres en cualquier lugar donde estuvieran los hombres y él pudiera tener una chance. Pero él no estaba apurado; además, supo que ella no tendría más remedio que pensar en él, y unos pocos días con tales pensamientos no harían sino mejorar su imagen.
Por fin, una noche, cuando creyó que el momento podía estar ya maduro, abandonó abruptamente la humeante morada del jefe y se apresuró hacia la tienda vecina. Como era usual, ella estaba sentada con las indias y las muchachas solteras alrededor, todas dedicadas a la costura de mocasines y trabajos de punto. Rieron y chismorrearon ante su entrada, lo que hizo que Zarinska se sintiera ligada fuertemente a él. Una tras otra, ellas fueron expulsadas a la nieve exterior, luego de lo cual se apuraron a esparcir el cuento a través de todo el campamento.
La causa del hombre fue bien argumentada en la lengua de ella —porque la joven no conocía la suya— y al cabo de dos horas ella se levantó para ir con él.
—¿Así que Zarinska vendrá a la tienda del Hombre Blanco? ¡Bien! Yo iré ahora a hablar con tu padre, para que él no esté tan preocupado. Y le daré muchos presentes; pero él no debe preguntar demasiado. ¿Si él dice que no? ¡Bien! Zarinska vendrá, aun así, a la tienda del Hombre Blanco.
Él había alzado ya el alerón de piel de la tienda para partir, cuando una sorda exclamación lo llevó al lado de la joven. Ella se puso de rodillas sobre la estera de piel de oso, su cara radiante con verdadera luz de Eva, y desabrochó con vergüenza su pesado cinturón: él la miró perplejo, suspicaz, sus oídos alertas ante el más leve ruido en el exterior. Pero el siguiente movimiento de ella desarmó sus dudas, y sonrió con placer.
Ella tomó de su bolso de costura una vaina de cuchillo de piel de alce, espléndida, trabajada con brillantes cuentas de abalorios y fantásticamente diseñada; luego extrajo su gran cuchillo de caza, miró reverentemente a través del filo aguzado, tentó a medias de probado con su pulgar, y lo clavo en el centro del nuevo hogar de la pareja. Enseguida, pasó la vaina a lo largo del cinturón hacia su emplazamiento habitual, justo por encima de la cadera.
En todos los sentidos, era como una escena de los tiempos antiguos: una dama y su caballero. Mackenzie la alzó, y recorrió suavemente con sus bigotes los rojos labios de la muchacha: para ella, era la extranjera caricia del Lobo. El encuentro de la edad de piedra y del acero. Pero ella era nada menos que una mujer, y sus mejillas sonrojadas y la luminosa suavidad de sus ojos lo atestiguaban.
* * *
Hubo un estremecimiento de excitación en el aire cuando “Cogote” Mackenzie, con un voluminoso bulto debajo del brazo, abrió de par en par los alerones de la tienda de Thling-Tinneh. Los chiquillos corrían en torno a la abertura arrastrando leña seca al lugar del potlach, un murmullo de voces femeninas crecía en intensidad, los hombres jóvenes se consultaban en grupos hoscos, mientras de la tienda del chamán subían los horripilantes sonidos de un encantamiento.
El jefe estaba solo con su esposa de ojos borrosos, pero una mirada bastó para informarle a Mackenzie que las noticias ya habían llegado hasta allí. Así que se zambulló de una vez en el asunto, moviendo notoriamente hacia adelante la vaina adornada con abalorios, como anuncio de los esponsales.
—¡Oh, Thling-Tinneh, poderoso jefe de los sticks y de la tierra de los tanana, guía del salmón y del oso, del alce y el caribú! El Hombre Blanco se halla ante ti con un gran propósito. Por muchas lunas su tienda ha estado vacía, y él está solo. Y su corazón se ha devorado a sí mismo en silencio, y creció su hambre por una mujer que se sentara a su lado en la tienda, para esperarlo tras la cacería con fuego caliente y una buena comida. Y él ha oído cosas extrañas, pasos ligeros de mocasines de bebés y el sonido de voces de niños. Y una noche una visión descendió sobre él, y percibió al Cuervo, que es tu padre, el gran Cuervo, que es el padre de todos los sticks. Y el Cuervo habló al solitario Hombre Blanco, diciendo: “Échate al hombro los mocasines, ciñe tus zapatos para la nieve y carga tu trineo con alimento para muchas noches de sueño, y con finos presentes para el jefe Thling-Tinneh.
Porque deberás voltear el rostro hacia donde el sol de primavera está deseoso de hundirse en la tierra, y viajar a las tierras de caza de este gran jefe. Allí tú deberás hacer grandes presentes, y Thling-Tinneh, que es mi hijo, será como un padre para ti. En su tienda hay una mujer soltera en la cual yo he soplado el aliento de la vida para ti. A esta mujer habrás de tomar por esposa”.
—¡Oh, jefe, así habló el gran Cuervo; por ello, yo deposito muchos presentes a tus pies; y por ello vengo a tomar tu hija!
El hombre viejo atrajo las pieles en torno a él con cruda conciencia de su realeza, pero se demoró en responder mientras un hombre más joven entraba en silencio, entregaba un rápido mensaje de comparecer ante el Consejo, y se fue.
—¡Oh, Hombre Blanco a quien hemos nombrado Matador del Alce, también conocido como el Lobo, y el Hijo del Lobo! Sabemos que vienes de una raza poderosa; estamos orgullosos de tenerte como huésped de nuestro potlach; pero el rey salmón no se empareja con el perro-salmón, ni el Cuervo con el Lobo.
—¡No es así! —gritó Mackenzie—. He encontrado a hijas del Cuervo en tierras del Lobo: la mujer india de Mortimer, la de Tregido, la de Barnaby, que vino dos deshielos atrás, y he oído de otras aunque mis ojos no las advirtieron.
—Hijo, tus palabras son verdaderas, pero esos eran malos apareamientos, como el del agua con la arena, como el de los copos de nieve con el sol. ¿Encontraste a Mason y a su mujer india? ¿No? Él vino hace diez deshielos, el primero de los Lobos. Y con él había un hombre poderoso, alto y erguido como un retoño de álamo; fuerte como el oso de cara pelada; con un corazón como la luna llena de verano, y...
—¡Oh! —interrumpió Mackenzie, reconociendo al bien conocido personaje de las tierras del Norte—: ¡Malamute Kid!
—El mismo: un hombre poderoso. ¿Pero tú viste acaso a la mujer india? Ella era hermana carnal de Zarinska.
—No, jefe, pero he oído: Mason, y lejos, muy lejos hacia el Norte, un árbol pícea, pesado por los años, aplastó su vida bajo su tronco. Pero su amor era grande, y tenía mucho oro. Con esto, y con su pequeño, ella viajó incontables noches hacia el sol del mediodía de invierno, y allí vive ella todavía: no más helada mordiente, no nieve, no el sol de la medianoche de verano, no la noche en el mediodía de invierno...
Un segundo mensajero interrumpió con imperiosos llamamientos del Consejo. Mackenzie captó en una rápida mirada las formas oscilantes frente a la hoguera del Consejo, oyó las profundas voces debajo de los hombros en rítmicos cantos, y supo que el chamán estaba avivando el enojo de su gente. El tiempo presionaba. Se volvió hacia el jefe.
—¡Oye! Yo quiero a tu pequeña. ¡Y mira! Aquí hay tabaco, té, muchas tazas de azúcar, mantas calientes, pañuelos, todos grandes y buenos; y aquí, un rifle alineado, con muchas balas y mucho poder.
—No —replicó el hombre viejo, luchando contra la considerable riqueza esparcida delante de él—. Aun así, ahora mi pueblo está reunido. Mi pueblo no querrá este matrimonio.
—Pero tú eres el jefe.
—Sin embargo, mis hombres jóvenes se enfurecen porque los Lobos han tomado a las muchachas solteras, y ellos no pueden casarse.
—¡Escúchame, oh Thling-Tinneh! Antes de que la noche haya dado paso al día, el Lobo hará que sus perros miren hacia las Montañas del Este, y se pondrá en camino a la región del Yukón. Y Zarinska abrirá el camino a sus perros.
—Y antes de que la noche haya alcanzado la mitad de su curso, pueden mis jóvenes arrojar a los perros la carne del Lobo, y sus huesos ser esparcidos en la nieve hasta que la primavera los desnude.
Era la amenaza, y la contra-amenaza. La bronceada tez de Mackenzie se oscureció. Alzó su voz. La vieja india, quien hasta ahora había permanecido sentada como espectadora impasible, hizo el ademán de deslizarse lentamente a su lado hacia la puerta. La canción de los hombres se interrumpió repentinamente, y hubo una algarabía de muchas voces cuando él empujó con rudeza a la vieja mujer, haciéndola girar hacia su lecho de pieles.
—¡De nuevo les grito: escuchen! ¡Oh, Thling-Tinneh! El Lobo muere con los dientes firmemente cerrados, pero con él se dormirán diez de tus hombres más fuertes, hombres que son necesarios, pues la caza no ha hecho sino comenzar y la pesca no estará lejana por muchas lunas. Y, de nuevo: ¿en beneficio de qué yo debería morir? Yo conozco las costumbres de tu pueblo; tu parte de mi riqueza será muy pequeña. Concédeme a tu niña, y esa riqueza será toda tuya. Y más aún, mis hermanos vendrán, y ellos son muchos, y sus fauces nunca están satisfechas; y las hijas del Cuervo criarán niños en las tiendas del Lobo. Mi pueblo es más grande que tu pueblo. Es el destino. Concédemela, y toda esta riqueza será tuya.
Los mocasines hacían crujir la nieve. Mackenzie tumbó su rifle para amartillarlo, y dejó los Colts gemelos en su cinto.
—¡Concédemela, oh jefe!
—Y todavía mi pueblo dirá que no.
—Concédela, y la riqueza es tuya. Entonces yo negociaré después con tu pueblo.
—El Lobo tendrá una respuesta. Yo tomaré estos presentes, pero quería advertirle.
Mackenzie pasó sobre las mercancías, cuidando trabar el gatillo del rifle y coronando el trato con un caleidoscópico pañuelo de seda para la cabeza. El chamán y media docena de jóvenes guerreros entraron, pero él salió de la tienda pasando entre ellos y empujándolos descaradamente con los hombros.
—¡Empaca! —fue su lacónico saludo a Zarinska mientras pasaba frente a su tienda apurándose por amarrar los perros a los arneses. Pocos minutos más tarde se encaminaba con paso majestuoso y a la cabeza de su equipo hasta el Consejo indio, la mujer a su lado. Tomó su lugar en el extremo superior de la figura oblonga, al lado del jefe. Ubicó a Zarinska a su izquierda, un paso más atrás: el sitio apropiado. Además, las cosas estaban maduras para cualquier maldad, y había necesidad de guardar sus espaldas.
A ambos lados los hombres se acuclillaban junto al fuego, elevando sus voces en un canto folklórico del ayer olvidado. Pleno de cadencias interrumpidas y extrañas, el canto no era hermoso. La palabra “horrible” lo describiría inadecuadamente. En el extremo inferior danzaba una decena de mujeres bajo la mirada del chamán, con severos reproches hacia todos aquellos que no se abandonaran por completo al éxtasis del ritual. Escondidas a medias en sus pesadas masas de pelo negro, despeinado y cayéndoles hasta las cinturas, las mujeres se mecían lentamente hacia adelante y hacia atrás, sus formas ondeando en un ritmo siempre cambiante.
Era una escena misteriosa, un anacronismo. En el Sur, el siglo diecinueve estaba devanando los pocos años que restaban para su última década; aquí florecía el hombre primitivo, una sombra trasplantada de los habitantes de las cavernas prehistóricas, un fragmento olvidado del Mundo Antiguo. Los perros-lobo de color leonado estaban sentados entre sus amos de pieles decoradas o luchaban por un espacio, la luz de la hoguera arrojada hacia atrás desde las pupilas rojas y los colmillos goteantes. La arboleda, envuelta en un sudario fantasmal, dormía despreocupada. El Silencio Blanco, concentrado por el momento en el bosque escarchado, semejaba un constante crujido interior; las estrellas bailaban a grandes saltos, como es su costumbre en la época de la Gran Helada, mientras los Espíritus del Polo arrastraban sus togas gloriosas a través de los cielos.
“Cogote” Mackenzie captó vagamente la grandeza salvaje del escenario, cuando sus ojos recorrieron ambos lados orlados con pieles, en busca de rostros desaparecidos. Durante un momento los ojos descansaron en un recién nacido, sorbiendo del pecho desnudo de su madre. Hacía más de diez grados bajo cero: pensó en las tiernas mujeres de su propia raza y sonrió con una mueca torva. Sin embargo, era de las entrañas de una de esas tiernas mujeres que él había surgido con una herencia de reinado, una herencia que le dio a él y a los suyos el dominio sobre la tierra y el mar, sobre los animales y los pueblos de todas las regiones. Solo y sin ayuda contra cien rivales, ceñido por el invierno del Ártico, alejado de los suyos, sintió el impulso de su herencia, el deseo de posesión, el salvaje amor al peligro, el estremecimiento de la batalla, el poder para conquistar o morir.
Los cantos y danzas cesaron y el chamán se encendió en ruda elocuencia. A través de las sinuosidades de su vasta mitología, trabajó astutamente sobre la credulidad de su pueblo. El pleito era duro. Oponiéndole los principios creativos personificados en el Cuervo, estigmatizó a Mackenzie como el Lobo, el principio de pelea y destrucción. No se trataba solo del combate de estas fuerzas espirituales, sino que los hombres luchaban, cada uno por su tótem. Ellos eran los hijos del Cuervo, el portador del fuego de Prometeo; Mackenzie era el hijo del Lobo, o —en otras palabras— el Diablo. Para ellos, otorgar una tregua en esta guerra perpetua, casar a sus hijas con el archienemigo, era traición y blasfemia del máximo rango. Ninguna frase era demasiado severa, ninguna representación demasiado vil, para marcar a fuego a Mackenzie como un intruso que recurre a métodos furtivos y un emisario de Satán. Había un rugido salvaje y contenido en los pechos de sus oyentes en tanto él retomaba el ritmo de su perorata.
—¡Sí, mis hermanos, el Cuervo es todo poder! ¿No trajo él el fuego nacido del Cielo para que pudiéramos calentarnos? ¿No arrancó de sus agujeros al Sol, la Luna y las estrellas, para que pudiéramos verlos? ¿No nos enseñó que deberíamos combatir a los Espíritus del Hambre y la Helada? Pero ahora el Cuervo está enojado con sus hijos, y estos son solo un puñado, y él no los ayudará. Porque se han olvidado de él, y han hecho cosas malvadas, y pisado rutas equivocadas y llevado a sus enemigos a sus tiendas para sentarse en torno a sus fuegos. Y el Cuervo está lleno de tristeza por la perversidad de sus hijos; pero cuando ellos se alcen de nuevo y le demuestren que han vuelto, él abandonará la oscuridad para auxiliarlos. ¡Oh, hermanos! El Portador del Fuego ha susurrado sus mensajes a este chamán, los mismos que ustedes oirán. ¡Dejen que los jóvenes lleven a las jóvenes a sus tiendas; déjenlos volar a la garganta del Lobo; que jamás muera su enemistad! ¡Entonces, sus mujeres se volverán fructíferas y se multiplicarán en un pueblo poderoso! ¡Y el Cuervo liderará a las grandes tribus de sus padres, y de los padres de sus padres, desde las regiones que se extienden afuera del Norte; y ellas golpearán y harán retroceder a los Lobos hasta que estén como los últimos fuegos del campamento; y volverán a gobernar nuevamente sobre toda la tierra! Este es el mensaje del Cuervo.
Esta prefiguración de la venida del Mesías arrancó un ronco clamor de los sticks mientras saltaban sobre sus pies. Mackenzie desprendió los pulgares de sus mitones, y esperó. Había un clamor reclamando al Zorro, que no cesó hasta que uno de los hombres jóvenes se adelantó para hablar.
—¡Hermanos! El chamán ha hablado con sabiduría. Los Lobos han tomado nuestras mujeres, y nuestros hombres se quedaron sin hijos. Nos hemos reducido a un puñado. Los Lobos han tomado nuestras cálidas pieles y nos han dado por ellas espíritus diabólicos que habitan en botellas, y ropas que no vienen del castor o del lince, sino que están hechas con hierbas. Y no son calientes, y nuestros hombres mueren por enfermedades extrañas. Yo, el Zorro, no he tomado a mujer alguna por esposa; ¿y por qué? Dos han sido las muchachas solteras que me agradaban y después mudadas a los campos del Lobo. Incluso ahora he dejado de aprovechar pieles del castor, del alce, del caribú, con las que debería ganar el favor en los ojos de Thling-Tinneh, para poder tomar por esposa a su hija Zarinska. Incluso ahora los zapatos de nieve de Zarinska están amarrados a sus pies, listos para abrir la ruta a los perros del Lobo. Pero no hablo por mí solamente. Como me ha ocurrido a mí, así también al Oso. Él también habría sido, de buena gana, el padre de los hijos de ella, y para eso ha curado muchas pieles. Yo hablo por todos los jóvenes que no conocen esposas. Los Lobos siempre están hambrientos. Siempre asesinan para tomar la carne elegida. A los Cuervos son dejadas las sobras.
—Aquí está Gugkla —gritó, señalando brutalmente a una de las mujeres, una muchacha tullida—. Sus piernas están dobladas como las costillas de una canoa de abedul. Ella no puede juntar leña ni acarrear la carne de los cazadores. ¿La eligieron acaso los Lobos?
—¡Ah, ah! —vociferaron los hombres de la tribu.
—Está Moyri, cuyos ojos fueron cruzados por el Espíritu del Mal. Hasta los bebés se atemorizan cuando la contemplan, y se dice que Cara-Vacía le marca el camino. ¿Fue elegida?
De nuevo estalló el cruel aplauso.
—Y está Pischet. Ella no oye mis palabras. Nunca ha oído el sonido del parloteo, la voz de su esposo, el balbuceo de su pequeño. Ella vive en el Silencio Blanco. ¿Ella les importó algo a los Lobos? ¡No! La de ellos es la elección del crimen; nuestras son las sobras. ¡Hermanos, esto no será más así! Nunca más los Lobos se introducirán furtivamente en nuestros campamentos. La hora ha llegado.
Una gran aurora de fuego, la aurora boreal, púrpura, verde y amarilla, se disparó a través del cenit, colmando el vacío de horizonte a horizonte. Con la cabeza echada hacia atrás, y los brazos extendidos, él se balanceó hasta alcanzar el clímax.
—¡Miren! ¡Los espíritus de nuestros padres han resucitado y grandes hazañas están poniéndose en marcha esta noche!
Retrocedió a su lugar, y otro hombre joven con aire algo tímido se adelantó, empujado por sus camaradas. Alzándose una cabeza entera por encima de ellos, su ancho tórax desafió desnudo a la escarcha mientras se columpiaba tentativamente sobre un pie y el otro. Las palabras vacilaban sobre su lengua, estaba inquieto. Su cara se veía horrible, porque en una ocasión la mitad de ella había sido arrancada por algún golpe feroz. Finalmente, se golpeó el pecho con sus puños apretados haciéndolo sonar como un tambor; y su voz retumbó hacia el frente, como hace la rompiente surgiendo de una caverna oceánica.
—¡Yo soy el Oso, la Punta-de-Plata y el Hijo de la Punta-de-Plata! Cuando mi voz era todavía como la de una muchacha, yo maté al lince, al alce y al caribú; cuando silbaba como los glotones en su escondrijo, atravesé las montañas del Sur y vencí a tres de los Ríos Blancos; cuando mi voz se volvió como el rugido del Chinook , encontré a la Cara-Vacía en un oso pardo, pero no me marcó el camino.
En este punto hizo una pausa, su mano barriendo significativamente sus espantosas cicatrices.
—Yo no soy el Zorro. Mi lengua es helada como el río. No puedo hacer discursos. Mis palabras son pocas. El Zorro dice que grandes hazañas están sucediendo esta noche. ¡Muy bien! La conversación fluye desde su lengua como las corrientes de agua dulce en la primavera, pero es cauteloso sobre las hazañas. Esta noche yo me batiré con el Lobo. Lo mataré, y Zarinska se sentará junto a mi fuego. El Oso ha hablado.
Aunque el pandemónium bramaba en torno de él, “Cogote” Mackenzie estaba dispuesto a defenderse. Consciente de lo inútil que es un rifle en la corta distancia, deslizó las dos cartucheras de las pistolas hacia el frente, listas para la acción, y tiró de sus mitones hasta que sus manos quedaron apenas protegidas por los guanteletes de los codos. Sabía que no había posibilidad ante un ataque en masa, pero —fiel a su orgullo— estaba preparado para morir con los dientes bien apretados. El Oso contenía a sus camaradas, haciendo retroceder a los más impetuosos a los golpes con su terrible puño. Cuando el tumulto empezó a decrecer, Mackenzie dirigió una rápida mirada en dirección a Zarinska. Era una imagen soberbia. Ella se inclinaba hacia adelante en sus zapatos para la nieve, los labios entreabiertos y las ventanillas de la nariz aleteando, como una tigresa a punto de saltar. Sus grandes ojos negros estaban clavados en los hombres de su tribu, en gesto de temor y desafío. Era tan extrema la tensión que había olvidado respirar. Con una mano presionando espasmódicamente su pecho, y la otra asiendo fuertemente el látigo para perros, parecía una estatua. No bien él la miró, el alivio volvió a ella. Sus músculos se distendieron; con un hondo suspiro se echó hacia atrás, dedicando al hombre una mirada en la que había más que amor: adoración.
Thling-Tinneh trataba de hacerse oír, pero su pueblo ahogaba su voz. Entonces, Mackenzie se adelantó a grandes zancadas. El Zorro abrió su boca para lanzar un grito penetrante, pero Mackenzie se abalanzó de modo tan salvaje contra él que el indio se encogió hacia atrás, su laringe hecha un borbotear de sonidos abortados. Su desconcierto fue saludado con salvas de carcajadas, y sirvió para apaciguar a sus compañeros tornándolos más dispuestos a escuchar.
—¡Hermanos! El Hombre Blanco, que ustedes han elegido llamar el Lobo, vino a ustedes con palabras limpias. Él no fue como el Innuit; no habló mentiras. Vino como un amigo, un amigo que querría ser un hermano. Pero ahora estos hombres han tenido su voz, y pasó ya el tiempo para palabras suaves.
Primero, les diré que el chamán tiene una lengua diabólica y que es un falso profeta, que los mensajes que dijo no son los del Portador de Fuego. Sus oídos están cerrados a la voz del Cuervo, y para afuera de su propia cabeza agita fantasías astutas, y ha hecho de ustedes unos tontos. Él no tiene ningún poder. Cuando los perros fueron muertos y comidos y los estómagos de todos ustedes habían sido llenados con pellejos sin curtir y tiras de mocasines; cuando los hombres viejos murieron, y las mujeres viejas murieron, y las criaturas en las entrañas ciegas de las madres murieron; cuando la tierra era sombría, y ustedes perecían como el salmón en las cascadas; sí, cuando el hambre se abalanzó sobre ustedes, ¿trajo el chamán alguna recompensa a los cazadores?, ¿puso carne en los estómagos? Lo digo nuevamente: el chamán carece de poder. ¡Por eso escupo en su cara!
Aunque tomados de sorpresa por el sacrilegio, no hubo ningún tumulto. Algunas mujeres estaban aún atemorizadas, pero entre los hombres hubo una actitud de levantarse, como en anticipación o preparación del milagro. Todas las miradas se habían vuelto hacia las dos figuras centrales. El sacerdote comprendió lo crucial del momento, sintió tambalear su poder y abrió su boca en gesto de increpación, pero huyó hacia atrás ante el avance truculento —puños en alto, ojos llameantes— de Mackenzie. Sonriendo en forma burlona, este resumió:
—¿Quedé mortalmente herido? ¿El rayo me quemó? ¿Las estrellas cayeron del cielo y me aplastaron? ¡Pss! Yo lo he hecho con mi perro. Ahora les contaré de mi pueblo, que es el más poderoso de todos los pueblos y gobierna sobre todas las tierras. Al principio cazamos como cazo yo, solo. Después cazamos en manada; y por último, como en las carreras del caribú, nos derramamos a través de toda la tierra. Aquellos a quienes acogemos en nuestras tiendas viven, los que no vienen mueren. Zarinska es una atractiva muchacha soltera, plena y fuerte, escogida para convertirse en madre de Lobos. Aunque yo muera, ella se convertirá en madre de Lobos; porque mis hermanos son muchos, y ellos seguirán el olor de mis perros. Escuchen la Ley de los Lobos: Quien quiera que tome la vida de un Lobo, esa pérdida la pagarán diez de su pueblo. En muchas tierras el precio ha sido pagado; en muchas tierras deberá todavía ser pagado.
—Ahora, yo me enfrentaré al Zorro y al Oso. Parece que ellos tienen ojos castos para las jóvenes solteras. ¿Y qué? ¡Yo la he comprado! Thling-Tinneh se inclina sobre el rifle; las mercancías yacen junto a su fuego. Sin embargo, seré justo con los hombres jóvenes. Al Zorro, cuya lengua está seca por tantas palabras, le daré cinco largos tacos llenos de tabaco. Esto humedecerá su boca para que pueda hacer mucho ruido en el Consejo. Pero al Oso, de quien mucho me enorgullezco, le daré dos mantas; de harina, veinte tazas; de tabaco, doble que al Zorro; y si viaja conmigo más allá de las Montañas del Este, entonces le daré un rifle, compañero del de Thling-Tinneh. ¿Y si no? ¡Bueno! El Lobo está cansado de discursos. Pero todavía una vez más él les dirá la Ley: Quien quiera que tome la vida de un Lobo, esa pérdida la pagarán diez de su pueblo.
Mackenzie sonrió mientras daba un paso atrás a su antigua posición, pero su corazón estaba lleno de inquietud. La noche era oscura. La joven se colocó a su lado, y él escuchó atentamente mientras ella le contaba de las triquiñuelas del Oso con su cuchillo en el combate.
La decisión se inclinó por la guerra. En un abrir y cerrar de ojos, decenas de mocasines estaban esparciendo nieve a lo largo y ancho del espacio, cerca del fuego. Hubo muchas charlas sobre la aparente derrota del chamán; algunos afirmaron que sin embargo él había retenido su poder, en tanto otros estaban de acuerdo con el Lobo. El Oso fue hasta el centro del campo de batalla, en su mano la larga hoja desnuda de un cuchillo para caza fabricado en Rusia. El Zorro llamó la atención sobre los revólveres de Mackenzie, así que este se quitó el cinturón desabrochándoselo cerca de Zarinska, en cuyas manos también depositó el rifle. Ella meneó su cabeza en signo de que no sabría cómo disparar: mínima chance la de una mujer sosteniendo bienes tan preciados.
—Entonces, si el peligro viene por mi espalda, grita fuerte: “¡mi esposo!”; así: “¡mi esposo!” —la instruyó Mackenzie.
Rió cuando ella lo repitió, pellizcó su mejilla y reentró en el círculo. No solo en alcance y estatura lo aventajaba el Oso, sino que su hoja era fácilmente cinco centímetros más larga. “Cogote” Mackenzie había mirado antes dentro de los ojos de otros hombres, y supo que este hombre se le oponía con firmeza; y sin embargo aceleró los reflejos de la luz en su acero, al dominante pulso de su raza.
Una y otra vez Mackenzie fue forzado hasta el borde del fuego o de la nieve profunda, y una y otra vez, con juegos tácticos de pies como los de un pugilista, se las arregló para volver trabajosamente al centro. Ni una voz se alzó para animarlo, mientras que su antagonista era alentado con aplausos, sugerencias y avisos de alarma. Pero sus dientes se apretaban más todavía cuando los cuchillos se entrechocaban, y él clavaba o eludía con una frialdad nacida de la fuerza consciente de sí. Primero sintió compasión por su enemigo, pero ella se desvaneció ante el primario instinto de vida, que a su turno dio paso a la lujuria de la muerte. Diez mil años de cultura se alejaron de él y fue un habitante de las cavernas, librando una batalla por su hembra.
Dos veces alcanzó a punzar al Oso, alejándose luego ileso; pero la tercera vez recibió una puntada; para salvarse, las manos libres se cerraron sobre las manos que combatían, y ambos hombres se encontraron muy cerca. Entonces valoró la tremenda fuerza de su oponente. Sus músculos se anudaban en masas doloridas, y cuerdas vocales y tendones amenazaban partirse con la tensión; el acero ruso se colocó más y más cerca. Intentó apartarse, pero solo consiguió debilitarse. El círculo enteramente vestido con pieles se cerró, sin dudas ansioso por ver el golpe final. Pero con triquiñuelas de luchador, balanceándose en parte hacia un costado, Mackenzie golpeó a su adversario con su cabeza. Involuntariamente el Oso se inclinó hacia atrás, desacomodando su centro de gravedad. Al mismo tiempo Mackenzie dio un traspié muy oportuno y lanzó todo su peso hacia adelante, arrojando a su rival claramente a través del círculo hacia la nieve más honda. El Oso dio unos pasos dificultosos y después volvió a toda velocidad.
—¡Oh, mi esposo! —la voz de Zarinska sonó, vibrante por el peligro.
Junto con el chasquido de un arco, Mackenzie se tiró barriendo el suelo, y una flecha de hueso aguzado pasó por sobre él incrustándose en el pecho del Oso, cuyo impulso lo llevó encima de su enemigo en cuclillas. Al instante siguiente, Mackenzie estaba de pie y el Oso cayó, inmóvil; pero del otro lado del fuego se encontraba el chamán, disparando una segunda flecha.
El cuchillo de Mackenzie saltó en el aire: había tomado la pesada hoja por la punta. Hubo un destello luminoso mientras el arma atravesaba el fuego. Entonces, el chamán, solo el puño del cuchillo emergiendo de la garganta, se tambaleó un momento y cayó hacia adelante, sobre las ascuas al rojo vivo.
¡Click!, ¡click!: el Zorro se había apoderado del rifle de Thling-Tinneh e intentaba vanamente deslizar un cartucho en su sitio. Pero lo dejó caer al sonido de la risa de Mackenzie.
—¿Así que el Zorro no aprendió la forma de usar el juguete? El todavía es una mujer. ¡Ven! ¡Tráelo, puedo mostrarte cómo hacerlo!
El Zorro vacilaba.
—¡Ven, te digo!
Él echó a andar arrastrando los pies, como un cuzco golpeado.
—Así, y así; así se hace la cosa.
Un cartucho desembocó en su lugar, y el gatillo estaba en el percutor cuando Mackenzie lo llevó sobre el hombro.
—El Zorro ha dicho que grandes hazañas ocurrirían esta noche, y él habló la verdad. Ha habido grandes hazañas, aunque las menos entre ellas fueron las del Zorro. ¿Pretende él todavía llevar a Zarinska a su tienda? ¿Está él dispuesto a andar el camino que abrieron el chamán y el Oso? ¿No? ¡Bien!
Mackenzie se volvió despectivamente y extrajo su cuchillo de la garganta del sacerdote.
—¿Está dispuesto a ello alguno de los hombres jóvenes? Si así fuera, el Lobo los tomará de a dos y de a tres, hasta que no quede ninguno. ¿No? ¡Bien! Thling-Tinneh, yo ahora te doy este rifle por segunda vez. Si en los días por venir debieras viajar al País del Yukón, has de saber que allá habrá siempre un albergue y mucha comida junto al fuego del Lobo. La noche está dando paso ahora al día. Yo parto, pero puedo volver de nuevo. ¡Y, por última vez, recuerden la Ley del Lobo!
A sus miradas parecía un ser sobrenatural cuando volvió a reunirse con Zarinska. Ella ocupó su lugar al frente del equipo, y los perros se pusieron en movimiento. Pocos momentos más tarde habían sido tragados por el bosque fantasmal. Hasta ahora Mackenzie había esperado; se deslizó dentro de sus raquetas para seguir.
—¿Ha olvidado el Lobo los cinco tacos grandes? Mackenzie se volvió hacia el Zorro con enojo; entonces, el humor de la situación lo golpeó.
—Te daré un taco, y pequeño.
—Como al Lobo le parezca —dijo dócilmente el Zorro, alargando su mano.
1899.
Originalmente publicado en Overland Monthly,
Vol. 33, Núm. 196 (abril de 1899), págs. 135-343;
The Son of the Wolf
(Nueva York: The Macmillan Company, 1900.)
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